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II


Una sonrisa.

Cuando algo me molestaba de sobremanera y no tenía forma de explotar la ira que crecía en mí, la sonrisa aparecía de manera instantánea, como una reacción física que se conecta con mi cerebro para decirle al mundo que estoy bien, aunque se trate de una mentira. A veces eran mecánicas o rígidas, y en aquella ocasión, tras recibir el mensaje de Skyler, una sonrisa se estampó en mí pretendiendo ser el modelo ejemplar de mi enojo. Comencé a negar como segunda reacción, sin quitarle los ojos de encima al celular. Deformé la mueca de mis labios con la exhalación profunda para liberarme de una extraña tensión en la que no había reparado antes.

Mi índice tocó la pantalla para abrir el teclado táctil y escribí:

¿No debí venir? Claro que no, pero aquí estoy: en una habitación frente a la tuya, lejos de mi casa, lejos de mis amigos, lejos de mis planes para Halloween y todo porque creen que desapareciste. Todo porque la jovencita inconsciente se FUGÓ. Esta vez te pasaste de la raya. Tienes a tu papá preocupado y pidiendo ayuda a sus conocidos. Qué novedad, ¿no? Siempre pensando en lo que te conviene sin medir las consecuencias o pensar en los demás. ¿Y dónde mierda te fuiste a meter?

Fue un mensaje lleno de rabia.

Al enviarlo mis dedos temblaban. No, en realidad, todo mi cuerpo lo hizo mientras esperaba una respuesta que no tardó en llegar.

Motel Greywind, habitación 16. Ven sola.

Ni siquiera me detuve a pensar si era una buena idea hacer caso del mensaje. Una vez más mis impulsos pisoteaban a la razón para conducirme a actuar sin medir las consecuencias del futuro cercano. Debo confesar que en eso no estaba muy ajena a Skyler.

En la sala, papá y el padre de Skyler parecían tener una charla pesimista, pues el ambiente que percibí entre ambos era cargado y oscuro. Sus cuerpos estaban encorvados en torno a una mesa de café que tenía encima un cenicero. El olor a cigarro me llegó luego. Era el señor Basilich quien fumaba. Papá, que me daba la espalda, carraspeó, se pasó las manos por la cara y recién giró a verme.

—¿Qué pasa, Harrell? —me preguntó con la sonrisa forzada que gritaba: «las cosas no andan bien, pero quiero demostrar lo contrario». Noté, muy a mi pesar, sus ojos vidriosos y rojos. Al parecer lloraba. Yo jamás lo había visto así, ni siquiera cuando se fue mamá.

—V-voy... —Mi garganta se cerró frente a su desamparo—. Voy a salir un rato, quiero recorrer las calles conocidas.

—¿Llevas tu celular? —Se lo enseñé—. Bien, no vayas muy lejos e intenta estar aquí para el almuerzo. ¿A qué hora comen aquí, Jean-Luc?

—A las 1:00 en punto. Siempre.

—A las 1:00 estaré aquí, entonces.

—Cualquier cosa me llamas —advirtió papá.

Me acerqué a él y lo abracé con esmero, pero sus brazos no me cobijaron con la fuerza de siempre, sino que eran distantes y fríos. Me sentí extraña en ellos, como si no debiera estar allí. ¿Es que acaso no desea abrazarme? Pensar en esa posibilidad me causó dolor en el pecho, y como creí que esa herida no necesitaba tenerla, me refugié en la idea de encontrarme con Skyler.

No dilaté más el asunto, salí de la casa. Afuera un viento frío golpeó mi cara, adormeció mi nariz y se inmiscuyó entre mi cabello y el cuello, por lo que necesité subirme la cremallera del abrigo y ponerme la capucha para no coger un resfriado. Bajé la escalinata y me quedé quieta mirando la calle para recordar, con sumo esfuerzo, si conocía dónde rayos estaba el motel Greywind.

En Norwick Hill resultaba fácil lograr ubicarse una vez se tenían algunos locales o bazares como referencias. Por ejemplo, sabía que la casa de la familia Basilich era la última de la calle, así que si marchaba en dirección contraria y cruzaba un par de cuadras podría llegar al parque central, donde las festividades se celebraban en los tiempos mozos de la ciudad.

Caminaba atenta. El tiempo transcurrido desde que había salido de la casa constaba en varios minutos que percibí como una eternidad. Me supo extraño recorrer las calles una vez más. Si bien es cierto que Norwick Hill seguía con su aspecto de ciudad vieja, gris y poco atractiva, un lugar donde sucesos sorprendentes habían dejado de ocurrir, no quitaba el hecho de que, así como las estaciones, las personas cambiaban. Y lo hacían para mal.

Llegué al parque encontrando a un par de ancianos que alimentaban palomas, personas leyendo el diario y a una pareja paseando a una pequeña niña. Ah, y cómo no, los cárteles de persona desaparecida con la cara de Skyler. No había entretenciones, no había carritos con dulces, no había cosa interesante, solo el gran escenario con forma de concha marina que se veía sucio por el polvo y las hojas secas de los árboles. Una pileta ya sin agua yacía solitaria en el centro del lugar; junto a ella, un mural con indicaciones el cual era sostenido por una especie de estatuilla de ballena. Para mi mala fortuna, el mapa estaba cubierto de excremento de pájaros y grafitis, por lo que no sirvió para ver dónde se encontraba el motel Greywind.

Genial, tenía que hallar otra alternativa.

La solución fue una agencia de turismo al otro lado de la calle.

Abrí la puerta de la agencia y una campanilla sonó poniendo en alerta al sujeto tras la barra de atención, la cual contaba con embalajes llenos de muestrarios, folletos y mapas doblados como abanico. El sujeto era alto, ancho, de cabello castaño, ojos somnolientos; vestía una gorra verde y una camisa roja a cuadros que le quedaba sumamente apretada. Su cabeza era tan grande que pasaba desapercibida como la de los animales disecados que colgaban a su espalda. Entre las cabezas disecadas, las paredes estaban decoradas por fotografías enmarcadas de Norwick Hill y algunos objetos de aspecto extraño.

—Buenos días. ¿Puedo sacar uno de estos? —Señalé el mapa doblado que tenía por título «Ubíquese en Norwick Hill». Muy creativo.

—¿Vienes como turista?

Odio que respondan a una pregunta con otra pregunta.

—No, vengo por...

—Entonces no puedo dártelo —interrumpió—. Política del negocio.

—No lo necesito para mí. Verás, con mi padre estamos ayudando en la búsqueda de Skyler, amiga mía. Se perdió hace cuatro días, cárteles de ella están por todos lados. Es horrible. Venimos desde muy lejos para ayudar. ¿La reconoces?

Su aspecto hercúleo empequeñeció.

—Sí, la hija del candidato a la alcaldía. La conozco, bonita chica, siempre en compañía del chico Reveck. —Llevó una mano tras su cuello, lo acarició frunciendo los labios. Parecía que algo le incomodaba—. Espérame un momento aquí.

Abandonó la barra y entró a una puerta que pasaba desapercibida con la decoración del lugar. Aproveché su ausencia para guardarme dos pequeños mapas dentro del mismo bolsillo donde me gustaba guardar mis cigarrillos y encendedor, los símbolos de mi «adolescencia rebelde».

Tienes que cuidar esto muy bien... —le escuché decir al hombre desde el otro lado de la puerta. En unos segundos regresó a la barra con un mapa casi de mi tamaño—. Solo tengo tres. Bueno, dos, este te lo daré a ti.

Me lo extendió con cuidado por encima de la barra, como si me estuviera haciendo entrega de alguna reliquia perdida de la ciudad o algún diploma universitario de Harvard.

—Oh, vaya, muchas gracias por tu gesto. —Lo tomé con el mismo cuidado que el sujeto, todo para no arrugarlo o dañarlo.

—Es un mapa nuevo, con información reciente —informa, con la boca llena de orgullo. Supongo que creyó que hacía una buena obra—. Ahora ve a buscar a tu amiga.

—Gracias.

Rascar la sensibilidad de las personas en una situación trágica siempre funciona.

Al salir de la agencia avancé hasta la esquina, lugar en que me aproveché de la soledad para abrir el mapa y buscar el dichoso motel. Suerte que no tardé en dar con él.

Desafortunadamente, para llegar necesitaba tomar un bus.

Veinte minutos fueron lo que tardó el bus en llegar al motel Greywind. No recordaba para nada lo alejado que estaba de la ciudad, ni sus 20 habitaciones de puertas azules, ni la gastada pintura amarilla, ni sus pequeños estacionamientos. Mucho menos que cruzando la calle se encontraba en gloria y majestad el bosque.

Divisé la habitación 16 en el segundo piso, detrás de una baranda azul oxidada. No armé mucho meollo para llegar a ella, sí para atreverme a golpear. Dentro me reencontraría con Skyler y me pregunté si seguía teniendo el cabello rubio y largo, la sonrisa cínica y el cuerpo de Barbie que, por las noches después de jugar con ella, hacía que me parara frente al espejo y me llamara gorda.

Aparté cualquier pregunta y volví al presente, reencontrándome con la puerta 16. Tuve que respirar hondo y exhalar lo más lento que pude. Estaba nerviosa por mucho que intentara hacerme creer lo contrario. Tragué saliva cuando reparé en mi garganta seca y en que esto me podría dificultar al hablar. Cerré mis ojos, alcé el puño y golpeé la puerta con un ritmo que marcaba una secuencia parecida a los latidos de mi corazón.

Nadie respondió. Y el momento en que insistí obtuve solo el linchamiento de lo extraño que me parecía todo y la culpa desgastante en crescendo.

—Skyler, soy yo, Harrell —llamé.

Con mi oreja pegada a la puerta, aguardé su contestación o alguna acción.

Pero nada pasó.

Golpeé con más fuerza.

—¡Skyler!

Un temor se alojó en mi pecho, el cual se estrujaba con fuerza provocando un dolor que se expandía como fuego por mi cuerpo. Mi estómago cosquilleó formándose en una masa dolorosa. Las piernas me pesaban tanto que creí no soportar mi propio peso. Iba a caer. Mientras peores cosas pasaban por mi cabeza, más grande fue mi desesperación. De pronto, una idea punzante se cruzó por mi mente: tomé el pomo y lo giré temblando.

La puerta se abrió haciendo un chillido siniestro, similar al sonido que ponían en las películas antiguas de terror. Liberé tensiones antes de percibir el olor a humedad. La luz del exterior iluminaba el lúgubre cuarto y la sombra de mi figura se expandió gigante en el piso. Me asomé lento, como si saboreara las sensaciones turbias que el temor de lo que me encontraría me presentaba. Skyler no estaba, tampoco había indicios de que hubiera estado allí, solo había una hoja sobre la cama.

Entré procurando que mis pisadas no emitieran ruido y me paseé por el cuarto sin tocar ninguno de los muebles o adornos de la pared. Fui al baño a revisar, pero no di con algo raro, ni siquiera pruebas de que alguien lo usara recientemente.

¿Dónde estaba Skyler?

Tomé la hoja.

Era una nota dirigida a mí.

«Moni,

Lamento traerte y no estar, esto lo estoy escribiendo rápido. Hace mucho que no nos vemos y temí que llegaras con alguien más. Eso arruinaría mis planes de huida, algo que desde hace mucho planeo y tú sabes perfectamente.

¿Recuerdas la última charla que tuvimos? Te dije que conocí a alguien, que nos estuvimos viendo a escondidas. Peleamos porque me llamaste infiel y deseaste que muriera. No te guardo rencor, partamos por ahí, lo menciono porque ese día planeaba contarte que me escaparía con él.

Es una locura, lo sé. Moni, si sentirme así de enamorada y ambicionar una vida de estrellas me conduce a la locura, entonces quiero ser una loca prófuga para siempre. Norwick nunca ha sido para mí, ni para ti.

Espero lo entiendas.

Dile a papá que lo quiero.

Con cariño y buenos deseos,

Skyler Basilich.»

Había particularidades en la nota que no me calzaron. Lo primero es que Skyler jamás se había disculpado conmigo, de nada, siempre se mantuvo orgullosa aunque no llevara razón. Lo segundo, ¿Skyler sin abreviar una palabra? Demasiado extraño. Y, por último, el «te quiero» dirigido a su padre; él mencionó en el desayuno de aquella mañana que Skyler siempre le decía «te amo». Lo tercero vendría a ser su firma, puesto que ella firmaba todo como su apodo: Sky. Pero con lo último me propuse comprobarlo en alguna carta escrita o diario.

Diario.

Skyler los adoraba, religiosamente escribía en ellos.

Antes de salir de la habitación, me aseguré de comprobar que el celular de Skyler no estuviera allí. Llamé y envié mensajes sin dar con el tono de ninguna notificación. Decepcionada, salí del cuarto. Una sensación de culpa cayó sobre mis hombros. Cerré la puerta y me apoyé en ella. No tenía las fuerzas necesarias para mantenerme en pie y tuve que agacharme, hacerme un ovillo en el piso. Por algún motivo que no supe explicarme, unas inmensas ganas de llorar azotaron mi pecho. ¿Por qué me dolía tanto? Supuse que estaba tan convencida de que me encontraría con Skyler que, al no hallarla, me había perdido con ella.

Con la fuerza que aún me quedaba me levanté.

Abajo me dirigí hacia la recepción. Una mujer regordeta me recibió con mala cara una vez entré.

—¿La chica de la habitación 16 hace cuánto se fue?

Se arrugó con extrañeza, como si frente a ella estuviera una demente.

—No había ninguna chica.

—¿No? ¿Está segura? —insistí— Chica alta, delgada, barbilla puntiaguda, rubia, ojos azules... —Demonios, no le cabía una idea de a quién describía. Opté por irme por el camino fácil—. Skyler Basilich.

—Ah, la chica desaparecida. Su padre ya vino a preguntar por ella la otra noche.

—Pero ¿anoche pidió la habitación 16?

Soltó un gruñido similar al de un perro rabioso.

—Ya te dije que no pidió la habitación, quien lo hizo fue un hombre. Entro solo, pagó, subió y... Joder, pero qué debo contarle estas cosas a una niña.

—¿No vio si el hombre estaba con alguien más?

—¿Qué parte de «solo» no te queda claro?

Una pareja bien vestida entró a la recepción llamando la atención de la mujer. Su expresión cambió por completo.

Me hice a un lado por cortesía, pero persistí en satisfacer mis dudas.

—¿Y cómo era él? ¿Cómo era el hombre?

—Tenía dos ojos, una nariz, una boca —me respondió rápido, sonriéndole a la pareja luego como disculpa.

—Por favor, es importante.

No hubo caso, desde que la pareja se arrimó a la barra de atención yo fui excluida. Pasó de mí. Era una invisible ante sus ojos hostiles.

Traté de insistir por última vez.

—Vete ya, niña —bramó con desprecio.

—Que te den —escupí desde mis entrañas, con una ira venenosa.

Dejé de la recepción echando maldiciones entre dientes e insultando de arriba a abajo a la mujer. Y a mí, por haber preguntado todo tan desorganizadamente, y porque la seguridad de que Skyler había escapado flaqueaba, y porque me hallé sola en un motel sin idea de cómo volver, y porque nada más me quedaban dos cigarrillos.

La bilis ya la tenía por la garganta, solo un cigarro apaciguaría mis ganas de vomitar. Encendí uno para fundirme en el calor que se fue expandiendo por mis labios mientras caminaba en dirección al estacionamiento pretendiendo que nada había pasado. Un sujeto de melena rubia y grasienta, que vestía una camiseta sucia y unos jeans gastados, observaba desde el estacionamiento mi berrinche. Pasé junto a su auto, un Chevrolet Nova de 1969 pintado de un singular color azul marino, intentando omitir su presencia. Sin embargo, sus silbidos ganaron la batalla.

Gruñendo a voz alzada me volví para encararlo.

—¿Qué quieres?

—¿Tienes otro? —Su barbilla apuntó mi cigarro. No dijo más, solo formó una sonrisa torcida que me sentó mal, a causa de algunas viejas y molestas experiencias con ellas.

—Lo siento, amigo, no soy ninguna cajetilla.

Continué caminando hacia la carretera.

—Te lo devolveré.

Con la persistencia del rubio me detuve. Por alguna razón, me puse en sus zapatos, o los botines oscuros y rotos en su caso. Posiblemente porque hace unos minutos me encontraba insistiendo a la mujer por una respuesta. O quizás porque mi lado vulnerable se había despertado al no encontrar a Skyler.

—Te devuelvo dos, si quieres.

Esa devolución me interesó.

Saqué mi último cigarro de la cajetilla para enseñárselo. Con pasos lentos, el sujeto caminó hasta dar conmigo y situarse a una distancia prudente. La diferencia de tamaño y edad se evidenció; le llegaba un poco más abajo del hombro. Sostuvo la mirada chispeante antes de intentar coger el cigarrillo, pero sus dedos solo tocaron el frío aire el momento en que decidí alejar mi mano de la suya.

—Me lo regresas —advertí.

Mi sagaz gesto le robó una sonrisa. No una forzada y torcida, una que parecía real.

—Yo cumplo lo que digo —defendió, solemne—. Dime dónde te estás quedando y te lo iré a dejar a la puerta. Lo prometo.

¿Acaso trataba de insinuarse? Buen intento, sigue participando.

Le entregué el cigarrillo y él de inmediato lo puso entre sus labios.

—¿Cómo sabes que no soy de aquí? —pregunté.

Sus dedos grandes, gruesos y sucios sacaron de su jean un encendedor dorado con un extraño símbolo tallado. Estaba tan bien cuidado y brillante que creí que era costoso. A continuación, teniéndome en el olvido aún, se peinó el cabello hacia atrás para encender el cigarrillo. El sujeto se tomó su tiempo para darle la primera calada y expulsar el humo por encima de mi cabeza.

—Todos se conocen en Norwick Hill —respondió al fin—. Las caras nuevas se reconocen fácil.

—Tiene sentido para mí, aunque te equivocas en un detalle.

Alzó una ceja con sorpresa.

—Instrúyeme.

Norwickiana de nacimiento.

La sorpresa persistió ante mi revelación.

—"Si en Norwick Hill naces, en Norwick Hill mueres" —citó.

Reconocí el dicho porque mi abuelo lo solía decir siempre. Lo repitió también cuando mamá murió. Claro, él no sabía que yo estaba escuchándolo. Pese a encontrar el dicho ofensivo durante mucho tiempo, ya de mayorcita entendí que quien nace en Norwick Hill siempre terminará volviendo a la ciudad, ya sea de visita o de por vida.

—Por cierto... —Colocó el cigarro entre sus labios y luego se sacudió las manos, para extender su diestra con el fin de estrecharla—. Soy Thorne Reveck —se presentó demostrando una gran habilidad para hablar sin que el cigarrillo cayera.

«Un Reveck desaliñado y con un auto polvoriento, quién lo diría...», pensé.

—Harrell Simone —respondí a su saludo. Sentí su mano áspera y caliente, como la de un trabajador; y su apretón firme, lleno de seguridad.

—Bienvenida de vuelta, Harrell. Ojalá encuentres algo de diversión en esta ciudad muerta.

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