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VIII




Convencer a papá de que me dejara ir a la casa de Rita no fue fácil. Tuve que armarme con todos los argumentos disponibles para que me lo permitiera, jugando a favor el hecho de que necesitaba distraerme del terrible hallazgo de la mañana. Conseguí apoyo del padre de Skyler, quien de manera calmada y poniéndose en mis zapatos entendió mi punto. «Solo estarán en su casa, ¿verdad?», me preguntó. Yo le respondí que esa era la intención, que lo llamaría ante cualquier eventualidad.

Por supuesto, el permiso lo obtuve con una condición: papá tendría que irme a dejar y a buscar, nada que volver sola. Yo estuve de acuerdo con el trato.

Como la casa de Rita no quedaba lejos, por lo que papá y yo decidimos ir a pie. La charla que mantuvimos en el camino fue una rememoración de las vivencias que habíamos gozado en la época dorada de Norwick Hill... Y la nuestra, antes de que mamá enfermara. Nos asombramos de las casas, del aspecto sombrío de la ciudad, del tenebroso manto de neblina que cubría nuestros pies y de la gloriosa Luna que se alzaba en el cielo oscuro, como si brillara en el vacío mismo.

La calle Oliver Pratt gozaba de una iluminación deprimente. Había pozas con agua de lluvia que albergaban papeles sucios y hojas caídas. Los focos de luz emitían el ruido constante de los cables eléctricos viejos desprendiendo energía eléctrica entre sí, lo que nos atemorizó pues creímos que en cualquier momento saltarían chispas sobre nosotros, y a los insectos suicidas que revoloteaban alrededor poco parecía importarles su inminente muerte. Las aceras estaban mal colocadas y trizadas, como si un enorme terremoto hubiese golpeado la isla.

—Cómo han cambiado las cosas aquí... —comentó papá cuando pasamos frente al enorme colegio de la ciudad—. Esta involución es deprimente.

Me gustaba ser la adolescente quejica que despreciaba hasta el rincón más sucio de mi colegio, pero viendo el colegio Saint Francis Let... Demonios, el colegio al que alguna vez pensé asistir, el único en Norwick Hill, tenía un semblante del tipo que evoca miedo y respeto a la vez. Sobre todo con los carteles de Skyler pegados a las puertas, moviéndose con el viento.

—Ahora sí me gusta mi colegio.

Papá se carcajeó. Su risa se distorsionó en un eco al avanzar por la larga calle hasta perderse en una brisa fría. Éramos solo dos personas atravesando un sitio similar a un túnel oscuro, ansiando llegar a su final, es decir, la casa de Rita.

Por suerte no tardamos.

Mi estómago era una maraña de nervios frente a la puerta. Papá se mofó de mi indecisión a la hora de golpear justo cuando un halo de luz amarilla proveniente del interior desafió a los terrores del exterior.

Shellay fue quien se asomó.

—Creímos que no vendrías —dijo al comprobar que era yo—. Buenas noches, señor Simone.

Papá me abrazó por la espalda.

—Les encargo a mi pequeña.

Quería avergonzarme.

—Papá...

Shellay se echó a reír. Las sombras en su rostro formaron en su expresión cierto rasgos terrorífico, digno de alguna película de terror. Recordé, por una fracción de segundo, la importancia que existe en combinar luz y sombra para grabar, en los consejos de nuestro profesor de cine y los comentarios que a Johnny le encanta hacer.

—Nada de salir, quédense en casa —advirtió mi viejo—. Y tú, si pasa algo, llámame enseguida.

Su dedo índice me señalaba enfatizando el segundo sentido de su «llámame enseguida». Lo hacía siempre que le pedía salir o quedarme a dormir en casa de algún amigo. Lo hizo aquella vez que me encontré con Dreeven también. Lamentablemente, mi querido e ingenuo padre siempre caía en mentiras.

—Despreocúpese, señor Simone —trató de intervenir Shellay—. Nosotras no tenemos intenciones de ir a ningún sitio.

Una mentira perfecta.

Me despedí de papá con un beso en la mejilla y entré a casa de Rita. Apenas cerré la puerta fui envuelta en un extraño ambiente familiar, muy diferente al que había en casa de los Basilich; no sé si porque el hogar era más pequeño, porque las paredes de color beige realzaban la luz de la única ampolleta que iluminaba la sala o debido a que todo lo relacionado con Skyler me volvía tensa. No sé, no lo pude conciliar, lo único que tuve claro es que el nervios se fueron y pude respirar en calma.

Al menos hasta que Rita salió de su cuarto.

Me quedé asombrada.

—¿Por qué estás vestida así?

Muy diferente a la vestimenta de la mañana, Rita vestía para ir a una fiesta: botas altas, pantalones ceñidos al cuerpo, corsé, chaqueta de cuero, maquillaje... Era una versión rolliza de la rubia Sandy de Grease. Ah, claro, y pelirroja.

—Vamos a un bar —respondió su amiga por ella, quien sin pudor alguno, comenzó a quitarse la ropa para cambiarse también—. Welkenny.

Rita sonrió.

—¿De verdad creíste que pasaríamos la noche con el culo en la silla y los codos sobre la mesa jugando? ¡Claro que no! Vamos a divertirnos de verdad.

Pensé en papá.

—¿Y por qué me mintieron?

—Por si te negabas.

Shellay respondió con una sinceridad que creí ser una tomadura de pelo. Mi respuesta fue un gesto reacio que puso en alerta los sensores de la anfitriona de casa.

—No te espantes, Harrell —emitió con un dejo de súplica—. Que no somos como las larguiruchas escuálidas de Becca o Skyler. Si sales con nosotras ten por seguro de que no te pasará nada. Es un agradecimiento por lo de hoy.

—Hoy no hice nada, solo me pareció mal el comentario de Zachary.

—Exacto —señaló.

—Créelo o no, Harrell, con eso hiciste más que toda la clase en un mes. —Las palabras de Shellay me consolaron un poco, aunque todavía no me convencía del todo ir a un bar con dos chicas que no veía en años—. Entonces, ¿vas a acompañarnos?

Ante la morena, quien apenas se ponía su ropa y demostraba tanta confianza frente a mí, no tuve muchas opciones.

—No me dejen sola con tantas personas.

—Seremos tu sombra, Harrell.

Las chicas insistieron en que me maquillara. Ponerme labial no me molestó, sí lo hizo encrespar mis cortas pestañas. Nunca tuve buenos momentos con esa pequeña maquinita, mucho menos los tendré después de que Rita agarrara todo mi parpado. Fue una experiencia terrible. Fui todo el trayecto al bar frotándome el ojo.

Nos dirigimos a Welkenny a pie, huyendo de los terrores nocturnos que se pronunciaban bajo el cielo. Las chicas dijeron que el bar no estaba lejos y me aseguraron que no nos encontraríamos con ninguna persona engorrosa de camino. Tampoco algún fantasma.

Lo último lo dijo en broma, pero ni Shellay ni yo nos lo tomamos como tal.

—Ten un poco de respeto por el muerto que encontraron hoy —le regañó la morena.

—Ay, Shell, te creí más inteligente —dijo Rita—. ¿O es que crees que su espíritu vendrá y te atormentará por las noches?

—Con lo turbia que se ha tornado la isla, pues estoy pensando en esa posibilidad.

—La isla siempre ha sido así: oscura —defendió su punto la pelirroja—. El asesino en serie viviendo aquí, las desapariciones en el bosque, los cadáveres de las mujeres... Aquí el respeto por lo humano se perdió hace mucho.

Rita hablaba con un resentimiento con el que me sentía identificada, y al mismo tiempo me hizo querer rectificar. Llevaba tanto tiempo hablando mal de Norwick Hill, de sus habitantes, de mis vivencias... Sí, yo sonaba igual que Rita.

—Lo único bueno que ha pasado últimamente fue la inundación del colegio —continúo ella—. Que nos dieran dos semanas de vacaciones justo a unos días de Halloween es genial.

Sant Francis Let se había inundado por las lluvias, hecho que llevó a una celebración de los chicos. Fue en esa misma fiesta que Skyler desapareció.

—Es un milagro que no esté lloviendo hoy.

Shellay tenía su perfil alzado al cielo, su postura en contra de la luz y su cabello voluminoso, oscuro y lleno de rizos hacían de su presencia en la calle una imagen digna de ser fotografiada. Contemplé su tabique curvo, su nariz puntiaguda, sus labios carnosos y la frente alta. Parecía una modelo. Ella no tenía nada que enviarle a Skyler o Becca, muy por el contrario de su Rita. Me pregunté por qué ambas habían forjado una amistad si sus personalidades parecían chocar entre sí. Shellay le veía las cosas buenas a todo; Rita veía todo negro.

Fue al cruzar una calle ancha y de un peor aspecto que la calle del colegio, que me comencé a inquietar.

—¿Cuánto falta?

—No mucho —respondió Shellay—. Queda en esta misma calle.

Visualicé el camino restante, cerrando la perspectiva de la larga calle en un punto oscuro. Otra vez me sentí dentro de un túnel, pero esta vez sin salida. Un hombre caminaba por la acera oscura fumando un cigarrillo. Dos chicas hablaban en la penumbra de un callejón. Un chico pateaba la colilla encendida de cigarro antes de perderse en terreno desconocido. Si me detenía a ver con mayor detalle, toda la calle era oscura, de aspecto siniestro, escenario para contar alguna experiencia traumática. Autos aparcados sin luces de sus dueños, papeles con la foto de Skyler tirados en el piso, mojados y pisoteados junto a las latas de bebidas, botes de basura llenos de desperdicios, perros callejeros en busca de comida y más.

Welkenny era lo que más resaltaba. El letrero neón que llevaba su nombre iluminaba parte de la entrada con un chillón rosado que sobresalía más que la luz verdosa del interior. La entrada estaba llena de papeles, afiches y grafitis. Tan ordinaria como cualquier otra entrada y tan diferente a aquellas fechas antes de mudarme, porque sí, Welkenny llegó a ser un lugar familiar en su tiempo, aunque demasiado caro como para que personas de clase media —como lo éramos nosotros— pudiese visitar.

Rita, Shellay y yo nos detuvimos frente al lugar durante un momento. Una canción saturada y vibrante, de guitarra eléctrica y batería sombría, atrajo mi atención.

—No me dijeron que Welkenny da tan mala impresión, ya estaba convencida de que invitarme aquí es una broma y dentro me harán algo.

—No somos esa clase de persona —defendió Shellay con una sonrisa. Me alegré de que mi comentario no le resultara ofensivo—. Sabemos lo que se siente.

—¿Por qué?

—Pues ya nos ha pasado que nos invitan a un lado y resulta que es otro. —Rita respondió con las cejas próximas a tocarse de lo arrugadas en estaban—. Hace unos meses, tu querida amiga Skyler, dijo que celebraría su cumpleaños dieciocho en su casa. Nos invitó diciendo que sería una fiesta formal. Cuando llegamos nos abrió la puerta Camille Lestrange ¿y qué crees? No traía vestido o vestimenta formal, sino ropa casual, como todos los demás.

El disgusto en su rostro me fue notorio.

Yo también estaría molesta y hablaría con tanto recelo de alguien si me hiciera algo así.

—Hicimos mal al creer en ella. No nos dimos cuenta de sus intenciones ni nos dejamos llevar por lo extraño que parecía tener el privilegio —Shellay hizo comillas con sus dedos— de asistir a una de sus fiestas.

No dije nada. Cuando vivía aquí Skyler no era una chica santa, pero tampoco una maldita perra que engañaba a los demás. O algo así pensaba hasta que me contó sobre su desconocido amante.

Noté que Rita y Shellay hablan a través de sus miradas igual que en la mañana. Es la última quien se animó a hablar:

—Lamentamos hablar mal de Skyler, olvidamos que es tu amiga.

«Examiga», insistió mi orgullo en decirles.

Fue Rita quien empujó la puerta. La luz verdosa era más intensa dentro, la música zumbaba en mis oídos al ritmo de un bajo que en primera instancia no escuché. El lugar no podría describirse como ancho, entre la barra y las mesas había un pasillo estrecho. Todo estaba ocupado por personas que debían llevarme más de cinco años por encima. El cantinero nos dio un vistazo rápido mientras preparaba un trago. Sentí como si oliera mi incomodidad. Avanzamos lento entre las mesas, la barra y la música. Observé las matrículas de autos en las paredes, una moto como decoración colgante en una pared, banderas de diferentes países en el techo, objetos antiguos y más luces de neón. El olor a cigarro, de ese saturado y molesto, evocó mis ganas de tener uno en mis manos para calmarme.

Llegamos al final del lugar, justo donde están los baños. Junto a ellos, había una escalera que bajaba a una especie de sótano pintado de azul. Las luces de colores se hacían visibles y la música sonaba con más volumen. Comenzamos el descenso por las escaleras angostas, los escalones casi no se veían. Escuché voces, carcajadas, gritos de júbilo y cantos. Seguí bajando, la escalera se me estaba haciendo infinita.

Al llegar abajo descubrí que era una especie de discoteca, con una pista de baile en el centro de mesas y asientos. Una bola de disco colgaba en el techo, su destello me hizo despertar de la fascinación que por un segundo me provocó ver tan peculiares pasos de baile de los que raspan la suela al ritmo lento de la canción. Era como si estuviera rodeada de zombis con la capacidad de bailar.

Avancé alrededor de la pista procurando no chocar con alguien, siguiendo a Rita y Shellay. Me perdí por un segundo, un parpadeó. Por suerte pude ver la figura robusta de Rita casi al final del lugar. Su cabello rojo y rizado fue lo que me aseguró de que era ella. Me acerqué a la mesa con una sonrisa estampada al rostro, llena de dicha. La buena vibra que se sentía había dejado atrás mi incomodidad.

Habría sido una buena noche de no ser por el jodido mensaje.

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