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Capítulo 1

Unos fogonazos, como centenares de cerillas prendiendo a mi alrededor, me cegaron. La combinación de susurros, algunos distorsionados, otros estridentes y unos cuantos productos de ecos espectrales, me llevó a moverme en busca de quienes los pronunciaban. Un fuerte hedor, una mezcla de páginas enmohecidas y de animales en descomposición, me produjo arcadas y ganas de apretarme la nariz hasta hacerla sangrar. El tacto gélido de decenas de manos, junto con la parálisis que me congeló los músculos, me provocó calambres en los brazos y en las piernas.

—Dejadme, maldita sea. Dejadme. —Mi voz escapó sin que la pudiera controlar.

Cuando los dedos fantasmas retrocedieron, nada más que el frío se alejó, varios pensamientos emergieron de lo más profundo de mi ser: ¿qué hacía allí? ¿Qué era ese paraje de oscuridad?

Mientras una sensación de angustia me oprimía el pecho, fui cegado por la luz anaranjada de las farolas filtrándose por los agujeros de un saco. La rabia, nacida de un recuerdo borroso que se perdía entre las ramificaciones de mis pensamientos, creció hasta hacerse lo bastante fuerte para sacarme de la pesadilla y arrojarme al mundo real donde me esperaban otras que no desaparecerían con tanta facilidad.



Me incorporé, aparté un poco las sábanas y solté un grito ahogado. No recuerdo el tiempo que estuve inmóvil con el sudor frío recorriéndome la espalda y los ecos de los jadeos resonando en el dormitorio. Apenas se filtraba claridad por las rendijas de la persiana, pero por los rayos que se colaban supe que hacía mucho que había salido el sol.

Recorrí la habitación con la mirada, ignoré las máscaras tribales de madera con las que me gustaba decorar las paredes y observé mi traje tirado en una silla cerca de la puerta.

Poco a poco, a medida que respiraba con más calma y que el corazón no parecía salirse del pecho, me quité las sábanas de encima y me senté en la cama. Los recuerdos borrosos, en una lenta sucesión, me llevaron a pegar los brazos al pecho, a apoyar la cara en las manos y a esforzarme en aclarar el incesante bombardeo.

—¿Qué es lo que pasó ayer? —susurré la pregunta y centré la mirada en la mesita, en un pequeño espejo redondo con el marco decorado con símbolos rúnicos—. Fui a... —Me callé al no lograr difuminar la oscura neblina que se había apoderado de mi mente y me impedía aclarar los recuerdos—. ¿Por qué estoy así?

La impotencia no era algo ni que me gustara ni a lo que estuviera acostumbrado. Apreté los dientes, golpeé el espejo, lo partí y me miré los nudillos enrojecidos; busqué respuestas en la ira y en el dolor, pero tan solo encontré frustración.

No sabía qué había pasado, pero no me iba a rendir. Me levanté decidido a no dejarme arrastrar, fui al lavabo, abrí el grifo de la ducha, apoyé las palmas en las baldosas, bajé la cabeza y me quedé diez minutos debajo del chorro frío.

Aunque los recuerdos estaban distorsionados por una bruma cristalina que los despedazaba en fragmentos resplandecientes, una vaga idea emergió lo suficiente para que abriera los ojos y espirara con fuerza.

—El localizador... —Salí de la ducha sin cerrar el grifo—. Así sabré más...

Anduve a paso ligero por el pasillo creando pequeños charcos a medida que me acercaba al salón. Eché un vistazo rápido; todo seguía en orden, el inmenso sofá de piel sintética resplandecía ante las llamas de la chimenea holográfica. Lo acaricié mientras empapaba la seda de la alfombra con los pies y caminaba hacia una estantería llena de libros antiguos. Pasé la mano por un tomo, silbé y el estante se retiró despacio hacia un lado.

—Vamos allá —dije, una vez que la inmensa pantalla quedó a la vista—. Cuadrantes —ordené, antes de darme la vuelta.

La poca luz que se adentraba por las rendijas de las persianas fue opacada por la aparición de una figura oscura; el rostro sin facciones de la silueta ennegrecida me buscó y asintió.

Entrada en cuadrantes operativa.

Me acerqué hasta quedar a tan solo un metro de la representación del localizador.

—Quiero saber dónde estuve ayer.

Varias franjas grises atravesaron la figura moviéndose desde los pies hasta la cabeza.

Puerto Dongell. Muelle Verst.

Me crucé de brazos y me quedé pensativo.

—Cerca de la empresa cafetera... —No recordaba haber estado en el puerto, no sabía qué había ocurrido, no tenía el control y eso me molestaba—. Grabaciones. Busca grabaciones.

Las franjas grises volvieron a atravesar a la figura.

Tan solo hay una parcial —contestó, después de casi un minuto—. Reproduzco.

Me giré y dirigí la mirada hacia la pantalla justo cuando las imágenes se proyectaban y tomaban forma en el salón. Estaban borrosas, apenas se distinguía nada, pero, entre trazos difusos, se apreció la silueta de una mujer.

—Detente. —Me puse al lado de la proyección—. Aclárala.

Los datos están dañados.

—¡Aclárala, ya! —bramé, girando la cabeza lo suficiente para ver cómo la figura obedecía.

No recuerdo el tiempo que tardé en distinguir los rasgos, ¿un minuto? ¿Dos? ¿Diez? Solo recuerdo la imagen de su rostro penetrar dentro de mí y grabarse a fuego.

—¿Quién eres? —Di una vuelta alrededor de la proyección de la mujer, observé su cintura, sus curvas y sus resplandecientes ojos verdes—. ¿Qué eres? —Tras recorrerla, me detuve en frente y aprecié el contraste entre el tono azulado de su piel y la melena rubia con algunas gemas entrelazadas con las puntas del cabello—. ¿De dónde has salido?

Alargué la mano, la acerqué al rostro proyectado y la detuve a unos centímetros. No sé por qué sentía un lazo. Era cierto que, a pesar de que sus ojos brillaran con un potente fulgor verde y que su piel fuera azul, o quizás a causa de ello, sentía una fuerte atracción. No me habría importado que estuviera allí en vez de su imagen proyectada; pero, más allá del deseo de arrancarle las prendas ceñidas, había algo mucho más profundo, algo que despertaba una necesidad que me incomodaba.

—¿Por qué estábamos en el puerto? —Me alejé un par de pasos sin perder de vista los labios carnosos y rojizos—. ¿Qué hacíamos allí?

La visión era magnética, la habría contemplado durante más tiempo, pero la alarma de proximidad de la entrada se activó y me apartó de la profunda sensación de estar unido a esa extraña mujer de piel azulada.

Los sonidos de alerta se intensificaron, di un par de palmadas, la pantalla se apagó, la estantería la ocultó y una columna con un arsenal descendió en medio del salón. Cogí uno de mis revólveres, me aseguré de que estaba cargado y caminé deprisa hasta la doble puerta reforzada que me aislaba del mundo. Puse la mano en la cerradura digital y esperé a que las cámaras mostraran quien se acercaba.

—¿Tú? —Dejé el arma encima de una cajonera, aguardé unos segundos y abrí la puerta—. ¿Qué haces aquí, Sastma?

La hija de uno de mis jefes inclinó la cabeza, cogió las gafas de sol y las bajó un poco.

—Venir a verte. —Me miró de arriba abajo por encima de los cristales oscuros—. ¿Y tú qué haces desnudo? ¿Es que ya no vamos a aparentar que nos vemos por negocios?

Gruñí, me di la vuelta, chasqueé los dedos para que se encendieran las luces y me dirigí al mueble bar.

—No estoy de humor.

Me serví medio vaso de licor y me lo bebí de golpe. Sastma se acercó, se puso a mi lado y llenó media copa con una bebida más ácida.

—Nunca estás de humor. —La miré de reojo, me fijé en lo bien que le quedaba el vestido granate y en cómo contrastaba con su pelo castaño y sus ojos oscuros—. No sonreirías ni aunque te pagaran con todos los denerios del mundo ni con todas las riquezas ocultas en bóvedas. —Dio un sorbo y ladeó la cabeza para fundir sus ojos con los míos—. Esa es una de las cosas por las que lo nuestro nunca pasará de ser más que un montón de buenos revolcones. —Bajó la vista y disfrutó mirándome—. Estás bueno, se te da muy bien la cama. Bueno, la cama, el sofá, la mesa, la ventana... —Sonrió al ver que no conseguía que desapareciera la nula expresividad de mi rostro—. Pero, en vez de corazón, tienes un trozo de hielo.

Me serví más de licor y di un trago.

—Ya. No soy un príncipe azul. Soy el hombre que ninguna madre de la ciudad querría para su hija. —Di otro sorbo y miré a Sastma a los ojos—. Pero, aunque fuera un tonto que no parara de sonreír y no dejara de contar chistes, tú seguirías siendo la hija de uno de mis jefes. Y una cosa es el sexo, que no interfiere mucho con los negocios, pero otra es el amor, que estorba para el trabajo y para la vida. —Dejé el vaso en el mueble—. El amor es para débiles y necios.

Sastma suspiró.

—¿Lo ves? Ahí lo tienes. No podríamos estar juntos ni aunque tú fueras un panadero con las manos manchadas de harina y yo una triste cajera agobiada de dar el cambio. —Puso la mano en mi pecho y me acarició el pectoral—. La excusa de mi padre hace mucho que demostró ser un engaño. Seguimos diciéndola para mantener la mentira y no reconocer la verdad.

Cogí la mano de Sastma mientras ella se colocaba bien las gafas de sol.

—Tienes razón. Ni yo podría darte lo que necesitas ni tú podrías dármelo a mí. —Callé unos segundos y los dos sentimos derruirse el muro que construimos para prolongar una fantasía—. Pero no te miento cuando te digo que me importas mucho más que casi todas las mujeres del mundo.

—¿Casi todas? —Esbozó una sonrisa—. No sé si tomármelo como un cumplido o como la revelación de que tienes amigas por ahí que están más arriba en el ranking. —Me pellizcó la mejilla y contuve el impulso de apartarle el brazo—. A no ser que estés contando las mujeres de tu familia.

Inspiré despacio, le solté la mano y caminé hacia el dormitorio.

—Tómatelo como un cumplido. —Sastma me siguió y se detuvo en la puerta—. Y, después de hablar de nosotros, ¿me vas a decir qué haces aquí?

Fui al lavabo, cerré el grifo de la ducha y regresé a la habitación con una toalla. Me sequé, empecé a vestirme y dirigí la mirada hacia el rostro de Sastma.

—Quería traerte las buenas noticias.

—¿Qué buenas noticias? —pregunté mientras me ponía los pantalones y cogía el cinturón.

Sacó un cigarrillo mentolado de una pitillera, lo encendió y dio una calada.

—Mi padre está contento de que cumplieras con el encargo de ayer. —La miré con cierta sorpresa—. Ya sabes, la mujer que vació las cuentas de la Sede.

Aparté la mirada, la dirigí al traje arrugado sobre la silla e intenté recordar más del encargo. Me esforcé, pero lo único que conseguí fue verme aceptar el trabajo antes de que comenzara la caza.

—Ya, ya. La mujer que robó los fondos de esos delegados —contesté, tras mirarla a los ojos, logrando que mis palabras sonaran creíbles y que mi rostro no me traicionara.

Sastma dio otra calada.

—Si no te conociera, diría que ha sonado como si la admiraras

Me puse el chaleco y la chaqueta.

—Cualquiera que tenga el valor suficiente para atacar a esos vividores tendrá mi aprobación. —Me acerqué a Sastma y ella pasó la mano por la solapa—. No siempre pienso que los que mato son inútiles. Los negocios son sagrados, pero el respeto también. No interfiere lo uno con lo otro.

Sonrió.

—Genial. Admiras a la mujer que ahorcaste tirándola de un edificio. —Se dio la vuelta y caminó hacia el salón—. Cada día que pasa te vuelves más fascinante.

La seguí mientras me esforzaba en recordar el momento en que puse una soga en el cuello de la mujer y la arrojé al vacío. Fundí la respiración con los pasos, aparté los pensamientos, ignoré el ruido fuera de mí y rocé lo que se escondía en las profundidades de mi ser. Aunque al final tan solo acaricié la sensación de que el día anterior había pasado mucho más de lo que Sastma decía.

—¿Y qué tiene tu padre en mente? —pregunté, después de detenerme junto a la columna que descendía del techo, coger varias armas y enfundarlas dentro del traje—. ¿Me pagará el doble?

Se acercó a una pequeña mesa redonda, apagó el cigarro en un cenicero de metal que tenía diminutos grabados de máscaras tribales y me miró a los ojos.

—Quiere que aceptes ser el segundo.

Aguanté sin decir nada unos instantes para ver si bromeaba.

—¿Tu padre quiere que sea el segundo? ¿Por qué?

Sastma se dirigió a la puerta y dio un par de pasos por el pasillo que conducía al elevador.

—La muerte del hijo de Sebasta lo ha puesto nervioso —respondió, sin girarse—. Los jefes de las facciones de otras ciudades vendrán al funeral y sabe que muchos quieren aliarse. —Caminó hacia el final del pasillo—. A ti te respetan, has trabajado para casi todos ellos, y cree que, si te ven junto a él, quizá se pueda evitar la guerra.

Me quedé quieto mientras Sastma pulsaba el botón que abría la puerta del elevador. Caminé hasta el pasillo y puse la mano en el cierre táctil para sellar la doble puerta de mi apartamento, pero la separé un poco al parecerme oír un susurro lejano. Parpadeé, dirigí la mirada hacia el mueble que ocultaba la pantalla del localizador y recordé a la mujer de ojos verdes y piel azul.

—¿Y tú qué pintas en todo esto? —Se me escapó un pensamiento en voz alta.

Sastma golpeó la chapa interior del elevador.

—Vamos, Bluquer —me llamó, antes de dar otro golpe—. No me quiero hacer vieja esperándote.

Coloqué la mano en el cierre y la doble puerta chirrió. Fui hacia el elevador y escuché cómo mi apartamento quedaba sellado. Me puse al lado de Sastma y mientras bajábamos tuve un extraño presentimiento.

Desde las profundidades de mi ser creció la certeza de que no solo estaba en juego el destino de la ciudad, había empezado una partida que amenazaba con devorar las piezas del tablero y lo peor era que todavía no sabía el papel que jugaría. Quizá tendría que haberme ido a otra capital de distrito a seguir haciendo lo que mejor se me daba: matar por dinero. Pero, aunque no quisiera reconocerlo, por primera vez en mi vida la incertidumbre me causaba una sensación curiosa y casi agradable.



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