
5
La cálida luz del atardecer baña el exterior del set de rodaje en cuanto salimos a la parte exterior. A pesar del cansancio acumulado después de este primer día, una sonrisa domina mi rostro. Estoy encantada con todo el equipo y el trabajo que han hecho todos y cada uno de ellos, yo incluida. Tiendo a ser muy exigente con lo que hago, pero el director me ha asegurado una y otra vez que mis tomas estaban perfectas a pesar de mi reticencia y deseos de repetir algunas por errores que solo yo veía. A menudo me cuesta saber si mi trabajo es lo suficientemente bueno o si por el contrario todos a mi alrededor me están mintiendo, como si viviese en una especie de secuela de El show de Truman. Sí, sé que es una paranoia completamente absurda, pero no puedo evitar pensar que siempre puedo hacerlo mejor.
—¿Preparada para viajar cien años en el futuro, querida Daisy?
Una voz que ya conozco a la perfección emerge a mi espalda, aunque su característico acento británico ha desaparecido, apareciendo en su lugar la forma de hablar tan curiosa y propia de Nueva York en los años veinte. Me sorprende la habilidad de Nate para adoptar un acento radicalmente distinto al suyo, especialmente durante tanto tiempo, ya que lo mantiene durante todo el rodaje porque dice que así le resulta todo más sencillo.
No puedo evitar reír y esperar hasta que Nate está caminando junto a mí para mirarle.
—¿Futuro? ¿Y cómo pretendes llevarme al futuro, Jay? —pregunto, sin darme cuenta de que yo misma he terminado por adoptar ese mismo acento y la forma de hablar tan característica de Daisy mientras dura el rodaje.
—No puedo darte más información, solo preguntarte una cosa: ¿confías en mí?
Una expresión de seriedad domina mi rostro cuando alzo la vista para mirarle, aunque la chispa de una sonrisa puede adivinarse tras mis ojos.
—Ya deberías saber la respuesta a esa pregunta, querido. Iría al futuro mil veces siempre y cuando fuese contigo.
Nuestra peculiar conversación se ve interrumpida en cuanto ponemos un pie fuera del set y vemos todo un ejército de paparazis esperándonos a la salida, peleándose unos con otros para sacar las mejores fotos. Aprovechando la seguridad que otorgan los muros y la verja que nos separa de la prensa, paro de caminar para despedirme de Nate como Dios manda.
—Bueno, supongo que nos vemos mañana. Es una pena que vayas a asustar a todo el mundo una vez las fotos que nos están sacando salgan a la luz esta noche. Deberían poner un aviso antes de mostrar tu cara por todas partes —bromeo con una leve sonrisa, la cual el imita, aunque me mira un poco confuso.
—¿Ya te vas a casa?
—Claro, ¿qué voy a hacer si no? —pregunto con la confusión reflejada en el rostro.
—¡Es nuestra primera noche libre en Nueva York, la ciudad que nunca duerme! ¿Es que quieres ser la única persona aquí que no siga esa norma e irte a casa sola?
Sus palabras vienen acompañadas por una emoción y exaltación características de un niño. Nate siempre ha sido así, un espíritu feliz y vivaracho encerrado en un cuerpo de adulto, y se me había olvidado lo encantador que resulta este rasgo. Sé por experiencia que a cualquiera que no le conozca le resultaría imposible decirle que no a cualquier cosa que él pidiera. Esa personalidad jovial y alegre se une al carisma y encanto propios de un caballero son absolutamente irresistibles.
—¿Pero tú crees que un lunes a las ocho de la tarde me apetece salir de fiesta? Ya no tengo veinte años, ahora lo único que me apetece es cenar algo rico acompañado por un buen vino, no ponerme a dar saltos entre cuerpos sudorosos en cualquier discoteca desconocida en una de las ciudades más pobladas del mundo.
—Primero, si sigues hablando así, en lugar de pensar que tienes veinte años, pensaré que tienes ochenta —responde él con una ceja alzada y la comisura izquierda de sus labios ligeramente curvada hacia arriba—. Y segundo, no me refería a salir de fiesta, sino más bien a lo que tú misma has dicho. En lugar de cenar cualquier cosa recalentada en la soledad de nuestras casas alquiladas, podemos ir a un buen restaurante. Hace diez años que no nos vemos y quiero saber qué ha sido de tu vida durante todo este tiempo, ¿y qué mejor manera de hacerlo que cenando en un sitio rico?
Su propuesta me sorprende y le miro con incredulidad, sin saber muy bien si está bromeando conmigo todavía o su pregunta es completamente seria. Su expresión no muestra rasgo alguno de mofa, demostrando que es una propuesta genuina.
—¿Quieres salir a cenar conmigo... de verdad?
—Claro, ¿por qué te sorprende?
—Bueno..., parece ser que no soy el alma de la fiesta de Hollywood, precisamente —explico con vergüenza, con la disculpa dibujada en mi pequeña sonrisa—. Ryan dice que soy un muermo y por eso nadie nunca quiere salir conmigo fuera del horario de trabajo. Incluso mi grupo de amigas siempre me dice que mis gustos son infantiles y absurdos, y que debería hacer cosas más acordes con mi edad y estatus.
—Pues no estoy de acuerdo —bufa él con el ceño fruncido antes de guiarme con un gesto hacia el coche negro que nos espera para llevarnos allá donde queramos—. Eres una mujer divertida y graciosa, ¡yo siempre me lo he pasado muy bien contigo! Además, ¿qué más da lo que diga el resto del mundo sobre ti? Tú eres quién tiene que definir como eres, no el resto. Así que dime: ¿te apetece venir a cenar conmigo?
La expresión de pura indignación que domina sus elegantes facciones junto con sus palabras, me hace esbozar una sonrisa de verdad, con confianza.
—Sí, la verdad es que me apetece mucho.
•
Antes de salir del coche tras el trayecto al restaurante, casi siento que no nos hemos movido en absoluto. Tanta o más cantidad de prensa nos espera en la puerta del enorme rascacielos en cuyo piso superior se encuentra nuestro destino, lo cual dispara inmediatamente mis nervios, no por la exposición continua de mi vida al mundo entero, sino por algo muy distinto.
El reencuentro con Nate me ha metido en una burbuja de felicidad carente de preocupación sin apenas ser yo consciente, lo cual ha conllevado que se me olvidase completamente todo aquello ajeno a nuestro mini mundo. Esto incluye mi relación con Ryan, por supuesto, pero ahora me está viniendo a la cabeza con la fuerza de un tren sin frenos.
Cuando mi novio vea fotos mías con Nate cenando solos en un restaurante, se va a montar una bien gorda.
—¡Ay, Ryan me va a matar! —murmuro con preocupación, incapaz de salir de la parte trasera del coche por el temor a las cámaras.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —pregunta Nate con confusión.
—Cuando vea fotos nuestras juntos se va a enfadar mucho. No le gusta nada que salga con otros hombres por ahí porque todo el mundo puede pensar que le estoy poniendo los cuernos. Además, salir con otro actor de Hollywood a un restaurante, especialmente un hombre considerado de los más atractivos de la industria... Estoy haciendo absolutamente todo lo que me ha dicho que no hiciera, ¡soy una novia horrible!
La confusión de su rostro se acrecienta, pero esta vez me observa como si una segunda cabeza hubiera nacido de repente sobre mi hombro. Su expresión se torna triste en apenas un segundo y alarga el brazo para acariciar el mío de forma prudente y tranquilizadora.
—¿Pero quién va a pensar esa tontería? ¿Es que dos adultos de sexo opuesto no pueden salir a pasarlo bien sin sentir un deseo irrefrenable de meterse juntos en una cama? ¿Pasar el tiempo con otro hombre significa que eres una mala novia? Porque yo no creo eso en absoluto.
—Yo pienso lo mismo que tú, pero entiendo su postura también. La prensa puede ser muy mala y no quiere tener la imagen de cornudo, ¿sabes? Pueden inventarse cualquier cosa y al final acabaría arruinándole la imagen pública con mi estúpido comportamiento.
—Si su confianza en ti es tan pequeña como para creerse cualquier cosa que diga la prensa rosa, ese es problema suyo, no tuyo, Esme —dice Nate con gentileza—. Yo confío en Stella, así que cada vez que veo un rumor estúpido de supuestos cuernos, ni siquiera me lo creo. Hace ya tiempo que no tenemos quince años, ya somos lo suficientemente mayores como para entender que un hombre y una mujer pueden ser amigos. Tener una relación con alguien significa creer en la persona a la que amas, confiar en ella y respetarla como se merece. Pensar que harás algo tan feo como ponerle los cuernos cada vez que te separas de él no demuestra respeto por su parte, así que el que debería revisar su comportamiento es él, no tú.
—Lo que dices suena muy bonito, pero no es la realidad, tristemente. También yo tengo que tener cuidado con lo que hago para no ofenderle y así respetar sus deseos.
—Esme, no tenemos por qué cenar si no quieres. Si te encuentras incómoda, podemos irnos a casa, ¿vale? No pasa absolutamente nada. Solo quiero que te sientas libre de hacer lo que tú quieras, no lo que creas que estás obligada a hacer. No pienses en Ryan o en mí, piensa en ti, en lo que te apetece hacer de corazón —me dice con la expresión más cálida y agradable que he visto nunca.
Y es que así es Nate, capaz de calmar ese torbellino de nervios y preocupación de mi interior diciendo las palabras adecuadas de esa forma tan dulce. Sus palabras amables y la coherencia con la que habla me hacen pararme a pensar en mí misma por un breve instante, como él mismo me ha animado a hacer. De hecho, su forma de calmarme funciona y no me hace falta pasar demasiado tiempo cavilando para llegar a la conclusión de que, de hecho, sí que quiero cenar con él.
—No, no, vamos a cenar —declaro con una sonrisa que refleja la seguridad que he empezado a sentir gracias a él—. Y si alguien piensa cualquier tontería, ¡ese no es mi problema!
—¡Así se habla!
Entre risas, Nate sale del coche y deja la puerta abierta para mí, esperando hasta poder caminar a mi lado. Los nervios y la seguridad parecen haber iniciado una pelea a muerte en mi interior que se vuelve especialmente violenta cuando la prensa nos acribilla con sus flashes y preguntas. La valentía y el ímpetu con el que he salido del vehículo pronto se ven claramente debilitados cuando tal cantidad de personas se abalanzan sobre nosotros.
—¿Sabes que este es el mejor restaurante de Nueva York? La gente se pelea por conseguir mesa —comenta Nate como si estuviéramos dando un tranquilo paseo por la calle en lugar de caminando con rapidez al interior del edificio. Sé que está comentando cosas sin importancia para tratar de ayudarme, y se lo agradezco con una mirada, ya que está siendo muy efectivo.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo has conseguido mesa tan rápido?
Nate y yo conseguimos por fin llegar al interior del edificio donde se respira una calma que no tarda en calar en mi interior. Soy capaz de volver a concentrarme en nuestra conversación mientras caminamos hacia uno de los ascensores, y mi corazón pronto vuelve a latir a su ritmo normal.
—Bueno, conozco al dueño porque es de Los Ángeles. Apenas tiene veintitrés años y mira el éxito que tiene —responde Nate con una amplia sonrisa—. Se llama Ace Hale, el hijo del empresario Bruce Hale. Un buen chaval a pesar de quién es su padre. Si alguna vez sales por los mejores clubs de la ciudad, seguramente te lo acabrás encontrando porque es el alma de todas las fiestas.
—Ah, ¿es ese chico que no para de salir en la prensa rosa? Creo que en cualquier momento te quita el puesto de galán de oro de Estados Unidos, así que ten cuidado. —Acompaño mi broma arqueando las cejas, fingiendo seriedad mientras lucho por no sonreír, a lo que Nate responde con una carcajada petulante.
—Ya quisiera un veinteañero guaperas tener la elegancia de Nathaniel Scott, por favor. No puedes compararnos, jugamos en distintas ligas. Cuando él tenga mi edad, podremos hacer una comparación como Dios manda, pero ahora no es más que un cachorrito sin experiencia.
Su tono es completamente vanidoso, pero sus ojos azules son incapaces de esconder esa humildad y amabilidad que son tan características en él. Por mucho que quiera actuar como un chulo, Nate siempre será más bien noble y agradable. No puedo evitar romper a reír al verle intentar aparentar petulancia, cosa que le hace salirse de su papel y soltar una carcajada mientras salimos del ascensor.
El jefe de sala no tarda ni medio segundo en reconocernos y no tenemos ni que decirle nuestros nombres antes de que se apresure a guiarnos a una de las mesas con mejores vistas de la ciudad.
—¿Sabes que más de una vez me he planteado mudarme a vivir aquí? —comento mientras un camarero nos entrega las cartas y toma nota del vino que queremos.
—¿Por qué? Pensaba que te encantaba Los Ángeles.
—Y me encanta, pero hay algo en esta ciudad que te enamora. Supongo que tampoco ayuda el hecho de que Los Ángeles es el núcleo de toda la prensa rosa y creo que cualquier actor o actriz que lleve más de un año en el negocio tiene como enemigo número uno a los paparazis.
—Tienes toda la razón del mundo —comenta Nate y hace una pausa para probar el vino que nos acaban de servir—. Tanto Los Ángeles como Nueva York me parecen dos ciudades muy atractivas para vivir, pero yo siempre voy a serle fiel a mi querida Londres.
El camarero regresa para tomarnos nota y yo opto por pescado mientras que Nate se decide por carne. Su anterior comentario me ha pintado una sonrisa en el rostro, recordando a ese chico de veintipocos años recién llegado de Inglaterra con el que grabé mi primera película.
—Ya veo que sigues siendo el pequeño Nathaniel que nunca quiso separarse de su queridísima ciudad. Hace diez años me pintaste Londres tan bien que tuve que pasar una semana allí en cuanto pude.
—Lo sé, ¿recuerdas que me mandabas un mensaje cada vez que ibas a un lugar que yo te había recomendado? Creo que todavía tengo fotos de una Esme emocionadísima delante del Big Ben y el palacio de Buckingham —dice entre risas, ayudándome a recordar cada vez más cosas de aquella época.
—Y tú siempre respondías que estabas a punto de coger un avión para venir conmigo porque no soportabas que te pusiera la miel en los labios continuamente. Casi te veía cruzando el Atlántico a nado para abrazarte a Isabel II y no separarte jamás de ella.
—¡Y debería haberlo hecho!
Ambos rompemos a reír y siento que me empieza a doler el estómago y las mejillas después de estar tanto tiempo entre risas con él. Siempre ha sido un hombre con un sentido del humor parecido al mío, así que la sensación no me es ajena en absoluto.
—Ay, madre mía, me duele todo de tanto reírme —le digo en un suspiro mientras me recupero de las carcajadas—. Casi se me había olvidado la facilidad que tienes para hacerme reír y es justo lo que necesito desde hace tiempo.
Nate esboza una sonrisa que desprende calidez y dulzura, sentimientos que se transportan inmediatamente a mi corazón.
—Ya no tienes por qué preocuparte porque aquí estoy otra vez, dispuesto a hacerte reír todas las veces que haga falta para no volver a verte triste nunca más.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro