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Capítulo 3

Tenía la garganta seca, me ardía, era como si grumos de cera derretida resbalaran con suma lentitud y me abrasaran la carne. No podía moverme, los músculos no respondían. Ni siquiera sentía la piel. Traté de inspirar por la nariz, de captar algún olor, pero mi olfato se había desvanecido. Los oídos, si es que aún los conservaba, no eran capaces de percibir nada. Dudé incluso de alguna vez haber tenido ojos; la oscuridad en la mayor de sus formas, la más opresiva y desgarradora, me reclamó para sí convirtiéndome en una parte del vacío, en una pequeña porción de una bruma negra sin más sustancia que la ausencia y el abandono.

Los pensamientos confusos se creaban con la misma rapidez con la que desaparecían. Las ideas, incapaces de tomar forma, morían casi antes de nacer. Los recuerdos apenas generaban neblinas de imágenes desdibujadas. Si me hubieran dicho que estaba muerto y que ahí pasaría la eternidad, no me habría importado. El vacío tenía tal fuerza que mi vida no era capaz de emerger, mostrarme lo que había sucedido y hacerme sentir culpable.

Una brisa glacial me atravesó y provocó una sacudida en mi ser que me obligó a gritar y a recuperar los sentidos. Abrí los párpados, giré la cabeza, busqué dentro de la oscuridad, pero tardé en divisar el débil titileo de unas diminutas esferas luminosas en la distancia. Ignoré todo lo que pude el frío que congelaba el vello y penetraba por los poros, caminé fundiendo las plantas con una capa de escarcha negra y no me detuve hasta que cobró claridad la imagen de un inmenso árbol de ramas secas, tronco carcomido y gruesas raíces agrietadas que sobresalían del terreno helado.

—¿Qué significa esto? —susurré un pensamiento mientras exhalaba vaho con cada palabra—. ¿Qué es este lugar?

Cientos más de débiles esferas de luz titilante aparecieron y se aproximaron a las puntas de las ramas, brillaron con fuerza y me forzaron a girar la cabeza y cubrirme los ojos con el antebrazo.

—El tiempo no hace justicia a su belleza. —La voz, que provenía de detrás de mí, me aceleró el corazón y produjo que un escalofrío me recorriera la columna—. Shesmeg ga norageg, goha ga mestore. Sast dasmo meog.

Cuando el brillo perdió fuerza, bajé el brazo, dirigí la mirada hacia la mujer de piel azul y, durante unos segundos, me quedé inmóvil observando sus ojos resplandecientes.

—¿Por qué? —apenas pronuncié una insignificante pregunta; quería más respuestas, las necesitaba, pero su presencia me bloqueó.

Con su penetrante mirada, con tan solo cruzarla con la mía, la mujer de piel azul me mostró que le era fácil adentrarse en mi mente, hurgar en mis pensamientos y saber qué me inquietaba.

—¿Por qué sientes por mí lo que no eres capaz de sentir por nadie más? —Pasó por mi lado, se paró junto al árbol, acarició el tronco y giró un poco la cabeza para mirarme de reojo—. Las respuestas no traen más que preguntas.

Fui incapaz de no devorarla con la mirada; mi corazón latía desbocado, deseaba arrancarle las prendas ceñidas. Su cuerpo me llamaba, sus ojos me provocaban y sus labios me excitaban. Necesitaba cogerla, tocarla, sentirla. No me habría importado convertirme en su esclavo, si eso me hubiera permitido besarla, morderle con suavidad el cuello y disfrutar de su cuerpo.

Cuando casi estaba cegado por el deseo incontrolable, a punto de lanzarme sobre ella, creció dentro de mí una ligera serenidad que me ayudó a ser consciente de que las reglas en las que había basado mi personalidad corrían el riesgo de quebrarse, que si continuaba sería vencido por un impulso que no controlaba.

—No me gusta... —logré contestar.

La mujer de piel azul se giró y fundió su mirada con la mía.

—¿No te gusta experimentar algo que va más allá de ti? ¿Algo que no eres capaz de controlar? —Se separó del árbol—. ¿No te gusta sentir un deseo que no puedes resistir? ¿No te gusta la idea de hacer lo que quieras conmigo? —El movimiento de sus labios era hipnótico, no podía apartar la mirada de ellos—. ¿No te gustaría que hiciera lo que quisiera contigo?

Bajé un poco la cabeza; aunque tan solo fuera por un segundo, quería apartar mis ojos de los suyos. Inspiré despacio, tal como me enseñó mi padre para controlar mi cuerpo y mi mente, busqué en mi interior algo que me sirviera para no ser arrastrado y lo encontré en la explosión que destrozó el vehículo. La imagen de la máscara con la sonrisa invertida me dio lo que necesitaba: rabia, dolor y un incontrolable deseo de venganza.

—Ahora mismo nada me gustaría más que arrancarte la ropa, a bocados si hiciera falta, y demostrarte la fuerza del impulso que casi escapa a mi control. —Levanté la mirada en busca de sus ojos, sin pasar por alto sus curvas y sus labios carnosos—. Pero no me gusta que nada ni nadie me domine. Y, mientras consiga aguantar, controlaré mis impulsos.

La mujer de ojos verdes resplandecientes me miró en silencio unos segundos.

—¿Durante cuánto tiempo serás capaz de seguir controlándote? En tu rostro solo se ve el deseo de verme desnuda, de tocarme, morderme, lamerme y de embestir sin parar.

Era cierto. Las curvas resaltadas por la ropa ceñida, la piel azulada, los labios rojos, el aroma dulce con un leve punto ácido, la mirada resplandeciente, la melena rubia con las puntas entrelazadas con gemas... Todo junto creaba una fuerza magnética casi imposible de resistir.

—No me gusta perder el control —pronuncié la frase para convencerla a ella y terminar de convencerme a mí, antes de inspirar con fuerza por la nariz y recordar lo que me enseñó mi padre—. Puede que acabe perdiéndolo y me convierta en un animal que solo desee apretarte con fuerza una y otra vez contra el tronco. Es probable que mis instintos me dominen y termine siendo una marioneta de mis deseos. Sí, es probable, pero eso no pasará hoy. —Cerré los puños y me negué a obedecer el impulso de caminar hacia ella—. No sé por qué siento esto, ni siquiera sé qué es lo que siento, pero si sé que no me gusta tener algo que no controlo dentro de mi cabeza. Y, mientras pueda, voy a luchar contra lo que vaya en contra de lo que soy.

La mujer de piel azul se dio la vuelta y rodeó el árbol.

—Como quieras. Si te hace feliz pensar que no volverás a mí, disfruta de tu engaño. —Antes de perderse detrás del tronco, me miró de reojo—. Pronto vendrás a besar por donde piso.

Una parte de mí quería correr hacia ella, pero otra me recordó lo sagrado que era el orgullo y el dominio. Forcé una mirada desafiante hasta que desapareció y solo entonces me permití bajar la guardia, soltar el aire despacio y destensar el cuerpo.

Había reprimido un deseo profundo, una emoción que me era desconocida, pero el coste de la resistencia me enfrentó contra la realidad de que mis reglas se tambaleaban. Y, como una vez dijo quien me enseñó todo lo que sé, un hombre sin reglas no es más que un loco corriendo por un campo de minas hacia una muerte segura.

Me dio tiempo de observar una última vez el árbol y contemplar el espectáculo lumínico de las esferas, antes de que una mano casi tan grande como mi espalda me cogiera, me estrujara, me obligara a soltar el aire y me arrastrara hacia el vacío para transformar los recuerdos de ese lugar en una neblina oscura.

Al principio, las voces sonaron lejanas y me fue muy difícil entender qué decían. Abrí los ojos, tenía la vista borrosa, sentía malestar, pero pude distinguir cómo se movía el techo. Parpadeé y llené despacio los pulmones hasta que un ligero pinchazo me atravesó el costado. Quise apretar las costillas, llevé la mano hasta la punzada y sentí que tiraba de algo. Ladeé la cabeza, volví a parpadear y, por encima de la muñeca, cerca de los dedos, pude ver el catéter hundido en la piel.

—Tranquilo, todo está bien. —La mano de quien me habló me tocó el hombro—. Estamos llegando.

Cerré los ojos, me di cuenta de que estaba en el hospital privado de Jarmuar y recordé lo que había sucedido. El chalado de la máscara, la explosión y Sastma...

—Es ahí —el que empujaba la camilla no solo habló para interrumpir mis pensamientos, también me tocó otra vez el hombro.

Era intolerable. Le cogí la muñeca, tiré hacia delante y la torcí mientras la rabia crecía. Obligado a ladearse e inclinarse, el enfermero quiso defenderse y lanzó un puñetazo. Eché la cabeza hacia la izquierda y dejé que golpeara la camilla. Tiré con fuerza de la muñeca torcida, lo incliné aún más y le di en la garganta con el canto de la mano. Lo solté, cayó al suelo y me incorporé. Me quité el cinturón que me sujetaba por la cintura y escuché detrás de mí los gritos que proferían dos guardias.

Extraje el catéter, lo tiré, me bajé de la camilla, la eché contra la pared del pasillo, cogí al enfermero del pelo y le di un rodillazo en la cara para que parara de gimotear y quedara inconsciente.

—¿También queréis dormir? —les pregunté a los guardias que se detuvieron a un par de metros de mí.

Uno dudó, el otro no, sacó una porra eléctrica, mantuvo la distancia, me tanteó y cargó. Esquivé el arma que venía hacia mi cabeza y, preparado para anticipar los movimientos, esperé sin apartar la mirada de sus ojos. La inclinación de su cuerpo y sus músculos lo delataron. Cuando lanzó la porra hacia el lado, la dejé pasar y me adelanté. Le bloqueé el brazo, busqué la muñeca y, para que soltara el arma, le di un puñetazo en el pecho, cerca de la clavícula. Lanzó el otro puño, me cubrí, cogí la porra y le golpeé con la suela en la barriga, le hundí el uniforme en el estómago y le hice perder el equilibrio.

—¿Y tú qué vas a hacer? —pregunté al otro guardia mientras presionaba la mejilla de su compañero con la porra y la electricidad recorría el casco y la cabeza—. Si vas a querer, ven ya, que tengo cosas que hacer.

Entonces no le di importancia, apenas tuve tiempo de pensar en ello, pero el pinchazo en el costado y el malestar desaparecieron desde que bajé de la camilla a pelear.

—¡Bluquer, maldita sea! ¡¿Qué estás haciendo?! —Solté la porra al escuchar la inconfundible voz y me di la vuelta para buscar al que gritaba desde el otro extremo del pasillo—. ¡Primero la explosión, ahora esto! ¡¿Es que no respetas a mi familia?! ¡¿Es que no me respetas a mí?! ¡¿Ni tampoco a mi hija?!

Apreté los dientes, los puños y fallé en aferrarme a la disciplina de control para tranquilizarme. ¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo se atrevía?

—Nunca más digas que no respeto a tu hija. —Lo señalé mientras el corazón me golpeaba con fuerza el pecho—. Siempre he mirado por Sastma. Y no voy a permitirle a nadie que dude de eso. Ni siquiera a ti, Jarmuar.

El jefe de la banda más grande de la ciudad apoyó las dos manos en su bastón dorado, se quedó quieto mientras uno de sus hombres se acercaba, lo esperó y, cuando este le iba a preguntar si quería que hiciera algo, le dio un guantazo que casi lo tiró contra las baldosas verdes del pasillo.

—Mi hija está en coma. —Dio un par de pasos y su traje gris se arrugó por el tambaleo de la grasa—. Mi hija casi muere. —Me miró con cara de asco, negó con la cabeza y escupió—. Mi hija quizás nunca se recupere. Puede que ni siquiera los mejores especialistas de la capital del sur y todos sus adelantos sean capaces de devolverle la sonrisa. —Hundió la mirada en mis ojos—. ¡Así que no vuelvas a hablarme como si yo fuera el que ha permitido que casi la maten!

Pocas veces había sentido tanta rabia, mi autocontrol estaba a punto de quebrarse, planeé lanzar la camilla para que ese seboso cayera contra ella. Me imaginé dándole codazos en la cara hasta deformarla, haciendo que gritara como un animal enjaulado herido de muerte, pero, aunque disfruté mucho de ese pensamiento, tenía que recordar quién era y dónde estaba. Respiré despacio, fundí el sonido del aire al llenar mis pulmones con el recuerdo de la calma de los entrenamientos, cerré los ojos un par de segundos y me tranquilicé lo suficiente para reconducir la situación.

—Jarmuar, sabes que no soy de pedir nada, pero hoy si te voy a pedir algo. Guárdame el respeto que me merezco y yo te lo guardaré a ti. Dejemos esto para más adelante. —Su silencio y un ligero gesto con la cabeza hablaron por él—. Dos de tus hombres te traicionaron: el chofer y un guardaespaldas. No sé cuántos traidores habrá, pero apuesto a que son muchos. —Eso lo cogió desprevenido—. El chalado de la máscara tenía un ejército, uno muy grande, quizás más grande que el tuyo, pero esos golpes triunfaron con rapidez porque alguien trabajó desde dentro para él.

Aunque hasta ese momento tan solo suponía que los secuaces del loco del chubasquero habían neutralizado rápido la resistencia, la cara de Jarmuar me lo confirmó. El padre de Sastma maldijo, carraspeó y pasó la mano por los mechones de pelo que conservaba y que peinaba para tapar parte de la calva.

—Bluquer, esto no cambia nada. —Me miró a los ojos—. Ella estaba contigo, casi está muerta y tú apenas tienes rasguños. —Iba a contestar, pero levantó la mano para que esperara—. Me has fallado, le has fallado, pero eso no lo vamos a resolver aquí. ¿Quieres limpiar tu honor? Caza a ese despojo, haz que pague y tráeme su cabeza.

Asentí.

—Deseará no haber nacido. Sufrirá y pagará con creces el daño que ha hecho. —La tregua que nos dimos me sirvió no solo para enfocarme en el principal enemigo, sino también para tener un momento para centrarme en Sastma—. Quiero verla.

Jarmuar inspiró despacio y la barriga empujó el traje.

—Está en la sala once. —Señaló con la mano el final del pasillo—. Estoy esperando que lleguen los especialistas para que la suban a la última planta. Sus ayudantes no tardarán mucho, tienes unos minutos.

Caminé y, al acercarme a él, me detuve un segundo.

—Gracias —le dije, después de mirarlo de reojo.

Aunque una lenta respiración fue su única respuesta, no necesitaba más. Hasta que cazara al chalado de la máscara, no volvería a hablar con él. Anduve hacia el pequeño corredor que daba acceso a la sala once, lo recorrí, me paré un instante para que se apartara el hombre que custodiaba la entrada de la habitación y abrí la puerta.

—Sastma... —susurré su nombre al verla llena de tubos, escayolas y vendas.

Me acerqué despacio, muy despacio, pasé con la cabeza agachada por al lado de los aparatos que monitorizaban sus constantes y mantuve la mirada fija en su rostro lleno de moratones y medio tapado por la mascarilla de oxígeno.

Le cogí la mano y el mundo se desmoronó encima de lo que había construido. Nunca había fallado, siempre cumplí los encargos, jamás pensé que fracasaría y, aunque no era quien se encargaba de su seguridad ni tenía un contrato vigente con su padre cuando el loco del chubasquero atacó, me sentía culpable, frustrado y con una terrible mancha en mi historial, una mancha que no era cualquier mancha, dolía más que si hubiera fallado en un encargo a alguno de los jerarcas de la ciudad.

—Lo siento. —Me acerqué con cuidado y le besé la frente—. Lo siento mucho.

Jamás había llorado, no tenía esa capacidad, pero, aunque ese no sería el día en el que derramaría una lágrima, una sensación extraña, una con la que no estaba acostumbrado, me obligó a parpadear un par de veces.

Verla allí, aparte de malestar, me trajo algunos recuerdos de nuestras escapadas: salidas nocturnas a clubes de confianza, con música machacona y bebidas cargadas; otras a las afueras, donde los atardeceres cubrían de tonos anaranjados los pastos verdes y algunas a los discretos cines donde tenía que ver a la fuerza películas cursis de paletos enamorados.

Pudiendo estar con cualquiera, con los hijos de los jefes de las bandas de la mayoría de ciudades queriendo salir con ella, Sastma eligió no estar con nadie más y conformarse con los pocos ratos en los que podíamos vernos. Eligió a un hombre que no hacía otra cosa que matar y torturar. Alguien incapaz de devolverle el sentimiento que tenía. Alguien que tendría que haberse apartado de su camino hacía mucho y haberle permitido que tuviera una vida junto a otro que pudiera darle lo que necesitaba.

Inspiré despacio, ignoré los débiles y monótonos pitidos del monitoreo de los aparatos que vigilaban su frágil hilo de vida y me concentré en su rostro.

—Voy a hacer que pague. Te lo juro. —Al escuchar pasos provenientes del pasillo que conducía a la sala, me separé de ella—. Yo haré que pague, te lo prometo, pero tú tienes que volver. —Agaché la cabeza y fundí la mirada con la parte baja de la camilla—. Tienes que hacerlo. Tienes que luchar. Aquí te espera mucha gente. Aquí tienes un futuro.

Un hombre, muy delgado, vestido con un uniforme verde, entró, me vio y esperó a que acabara la visita. Miré una última vez el rostro de Sastma, le hice un gesto con la cabeza al ayudante de los especialistas y salí con la imagen del chalado de la máscara cobrando fuerza en mis pensamientos.

Pasé cerca de Jarmuar sin dirigirle la mirada. No miré a nadie, caminé con la vista fijada en la salida de la planta. Ni siquiera presté atención a lo rápido que el guardia al que no había noqueado se apartó para que pasara. No había lugar para nada que no fuera matar al payaso de la máscara. Debía devolver el dolor que sentía, por mí, por mi honor y, sobre todo, por Sastma.



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