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Capítulo III

Abrió poco a poco los ojos y se encontró en un lugar desconocido: paredes blancas, frío, luz brillante y un pitido como el de las películas de hospitales. Levantó el brazo y vio una delgada sonda que se le introducía a nivel del codo, del otro extremo pendía una bolsa de suero. En el dedo índice también tenía algo que se lo rodeaba. Trató y no pudo recordar cómo había llegado allí. Se acordó del hombre del auto y su charla insistente, después la memoria se le perdía en una flor roja.

Lo que sí sabía era que Cordelia estaría preocupada.

Apartó las sábanas con brusquedad, se levantó de la cama y de inmediato se mareó, terminó en el suelo, arrastrando consigo el sistema del que colgaba la bolsa. El estrépito hizo que dos personas entraran a la habitación. Desde el suelo, Lysandro solo podía ver los zapatos: unos eran deportivos pequeños y los otros un par de botas grandes de piel negra y agujetas. Entre las dos personas lo levantaron.

—No debiste pararte así —dijo el hombre de las botas mientras lo ayudaba a acostarse de nuevo.

La dueña de los zapatos deportivos era una enfermera joven que comenzó a arreglarle la sonda en el brazo. No tenía idea de quién era el hombre, pero parecía el integrante de alguna banda musical de rock. Vestía cazadora de cuero negra y vaqueros oscuros, el cabello castaño lo llevaba despeinado y varios mechones le caían en la frente. A pesar de su aspecto agresivo, los ojos verdosos lo miraban con calma y curiosidad.

—¿Qué hago aquí y quién eres tú? —preguntó Lysandro.

La enfermera, que acababa de terminar de arreglarle la vía intravenosa, se puso frente a él.

—¿No recuerdas nada, chico? —le preguntó con aspereza—. Él fue quien te trajo hace unas horas. Es el doctor Karel Rossemberg.

«¿Doctor?» Se preguntó Lysandro. «Parece todo menos un doctor».

—No sé, no recuerdo qué pasó después de que agarré esa flor.

—Es normal en estos casos —dijo el supuesto galeno—. Te drogaron con la flor. Usaron un alcaloide que se absorbe a través de la piel y produce sumisión. Algunos estafadores, delincuentes y agresores sexuales suelen utilizarlo para sedar a sus víctimas y lograr que hagan lo que deseen sin oponer resistencia. Ocasiona también una pérdida de la memoria anterógrada.

—¿Ante qué? —preguntó Lysandro sin entender mucho de lo que había dicho el médico.

—Es decir, no vas a recordar lo que ocurrió mientras estabas bajo el efecto de la escopolamina.

—¿Escopo?

—Escopolamina. Así se llama lo que usaron contigo.

Lysandro se sentó en la cama y se llevó una mano a la frente, más confundido.

—¿Pero qué podía querer ese hombre conmigo? No tengo dinero ni nada de valor.

—No todos los delitos se refieren al robo.

Lysandro observó de nuevo al hombre, esta vez con más detalle. Sabía bastante de los efectos de esa droga. ¿De verdad era un médico? En su mente, estos no lucían tan jóvenes y mucho menos parecían cantantes de rock.

—Y... ¿Cómo estoy? ¿Me puedo ir?

El médico le sonrió.

—Voy a preguntar, no soy tu tratante, yo no estoy de servicio. Llamé a una ambulancia cuando te encontré en la calle y vi que necesitabas ayuda.

Lysandro enarcó las cejas, sorprendido. Cada vez la situación se le hacía más extraña. Lo drogaban quién sabía para qué, un desconocido lo ayudaba y el desconocido resultaba ser un médico con pinta de rockero o motero.

El médico salió seguido de la enfermera. El joven miró a su alrededor. Estaba en un cubículo privado y los aparatos de última generación que lo rodeaban tenían el aspecto de ser costosos. La preocupación lo asaltó, él no tenía dinero para pagar la abultada factura de una clínica privado.

—¡Mierda! ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo diablos voy a pagar todo esto? Debieron llevarme a un hospital público.

Se miró la muñeca, tal vez aceptaran el viejo reloj de su padre como parte de pago.

O quizás lo mejor era escapar en ese momento que nadie estaba presente.

Apartó las sábanas y cuando iba a levantarse, el médico con la chaqueta de cuero y otro que sí parecía un doctor de verdad entraron.

—¡Hola! —lo saludó el recién llegado. Llevaba bata blanca y algunas líneas de expresión le adornaban el rostro inteligente—. Soy el doctor Viggo Rosemberg. ¿Cómo te sientes?

A esa le siguieron otras preguntas dirigidas a conocer su estado de salud, después el médico se dedicó a examinarlo. Durante el interrogatorio, el de la chaqueta de cuero estuvo presente, pero cuando pasaron al chequeo físico, se marchó.

Cuando el examen terminó, el doctor de la bata sonrió.

—Ya estás bien. Voy a darte el alta. Tendrás que venir a una revisión conmigo mañana, de acuerdo.

El hombre escribió varios papelitos que le entregó y le explicó lo que tenía que hacer. Antes de que el doctor saliera, Lysandro lo llamó.

—¿Eh, disculpe? Y con respecto a los gastos...

El médico lo miró un instante, sonrió antes de contestar.

—Esos gastos ya fueron pagados.

—¿Pagados por quién? —Lysandro se extrañó.

—El doctor Karel Rossemberg se hizo cargo —dijo el de la bata blanca.

En ese instante el mencionado regresó y entabló una conversación llena de jerga médica ininteligible con el de la bata blanca. De cualquier forma, Lysandro no le hubiera prestado atención, él trataba de comprender por qué un desconocido había pagado sus gastos médicos.

Lysandro levantó el rostro y observó a Karel, este se dio cuenta de su mirada y le sonrió. La inquietud de que tal vez pudiera estar implicado en lo que le pasó le cruzó por la mente. ¿Y si le habían sacado algún órgano? A veces esas cosas pasaban, ¿no? Drogaban a las personas y luego estas se despertaban y descubrían —con horror— que les faltaba un riñón, el cual iba a parar a la Deep web.

Mientras el par de galenos continuaba hablando, Lysandro se levantó la bata de paciente con disimulo y se palpó la espalda. No, ahí no había ninguna cicatriz, tampoco le dolía ninguna parte del cuerpo. Okey, no le habían sacado ningún órgano. ¿Qué más podían querer con él?

A lo mejor le habían inoculado algo y lo habían vuelto parte de algún experimento macabro. Volvió a mirar a los dos hombres, el de la bata debía tener unos treinta y tantos años, era bastante serio pero educado y amable. El médico joven con la chaqueta de cuero de nuevo lo miró con una sonrisa radiante. Si acaso era un psicópata disimulaba muy bien.

«Tengo que dejar de pensar estupideces». Se reprendió, Lysandro. La explicación de lo sucedido debía ser tan sencilla como que había gente buena en el mundo y él se topó con una de ellas. Después de todo, no estaba mal que de vez en cuando Dios se acordara de darle descanso a su mejor guerrero.

El médico que lo había revisado se despidió y se marchó, el otro llamado Karel se acercó a él.

—¿Usted pagó todos los gastos? —preguntó Lysandro directo—. Estoy un poco desconcertado. ¿Por qué hizo algo así?

—Tenías una emergencia, había que asegurar tu ingreso y pronto tratamiento, así que no lo pensé mucho y asumí los gastos.

Increíble que realmente existieran personas buenas, capaces de ayudar a otros hasta ese nivel de compromiso.

—Gracias —dijo el joven, apartándose un mechón del largo cabello de la cara y se apuró a continuar hablando—: ¡Voy a pagarle todo esto, ¿eh?! Solo que... de momento no tengo dinero.

Una idea peor a que le hubiesen quitado alguna parte del cuerpo le cruzó la cabeza. ¿Y si el hombre empezaba a chantajearlo? ¿Y si quería que se convirtiera en una especie de esclavo y le pedía favores como forma de pago? Se imaginó a sí mismo cumpliendo encargos que incluían el asesinato y el secuestro de personas.

—¡Dígame cuánto le debo y dónde localizarlo, tan pronto como pueda le pagaré! —se apresuró a decir antes de que el otro le pidiera desmembrar a alguien como forma de pago.

—Yo no te estoy cobrando. —Los labios de Karel se curvaron en una sonrisa que le pareció tierna.

«Bien, los criminales con cara angelical son los peores» pensó Lysandro, luchando por no dejarse impresionar por el rostro atractivo.

—No se haga —replicó el joven bailarín—. Los gastos deben ser una pequeña fortuna, ¿por qué no iba a querer cobrar? Le advierto, no voy a hacerle ningún tipo de favor.

—¡¿Qué?! —Las cejas de Karel se enarcaron mientras sonreía—. No voy a pedirte ningún favor. Trabajo aquí, tengo descuento.

Karel lo veía relajado, como si las razones que le estaba dando fueran las más obvias del mundo. Lysandro frunció el ceño. Cada vez entendía menos la actitud de ese hombre. Okey no era un psicópata, ni un traficante de órganos, tampoco deseaba chantajearlo. ¿Acaso es que era simplemente bueno y ya? Seguía costándole creer que esa fuera la explicación más razonable.

—Descuento no es gratis, algo debió pagar. —respondió Lysandro—. No quiero tener deudas, dígame cuánto le debo y dónde localizarlo. Le pagaré.

Karel sonrió, parecía divertirle el asunto.

—De acuerdo.

El médico con aspecto de rockero sacó un teléfono móvil de última generación.

—Dime tu número, así te llamo y se graba el mío en el tuyo. —De nuevo esa sonrisa radiante y los ojos verdes que lo miraban con curiosidad.

Lysandro lo observó. ¿Podía confiar en él?

—¡Ey! Si voy a cobrarte lo mejor es asegurarme de tener algún dato tuyo —le dijo Karel, con un tono de voz risueño, como si se diera cuenta de su dilema interno, ¿tan obvio era?—, ¿no crees?

El joven bailarín achicó los ojos, tenía algo de sentido que quisiera su número. Y bueno, si no hubiera sido por él, quién sabe dónde estaría en ese instante o qué le hubiera hecho el tipo de la flor, que definitivamente sí era un psicópata. Decidió darle un voto de confianza al extraño médico.

—Está bien —respondió y le dictó el número telefónico.

Karel lo tecleó y amplió la sonrisa cuando sonó el teléfono de Lysandro sobre la mesita. El joven miró la llamada entrante, Grabó el número en la agenda del celular con el nombre de «El médico que probablemente vende órganos».

—Cuando pueda, me pasa el monto de la factura, por favor.

—¿Podrías tutearme, Lysandro? Siento que cada vez que me tratas de usted envejezco veinte años.

—Ok, Karel. —Lysandro lo miró, aparte de sonrisa radiante digna de comercial de dentrífico, tenía bonitos ojos—. Bueno, me voy ya. De verdad, muchas gracias por todo. —Hubiera querido añadir que pensaba que era una especie de ángel, pero todavía no estaba seguro de las verdaderas intenciones del médico y para ser sinceros, le costaba mucho creer en la buena fe de las personas—. Cuando puedas pásame la factura, ¿sí? De verdad, quiero pagarte.

—Está bien. Te la envío en un rato. ¡Oh!, ¡casi lo olvidaba! Lo que te sucedió es un delito grave, Lysandro. Debes denunciarlo, no lo olvides. Ese tipo podría hacerle lo mismo a otra persona.

Lysandro estuvo de acuerdo. Recordó que ese hombre visitaba el Dragón de fuego con frecuencia, tendría que decirle a Sluarg, el gerente. Nada más pensar que el tipo de la flor pudiera agredir a alguna clienta, a las meseras o a una de las bailarinas lo ponía nervioso.

—Lo haré, gracias.

Karel se marchó. Lysandro tomó su ropa y se vistió, prestando especial atención en cada parte de su cuerpo, todavía no estaba muy convencido de la desinteresada bondad del médico extraño. El muchacho tomó su bolso y salió del cubículo.

Los pasillos del centro médico estaban limpios e iluminados; los asientos de espera, bien cuidados. El contraste con el pequeño módulo público de salud al que acudió cuando se resfrió días atrás era impresionante. Mientras aquel estaba destartalado y sucio, este parecía albergar la cura de todas las enfermedades.

De nuevo se preocupó al imaginar el monto de la factura. Siguió recorriendo corredores asépticos hasta dar con la salida. Solo cuando salió se percató de que continuaba siendo de noche. Miró su reloj de pulsera: tres de la mañana.

—¡Mierda!

Si lo habían drogado antes de que fuera medianoche, no quería imaginar que le harían a esa hora. No le sacarían solo un riñón, sino todo el relleno.

Sacó el teléfono y marcó el número de Brianna, la vecina que cuidaba de Cordelia las noches en que él trabajaba en el Dragón de fuego.

—¡Lysandro! ¡Virgen Santa! ¡Estaba muy preocupada por ti! —soltó la joven, apenas contestó la llamada.

—Lo siento mucho, Brianna. Me drogaron y trataron de robarme. —Cuando la joven dio un pequeño grito, Lysandro se arrepintió de su falta de tacto, debió decírselo de una forma menos violenta—. ¡Pero ya estoy bien, no te preocupes! ¡Te pagaré el doble por todo el tiempo que te has quedado con Cordelia!

—¡¿Qué?! ¡No! ¡No te preocupes tú! ¿Estás en alguna jefatura de policía? ¿Te hirieron? ¡Esto es una locura, Lys! ¿En serio estás bien?

—¡¿Eh?! ¡No! Es decir, sí, estoy bien y no estoy en ninguna jefatura. Estoy en el hospital. —habló y la joven del otro lado de la línea comenzó a sollozar—. ¡Tranquila, tranquila, no llores, no hay por qué! ¡Ya estoy bien, me acaban de dar el alta, ya voy a casa!

—¿Lo dices en serio? ¿Estás bien?

—¡Claro que sí, lo estoy! No debes preocuparte, llegaré en unos minutos.

—¿Cómo te vas a venir? Jakob llamó hace rato, preguntó si ya habías llegado. Tuvo un contratiempo con el auto. Lys, es muy tarde ¿Tomarás un taxi?

—¿Un taxi? —Lysandro suspiró apesadumbrado—. Brianna no tengo dinero.

—¡Ni se te ocurra venirte caminando! —le soltó ella antes de que él pudiera continuar—. ¿Por qué no esperas hasta el amanecer para regresar? No te preocupes por Cordelia, me quedaré aquí hasta que llegues por la mañana.

—¡Gracias, Brianna, eres maravillosa! Nos vemos más tarde, entonces.

Lysandro colgó la llamada. Aguardar hasta que amaneciera parecía ser la opción más sensata.

—Ser pobre es un asco —dijo para sí.

Se dio la vuelta, dispuesto a buscar una banqueta en donde pasar la noche. Abrió el bolso, que llevaba cruzado en el pecho, para guardar el teléfono cuando el ruido de un motor le aceleró el corazón. Tal vez se debía a lo que acababa de vivir, pero sintió que la sangre se le iba a los pies, temió que quisieran hacerle daño de nuevo. El joven iba a refugiarse dentro de la clínica, cuando el motorizado lo llamó.

—¡Lysandro, soy yo, Karel, el doctor!

El bailarín se dio la vuelta.

En efecto, se había quitado el casco y podía verle la mata de pelo castaño alborotado, los ojos verdes confiados y la sonrisa de comercial de dentífrico.

—Perdón si te asusté.

¿Asustarlo?, casi se le salió el corazón por la boca.

—No me asustaste —Lysandro le medio sonrió.

Karel lo observó un instante sin dejar de sonreír.

—¿Tienes como irte? —le preguntó—. ¿Alguien vendrá a buscarte?

Quizá el médico adivinó que pensaba esperar el amanecer en una banca, porque agregó:

—Si quieres te llevo. 


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