XIII
El chico de la cámara habló primero:
—Lamento haberla tomado sin tu permiso, hubiera perdido su naturalidad si lo hacía. Y probablemente habrías dicho que no.
Su respuesta cobró sentido para mí, pero no fue suficiente para hacerme bajar la guardia.
—No se acerquen más —ordené. Mi voz temblaba como el graznido de un ave. Con esto en mi contra, y la diferencia de altura que me sacaban, no podía esperar que me hicieran demasiado caso.
—Puedes quedarte con ella si lo deseas —continuó, avanzando. Sus ojos chispeaban con cierto interés lobuno que me estremeció. Retrocedí—. Será mi regalo de bienvenida, Simone.
Sonrió.
Busqué en su rostro alguna facción que me fuese familiar y no concilié ninguna. La persona frente a mí, que había articulado mi apellido con una afabilidad de años, parecía ser un completo desconocido.
—¿Quién eres?
—¿No me recuerdas? —emitió de manera peligrosamente inocente.
Mi corazón dio un vuelco doloroso al tropezar. Mi cuerpo estuvo a nada de caer de espalda hacia la tierra húmeda. Una bola de susto puro subió con violencia a mi pecho y evocó mi más chillón grito. No había notado que el otro chico se encontraba solo a unos centímetros de mí. Con un movimiento rápido logró tomarme por los hombros y estabilizarme. Sus manos eran grandes y delgadas. Pude oler el aroma a manzana y a ropa guardada. Intenté ocultar mi cabeza entre mis hombros ante su tacto; él lo notó y me soltó.
—Déjala —le ordenó serio al otro chico—. Está asustada.
El de la cámara se encogió de hombros con indiferencia y pasó por mi lado quitándome la fotografía de las manos; el otro, antes de seguirlo, se agachó para recoger la manzana que probablemente tiró al sostenerme. Ambos no tardaron en desaparecer entre los árboles sin mirar atrás.
Quedé sola.
El encuentro con ambos chicos me llegó como una alerta roja resonando en mi cabeza que advertía problemas. Empecé a correr hacia lo más lejos posible del dúo, sin detenerme a maravillarme con lo que el bosque se regocijaba. Solo me detuve cuando una vieja construcción se presentó entre la arboleda oscura, seca, y el herbaje gris que se tornaba aún más oscuro en la cercanía de la vieja casona que alguna vez gozó de vida.
Era lo que quedaba del orfanato incendiado.
Las llamas habían acabado con toda la belleza alrededor.
Nunca había visto la casa de Los niños del bosque, ni siquiera en alguno de los viejos periódicos cuando supe que la casa incendiándose fue la primera plana del diario local. Tal parece que todas las pruebas de que tan enorme calamidad había ocurrido sólo sobrevivían en el recuerdo de los habitantes más viejos, los cuales pasaron la catástrofe de boca en boca.
La casa era grande, con una parte de su segundo piso completamente destrozada. Las tablillas blancas del exterior tenían la pintura descascarada y en otros sitios completamente quemada. Su arquitectura lucía más antigua que las mismas casas de la ciudad, endeble como ninguna otra. Las ventanas rotas fulguraban como cuadros que enseñan una pintura oscura, de la que en cualquier momento se podría asomar algún fantasma. Pude escuchar el quejido de los marcos de las ventanas mecerse tímidamente con el viento. El polvo. La suciedad de años.
Saqué mi cámara y comencé a grabar mientras caminaba hacia el intimidante terreno. De pronto, pensar en todas las personas que murieron y el enjambre de gritos atrapados desde el enorme incendio me causó una mezcla de inquietud y respeto. Me guardé la remembranza del lugar para mí, no para la memoria de mi cámara, y seguí caminando hasta dar con la entrada. La puerta principal era doble, con dos ventanillas altas de vidrios rotos y un marco colonial empolvado. Empujé la puerta sin hacer esfuerzo y esta se abrió chirriando entre el vidrio, el polvo y el resto de mugre. Levanté mi cabeza hacia el segundo piso del orfanato antes de dar el primer paso, como si pidiera permiso a la casa para entrar. Dentro, la oscuridad me abrazó como una cordial bienvenida al espanto.
Cualquiera tiene derecho a cuestionar mi cobardía siendo que me encantaban ver videos de exploración urbana en YouTube, pero tengo derecho a defenderme, y es que vivir algo en carne propia es muy diferente a verlo a través de una pantalla. Yo jamás me había inmiscuido sola en unas ruinas, aunque ganas de hacerlo siempre tuve. Ahora cumplía mi deseo con aprensión.
Encendí mi cámara nuevamente y la coloqué en modo nocturno. La pantalla verdosa ayudó a que me situara mejor y cruzara la primera sala del orfanato. Mientras más me adentraba, más perdida me sentía. Ojalá pudiera describir con detalle el interior de la casa, pero era como estar dentro de un laberinto: me perdía en cada paso. Temí no poder salir luego, porque ni un atisbo de luz había.
Llegué entonces a un punto ciego sin concebir ayuda de la luz artificial de mi cámara, por lo que decidí largarme.
En la sala de la escalera hacia el segundo piso, entre dos banquillos marcados por el incendio, dejé el celular del supuesto William Walker. Ni muy escondido, ni muy al descubierto; en lugar destacable que recordaría.
Una vez me deshice de este, puse una mano sobre mi pecho. Percibí los latidos de mi corazón llenos de fuerza, ansiosa de que todo resultara como lo había planeado, e inspiré para tranquilizarme, causando una comezón en mi nariz. El polvo del lugar provocó que la comezón fuera a otro nivel y estornudara con estrépito.
Mala idea.
Un ruido ajeno a mí me indicó que alguien más andaba cerca.
No puedo precisar quién o quiénes estaban en la misma planta que yo, jamás vi nada, solo podía escuchar las pisadas lejanas arrastrando consigo el polvo y los vidrios rompiéndose por la presión de sus zapatos. Veloz como el nerviosismo me lo permitió, le eché un vistazo al celular de Skyler una última vez. No tenía ni idea de en qué punto del orfanato me hallaba, tener encendida la luz de mi cámara delataría mi ubicación, así que tuve que apagarla. Quería llorar, huir, correr, pero estaba atrapada.
Por suerte di con la escalera.
Subí al segundo piso. Allí el gris predominaba por sobre el negro. Mis ojos distinguían objetos, muebles cubiertos por sábanas, restos de madera y un extraño símbolo rayado en las paredes de manera compulsiva. Había tantas marcas con el mismo símbolo que al pestañear mis ojos podían verlos grabados en el interior negro de mis párpados, llevando a que me desoriente.
No sé cómo llegué hasta un armario viejo y me oculté dentro. Temblando de miedo, respirando por la boca, destapándome en ruegos misericordiosos que no me llevarían a ningún lado. Aferré con un brazo mi mochila y cubrí mi boca con la otra. Requerí hacer un esfuerzo más allá del esperado para mentalizarme a fin de desacelerar mi aliento. Cualquier gesto podía delatarme, dar conmigo sería fácil estando a merced dentro de un mueble antiguo.
Oí pasos.
Oí murmullos.
Oí inspiraciones por la boca y el tarareo de una melodía extraña que se fue alejando poco a poco.
Después de unos largos minutos, no escuché nada más.
Un esperanzador sentido me indujo a salir en el momento que la valentía figuró por mi cabeza. Decisiones absurdas toman todos, yo lo hacía diariamente; demostrado quedó cuando salí del armario, miré hacia los lados, me acomodé la mochila y, sin preverlo, fui acorralada contra una pared.
Una figura eclipsó el gris del lugar.
El miedo puede ser el mejor aliado para muchos, los despierta e impulsa a actuar. A mí el miedo me paraliza, me confronta y me vence tantas veces como pueda. Se burla de mi voluntad y la pisotea hasta que de ella no quede nada; por ello, estando presionada contra la pared, me mantuvo quieta, aferrada a mi mochila y cámara.
—Silencio —dictaminó una voz masculina, ronca y forzada, muy cerca de mi perfil. No logré verle el rostro, llevaba una máscara vieja y tétrica de un conejo. Su mano fría como el hielo cubría mi boca—. Ni una palabra, ¿sí? —Todo lo que pude hacer fue asentir y escuchar qué más quería decirme. Bajo su mano de mi rostro y enderezó su espalda—. No deberías estar aquí. Has venido a la boca del lobo, Moni.
Sí, me había llamado con mi jodido apodo.
Quise hacer un recuento rápido de quién podría tratarse, pero no era ni el momento ni tenía cómo validar mis apuestas. Además, la perturbadora máscara de conejo me perturbaba; era como la cabeza de un peluche al que le habían arrancado toda la espuma del interior.
De pronto se escuchó un golpe. El desconocido siseó y calló mi sobresalto colocando dos dedos sobre mis labios. Tal gesto pronto se volvió en uno delicado; en lugar de una restricción, se transformó a una extraña y trémula caricia.
—No van a dejar de buscarte, así que haz lo que te pido.
—¿Quién...?
—Callada. Ni un murmullo. Te llevaré al cuarto abierto. Allí tendrás que saltar y correr, ¿entendido? Yo haré tiempo.
Asentí nuevamente.
Su mano recorrió mi cuerpo hasta dar con la mía y me guió con delicadeza hacia la parte desplomada del segundo piso, misma que vi desde el exterior. Allí inhalé por fin algo de aire incólume y gélido, similar al tacto del desconocido en ese instante se encontraba en mi espalda.
Respiré la libertad un momento. Uno tan pequeño que se rompió fácilmente con el ruido del interior.
—Salta, ¡vamos! —pronunció el desconocido.
Sus palabras me llevaron a saltar desde el segundo piso. Caí de rodillas, lastimando mis manos al apoyarlas entre los escombros. Un dolor me invadió, no podía ponerme en pie. Mi cuerpo se paralizaba poco a poco. Yo creí que me agarrarían, que ya no tenía escapatoria. Mis piernas no respondían, dolían como un demonio por el aterrizaje.
—¡Corre, Moni, corre!
El grito desesperado del desconocido me sirvió como un impulso. Algo dentro de mí se despertó. No sé de dónde junté la fuerza suficiente para equilibrarme entre los escombros y salir corriendo sin mirar atrás.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro