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Capítulo 8

El túnel del alcantarillado, que conducía a una calle colindante al edificio donde se encontraba el loco, no tenía vigilancia. O estaban muy seguros de sí mismos o habían descuidado los accesos o deseaban que alguien les hiciera una visita. El loco del chubasquero parecía imprevisible, pero tenía un patrón. Aunque jugaba con aparentar ser errático, desde el principio camufló sus actos con un halo difuso y difícil de apreciar para esconder la precisión quirúrgica de cada uno de sus golpes.

Calibré los visores del casco para explorar más allá de los muros sucios y húmedos de las alcantarillas. No había rastro de trajeados ni en la calle ni en las plantas bajas del edificio. Mi intuición no solía fallar, nunca me había traicionado en los momentos difíciles y esa no iba a ser la primera vez.

—No voy a caer con tanta facilidad... —mascullé, tras sacar varios triángulos metálicos de un bolsillo del chaleco, lanzarlos y verlos burlar la gravedad—. Anula mis sistemas de visión todo lo que quieras que no frenarás la lluvia de fuego que arrojaré contra tus payasos y contra ti.

Me conecté a los dispositivos flotantes, desplegué nubes de gas ionizado alrededor de ellos y los dirigí a gran velocidad por el túnel; las explosiones de energía que desprendieron erosionaron los muros de las cloacas y evaporaron parte del agua sucia.

—Ahí estáis... —Cogí las barras extensibles y corrí detrás de los proyectiles triangulares cubiertos por plasma.

Algunos de los secuaces, ocultos bajo un manto de invisibilidad muy parecido al usado por Axelia, chillaron mientras perdían el camuflaje y las explosiones de energía los arrojaban varios metros por el aire.

—Sigue confiado —pronuncié entre dientes, al ver el chapoteo de pisadas en el agua.

Aunque el secuaz permanecía camuflado ante mis sistemas, presa de la rabia por la caída de los suyos, cometió el error de atacarme sin mantener oculta su posición. Corrí con la mirada fija en las pisadas, calculé su trayectoria y ataqué. Cogí impulso, salté hacia la pared cubierta de mugre, la pisé y me elevé aún más antes de caer y golpear la protección que le cubría la cabeza con la punta incandescente de una barra.

—No eres nada —solté con rabia al ver el miedo que proyectaba su ojo por la rotura del casco—. Dale recuerdos a los que he enviado al infierno y asegúrate de que sepan que esta noche mandaré a muchos más.

Hundí la punta de la barra en la rotura del casco y me complací al escuchar los gritos mientras el humo de la carne quemada surgía del blindaje roto. Varios chapoteos me revelaron que algunos secuaces habían evadido las cargas de energía y corrían hacia mí. Guardé las barras extensibles, me coloqué en el centro del túnel y bajé los brazos para que se confiaran.

—Volved a mí —ordené, cuando apenas unos pasos me separaban de esos sucios despojos.

Los triángulos cubiertos de plasma dieron la vuelta, silbaron al cruzar el aire y soltaron inmensas descargas de gas ionizado sobre los secuaces cuando estos estaban muy cerca de mí. Modulé el sistema de respiración para percibir el olor de la carne calcinada y me deleité con los gritos mientras esos desgraciados caían en los charcos de agua sucia y se revolcaban en la mierda. Los camuflajes les fallaron y partes de los trajes quedaron a la vista; algunas placas de metal se fundieron y la aleación en estado líquido quedó unida a los músculos, tendones y huesos.

Me permití elevar la cabeza y sentirme liberado; era solo el comienzo, pero ya saboreaba la venganza. Desenfundé la pistola, modifiqué la munición, activé las balas impregnadas con un veneno que convertía el cuerpo en una prisión de dolor y disparé a los que se retorcían por las quemaduras.

—Os esperan unas largas horas. —Enfundé el arma y pasé entre ellos—. Disfrutadlas.

Avancé rápido por el túnel, envié los proyectiles envueltos en gas ionizado a que abrasaran el aire delante de mí y atravesé nubes de humo naranja con los filtros del sistema de respiración operando a máximo rendimiento; los triángulos voladores estallaron a una decena de metros y una cortina de fuego rojo ocupó una parte del túnel. Si había más secuaces del loco al otro lado, tardarían en traspasar las llamas.

Subí por las escalerillas metálicas, modifiqué la densidad del tejido del guante, golpeé la losa de metal que sellaba la entrada de las cloacas, la desencajé, la arrojé contra el asfalto agrietado y salí del laberinto subterráneo.

—No puedo fiarme de mis dispositivos de detección... —susurré un pensamiento mientras observaba el edificio. Elevé la cabeza, recorrí los ventanales con la mirada y contemplé la casi omnipresente oscuridad del firmamento; la lejana luz de la luna y un débil y diminuto titileo rojo era lo único que desafiaba al manto negro—. Quizás podría...

Desplegué un holograma táctil encima de la muñeca, fundí mis dedos con él y los moví hasta que un ligero pitido, algo distorsionado, me indicó el inicio de la comunicación.

¿Órdenes? —Mezclada con el ruido de fondo, la voz de la figura oscura, que personificaba el control central de varios de los sistemas de mis instalaciones, se oyó por los comunicadores del casco—. ¿Activo el protocolo Artemis?

—No, todavía no. Quiero que entres en el Vigilante de los jerarcas y escanees el edificio treinta y ocho colindante con la orilla del río.

Operando.

Iba a gastar una bala que guardé durante mucho tiempo. Dhermu, el viejo líder de los jerarcas, me dio acceso a los satélites utilizados para monitorizar los despliegues de las milicias de las dos ciudades con las que tenía conflictos territoriales. Fue un pago por un trabajo que realicé con discreción: matar a una de sus nietas y a su novio. Lo llevé a cabo en la ciudad que los acogió, hice que pareciera que él la asesinó antes de suicidarse. Nadie sabía de ese encargo, ni el Puño ni el hijo de Dhermu. Lo cumplí, me pagó una gran suma y me dio el código.

Por desgracia, el acceso no duraría mucho, apenas un par de minutos. En cuanto se dieran cuenta, los trabajadores del observatorio iniciarían contramedidas y cortarían el acceso externo a los satélites. Eso me dejaba poco margen, muy poco, aunque el suficiente para escanear el edificio, las calles que lo circundaban y la orilla del río que lo bordeaba.

Vigilante operativo.

—Reconocimiento total. —Mantuve la mirada fija en la oscuridad de la noche y vi una lejana y débil luz rojiza titilar con más fuerza—. Quiero que sea exhaustivo. Planta a planta.

Retiré los dedos del holograma, lo apagué y esperé a que el escaneo se completara. Uno a uno, los satélites examinaron los pisos del edificio y proyectaron en mis visores las imágenes de cada habitación, cada pasillo, cada escalera y cada ascensor. Exceptuando la azotea y una zona de la penúltima planta, el bloque estaba vacío.

—No hay nadie protegiendo los niveles inferiores. —Extrañado, observé el nuevo escaneo que realizaron los satélites antes de que se cortara la conexión—. ¿Por qué lo deja sin protección?

Recorrí despacio los inmensos ventanales con la mirada, observé el reflejo de los brillos anaranjados que producían las farolas, algo blanquecinos por el destello de la luna, y, al alcanzar los pequeños muros que cercaban la azotea, recordé las palabras del secuaz que cubría su torso con cadenas y comprendí que todo formaba parte de un plan.

—Querías que viniera... —Miré de reojo la entrada a las alcantarillas—. Lo de ahí abajo lo preparaste para que me confiara, para que me cegara la rabia y entrara sin pensármelo. —Dirigí la mirada hacia el edificio del otro lado de la calle y avancé rápido hacia un callejón que lo circundaba—. Vamos a jugar, pero lo haremos a mi modo.

Acaricié un reflector en el cinturón del traje de guerra, murmuré un nombre en una lengua muerta y toqué el muro exterior del edificio. Un cosquilleo se extendió por el brazo y no tardó en recorrer el resto del cuerpo.

Es imposible escapar de la gravedad, siempre ejercerá su atracción, pero a pequeña escala sí que puede redirigirse por periodos no muy largos. La gravedad, como casi todo lo que aún existe en el universo, puede ser engañada.

—Crees que eres capaz de ir siempre un paso por delante... —pronuncié en voz baja, con la imagen de la máscara de la sonrisa invertida en la cabeza—. Vas a descubrir con mucho dolor lo equivocado que estás.

Sentí leves punzadas en las sienes, la pared tiró de mí, apoyé las manos en el edificio y no ofrecí resistencia al cambio de gravedad. Durante uno o dos minutos, el muro pasaría de ser una pared a convertirse en el suelo.

Cuando se completó la transición, con el peso de mi cuerpo soportado por los músculos de los brazos, esperé unos segundos para adaptarme y que la sangre fluyera hacia mi cabeza y anulara las ligeras punzadas.

Inspiré con fuerza, retiré una mano del muro y con la otra me ayudé a caer y quedar de pie. Dirigí la mirada hacia la parte alta del edificio, que se fundía con la negrura de la noche, y corrí por la pared mientras los ligeros pitidos en el comunicador del traje me indicaban cuánto tiempo tenía.

Aunque modulé el peso de las placas blindadas de la indumentaria de combate, los cristales se agrietaron al correr por los ventanales y tuve que saltar varias veces para evitar caer en las habitaciones. El ruido de los estallidos de los vidrios y la lluvia de fragmentos cayendo al callejón me acompañaron en el ascenso.

Cuando ya casi había alcanzado la azotea, reduje al mínimo el efecto distorsionador de gravedad, di un salto, me agarré a la cornisa y sentí la atracción de la calle mientras terminaba de trepar.

«Ya casi estamos...» pensé, después de agacharme y activar las contramedidas.

Fui hacia el otro extremo de la azotea con cuidado de no hacer ruido.

«Ahí estás» me dije, al ver al loco del chubasquero, sin ser capaz de contener la rabia y de no apretar la cornisa imaginando que era el cuello de ese payaso.

Los visores ampliaron la imagen del chalado de la máscara, el malnacido se divertía lanzando la culata del revolver contra la cara de un adolescente. Ya no estaba la gente arrodillada que vi en la grabación, había traído otra tanda para seguir retransmitiendo ejecuciones.

«Doce trajeados y cinco más trayendo a la gente».

Me quedé pensativo, evaluando cómo aprovechar al máximo mi posición para atacar. No eran muchos, en la primera envestida acabaría con casi todos. Valoré las opciones y me decidí por un ataque frontal. Sin dejar de estar en cuclillas, retrocedí un poco, saqué una lámina del chaleco, la estiré y la pegué a las baldosas de la azotea.

Inspiré despacio, programé el escudo y desenfundé la pistola. Los segundos antes de que una onda de energía roja destruyera gran parte de la cornisa, derribara la del otro edificio, creara un golpe de viento que tumbó al chalado y a sus secuaces y formara una película energética que se extendió entre los dos edificios, los pasé imaginándome hundiendo las manos en las tripas del loco, apretándolas y sacándolas despacio para restregárselas por la cara.

Corrí por el puente de energía, el escudo se activó y me cubrí sin detener la marcha. Los trajeados se levantaron, cogieron sus armas y abrieron fuego.

—¡Rogad por vuestras almas porque vuestra vida me pertenece! —bramé, tras disparar y arrojar una lluvia de proyectiles que destrozaron carne, órganos y huesos.

El loco del chubasquero, que ya estaba de pie, aplaudió y movió la mano para que destaparan una ametralladora de gran calibre cubierta con una lona de camuflaje: una tejida con minúsculas perlas que absorbían la luz, reflejaban el entorno y burlaron los sistemas de mis visores.

—Bluquer, por fin te unes a la fiesta. —Me enseñó la muñeca y la golpeó con suavidad con los dedos índice y corazón juntos—. Aunque como siempre, llegas tarde. —Las balas que le disparé se aplastaron contra un escudo personal que también pasó inadvertido a mis visores—. Más cabeza, Bluquer. Más cabeza. Tenías que haberle hecho caso a Acmarán. —Hizo un gesto con la mano y un trajeado se colocó detrás de la ametralladora—. ¡Tenemos a un mito viviente de esta ciudad corriendo por un puente casi invisible! ¡Dadle el recibimiento que se merece!

Cuando apenas me faltaba poco más de unos diez metros para llegar a la azotea, las balas de gran calibre golpearon el escudo de energía, me obligaron a frenarme y a aumentar la densidad de las placas del traje de guerra para que los impactos no me desequilibraran.

—Mierda... —mascullé, al darme cuenta de que el puente de energía se debilitaba.

Tenía que detener la ráfaga, aunque solo fuera por unos segundos. Saqué una esfera pegajosa envuelta en un tejido sintético de un bolsillo del chaleco, la sostuve hasta que se endureció y la dejé caer.

Apreté los dientes, aguanté las punzadas en el brazo producidas por los impactos de los proyectiles en el escudo, conecté la esfera pegajosa que caía a mucha velocidad, la dirigí con la mano y se elevó.

—Solo unos segundos... —Conduje la esfera cerca del trajeado que disparaba la ametralladora para que desprendiera una nube de esporas verdes.

Sin visión y costándole respirar, después de que lo cubriera una nube verdosa, el secuaz del loco detuvo el fuego el tiempo suficiente para que pudiera bajar el escudo, observar uno de los ventanales del penúltimo piso y avanzar unos cuantos metros. Cuando un trajeado abrasó las esporas con un lanzallamas, justo en el momento en que las balas silbaron de nuevo, salté y el puente de energía se desvaneció.

Saqué una tira de metal circular del chaleco, la giré un poco y voló hasta anclarse a un ventanal. Activé los sensores magnéticos de un guante y los dirigí hacia el cristal. Un haz azul enlazó el tejido al círculo fijado y tiró con fuerza de mí.

Aumenté la densidad de las placas blindadas del traje de guerra, atravesé el ventanal y centenares de pedazos de vidrio volaron por la estancia. Al caer, nada más que mis rodillas impactaron, se crearon varias grietas en las gruesas baldosas. Disminuí la densidad de las placas, fijé la mirada en la escalera que unía esa planta con la azotea, vi a varios trajeados bajar los escalones, desenfundé la pistola y disparé un par de cargas explosivas. El edificio tembló y los ventanales chirriaron.

Calculé un punto para derrumbar parte de la azotea, crear una forma de subir seguro y neutralizar la ametralladora. Abrí fuego y una explosión resquebrajó el techo, provocó que una parte se desplomara y amontonó los suficientes escombros para que pudiera ascender por ellos.

Con el escudo activado, protegí mis flancos y subí por la montaña de cascotes hasta que llegué a la azotea. Detrás de mí estaban los cuerpos sin vida de algunos de los trajeados que abatí mientras avanzaba por el puente de energía. Enfrente, al otro lado del agujero que engulló parte de la azotea, se encontraba el loco del chubasquero junto con cuatro secuaces.

—Bravo, una entrada brillante, digna de tu fama —me dijo, tras recolocarse la máscara—. Aunque te seré sincero, me ha sabido a poco. Me esperaba más.

Caminé despacio para bordear el agujero, sin bajar el escudo, sin perder de vista a los trajeados que me apuntaban con sus armas. Enfundé la pistola, desencajé una pequeña culata metálica de la parte trasera del chaleco, la apreté y esperé a que las piezas se extendieran, se colocaran las unas encima de las otras y dieran forma a un cañón.

—¿Ese es tu gran plan? —preguntó el chalado—. ¿Dispararnos con un arma de propulsión? ¿Lanzarnos al vacío? ¿Es que no te queda ni un ápice de humanidad, Bluquer? —Señaló a una anciana arrodillada—. ¿Vas a matar a una viejecita que tendría que estar limpiando su dentadura postiza mientras acaricia a su gato gordo? —Al ver que no contestaba, apuntó a la mujer mayor con el revolver y vació un cargador—. Era broma, Bluquer. Relájate, hombre, que estás entre amigos.

Examiné una última vez las posiciones de los trajeados.

—Tú te quedas aquí —le respondí, antes de abrir fuego y crear ondas que empujaron a los secuaces del chalado hasta el borde de la azotea.

Mientras luchaban para no perder el equilibrio, coloqué el cañón en el antebrazo del que se desplegaba el escudo, saqué varías púas de metacrilato de un bolsillo del chaleco, las lancé, se dividieron en decenas de diminutos trozos que volaron hasta golpear con fuerza a los trajeados y arrojarlos al vacío.

—Tú y yo —dije, tras desactivar el cañón y guardar la culata metálica—. Solo tú y yo. —Apagué el escudo—. Acabemos con esto.

El chalado de la máscara tiró el revolver a la calle y caminó hacia mí.

—¿Qué esperas probar, Bluquer? ¿Que eres el macho alfa de la manada? ¿Que mandas en esta ciudad? —Se detuvo y alzó la vista para observar la oscuridad del firmamento—. Yo era como tú, servía a mi necesidad de sentirme grande y poderoso. Creé un imperio y nada se movía en las sombras sin que lo permitiera. Los jerarcas de las ciudades acudían a mí para que pusiera orden. —Señaló el firmamento—. Pero todo cambió el día que las estrellas murieron. Ese día nací de nuevo, ese día me convertí en lo que soy. —Bajó la cabeza despacio y dirigió la mirada hacia mi casco—. Ese día me trasformé en una parte del vacío, en una que no descansaría hasta que la obra se completase, hasta que el último sol del universo se convirtiera en cenizas.

Me contuve, quería abalanzarme contra él, necesitaba hacerlo, pero ese asqueroso payaso era una incógnita surgida de la nada que convirtió mi mundo en caos. Si averiguaba algo más de él, quizá nunca más me cogerían por sorpresa. Decidí que le permitiría vivir un par de minutos.

—Llegué a pensar que tu locura tan solo era una fachada, que detrás de esa máscara escondías más que una asquerosa cara. —El chalado ladeó la cabeza—. Me equivoqué. No eres más que un loco que ha cruzado el océano para sentirse importante al intentar destruir esta ciudad. —Desenvainé un puñal de hoja de sierra—. El apagón sucedió hace más de un siglo.

Asintió.

—¿Cómo no voy a saberlo? Disfruté cada segundo de las noches y los días en los que el cielo se cubrió con las llamaradas de los soles moribundos.

No podía hablar en serio, estaba más loco de lo que parecía.

—¿Por qué no aprovechas tus últimas palabras para decir algo más que idioteces? Podrías ensayar súplicas, gemidos y gritos. Así estarás preparado para cuando te raje las entrañas.

—Tan corto de miras —me dijo, antes de darse la vuelta y caminar hacia el borde de la azotea—. Hagamos un trato, uno que seguro te interesará. —Me miró de reojo antes de contemplar la calle y los cuerpos aplastados de sus secuaces—. Si no te convenzo de que viví el apagón, me tiraré y acabaré como mis siervos a cuadros. —Giró la cabeza y centró la mirada en mi casco—. Pero si te demuestro que digo la verdad, pelearás contra mí sin armas. Lucharemos como se hacía en los bajos fondos de mi ciudad cuando era joven: con los puños, con los codos, con las rodillas, con la cabeza, con los dientes y las piernas. —Volvió a mirar al vacío—. ¿Trato?

Apreté la empuñadura del puñal mientras me decidía.

—Trato. —Envainé el arma—. Tienes dos minutos.

El loco del chubasquero se apartó del borde de la azotea y quedó a unos diez metros de mí.

—Observa —dijo, antes de activar un holograma—. Esta grabación ha estado guardada durante más de un siglo en las bóvedas de Asmeshia.

La proyección holográfica se reprodujo y mostró a gente que corría por una gran avenida; el pánico hacía que muchos tropezaran y a que muchos otros pasaran por encima. El foco de la imagen se alzó y reveló lo que sucedía en el firmamento: las estrellas, una a una, se consumían, perdían su brillo y estallaban; las llamas de los soles agonizantes se fundían unas con otras y teñían el cielo con los vivos colores del fuego cósmico.

—¿Qué quieres probar con esto? —pregunté, ansioso porque acabara la farsa y revelara su verdadero origen.

—Tú mira. —Señaló el holograma.

La proyección continuó y mostró a la gente dividida en grupos: algunos buscaban refugio, otros asaltaban comercios, unos cuantos atracaban a todos con los que se cruzaban y bastantes más iban de caza para satisfacer sus depravaciones en callejuelas.

Cansado, cuando estaba a punto de ir hacia el loco para empujarlo y que cayera cerca de la cornisa derruida, varios trajeados aparecieron en el holograma y pusieron orden entre la multitud; las porras eléctricas, las piezas de metal unidas a los nudillos y cargadas de energía, las pistolas, los subfusiles, las torretas en los vehículos pesados y los tanques no tardaron en poner fin al caos.

Alterné la mirada entre el holograma y el chalado de la máscara.

—Esto no prueba nada —dije, antes de dar un par de pasos.

—Espera y mira. —Señaló la proyección holográfica.

Cuando en el holograma la sangre regó las aceras y el asfalto, en el momento en que los vehículos abandonados estuvieron teñidos de rojo y cubiertos por pedazos de carne, al poco de que los matones a cuadros se echaran a un lado para dejar paso, el loco del chubasquero, tras darle un par de patadas en la cara a un chaval que buscaba refugio en un portal, caminó por la avenida y se aproximó al foco de la grabación.

Por fin ha empezado. —Era su voz—. La oscuridad nos llama. Nos quiere mostrar su amor con su gélido abrazo. —Acarició la máscara a la altura de la sien—. Los susurros tenían razón, la noche eterna casi ha llegado. Solo falta que mueran unos cuantos miles de millones para que la obra se complete. —Se aproximó al foco de la grabación y ocupó casi todo el plano—. La oscuridad por fin nos traerá la paz. —Cogió la máscara y se la quitó—. Todo acabará cuando muera el sol.

Observé los rasgos, me fijé en las cicatrices y las quemaduras que recorrían el rostro, en la ceja arqueada por el hueso hinchado de la frente, en los ojos oscuros y el pelo, moreno y corto, que rozaba las sienes, en los labios repletos de cortes y en la nariz torcida hacia la derecha por una fisura en el tabique.

—Esto no prueba nada. Eres un burdo imitador de un demente de los tiempos del apagón. —Desenfundé la pistola—. Has perdido la apuesta. Salta o te obligo a que saltes. —Activé el modo de munición explosiva—. ¡Salta de una maldita vez!

El chalado de la máscara  rio.

—Justo como creía cuando empecé a jugar contigo. —Apreté los dientes e inspiré con fuerza—. Los hombres como tú son un peligro. Vosotros, los que hacéis lo que sea para seguir siendo los mejores, los imbéciles que os creéis unas máquinas infalibles, tenéis que aprender que no sois nada. Tú, Bluquer, en comparación con la gran obra, no eres más que un insecto que revolotea hacia la luz cegadora que lo electrocutará.

—¡Cállate! —Apunté a su pie para que la detonación no lo matara y así poder torturarlo, pero la pistola, por más que apreté el gatillo, se negó a disparar—. No puede ser. —Alterné la mirada entre arma y él—. Estás anulando mi tecnología. —El casco se desvaneció—. Payaso loco.

El chalado de la máscara chasqueó los dedos y cuerdas de energía rojiza, que chisporroteaban, me envolvieron los brazos y tiraron hasta que no me quedó otra que no resistirme para no sufrir dislocaciones.

—Bluquer, eres un animal de caza extraordinario, fascinante, un ejemplar único. —Se acercó y lo miré con asco y odio—. Elegí esta ciudad por ti. Los informes que leí eran increíbles, creí que sería muy difícil doblegarte. —Se paró enfrente de mí, a poco más de un metro—. Y, aunque no lo he conseguido del todo, sí que he guiado tus pasos hasta aquí. Has sido tan fácil saber qué ibas a hacer en cada momento.

Intenté ir hacia él, quería romperle la máscara con un cabezazo, pero las cuerdas de energía tiraron con fuerza de mis brazos y tuve que frenar para no romperme los huesos.

—No eres nadie —mascullé—. Eres un imitador de un loco que murió hace más de un siglo.

—Ah, ¿sí? —Se quitó la máscara despacio y quedó al descubierto el mismo rostro que vi en la proyección—. Han intentado borrarme de la historia, han pretendido que ni siquiera fuera un mal recuerdo, destruyeron mi legado, pero tan solo consiguieron alargar la existencia de este pútrido mundo poco más de cien años. Este planeta no merece existir. Y con mi regreso voy a cumplir el destino que me encomendaron.

La ira me cegaba; lo tenía delante y no era capaz de retorcerle el cuello.

—No sé de qué manicomio te has escapado. Y tampoco me importa. Pero has cometido un gran error al subestimarme. —Silbé y pronuncié rápido una corta combinación de números—. No toda mi tecnología tiene accesos remotos.

El chalado bajó la mirada y vio la luz parpadeante de uno de los bolsillos del chaleco.

—Maldito loco —llegó a decir, antes de que le diera tiempo a cubrirse el rostro y le golpeara la pequeña explosión.

Las cuerdas de energía quedaron anuladas por el estallido y tanto el loco del chubasquero como yo salimos despedidos unos metros. Rodé por el suelo de la azotea hasta que me frenó parte de la cornisa que no había sido destruida. Los oídos me zumbaban, la cabeza me daba vueltas y la sangre resbalaba por la ceja.

—Vas a pagar —mascullé mientras me levantaba—. Vas a pagar por lo que has hecho. —Caminé luchando por sostenerme en pie—. ¡¿Me oyes?! ¡Voy a hacer que sufras!

La máscara agrietada estaba junto al loco. Él se había incorporado y me observaba sin ocultar el odio.

—Bluquer, nada está por encima de la gran obra. —Aunque los oídos seguían zumbando, fui capaz de leerle los labios—. Ni tú ni nadie. —Se levantó y caminó hacia mí—. Hasta hace unos minutos habría permitido que caminaras a mi lado y contemplaras junto a mí la muerte del último sol, pero ya no quiero que tu cara me recuerde cada día la putrefacción del viejo mundo.

Cuando me faltaba poco para llegar hasta él, noté que me sujetaban los brazos, la cintura y las piernas. Miré a los lados y la débil luz de la luna reveló los contornos de varias siluetas camufladas.

—¡¿Vas a seguir mandando a tus matones?! —bramé mientras dirigía el puño contra el casco de uno de los secuaces casi invisibles—. Pelea tú. —Lancé la cabeza contra otro y lo hice tambalearse—. Ven y lucha. —Di un codazo al que tenía detrás, busqué su brazo y lo recorrí con la mano hasta que toqué la vara que blandía, se la arrebaté y le hundí la punta en la cabeza—. Vamos. —Manejé la vara, guiándola, haciendo que bailara junto a mí, y golpeé varias veces a otros dos camuflados hasta que cayeron al suelo—. ¡Ven aquí y lucha!

El loco del chubasquero se colocó la máscara agrietada.

—Hicimos un trato y tú lo rompiste —respondió—. Si mentía, me lanzaba al vacío. Si decía la verdad, luchábamos como en los viejos tiempos. —Chasqueó los dedos y alguien, que se movió tan rápido que apenas tuve tiempo de parpadear, me roció la cara con una sustancia que me provocó tos—. Pero sacaste la pistola y escupiste en el trato. No mereces ni uno solo de mis puñetazos. —Giró la cabeza y observó un vehículo aéreo, un blindado rectangular que emitía un débil fulgor azul, elevarse por el otro extremo del edificio—. Vamos a disfrutar viendo la locura consumirte.

Una de las puertas del vehículo se abrió y el grotesco demente, el que controló a los gaseados del club, se asomó y me miró.

—Tú —dije, entre tosidos, al darme cuenta de lo que pasaba.

Inspiré con fuerza, luché por normalizar la respiración y parar de toser. Las toxinas ya fluían por mis venas y pronto colapsarían mi sistema nervioso. Tenía que ralentizarlo. Con la mano temblando, busqué en uno de los bolsillos del chaleco una dosis de células modificadas contra envenenamientos. No duraría mucho, pero ganaría algo de tiempo. Abrí el envoltorio, pegué la mucosa al cuello, se hundió en la piel y apreté los dientes para aguantar el dolor.

—Interesante —dijo el loco del chubasquero—. Veamos cuánto resistes.

El chalado hizo un gesto y el demente grotesco invadió mis pensamientos.

«No te resistas. Vas a ser mío».

El que se movía muy rápido, el que me lanzó las toxinas, sin apagar su camuflaje, corrió y me golpeó en el gemelo para hacerme caer. Mi rodilla impactó en el suelo mientras la voz del demente doblegaba algunos de mis pensamientos.

«No te resistas. Será más rápido e indoloro si aceptas tu fin. La toxina va a devorarte poco a poco. Ríndete y deja de sufrir».

Me dolía mucho la cabeza, la vista se volvía borrosa y perdía audición. No era más que un ratón moribundo delante de una decena de gatos hambrientos.

—No van a ganar... —mascullé, antes de que el que se movía rápido me golpeara la espalda y me lanzara al suelo.

El chalado de la máscara rio mientras muchos trajeados subían a la azotea.

«Hazte un favor y acepta el regalo que te ofrezco. Acepta el olvido».

Fracasé, sufrí una derrota aplastante e iba a morir. Una pesadilla que jamás creí posible, la de ser humillado de ese modo, se materializó para recordarme que, por más grande que me creyera, solo era un hombre.

Ante los pulmones que se debilitaban, costándoles llenarse de aire, con el latir del corazón cada vez más lento, los músculos que se adormecían y la mente a punto de sucumbir ante el demente, solo me quedaba una opción: decidir cómo morir.

Observé la distancia que me separaba de la parte de la azotea que daba al río. Aunque me costó, activé las cargas del chaleco y de las placas del traje de guerra para que me dejara en paz el que se movía con mucha rapidez. Si no quería explotar, se mantendría alejado. Tragué saliva, apreté los dientes, forcé mi cuerpo a realizar un último esfuerzo, solté un grito ahogado, me tambaleé y caminé todo lo rápido que pude hacia la cornisa. Ojalá que los explosivos hubieran sido de gran alcance para llevarme conmigo al payaso de la máscara que no paraba de reír.

Los trajeados me apuntaron con las armas, pero el loco del chubasquero movió la mano para que las bajaran.

—No vamos a dejar que nos ensucie esto con sus asquerosas tripas. —Me siguió de lejos hasta que casi llegué a la cornisa—. Te concedo eso, Bluquer. Te concedo que elijas cómo morir. —Se detuvo a varios metros de mí—. Antes de explotar y que tus restos alimenten a los peces, recuerda lo mucho que van a sufrir los que te importan. Sobre todo tu novia o lo que sea para ti la hija de gordo mafioso.

Me detuve, los músculos de la cara me temblaban y mis ojos proyectaban la rabia que me carcomía las entrañas.

—Te esperaré en el infierno para desfigurar esa asquerosa cara que tienes con los cráneos de los que machacaré hasta que llegues.

El loco del chubasquero rio.

—Vamos, Bluquer, se hace tarde. Salta de una vez y lava tu sucia boca con el agua en la que te ahogarás o en la que tus pedacitos acabarán esparcidos.

Cerré los ojos y maldije.

«Ya casi eres mío».

Deseaba girarme e ir a por el loco, hubiera dado cualquier cosa por tener la oportunidad de hacerlo, pero, aunque me dolía más de lo que podía soportar, lo único de lo que era capaz era de elegir mi muerte.

A duras penas conseguí subirme a la cornisa. Desde ahí, noté la fría corriente de aire, escuché las risas del loco del chubasquero, sentí los pensamientos penetrantes del engendro y las burlas de los trajeados. Ni todas las victorias que había obtenido hasta ese día sirvieron para atenuar la carga de la humillante derrota.

Me dejé caer y, antes de que el río me engullera, presioné el botón para que se desacoplara el chaleco y las piezas blindadas. Por encima de mí, mientras la oscuridad del fondo del cauce me atraía, una explosión sacudió la ciudad. Mi explosión. La explosión que marcaba mi muerte.



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