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Capítulo 16

Las llamas gaónicas que me envolvían desaparecieron y no tuve fuerzas para prestar atención a dónde estaba. No podía apartar de mi cabeza la imagen de mi madre ensangrentada. Sus últimas palabras, en las que me pedía que la matara, junto con el ruido de la pistola, resonaban todavía con fuerza y me torturaban. El dolor iba más allá de mi cuerpo, se hundía en el alma y la desgarraba.

Mis piernas flaquearon, mis rodillas cedieron y chocaron con el hormigón agrietado. Los truenos, que cada vez oían más cerca, me acompañaron en la desgracia. No sé el tiempo que tardó el cielo en terminar de oscurecerse ni cuándo las nubes descargaron la tormenta, tan solo recuerdo que los fogonazos de los rayos aparecieron para atormentarme; los instantes que duraban las luces cegadoras sobre mí, revivía el destello del fuego de un disparo.

Agaché la cabeza y cerré los párpados. Las lágrimas brotaron de mis ojos y se mezclaron en las mejillas con las gotas de la lluvia. No tenía nada, lo había perdido todo. El mundo ya no era mi mundo; no merecía vivir en él; no merecía respirar; no merecía existir.

—Mamá... —dije con un hilo de voz, antes de levantar la mano y llevar el cañón de la pistola a la sien.

Inspiré despacio y terminé de convencerme de que mi vida no tenía sentido. Ni siquiera pensé en el loco ni en sus planes ni en que me hubiera derrotado reduciéndome a polvo, solo quería acabar con el dolor. Siempre me engañé al decirme que era fuerte: el más fuerte. Mi fortaleza no era más que una fachada; en el fondo nunca dejé de ser el niño atemorizado al que le costó volver a dormir después de encontrar el cadáver de su madre cerca de la cama.

El dolor de los demás me ayudó a olvidar el mío, los asesinatos y las torturas enterraron mi sufrimiento, pero ni siquiera los entretenimientos macabros borraron el pesar y el miedo.

—Mamá... —repetí un par de veces entre sollozos.

Mi padre me ayudó a creerme invencible. Él no quería volver a verme sufrir y me crio para que me convirtiera en un hombre despiadado, calculador y capaz de controlar cada pensamiento y sentimiento. Mi padre hizo lo que creía mejor y me trasformó en un sádico que repudiaba la bondad y el amor.

—Lo siento... —Gimoteé—. Lo siento mucho...

Nunca me permití darle una oportunidad a nadie. Ni a Axelia ni a Sastma ni a otras. Como mucho les concedía unos meses antes de cansarme y dejarlas. Si hubiera sido otro, quizá habría formado una loca familia con la mujer que más me cautivó en combate. Quizá en ese momento ya hubiéramos tenido a nuestros pequeños asesinos listos para algunos trabajos. O puede que hubiera formado una bonita familia con la mujer por la que más cerca me sentí. A lo mejor mientras la capital caía, nosotros habríamos estado viviendo una vida tranquila en una de las ciudades costeras del este del continente.

Ojalá hubiera sido ese hombre...

Ojalá hubiera sido alguien capaz de amar...

Ojalá no hubiera sido un monstruo sediento de sangre...

—Perdonadme... —mascullé mientras tensaba los músculos del rostro y acercaba el dedo al gatillo.

Inspiré con fuerza, grité y apreté para que una bala me destrozara el cráneo. Esperé la muerte, deseaba que su vacío me engullera, lo necesitaba, pero el ruido atronador y un destello fue lo único que obtuve.

Abrí los ojos, giré la cabeza y dirigí la mirada hacia la mujer de piel azul. Estaba a mi lado, me había cogido la muñeca y movido la mano justo a tiempo de evitar que me agujereara la sien.

—Tú... —pronuncié entre dientes mientras la rabia se apoderaba de mi rostro y los pitidos tras el ruido del disparo me punzaban los oídos—. Tú... —repetí al mismo tiempo que la respiración se aceleraba—. ¡Maldita bruja! —Estallé—. ¡¿Por qué dejaste que el vórtice me engullera?!

Le agarré la mano que sujetaba mi muñeca y la aparté. Ella retrocedió varios pasos. Su cara me repugnaba; me daba asco el haber sentido en algún momento ganas de arrancarle la ropa para disfrutar de su cuerpo. Ya no quedaba nada del vínculo que una vez existió.

—¡Tú sabias lo que iba a pasar! —Me puse de pie y la señalé—. ¡Dejaste que el vórtice me engullera sabiendo que me mancharía las manos con la sangre de mi madre!

Se mantuvo inmóvil a unos tres metros de mí, con las facciones del rostro rígidas, sin expresar ni una sola emoción.

—Sabía que encontrarías respuestas —contestó con sequedad.

Aunque los pitidos me dificultaban oír bien, fui capaz de leerle los labios. Esa asquerosa y maldita mujer de piel azul me lanzó al vórtice sabiendo lo que iba a pasar.

—¡Pagarás! —grité, alcé la pistola y disparé.

Creó una lanza de energía azul y se movió saltando de un lado a otro mientras bloqueaba los disparos con el arma. La lluvia apretó aún más y los fogonazos de los rayos también aumentaron su intensidad. Hasta ese momento no presté atención al solar en el extrarradio de la ciudad donde aparecí trasportado por las llamas gaónicas.

—Tenías que encontrarte —me dijo, después de que yo enfundara la pistola y desacoplara las barras extensibles—. Tenías que averiguar quién eras en realidad.

Apreté los dientes y me lancé contra ella.

—¡¿Tenía que convertirme en el asesino de mi madre para averiguar que yo la maté?! —El metal incandescente chocó contra la lanza de energía—. ¡¿De qué mierda de mundo vienes para ver eso normal?! —Golpeé una y otra vez y la obligué a retroceder—. ¡¿Sabes cómo se despezaba el alma después de quitarle la vida a la mujer que te trajo al mundo?! —Grité, golpeé con las dos barras a la vez, ella bloqueó con la lanza y la forcé a agacharse—. ¡¿Es que tu familia de enfermos azules no te enseñó a amar y venerar a tu madre?!

Me miró desafiante, cogió impulso, empujó las barras con la lanza, me bordeó y me golpeó en la parte trasera del chaleco.

—Yo tuve que matar a mi familia y destruir mi planeta para que tu sol se salvara de la extinción. —Bajó el arma y me miró a los ojos—. Yo sacrifiqué todo para que tu mundo tuviera una oportunidad.

Recordé el cuerpo ensangrentado de mi madre y la angustia y la rabia se apoderaron de mí.

—Nadie te lo pidió —pronuncié con desprecio—. Tú lo decidiste. Tú decidiste matar a tu familia y acabar con tu mundo. —El recuerdo de los últimos instantes de mi madre me provocó un punzante dolor en el pecho—. Pudiste elegir. Tuviste elección. —Apreté los dientes e inspiré con fuerza—. Yo no la tuve. —La señalé con la barra—. Si me hubieras avisado, si me hubieras dicho qué iba a pasar, yo también podría haber elegido. —Las facciones de mi rostro reflejaron un intenso odio—. Tú pudiste avisarme. Pudiste decirme qué iba a pasar para que yo eligiera. —Negué con la cabeza—. Pero no lo hiciste.

No dejé que respondiera, cargué contra ella y golpeé cada vez con más fuerza. Las chispas se desprendían con los choques de las armas y evaporaban las gotas de agua. Grité y seguí. Trató de redirigir mis ataques, pero no se lo permití. Debía pagar y me iba a encargar de ello. Di todo lo que tenía, conseguí por unos instantes combatir sin que los pensamientos y sentimientos enturbiaran mi mente, como mi padre me enseñó, e hice que la lanza se le escapara de las manos.

Era mía, estaba desarmada delante de mí, había llegado el momento de comprobar si su sangre tenía el mismo color que su piel. Apreté los dientes, cogí impulso y lancé la punta incandescente de la barra contra su sien. Vi cómo se acercaba y saboreé la imagen de su cabeza partida.

Ga kamus nosmers gu guha sast ka guerma-estg —pronunció, después de frenar la barra con la mano, al mismo tiempo que los ojos le brillaban con un intenso azul.

Su truco de magia no me impresionó, estaba decidido a acabar con ella y lo intentaría sin descanso hasta conseguirlo.

—Tu familia azul estaría muy orgullosa de ti si viera en lo que te has convertido: en una ilusionista venida a menos que los sacrificó para viajar a mi mundo y traer más sufrimiento. —Solté la barra, materialicé el casco y saqué una esfera pegajosa del chaleco—. Seguro que te están esperando en el infierno para que les des explicaciones. —Apreté la esfera y un potente gas nervioso se esparció a nuestro alrededor—. Mejor que no les hagas esperar.

Retrocedí un paso mientras ella tosía y la lluvia hacía que la toxina del gas se volviera más potente. Desenvainé el cuchillo de sierra, la hoja se electrificó y las gotas provocaron estallidos al golpearla. Los tosidos de la mujer de piel azul se volvieron más fuertes y el brillo de sus ojos se desvaneció. Avancé rápido y le hundí el cuchillo en el estómago.

—Ya no te sientes tan invencible —mascullé mientras giraba la empuñadura y rajaba más a fondo.

Puso la palma en mi chaleco, un fogonazo de energía azul la recorrió, me lanzó unos metros por el aire y rodé por el hormigón agrietado. Me levanté rápido y la vi sacar el cuchillo de sus entrañas.

—Tienes que aceptar quién eres —dijo entre dientes—. No hay tiempo para buscar a más guerreros. —Gimió—. Ha matado a los otros que también eran capaces de soportar la Agushia.

Desenfundé la pistola.

—No sé de qué hablas y no me podría importar menos. —Le apunté al muslo, le disparé y cayó—. Tendrías que haberte quedado en tu mundo y desaparecer con él. —Abrí fuego contra su brazo—. Tendrías que haber derramado tu sangre junto a la de los tuyos. —Apunté a la rodilla de la pierna sana y disparé—. Tu sacrificio te habría honrado.

Bajé el arma y disfruté al verla revolverse de dolor. La mujer de piel azul sufría por no haberme dado la oportunidad de elegir; padecía por haber pretendido convertirme en su perro faldero. Volví a apuntarle, esta vez a la cabeza, y me preparé para disparar.

—No, no lo hagas —dijo, tras levantar la mano.

No me dio tiempo de deleitarme al imaginar que suplicaba, una inmensa mano azul, más grande que yo, me cogió, apretó hasta obligarme a chillar y me levantó varios metros.

—Suéltalo —ordenó la mujer de piel azul, sin que la obedecieran—. ¡Hazlo, ya!

Un fuerte gruñido precedió a una frase pronunciada con una voz gutural.

Gamusha ho gast goa Merst-yak ya hos gesgot.

Antes de contestar, la mujer de piel azul apretó los dientes y aguantó el dolor que le producían las heridas.

Gimesh guir ka marak ka go gesit. —El brillo volvió a proyectarse en sus ojos—. Lo necesitamos.

Otro fuerte gruñido se oyó antes de que la mano me soltara y yo cayera y chocara contra el hormigón.

—Tendrías que haber dejado que me matara —mascullé, tras levantarme—. No voy a luchar por ti ni por nadie. Mi guerra ha acabado.

Observé a la criatura que me había cogido: era una ser de varios metros compuesto por un vapor azulado que se solidificaba en las capas más externas; dentro de la tenue bruma que le daba forma flotaban centenares de diminutas esferas rojas y amarillas.

—No te rindas —me dijo la mujer de piel azul mientras la criatura la colocaba con cuidado en una de sus manos—. No tienes que luchar por mí ni tampoco lo tienes que hacer por ti. Lucha por los que creen en ti, por las personas a las que les importas.

Dirigí la mirada hacia los ojos brumosos del ser que brillaban cubiertos por una fina capa de energía rojiza.

—Mi guerra ha acabado. —La miré, recogí la pistola y la enfundé—. ¿Qué ha hecho la ciudad por mí? ¿Qué ha hecho este mundo por mí? Quizás el loco del chubasquero tenga razón y lo mejor sea que se complete la obra. Puede que no merezcamos la luz del sol; en las almas de los hombres nada más que anida oscuridad, el alma humana está maldita. —Cerré los ojos y agaché la cabeza—. Somos un cáncer y merecemos lo que nos pase.

Escuché un fuerte zumbido, la mujer de piel azul y el ser estaban usando sus trucos de ilusionismo para marcharse.

—Me equivoqué contigo. —Abrí los párpados y la miré a los ojos—. No cometas el mismo error.

Un tenue fulgor azul precedió a la desaparición de los dos. Desmaterialicé el casco y me quedé inmóvil un par de minutos. Los rayos, sus fogonazos y los truenos perdieron fuerza. En cambio, la lluvia, que me golpeaba el rostro, continuó con la misma intensidad.

—Nunca lo tuve tan claro... —susurré un pensamiento.

Recogí las barras, las acoplé al traje de guerra y miré la pistola. El sentimiento de derrota y el deseo de desaparecer permanecían, pero el impulso de quitarme la vida se atenuó lo suficiente para aceptar vivir al menos unas horas más.

Un holograma de la ciudad se proyectó por encima de la muñeca, lo examiné en busca del rincón más alejado donde abrazar mi sufrimiento, lo desactivé y caminé para dejar atrás el solar.

Un tenue zumbido me avisó de que alguien trataba de conectar con el sistema de comunicación del traje de guerra. Saqué una minúscula esfera esponjosa de un bolsillo del chaleco y me la puse en el oído.

—¿Quién eres y qué mierda quieres? —pregunté sin que me importase nada.

El ruido de fondo se oyó con fuerza durante unos instantes.

—¿Bluquer...? —La voz se escuchó con demasiadas interferencias y no supe quién me hablaba. Quise desconectar la transmisión, pero me contuve cuando estaba a punto de pasar el dedo por la placa blindada del antebrazo para cortarla—. ¿Bluquer, me oyes?

Cerré los ojos e inspiré despacio. Aunque solo fuera por unos minutos, una voz familiar consiguió que tuviese en cuenta de nuevo el presente.

—Acmarán... —pronuncié en voz baja.

Por un par de segundos, el ruido de fondo ocupó de nuevo la trasmisión.

—Bluquer, llevaba meses creyendo que ese bastardo te había matado. —La emoción se plasmó en sus palabras—. Me costó creer que las trasmisiones que ese desgraciado propagó fueran reales. Me negaba a aceptar tu derrota.

Suspiré.

—Ya da igual, viejo amigo. —Guardé silencio y recordé las últimas palabras de mi madre—. El chalado de la máscara ha ganado.

Hubo una pausa en la transmisión, una cargada de desconcierto.

—¿Cómo que ha ganado? —El ruido de fondo consiguió que el comunicador petardeara un poco—. Vamos a contraatacar y acabar con él. La operación está en marcha.

Caminé y me dirigí hacia el final de la calle de edificios casi derruidos.

—Os deseo suerte —contesté sin ganas, deseando cortar la comunicación.

Acmarán no entendía nada, se apreció por el sonido de los suaves golpes que dio con las puntas de los dedos en alguna superficie y por los carraspeos.

—Bluquer, tenemos que unir fuerzas. Daremos un último golpe y pondremos fin a esta locura.

Me detuve cerca de una pared medio derruida y apoyé la mano en ella.

—La locura no acabará nunca, Acmarán. Jamás seré capaz de escapar de la culpa y el dolor. Soy un muerto en vida, un hombre que ha perdido su alma, uno al que solo le queda dar un último paso.

El lobo del glaciar tardó unos segundos en asimilar lo que le dije.

—Bluquer, ¿de qué hablas? Vengaremos lo que te hizo. Se arrepentirá de haberte tendido una trampa y haberte obligado a lanzarte medio moribundo al río...

—Acmarán, eso da igual —lo interrumpí—. No se trata de mí. Se trata de mi madre.

Iba a proseguir, pero una voz familiar me llevó a guardar silencio.

—¿Es Bluquer...? —la pregunta fue pronunciada casi sin fuerza—. ¿Bluquer, eres tú?

Me quedé sin habla, sin saber cómo reaccionar; la voz de Sastma me hipnotizó.

—Bluquer, no sé a qué te refieres con que se trata de tu madre. Fue horrible el que cayera hace mucho. —Se escuchó una puerta cerrarse y supe que Acmarán salió de la habitación donde estaba Sastma—. Siento su pérdida y siento lo que le pasó, pero Theradag Noanle pagó por haberla asesinado. Tenemos que centrarnos en lo que vamos a hacer ahora.

Quería contarle cómo maté a mi madre, pero el deseo de saber de Sastma era demasiado poderoso.

—¿Cómo está? ¿Cómo lleva la recuperación?

El lobo del glaciar inspiró despacio.

—Hace una semana una mujer de piel azul se infiltró en la fortaleza donde nos replegamos tras salir de la capital. Fue silenciosa, dejó inconscientes a los guardias y me sorprendió a media noche. No me dio tiempo de defenderme, me desperté con el filo de una lanza de energía presionando un poco mi garganta. —Al recordar qué pasó, guardó silencio unos segundos—. Me dijo que estabas vivo y que te habías infiltrado en la ciudad. Me dio instrucciones para contactar contigo y me dijo cuándo podría hacerlo.

Me perdí en el recuerdo de hacía unos minutos, el de la mujer de piel azul a punto de morir a mis manos.

—¿Qué tiene que ver con Sastma? —le pregunté.

Se oyeron los ecos de los pasos de Acmarán .

—Me entregó un frasco con una sustancia azul. Me dijo que, si trataban a Sastma con ella, la enfermedad que impide que los tratamientos de regeneración funcionen quedaría en letargo el tiempo suficiente para que su cuerpo sanara.

De nuevo la culpa, aunque esta vez no era por mi madre, esta vez venía unida a que casi acabé con la mujer por la que Sastma ya no estaba en estado crítico.

—¿Nunca has tenido la sensación de que todo lo haces mal? —le pregunté, tras agachar un poca la cabeza y ver cómo la lluvia golpeaba la acera y el asfalto—. ¿Nunca has pensado que sería mejor no haber nacido?

No le di tiempo de responder, corté la comunicación y la bloqueé. Llené los pulmones y sentí la carga del dolor, la culpa y la impotencia. Miré el antebrazo, vi un diminuto punto luminoso en una de las placas de blindaje y supe que Acmarán rastreaba mi señal.

Se me pasó por la cabeza desactivar por completo el sistema de comunicación del traje, pero un impulso más poderoso me llevó a permitir que el lobo del glaciar supiera dónde estaba y adónde iba a ir. Me separé del muro medio derruido y caminé hacia uno de los refugios más alejados del centro.

Caminé sumido en los pensamientos que me llevaban a revivir la muerte de mi madre, a sentir la esperanza por la recuperación de Sastma y a experimentar culpa por mi combate contra la mujer de piel azul. Mi mundo se había desmoronado y solo me iba a conceder unas horas más antes de hundirme con él. Mi cuerpo ya no serviría más que para alimentar a los gusanos y mi alma más que para ser devorada por el fuego del infierno.

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