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Capítulo 25

Me paré en una esquina, pegué la espalda a la pared y me asomé lo suficiente para ver cómo un grupo de mis clones patrullaba un callejón de la zona central.

—Desde que llegaste a la ciudad, no has hecho más que pisotearme —mascullé mientras me imaginaba al chalado de la máscara disfrutando de mi sufrimiento—. Me derrotaste, me humillaste y usaste mi ADN para crear un ejército. Vomitaste en mi cadáver cuando aún estaba caliente, pero pronto pagarás por todo lo que me has hecho. —Observé lo coordinados que se movían los clones y apreté los dientes—. Ni siquiera tu trato con La Devoradora de soles te librará de que me recree, de que retuerza tus entrañas y llene de dolor cada parte de tu ser.

Ethearis se acercó, me tocó el hombro y consiguió que apartara al loco de mis pensamientos. Me giré, señaló una callejuela, movió la cabeza para indicarme que fuéramos hacia ella y apuntó con la mano hacia una azotea.

—Están intensificando la búsqueda —me dijo mientras cruzábamos la calle con rapidez, tras mostrarme que había guarniciones desplegadas en lo alto de los edificios—. Saben que estamos cerca y no nos dejarán entrar sin luchar.

Asentí, la seguí y me adentré en la callejuela detrás de ella.

—Ha desplegado muchas patrullas de clones. No creí que tuviera tantas. —Eché un vistazo rápido a la callejuela: había containeres oxidados, algo de basura por la acera y unas cuantas ratas escondiéndose en las rejillas de desagüe del alcantarillado—. Si combatimos, nada más que den la alerta, enviarán a las tropas desplegadas en el sector. —Inspiré despacio, pensé en nuestras opciones y la miré a los ojos—. El ataque a los generadores secundarios se ha retrasado, pero aún tenemos margen. Lo mejor es esperar.

Ethearis extendió la mano y una película de energía azul la recubrió.

—El tiempo se agota... —aseguró mientras observaba la palma relucir—. La ceniza oscura, el vínculo que la atrae a este universo, se está intensificando. La Devoradora de soles aún es una sombra en este plano de realidad, una sombra poderosa, pero con una fracción de su poder. Eso cambiará en cuanto la brecha que le permita avanzar por los universos consumidos sea lo suficiente grande.

Miré su rostro cargado de preocupación y sentí cierta impotencia. Estábamos en una ratonera, libres por el momento, pero incapaces de movernos sin que las trampas se activaran. El loco había planeado muy bien la defensa del engranaje.

—¿Cuánto crees que nos queda? —le pregunté, tras mirar la calle que acabamos de cruzar y activar un filtro del visor para comprobar cuántos clones había en los edificios cercanos.

Ethearis se puso a mi lado y permaneció en silencio unos segundos.

—Hasta que empiece a oscurecer. —Elevó la cabeza y observó las nubes que ocultaban el sol—. La brecha quiere crecer, pero tu estrella la contiene. En cuanto esta parte de tu mundo apunte hacia la negrura del vacío, La Devoradora será imparable.

Desactivé el filtro tras contar cerca de cuarenta clones y miré a Ethearis a los ojos.

—Apenas tenemos poco más de una hora... —pronuncié un pensamiento en voz baja mientras me planteaba combatir contra las patrullas—. El bombardeo es nuestra mejor baza para llegar al engranaje, pero quizá vamos a tener que emplear una estrategia más agresiva. —Bajé las manos hasta acariciar las barras extensibles—. A lo mejor no tenemos más opción que abrirnos paso reventando unos cuantos cráneos.

Ethearis asintió.

—Será glorioso quebrar los huesos de esas burdas copias —sentenció, después de crear la lanza de energía.

Bajé un poco la mirada y observé el arma centellear.

—A base de golpes —dije para mí mismo y me giré para ver la calle que habíamos cruzado—. Destrozándolos.

Di un paso, desacoplé las barras y centré mis pensamientos en las imágenes que me venían de mis clones destripados. Abracé la rabia, me preparé para liberarla y apreté los dientes.

Un tenue pitido me frenó antes de pisar la calle; un mensaje llegó por el sistema de comunicación del traje. Filtré la señal para cerciorarme de que no estaba comprometida, escaneé su origen y me sorprendió encontrarlo en las afueras de la ciudad, un poco más allá de los muros.

Ethearis me miró para saber qué pasaba, guardé las barras e hice un gesto para indicarle que volviéramos a resguárdanos en la callejuela. Ella desmaterializó la lanza y me siguió.

—Una comunicación de fuera de la ciudad —le dije, tras desactivar el casco y acariciar una pieza del traje de guerra que me cubría el antebrazo—. ¿Quién eres y qué quieres?

Un holograma tomó forma delante de nosotros; las interferencias lo mostraron repleto de líneas negras que fluctuaban y hacían imposible reconocer quién estaba al otro lado.

—¿Esas son formas de saludar a un viejo amigo? —La imagen se esclareció y mostró al lobo del glaciar—. Me alegro de verte, Bluquer.

Me quedé en silencio un par de segundos, contento de ver a un hombre que formaba parte de mi familia.

—La cosa está muy tensa por aquí, Acmarán. Estamos rodeados de patrullas y no tenemos más opción que abrirnos paso combatiendo.

El lobo del glaciar se dirigió a uno de sus soldados, chasqueó los dedos para que le acercara un sistema de rastreo y lo miró.

—No tendréis que hacerlo. Hemos tenido que cambiar los planes, pero estamos a punto de empezar los fuegos artificiales, destruir las avanzadas y enviarle al demente el mensaje claro de que vamos a recuperar la ciudad. —Le dio el sistema de rastreo al soldado y me miró—. Ítmia se ha visto frenada en los accesos a los generadores secundarios porque están sellados con placas de una aleación muy resistente, está buscando un modo de evitarlos a través de los conductos más profundos de las cloacas.

Ethearis se acercó a la representación de Acmarán.

—No tenemos tiempo, cuando el sol se ponga, La Devoradora de soles traspasará la barrera que mantiene este mundo a salvo y lo consumirá.

El lobo del glaciar se quedó pensativo.

—Entiendo. Tenemos que actuar ya. —Acarició un pequeño sistema esférico de comunicación que sobresalía un poco del oído—. ¿Has oído?

El leve sonido de una interferencia precedió el que alguien más se uniera a la conversación.

—Sí, lo he escuchado y estamos en ello —contestó Gormuth—. Los refuerzos están preparados para hacer una brecha en los muros. Y yo estoy listo para abrir las compuertas de los generadores secundarios.

Ni me molesté en preguntar cómo había conseguido infiltrarse en una zona de la ciudad que parecía inexpugnable. Quizá por los conductos de ventilación, puede que con el ojo de algún trajeado en un escáner o con el supuesto prototipo de tecnología de teletransporte a corta distancia que muchos decían que le había arrebatado a un antiguo jerarca.

—¿Cuál es el plan y cuándo lo pondréis en marcha? —le pregunté.

La leve interferencia volvió a sonar durante una fracción de segundo.

—Ítmia va a destruir parte de los pilares que mantienen estable un generador y se hunden varias plantas hasta las cloacas. Cuando lo haga, aprovecharé para degollar a unos cuantos trajeados y abriré las puertas. En unos minutos, habremos inutilizado el sistema de apoyo.

Miré a Ethearis y la vi asentir.

—En cuanto lo hagáis y tengamos vía libre hacia el engranaje, llegaremos y pondremos fin a esta locura —respondí.

El ruido de una explosión se oyó tanto en la transmisión como en una lejana zona de la ciudad.

—Haced sufrir a ese sucio engreído —dijo Gortmuht, antes de que se escuchara un forcejeo y un grito ahogado—. Cuando acabe aquí, voy a limpiar las calles de la zona central para preparar el avance de nuestras tropas. —Durante unos instantes, el silbido de los puñales al recorrer el aire fue lo único que se escuchó—. Bluquer, grábale en la cara con fuego a ese desgraciado que nadie nos golpea sin que devolvamos los golpes.

Antes de que la conexión con Gortmuth se cortara, escuché los gritos de Ítmia y las palabras en el idioma extraño del compañero gigante de Ethearis. La batalla por la ciudad había comenzado.


—Ya vienen... —pronuncié en voz baja al oír el fuerte zumbido que provenía del cielo.

El holograma de Acmarán vibró.

—Iremos tomando los barrios, uno a uno —me dijo—, pero yo me dirigiré con mis mejores escuadrones directo a la zona central, al engranaje.

Ethearis me miró y lo miró a él.

—Nada ni nadie puede salir de ahí —pronunció muy seria con la mirada fija en el rostro de Acmarán—. Una vez entremos, tenéis que aseguraros de matar todo lo que intente salir. Ningún ser de ceniza puede escapar.

El lobo del glaciar asintió.

—Así lo haremos —contestó—. Me encargaré de que no salga nada. —Me miró—. Bluquer, vamos a acabar con esto, vamos a limpiar la ciudad y vamos a asegurarnos de que nadie más se atreva a amenazar nuestro mundo.

Inspiré despacio por la nariz mientras lo miraba a los ojos.

—Así es, viejo amigo. —Activé el casco—. Hoy acabará la locura.

Acmarán nos miró a los dos y sonrió.

—Dadle dónde más le duela —respondió—. Pronto estaremos ahí para ayudaros.

El holograma se descompuso al mismo tiempo que una flota sobrevolaba el cielo.

—Vamos a por ellos —dije, mirando a Ethearis—. Devolvamos los golpes.

Ethearis creó la lanza de energía.

—Destruyamos la ceniza por los caídos —sentenció—, porque su recuerdo se mantenga por siempre unido a los filamentos de la memoria de la creación.

Salimos corriendo de la callejuela y varios clones no tardaron en vernos desde una azotea. Aunque no pudieron hacer mucho, la flota tenía fijada nuestra ubicación y nos iba a limpiar el camino. Varias bombas cayeron y destrozaron parte del edificio donde estaba la patrulla.

—Te traemos el fuego —mascullé, antes de doblar una esquina y dirigirme a un laberinto de callejones que conducía a la avenida en la que se encontraba el engranaje.

Activé el sistema de visión del casco para monitorear por dónde se desplazaban las patrullas de clones. Desacoplé una fina y larga pieza de la parte trasera del traje y unos láseres dieron forma a un rifle de precisión cargado con munición explosiva.

Me detuve, escuché las explosiones que producían las bombas en los alrededores, giré un poco la cabeza hacia la izquierda, vi a un grupo que corría en nuestra dirección, puse una rodilla en el asfalto humedecido por las filtraciones de unas tuberías, aguanté la respiración, apunté y apreté el gatillo justo para que la bala atravesara un edificio, impactara en otro y derrumbara un muro para aplastar una patrulla.

—Vamos —me dijo Ethearis, adelantándose.

Me levanté rápido y la seguí mientras oía las explosiones cercanas de las bombas que caían destrozando las posiciones de las patrullas en el laberinto de callejuelas.

—Nos falta poco —dije, tras ponerme al lado de Ethearis—. Ya casi estamos en la avenida... —Me callé al ver un resplandor proceder de una ventana—. ¡Cuidado!

La mujer de piel azul fue consciente del peligro al mismo tiempo que yo, movió la lanza de energía, la recubrió de partículas blanquecinas resplandecientes y la arrojó.

¡Gusmertjha! —El arma estalló y generó un remolino de energía pulverizada—. ¡Kesmertgu!

El misil de reducido rango que salió disparado de la ventana se trasformó en una nube de esquirlas al atravesar el torbellino energético. Traté de ver quién lo disparó, pero ningún modo de visión del casco conseguía mostrármelo.

—Camuflaje —mascullé—. Tenemos que avanzar rápido.

Ethearis asintió y corrió hacia el final de la callejuela, hacia un patio no muy grande rodeado de edificios. La seguí, escuché a nuestra espalda el ruido de los cristales al romperse, giré la cabeza y vi cómo un montón de clones saltaban por las ventanas y corrían por los muros.

—Voy a ralentizarlos. —Me paré y busqué un punto débil en las construcciones que me permitiera obstaculizarles el paso.

Disparé un par de veces, una hacia los cimientos del edificio de la izquierda y la segunda a la parte media del que había enfrente. Los ladrillos rotos, los pilares destruidos y el cemento resquebrajado cayeron sepultando a parte de los clones y cortándoles al resto el acceso al patio.

Corrí hacia Ethearis sin darme cuenta de la leve fluctuación que se propagaba por el aire. Al pisar el terreno cubierto de hormigón agrietado entre los edificios, noté la interferencia en los sistemas del traje de guerra e inicié contramedidas.

Mientras las defensas de la indumentaria de combate blindaban las conexiones internas, vi cómo se creaba encima de nosotros, a una veintena de metros de las azoteas, una cúpula de energía violácea.

—Está aquí —dijo Ethearis, antes de crear y arrojar la lanza de energía contra varias figuras traslúcidas y quebrar sus camuflajes.

Al ver al engendro que se adentró en mi mente la noche en la que fui vencido, rodeado de clones, todos con los rostros ocultos por las sombras de capuchas, la rabia se adueñó de mí. Ni siquiera presté atención a los intentos de la flota por traspasar la barrera con explosivos y destruir al modificado y a los dobles.

—Voy a arrancarte las tripas y haré que veas cómo se las doy de comer a los cerdos. —Aunque me desahogó un poco, recordé que ese no era el camino, me centré en lo importante de nuestra misión, inspiré despacio por la nariz y recobré el control. Solo yo era dueño de mis pensamientos y no iba a permitir que nada ni nadie me arrebatara las riendas de mi ser—. Aunque pensándolo mejor, te voy a regalar unas cuerdas vocales para que te sea imposible no parar de confesar a gritos cuánto te acaricias pensando en mí. Seguro que en el cuchitril que llamas casa, en tu dormitorio, tienes un montón de pósteres con mi cara adornados con corazones de colores.

No hacía falta que hablara para percibir cuánto le irritaron mis palabras. Ese despojo, por muy poderoso que fuera, estaba lleno de complejos. No era necesario entrar en su mente para saber lo mucho que despreciaba su aspecto.

—Oye, una cosa, ¿te hacen descuento por feo en el transporte público? —lancé la pregunta mientras hacía un gesto a Ethearis para que mirara por qué callejón sería mejor replegarse si nos superaban—. ¿En el holocine te regalan palomitas por pena? ¿O te usan en los pasillos para ambientar las sesiones de películas sobre deformes que lloran por las noches abrazadas a sus almohadas?

Uno de los clones dio un par de pasos, desacopló dos puñales de hojas negras y los filos se cubrieron con una fina capa de energía.

—Te crees muy gracioso —soltó entre dientes mi doble—, pero estuve en tu mente, leí los secretos de las profundidades de tu ser. —El engendro me señaló con su dedo deforme—. No eres más que un niño asustadizo que solloza porque ya no puede esconderse bajo las faldas de su madre.

El modificado habló a través del clon mientras Ethearis me indicaba una de las callejuelas.

—Vas mejorando —contesté—. Quizá en unos años, cuando la gente se haya acostumbrado a tu asqueroso aspecto y nadie te dé collejas por la calle, sepas cómo decir algo que me moleste un poco. De momento, nada más que siento repulsión y ganas de perderte de vista para que tu cara no me corte la digestión y me dé arcadas. —Miré un segundo de reojo a Ethearis, era hora de actuar, teníamos que seguir adelante, y volví a dirigir la mirada hacia el secuaz del loco—. ¿Has pensado en ganarte la vida en un circo ambulante? Es que encajas a la perfección como monstruo de feria.

Disparé un proyectil explosivo, me dirigí hacia Ethearis y sentí la fuerza de la honda del estallido. Sin detenerme, ojeé para ver cuánto daño había ocasionado el impacto y me sorprendí al descubrir que un gran escudo de energía había protegido a los clones y al telépata deforme.

—No te librarás tan fácil, cuando acabe con el chalado de la máscara, me encargaré en cuerpo y alma a que aprendas lo que es el dolor —mascullé, casi cuando estaba con Ethearis, a tan solo unos pocos metros del callejón.

Un pitido me alertó, el sistema de defensa del traje había detectado una amenaza, una enterrada en una parte del patio que carecía de hormigón y que estaba cubierta por arena reseca. Me dio tiempo a activar un escáner y detectar una decena de minas compuestas por un material que desprendía una leve radiación.

—¡Ethearis! —bramé, al percibir cómo los percutores se activaban—. ¡Espera!

Las minas liberaron un denso gas verdoso en el que unas partículas amarillas, unos diminutos pegotes de una sustancia que palpitaba, emitían destellos que trasformaban el aire en un vaho negro.

—Ghester ghes muyerter dheoas —repitió Ethearis entre tosidos al verse sorprendida por la nube venenosa y aspirar una gran cantidad del gas.

La vi tambalearse, luchar contra los efectos, caminar hasta una pared y apoyarse para no caer. El verde de sus ojos se llenó de tonos grisáceos y el azul de su piel se oscureció un poco.

—Ethearis... —susurré su nombre con impotencia, incapaz de ayudarla, no sabía qué sustancia había inhalado ni comprendía del todo cómo funcionaba su organismo.

Ella tosió varias veces, me miró y señaló al telépata.

—Gana tiempo... —Tuvo que callarse para toser—. No tardaré en curarme...

Apreté los dientes, me giré y permití que el odio trasformara las facciones de mi rostro en el puro reflejo de la rabia desatada. Descompuse el rifle de precisión y acoplé la pieza al traje de combate.

—¿Tan desesperado está tu amo que te manda detenernos de este modo? —Caminé hacia el engendro y los clones—. Aunque bueno, da igual, lo importante es que este patio está de enhorabuena porque sois basura y he venido a dejarlo reluciente y limpiarlo de porquería.

Uno de mis dobles corrió hacia mí blandiendo dos puñales con los filos cubiertos de energía.

—Da gracias de que la mente de tu amiga está protegida por una capa superficial de recuerdos pulverizados —me dijo el clon, antes de lanzarme uno de los puñales—. Si no fuera por eso, el gas le estaría produciendo algo más que un fuerte dolor de cabeza.

Me eché a un lado, bloqueé el brazo, arrastré la suela por el hormigón, golpeé su talón con mi bota y empujé la suya. El clon resbaló y perdió el equilibrio. Aunque logró echar el peso hacia delante y frenar la caída, dejó descubierto el costado y parte de la espalda.

Mi temor a que los clones me superaran en un combate de uno contra uno era infundado, tenían la memoria muscular, la técnica, la fuerza y velocidad, pero carecían de lo más importante: de una consciencia que los llevara a tomar iniciativas arriesgadas contra buenos oponentes.

Le giré la muñeca, lo obligué a soltar el puñal, cogí el arma antes de que cayera al suelo y se la hundí en la nuca. Miré al engendro y me separé del clon mientras se desplomaba.

—Qué desperdicio —pronuncié mientras desacoplaba las barras extensibles—. Tantos recursos para crear a unos inútiles que lo único bueno que tienen es que son tan guapos como yo.

Otro clon se adelantó unos pasos del resto y se giró para mirar al engendro justo cuando este movía la mano y varios dobles más se adelantaban.

—Sigues siendo un prepotente —repitieron al unísono—. Te crees invencible, que estás por encima de los demás, pero ya te demostramos en la azotea lo fuerte y rápido puedes caer.

No permití que sus palabras me alteraran, que dijeran lo que quisieran, en la azotea combatí en desventaja. Desde que Ethearis me marcó hasta que morí me comporté como un perro rabioso, incapaz de pararme a pensar en crear buenas estrategias.

—Sé que te gusta vivir en el pasado —contesté—, recordando lo feliz que eras cuando los científicos que te modificaron no paraban de toquetearte y meterte sondas por todos tus agujeros, pero a las personas un poco más normales que tú nos gusta centrarnos en el presente. —Canalicé el fuego del árbol de la creación y las llamas recubrieron el traje de guerra y las barras—. Sé cuánto te hubiera gustado que tu manipulación mental funcionara y que me hubiera convertido en un inútil babeante sin mente, así habrías podido saciar tu irrefrenable deseo de dormir abrazado a mí, pero, asúmelo, ese barco ya zarpó y se hundió en el apestoso océano de tus fetiches imposibles. —Caminé hacia los clones—. Tendrás que conformarte con que te hunda una barra en la cara y hurgue con fuerza para desempolvar tu garganta.

Mis dobles brillaron un segundo con una mezcla de tonos oscuros y de tenues destellos rojizos. Me detuve y activé los escáneres del traje de guerra; los átomos de sus cuerpos se estaban sincronizando y vibraban en una misma frecuencia.

—Veremos si eres tan gracioso cuando coloreen el asfalto con tu sangre —los clones pronunciaron las palabras al mismo tiempo que la mayoría se convertía en una neblina oscura y se fundía con el doble que estaba más cerca de mí.

Los análisis de los visores me desconcertaron.

—¿Cómo es posible? —susurré un pensamiento.

El clon que había absorbido la esencia del resto de la patrulla se movió tan rápido que apenas fui capaz de cruzar las barras, retroceder un poco el pie y pisar con fuerza para resistir el ataque. El puño del doble golpeó las armas cruzadas, el impacto me arrastró varios metros, hizo que mis suelas chirriaran al rozar el hormigón y consiguió que la tensión en los músculos me produjera un fuerte dolor.

—¿Con cuántos se ha unido? —me pregunté mientras trataba de contabilizar los clones que se habían trasformado en niebla—. Quince... Quizás dieciséis...

Lo que parecía imposible se convirtió en una realidad; aunque fuera un efecto secundario de la impregnación, la esencia insuflada con energía Gaónica de los dobles no buscaba volverlos más fuertes y rápido, lo que el loco quiso desde un principio fue darles la capacidad de unirse en un cuerpo y aumentar sus habilidades en combate. Delante de mí, aun solo habiendo un clon, este tenía la fortaleza y rapidez de más de quince.

—No entiendo la fijación que tiene por ti —me dijo el doble guiado por el engendro—. No eres más que un hombre roto y cobarde que desea quitarse de en medio porque no tiene lo que hay que tener para afrontar lo que ha hecho. —El secuaz del loco movió la mano para que el clon se echara un poco al lado y nos permitiera que nos miráramos a los ojos—. Mataste a tu madre porque querías sobrevivir, porque de no hacerlo te habrías convertido en polvo, pero no eres capaz de aceptar que te movió el egoísmo. —El engendro bajó el brazo y saboreó la rabia que amenazaba con apoderarse de mí y nublarme la mente—. Si de verdad hubieras querido traer un mejor futuro para los débiles, habrías dejado que tu madre matara al niño que una vez fuiste para que eso desencadenará un efecto demoledor en la realidad. Tu muerte ese día habría cambiado todo, pero no tuviste el valor de sacrificarte, preferiste ir a lo fácil, a quitar de en medio a tu madre.

Sujeté con fuerza las barras extensibles, maldije y fui a por el engendro.

—¡Cállate! —bramé, con la mirada fija en el vomitivo rostro del secuaz del loco.

El clon se interpuso, se movió con rapidez, me golpeó en un costado y me obligó a inclinarme. Apreté los dientes para aguantar el dolor y lancé una de las barras contra la capucha que le cubría el rostro. La esquivó con facilidad, se echó un poco a un lado y dejó que bajara.

—No puedes renunciar a lo que eres ni renegar de la verdad —dijo el doble, antes de golpearme con la palma en el pecho y obligarme a retroceder.

Alterné la mirada entre el clon y el engendro, había caído en la trampa de concederle poder sobre mí, de otorgarle la capacidad de alterarme, pero, por más que me doliera que hablara así de la muerte de mi madre y de mí, yo era el único que tenía la capacidad de mantener mis emociones bajo control.

Eché un vistazo a Ethearis, estaba arrodillada y seguía tosiendo, no sabía cuánto tardaría en recuperarse y no podía hacer otra cosa que seguir luchando. Me puse en guardia, examiné al clon y vi cómo se mantenía inmóvil, sin cubrirse, sin mostrar nada que evidenciara que estaba a punto de atacar.

—Autómatas —pronuncié en voz baja y miré al engendro—. Autómatas convertidos en marionetas.

Guardé las barras, desenfundé la pistola y disparé un proyectil explosivo cerca del límite de la barrera que protegía al secuaz del loco. El clon, guiado por un tenue impulso de temor del engendro, se giró para comprobar que su titiritero no sufría daño.

Aproveché para cargar, enfundé la pistola, saqué un pegote pringoso de un bolsillo del chaleco y lo pegué en la espalda del doble. Me cubrí el rostro con el antebrazo, sentí la presión del puñetazo del clon a punto de quebrar el blindaje y el hueso, grité y traté de buscar una buena posición para defenderme. El doble arrojó la suela contra mi estómago y me forzó a inclinarme, cogió el casco y me obligó a levantar la cabeza.

—Eres una reliquia de un tiempo que pronto dejará de existir —sentenció, remarcando cada sílaba.

No contesté, al menos no con palabras, hice que la sustancia pegada a su cuerpo estallara y que el ácido que desprendía le abrasara la espalda y derritiera las vértebras.

Me levanté, vi cómo se revolvía de dolor en el suelo y le pisé la cara una y otra vez; no paré hasta desfigurarlo. Dirigí la mirada hacia el engendro y caminé hacia él.

—Esa barrera no te va a proteger —le dije, casi cuando lo había alcanzado—. Solo retrasa lo inevitable.

Acaricié una pieza de traje de guerra situada en el antebrazo y esperé a que el análisis me mostrara dónde se generaba la energía que mantenía en pie la barrera invisible.

—Aún no eres consciente de lo grande que es la obra que se ha puesto en marcha —dijo el engendro, a través de unos diminutos dispositivos que flotaban cerca de él y le permitían convertir los pensamientos en palabras—. Nada puede pararla.

Un leve pitido me avisó de que la búsqueda estaba llegando a su fin, de que pronto descubriría dónde se ocultaba la fuente de alimentación de la barrera.

—Morirás creyendo una mentira —pronuncié, tras fijar la mirada en sus ojos.

Durante varios segundos, lo único que quebró el silencio fueron las lejanas explosiones que provenían del asalto a los barrios de las afueras.

—Crees que soy un iluso, pero el único de los dos que se aferra a falsas esperanzas eres tú —me dijo, movió la cabeza y dirigió la mirada hacia mi espalda.

Un golpe a la altura de los riñones me obligó a apretar los dientes. Me giré un poco, lo suficiente para ver al clon regenerado, y le di un puñetazo en la nuez, hundiéndosela al hacer que el tejido del guante se volviera muy denso. El doble se echó las manos al cuello y trató en vano de llevar aire a sus pulmones.

—Autómata fallido —mascullé, después de cogerlo de la nuca, inclinarlo y hundirle la rodilla en la barriga.

El clon se regeneraría rápido, tenía que mantenerlo inutilizado el máximo tiempo posible. Desenvainé el cuchillo, lo hundí en el corazón del doble y activé la máxima potencia de electricidad en la hoja.

—No puedes frenarlo —dijo el engendro, casi a la vez que los músculos del clon sufrían espasmos y el doble caía al suelo—. Se volverá a levantar.

Tenía razón, debía ponérselo más difícil, desenfundé la pistola y disparé una bala explosiva a la cabeza del clon. Una vez que lo sesos se esparcieron por el hormigón, tras guardar la pistola, recoger el cuchillo y envainarlo, me giré y dirigí la mirada hacia el engendro.

—Solo tengo que frenarlo un poco, lo suficiente para inutilizar la barrera y ahogarte con tus vómitos... —Iba a seguir hablando, pero un gran temblor, que sacudió con fuerza la ciudad, me llevó a aumentar la densidad de las placas del traje para no caer.

Alcé la mirada y contemplé las inmensas grietas grises que surcaron el cielo. El vacío, el que se hallaba mucho más allá del negro espacio de mi universo, se abría paso y extendía sus tentáculos en mi mundo.

—Ha comenzado —dijo el engendro—. El final de la gran obra se ha puesto en marcha.

Bajé la mirada y escuché el leve pitido que me avisaba de que el sistema de rastreo había dado con la fuente de la barrera. Desacoplé una larga pieza de la parte trasera del traje y esperé a que tomara forma un fusil de pulsos de plasma. Retrocedí varios pasos, apunté al hormigón, disparé y un proyectil, que se convirtió en energía incandescente, agujereó el terreno, impactó en un generador y lo hizo estallar.

—Espera —me ordenó Ethearis con voz ronca—. Lo quiero para mí.

Giré la cabeza y la vi acercarse medio tambaleándose.

—Todo tuyo —le dije, tras verla crear la lanza de energía, hundirla en el clon que se estaba regenerando, moverla con rapidez y partirlo por la mitad.

Me hubiera gustado hacer sufrir a ese engendro, resarcirme porque se atrevió a invadir mis pensamientos en la azotea, pero tendría más que suficiente con el dolor que le produciría al loco del chubasquero.

—Tu amo te ha mandado a morir —pronunció Ethearis con la mirada fija en el secuaz del loco—. Solo quería que nos retrasaras.

El engendro devolvió la mirada con arrogancia.

—Que alguien como tú hable de la muerte de ese modo es desconcertante —contestó y elevó la vista para observar cómo crecían las grietas en el cielo—. ¿Acaso los muertos no pueden seguir entre los vivos? ¿Caminando junto a ellos? ¿Respirando el mismo aire? —Miró a Ethearis a los ojos—. ¿Cuánto hace que moriste y te convertiste en un reflejo fantasmal de tu antiguo ser?

La mujer de piel azul soltó un grito ahogado, dio un tajo rápido con la lanza y decapitó al engendro. Mientras la cabeza rodaba por el suelo y el cuerpo caía a peso muerto, dirigí la mirada hacia Ethearis y sentí la profunda carga que apenas le permitía seguir adelante; llegué a percibir la verdad que había ocultado durante tanto, una que trató de alejar para intentar también engañarse a sí misma.

Giró la cabeza y buscó mis ojos con su mirada.

—Mi existencia está maldita... —dijo con un hilo de voz—. Hace mucho me enfrenté con La Devoradora de soles, luché contra sus Conderiums, los encargados de mantener el orden en sus ejércitos, vencí a los que se interpusieron en mi camino, pero me derrotó con facilidad, consumió mi esencia y me convirtió en un recuerdo agonizante. —Agachó la cabeza para que no viera el pesar que se apoderó de su rostro—. Me convirtió en una condenada, en una sombra de lo que fui. Rompió mi alma y mi cuerpo, los despedazó y recompuso algunos fragmentos para que fuera capaz de recordar lo que había perdido y en lo que me había y transformado. —Se miró la mano, la vio cubierta de una débil capa de energía y guardó silencio unos segundos—. Hace ya mucho que morí. —Observó la cabeza decapitada del engendro—. Tenía razón, soy una sombra fantasmal que vaga por la creación mientras La Devoradora de soles la consume. Soy una guerrera vencida y humillada. —Me miró a los ojos—. Siento haber tratado de convertirte en un esclavo sin mente, la maldición que infecta mi alma no me permite otro modo de enlazar a los guerreros con el árbol. La Devoradora de soles se encargó de que lo que ataño era un don se trasformara en algo maligno.

Ethearis había pasado por un verdadero infierno y yo no era nadie para reprocharle nada. Me acerqué y le puse la mano en el hombro.

—Tampoco está tan mal convertirse en un esclavo sin mente —le dije—. Tiene su lado bueno, te evitas tener que lidiar con las agotadoras decisiones de la vida, como qué ponerse, un traje negro ceñido o ir con el pecho descubierto, pantalón corto y chanclas.

Ethearis sonrió.

—Gracias —contestó, tras tomar aire y apartar el pasado de su mente—. Me alegro mucho de haberte conocido y de que la maldición no funcionara contigo. Eres un gran guerrero, honorable, y mereces la oportunidad de reescribir tu historia. —Al escuchar el gemido del clon, que ya casi se había regenerado, arrojó la lanza contra él e hizo que explotara—. Pongamos fin a esto. Las grietas en la realidad se han expandido antes de tiempo.

Ethearis anduvo hacia el callejón y yo permanecí inmóvil unos segundos con la mirada fija en el rostro del engendro.

—¿Eso es lo que ambicionas? ¿Los que seguís al loco os conformáis con convertiros en recuerdos casi extintos de lo que fuisteis? —Negué con un ligero gesto de cabeza—. Sois patéticos. —Me di la vuelta, seguí a Ethearis y observé cómo la plasta sanguinolenta en la que había quedado convertido el clon se licuaba—. Me encargaré de que vuestros sueños húmedos queden reducidos a cenizas.

La cúpula de energía violácea que había cubierto el patio y había impedido que la flota lanzara proyectiles contra el engendro y la patrulla de clones se descompuso.

—Tenemos poco tiempo —me dijo Ethearis, antes de correr hacia la avenida que conducía al engranaje.

Eché un último vistazo al engendro y a la masa ensangrentada del clon y seguí a mi aliada. Nos habían retenido, habían impedido que avanzáramos rápido, pero, a cambio de un tiempo valioso, sabía más de mis enemigos y de Ethearis.

El Bluquer del futuro se equivocó, la juzgó sin conocerla. Aún siendo una sombra de lo que fue, Ethearis seguía luchando sin saber si podría recuperar su antigua esencia y volver a vivir de verdad. Le bastaba tener la certeza de que su lucha condujera a que sus seres queridos siguieran existiendo en la memoria de la creación. Era una mujer formidable y me pesaba el haberla acusado dos veces. No volvería a pasar, ganaríamos la guerra y ambos obtendríamos lo que deseábamos.



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