18
Estoy en el taller de autos, en busca del mío. Ya he perdido la cuenta de las veces que vine.
El técnico, cada vez que me ve, suspira y niega con la cabeza.
Me recomendó cambiarlo, dice que todo el dinero que llevo invirtiendo en arreglos, podría ahorrarlo y derivarlo en un nuevo vehículo.
Pero no quiero uno nuevo, no me interesa. El que tengo me genera dolores de cabeza, pero, aun así, no me llama la atención ahorrar por uno nuevo. Lo usaré hasta el fin de sus días.
Me entregan el auto, pago el gasto correspondiente y salgo en dirección al trabajo. Estoy llegando temprano, demasiado, pero eso va a estar bien. Tengo tiempo de sobra para poner en orden cada rincón.
Estoy barriendo cuando una señora golpea suavemente el cristal de la entrada. Me observa con dulzura, me sonríe, señala una pila de folletos que tiene en una de sus manos y me llama.
Dejo la escoba a un lado, le quito el seguro a la puerta y abro.
—Buenos días, jovencito. Siento interrumpirte.
—No hay problema. ¿Qué necesita o... que se le ofrece? —. Hago mi segundo interrogante cuando mis ojos vuelven a dar con los folletos.
—¿Puedo dejarte algunos folletos? Verás, el centro de jubilados al cual asisto, realizará un paseo en bicicletas el próximo fin de semana. La idea es fomentar el movimiento y la salida al aire libre. Y, a la vez, estamos reuniendo dinero para mejorar el ambiente del centro donde pasamos los días. —Ahora, la dulzura de su mirada, se traslada a su sonrisa—. El paseo es gratuito, obviamente. Cada quien trae su bicicleta. Lo del dinero es para quien tenga la amabilidad de ayudarnos.
Me entrega un folleto, y leo acerca del paseo en bicicleta que inicia en el parque y termina en la playa. También, informa sobre premios, comidas y bebidas. Todo saludable ya que, al parecer, también quieren fomentar la buena alimentación.
Al leer sobre la invitación al paseo, un rostro se dibuja en mi mente, me sonríe y encandila con su luz.
Alana.
Recuerdo que una vez, hace unas cuantas semanas, mencionó que prefiere la bicicleta antes que montarse a un auto. Fue un comentario muy al pasar, y aun así lo recuerdo.
Trago saliva.
—Claro. Puede dejarme los folletos que desee. —Le respondo a la señora, tratando de obviar hacia donde están apuntando mis pensamientos.
La mujer se pone contenta, me entrega una pila enorme de folletos, también dice que espera verme ahí, y luego se despide con la misma dulzura que tuvo al llegar.
Vuelvo a trabar la puerta, dejo los folletos sobre el mostrador, pego uno en el cristal de la entrada, y me olvido por completo de terminar con la limpieza.
Me siento en el taburete y me cruzo de brazos. Frunzo el ceño cuando vuelvo a pensar que recordé lo que Alana me dijo.
Tengo buena memoria, esa es la verdad. Pero no soy de recordar los comentarios que me dicen al muy pasar. Si Alana me hubiese hablado de por qué prefiere la bicicleta antes que un auto, ahí sí podría hablar de mi buena memoria. Habría recordado a la perfección cada palabra y gesto.
Pero esta vez fue distinto. Ese día, donde me ofrecí a llevarla, y entendió que le estaba vendiendo el auto, su comentario sobre que prefiere las bicicletas fue dicho muy por encima. Entonces, si así fue, ¿por qué lo recuerdo con mucha exactitud?
Pensar en eso activa algo en mi mente que me hace viajar hasta Alana. Cuando la encuentro, me instalo en ella y ahí me quedo, porque por más que quiera escapar o apartar la mirada, hay algo en ella que es más fuerte.
¿Será su luz? Esa que es capaz de dejarte ciego, pero a un nivel asombroso que lo convierte en algo hermoso.
¿Será su risa? Es muy contagiosa.
¿Será su sonrisa? Su rostro se transforma en una belleza absoluta cuando la mueca se presenta.
¿Serán sus chistes? Algunos son muy buenos. Pero otros, en cambio, son muy malos. Pero, aun así, te sale observarla y sentirte maravillado.
¿Será su respeto, su empatía? Quienes me conocen, no entienden por qué soy tan callado. Simplemente me tildan de raro y ahí me dejan. O bien, me presionan mucho. Pocas personas supieron y saben tratar conmigo.
Y Alana es una de ellas. Respeta mis silencios, acompaña muchos de ellos. Me habla de todo, sin esperar respuestas y sin sentirse ofendida por eso. Y no me presiona ni para decir un simple monosílabo.
Intento salir de mis pensamientos, quiero dejar de pensar en ella. Pero no puedo. Enseguida recuerdo algo que dijo o hizo, y ahí me quedo, maravillado.
¿Por qué estoy sintiendo todo esto? ¿Qué es todo esto? Jamás me pasó y juro que no lo entiendo.
No sé cómo ponerlo con palabras, porque siento que nada de lo que diga va a ser suficiente para que se entienda todo lo que Alana me está causando.
Y tengo miedo. Mucho miedo.
Me aterran las nuevas emociones y sensaciones. No sé cómo lidiar con ellas. No sé qué hacer con lo que va más allá de mi monotonía.
De pronto me siento pequeño, diminuto, a punto de ser pisoteado.
Quiero correr. Debo escapar de todo esto. No sé qué es esto, pero no lo quiero. Este pensamiento de huida es nulo ante la curiosidad, e insignificante ante la atracción.
Alguien vuelve a llamar a la puerta, y cuando observo, la veo ahí, sonriendo tan feliz como siempre.
Mi corazón se apresura sobre mi pecho y mi respiración lo acompaña. El pensamiento de escape desaparece ante la fuerte presencia que tienen mis otros pensamientos:
Es ella. Es Alana.
Me está sonriendo. Vaya... qué hermosa se ve cuando sonríe.
Trajo la camiseta de Carlitos de los Rugrats. Eso la vuelve más hermosa.
Suspiro ante todo eso, me pongo de pie y destrabo la puerta. Alana entra tan campante y saluda con su voz cantarina.
—Traje bizcochos salados para que comamos. Y, tranquilo, son de la panadería.
Se ríe, se ubica detrás del mostrador y saca los bizcochos. Me entrega la bolsa, cojo uno y la vuelve a dejar sobre la madera.
Pregunta si quiero té, niego con la cabeza, dice que de acuerdo y luego busca su taza y se prepara un té negro.
—Por cierto, te tengo un regalo —frunzo el ceño—. Si hoy llega a ser tu cumpleaños, me caigo muerta aquí mismo por la coincidencia. ¿Es tu cumpleaños? —niego con la cabeza—. Oh... habría sido increíble que lo fuera, ¿no crees? —. Sonríe y me entrega una bolsa de color naranja—. Ten, te encantará.
Abro la bolsa y saco de allí una camiseta de mangas cortas, es de color gris y como estampa, tiene a los Rocket Power.
Otto, Reggie, Twister y Sam están ahí, sonriéndome como lo hicieron cada tarde, cada noche y cada madrugada.
—¿Y? ¿Te sorprendí? —. Pregunta Alana, y la observo a los ojos. No sé qué ve en mi mirada, pero su sonrisa se borra por completo—. ¿Hice algo malo, Conrad?
Y recién ahí noto la presencia de las lágrimas. Las limpio y niego con la cabeza.
Alana ya no está feliz por su regalo, sino que ahora luce preocupada.
—No sé qué hice, pero lo lamento mucho. No quiso generarte algo malo. Solo la vi y pensé que te gustaría. Yo...
—Está bien. —Susurro y abre los ojos, sorprendida. Quizá esperaba silencio—. Me ha gustado mucho. Gracias.
—Pero has llorado...
Me encojo de hombros.
—Recuerdos de infancia. —No sé cómo es que sigo hablando y no utilizo la libreta—. Iré a cambiarme, quiero usarla.
Asiente y me sigue observando con preocupación, y a la vez, con sorpresa ante la forma en que le hablo con fluidez. Todo sin alcohol de por medio.
Increíble hasta para mí.
Me dirijo al baño, me quito la camiseta que tengo puesta, me pongo la que Alana me regaló y me observó en el espejo. O más bien, observo los rostros de mi pandilla favorita.
Fue imposible no pensar en Rebeca cuando tuve la camiseta en mis manos. Recuerdo que fue ella quien me hizo conocer a este dibujo animado.
Tenía nueve años, estaba asustado y quería irme a casa. Aun cuando no tenía un hogar como todo niño.
Tenía miedo porque mi padre me pedía hacer cosas que para mí no estaban bien, o no entendía por qué tenía que hacerlo. Y si no era mi padre, eran sus amigos o cualquier adulto que me cruzara.
Entonces Rebeca me encontró, me llevó hasta su habitación, me abrazó y cantó una canción de cuna. Nunca antes me habían cantado.
Hasta que mi padre irrumpió en mi tranquilidad, cogió a Rebeca de los brazos y la sacudió con brusquedad; tal como hacía conmigo cada vez que tenía la oportunidad.
Luego, le pidió que se la mamara con muchas ganas.
Yo no sabía que quería decir con eso, pero recuerdo que, por el llanto de mi amiga, llegué a entender que era algo feo que ella no quería hacer.
Fue cuando Rebeca se acercó hasta mí, encendió la televisión, puso Nickelodeon a todo volumen y allí estaban los Rocket Power.
Le pedí que bajara el volumen, pero me dijo que no. Me hizo prometerle que no bajaría el volumen y que no me iba a acercar al baño.
Le hice la promesa, me sonrió entre lágrimas y se encerró con mi padre. La escuché llorar, suplicar, y también escuché golpes. Aún con el volumen alto.
Pero mantuve mi promesa; no me acerqué al baño y no bajé el volumen. Y entonces, Otto dijo algo que me hizo reír mucho. Fue cuando me olvidé que mi amiga estaba sufriendo a costa de mi padre.
Salgo de mis recuerdos, me encuentro llorando. Con fuerza, con ganas, con angustia.
Le debo tanto a Rebeca... y la maldita vida no me permitió recompensar todo lo que hizo por mí.
Por eso, cuando tuve la camiseta entre mis manos, pensé en ella, la eché mucho de menos y en silencio le agradecí al cielo. Sé que allí está.
También pensé en cómo me salvaron los Rocket Power. Siempre estaban a volumen alto, solo con el fin de que no escuchara nada de lo que estaba pasando a mi alrededor. Siempre me hacían reír cuando todo a mi alrededor era triste y asqueroso.
Hasta que crecí y comprendí por qué siempre Rebeca me ponía los dibujitos a todo volumen.
Siempre quise tener algo de mis dibujos animados, pero era imposible.
Jamás recibí regalos. O bueno, Rebeca lo hizo una vez, en mi cumpleaños. Pero mi padre rompió en mil pedazos el avión de plástico rojo.
Ahí comprendí que no merecía nada bonito. Menos si recibir regalos significaba que lastimaran a mi amiga.
Siempre quise tener algo de mis dibujos animados, y aquí estoy, siendo un adulto usando una camiseta de los Rocket Power.
Sonrío entre todas mis lágrimas.
Cuando vuelvo hacia donde está Alana, la veo mordisqueando sus uñas. Pero, al notar mi presencia, y al ver que estoy llevando puesta la camiseta, deja atrás sus nervios y me sonríe.
—De verdad te ha gustado. — Asiento—. Entonces, ¿no hice nada malo? —sacudo la cabeza, y suspira—. ¿Me quedo tranquila?
—Sí.
—De acuerdo. Espero que tus recuerdos de infancia hayan sido buenos. Espero que hayan sido lágrimas buenas.
Lucho para que mis emociones no se dibujen en mi rostro.
—Yo... también tengo algo que te gustará.
Susurro, y se emociona. Creo que se pone así porque he hablado más que por el hecho de saber que tengo algo para ella.
—No lo has visto parece... —continúo susurrando, me acerco hasta el mostrador y le entrego un folleto.
Alana lee todo lo que dice, luego me observa, vuelve a mirar el papel y, por último, clava sus ojos en los míos.
—¿Por qué?
Pregunta. Cojo la libreta, anoto mi respuesta y se la entrego.
Sus mejillas se colorean cuando la lee. Y, al observarme, puedo notar un brillo en su mirada que antes no tenía.
—Has recordado que me gustan las bicicletas... —asiento—. Conrad, nunca nadie me ha prestado tanta atención. — Mi corazón reacciona. Se acelera a un ritmo único e indescriptible—. ¡Eres el mejor! —. Salta del taburete, atina a abrazarme, y luego, cuando recuerda quien soy, se detiene con rapidez y dice algo que no comprendo, pero lo dice para que olvide lo que casi estuvo por hacer.
El casi abrazo se siente en el aire, en mi cuerpo y, sobre todas las cosas, se siente en mi corazón.
El terror vuelve a hacerse presente, pero a la vez, se acopla a la curiosidad, a las ganas de saber de qué se trata todo esto.
¿Pueden el terror y la curiosidad ir de la mano?
—Entonces... ¿haces algo el próximo fin de semana? —. Frunzo el ceño, y señala el folleto—. No iré con otra persona que no sea contigo. Sin presiones eh.
Escondo mis labios. Más bien, escondo mi sonrisa.
—Espera, no me respondas. Piénsalo, ¿sí? Sé que ahora me dirás que no, pero quién sabe mañana o pasado... y así. Piénsalo y luego me dices. ¿Tenemos un acuerdo? —. Eleva su mano derecha—. Estréchame tu mano mentalmente... —susurra—. ¿Lo estás haciendo? ¿Estás dándome tu mano?
Está tan loca.
Y entonces, debo esconder mis labios, otra vez.
Asiento con mi cabeza a su pregunta. Se ríe, festeja de contenta al saber que voy a pensar en su invitación.
¿En serio voy a pensarlo? No sé andar en bicicleta.
Nunca me enseñaron.
Holi.
A mí me van a matar de amor estos dos. Y eso que recién vamos empezando...
Que Conrad haya recordado eso de Alana me tuvo re mal. Cómo le vas a hacer esto a mi corazón, hijo?
Y la otra va y cae con una camiseta de los dibujos animados favoritos del otro.
No, no, no. Me tienen re mal...
Ahora, no tienen muchas ganas de saber más sobre Rebeca? No quieren entender quién es y saber dónde estaba Conrad cuando ella estaba a si lado?
Yo sí. Y a la vez me da miedo...
Ya sabremos eso y mucho más. Porque sí, hay más :(
Nos leemos prontito!
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