Toc. Toc.
Silencio. Fue lo único que obtuvo Steven tras tocar la puerta de Herón repetidas veces. Con cuidado, giró la manija y empujó. Un leve escalofrió recorrió la parte baja de su espalda en el momento en el que dio su primer paso hacia el interior de la habitación. El aire frío de la mañana se colaba por la ventana abierta y, muy cerca del balcón, una silla mecedora permanecía en movimiento.
—Perdón por entrar sin permiso —se apresuró a decir Steven, al ver sobre la cabeza de la silla el cabello negro de su amigo.
—¿Qué necesitas? —preguntó molesto.
Steven se llevó una mano a la nuca.
—Quería despedirme antes de marcharme.
—Bien.
Tan fría resultaba la respuesta de Herón para Steven que empezó a dudar de sus palabras. La noche anterior su actitud no había sido diferente a la de ahora, ni siquiera se inmutaba en voltearse a verlo o en preguntar si había dormido bien. Herón mantenía fija su vista en algún punto entre los árboles del bosque. Steven, lejos de admitir que buscaba la atención de su amigo, pensaba que le gustaría ver un poco su faceta alegre y no esa expresión tan sombría.
—Ah, esto... —balbuceó sin saber qué más decir para iniciar una conversación.
—¿Ya desayunaste? —Por primera vez, Herón se giró a verlo—. Si no es así, tú y tu madre podrían preparar algo antes de marcharse. Creo que hay varias cosas que podrían usar en la alacena. Incluso hay carne en el refrigerador.
Steven amaba la carne. Casi le brillaron los ojos al escuchar que podría comer carne en el desayuno.
—Revisa bien —agregó Herón poco después.
Steven recordó que, al despertar, con toda confianza, como si estuviera en su propia casa, lo primero que había hecho había sido revisar el refrigerador y el interior de los gabinetes con la intención de pedirle a su madre que prepara un buen desayuno. Pensó que, de esa forma, podría alegrar a su amigo con algo rico al menos una vez. No podía decirle que ya había sido lo suficientemente confianzudo y entrometido como para buscar en su cocina.
Se decepcionó al comprender que allí no había nada y salió de la habitación para pedirle a su madre que preparara sus pertenencias para partir de una vez. Bajó las escaleras desanimado, con el estómago haciendo ruido por el hambre.
—Debe... —empezó a decir, pero se detuvo abruptamente al ver a su madre con dos bolsas de carne en cada mano.
—¿Puedes preguntarle a tu amigo si podemos preparar esto? —La mujer señaló los paquetes con una sonrisa en la cara. Quizás era herencia de familia el buscar comida en la cocina de otros.
Steven sacudió la cabeza y rio.
—Él dijo que usáramos todo lo que quisiéramos, incluso la carne.
Su madre amplió la sonrisa y se apresuró a entrar en la cocina. Parecía feliz. Probablemente lo estuviera, al igual que lo estaba él. Steven se apresuró tras ella, revisó las alacenas y el refrigerador. Sorprendido, parpadeó varias veces sin poder creer lo que veía. Antes había encontrado la cocina completamente vacía, sin ningún indicio de que hubiera siquiera un tomate o un huevo, o signo de que los utensilios y los aparatos domésticos estuvieran en constante uso.
«¿Habré visto mal antes?» se preguntó. Sonrió con nerviosismo. Luego, se alejó de allí y se dirigió a la sala.
Sacudió la cabeza. Se repitió varias veces que en realidad no bajó al primer nivel a revisar nada, que lo que sentía era una especie de deja vú. Sí, eso debía ser. Al convencerse, comenzó a sentirse extrañado y patético por pensar con alegría que comenzaría su día con un poco de carne. Se rio de sí mismo.
En verdad se sentía como un inútil, le parecía que realmente lo era.
Pero Herón no lo veía de ese modo. Él podía ser bastante tosco, indiferente y hasta infame, pero también era desinteresado y amable, sobre todo amable. En su trabajo, cuando Steven y otros compañeros debían turnarse para almorzar, hubo ocasiones en las que algunos sugerían ir a comer juntos a otro sitio. La situación económica de Steven le impedía a participar en convivios, por lo que se negaba diciendo que traía su propio almuerzo, almuerzo que consistía muchas veces en comida recalentada de la cena anterior o sopa instantánea. Herón amablemente se quedaba con él, bajo la excusa de que los convivios no eran lo suyo, que odiaba estar rodeado de personas.
Steven aún recordaba la vergüenza que sentía al comienzo cuando pensaba que Herón lo juzgaría por los almuerzos que llevaba al trabajo. Después descubrió que eso a Herón no le interesaba en lo absoluto. En ese aspecto, Steven agradecía la actitud de su amigo, que no era para nada prejuicioso. Poco después de eso, en su casa, cuando tenían dinero suficiente para comer carne, solía apartar un poco para llevarlo al día siguiente y compartirlo con Herón, pero su sorpresa siempre era grande cuando lo rechazaba. No fue un ni dos ni tres veces, sino muchas más.
Steven no recordaba con exactitud si fue en una de esas ocasiones que comenzó a ver a Herón como a un amigo, si fue mucho antes o mucho después. No es que importara en realidad, solo repasaba en su mente el momento en el que comenzó a verlo de esa manera. Herón no era el tipo de persona que uno podría querer tener de amigo, debido a su mal genio, a su actitud difícil, pero, siempre que Steven pensaba al respecto, llegaba a la conclusión de que Herón jamás lo trataba al igual que al resto. Era tratado de una manera diferente, especial.
Steven sonrió. Se sentó en uno de los sillones de la sala, pensando en que debía ser más agradecido. Podía faltarle dinero y una casa, pero al menos tenía buenos amigos y una madre a quien adoraba. Encendió el televisor y comenzó a buscar un programa con la intención de alejar los pensamientos que inquietaban su mente: la amabilidad escondida de Herón y la misteriosa aparición de comida.
Minutos después, su madre lo llamó para que prepara la mesa y le llevara el desayuno a su amigo. Steven, al hacer lo que ella demandó, se dirigió hacia el cuarto de Herón con una taza de café en la mano y un plato en la otra. La puerta no estaba cerrada por completo, por lo que le resultó fácil entrar.
—Her —llamó—. Pensé que querías desayunar aquí.
Herón seguía sentado en la mecedora. No respondió.
—¿Dónde lo dejo?
—Llévatelo —dijo, hastiado.
—¿Qué?
—No tengo hambre.
—Deberías...
—Déjalo en el bote de basura entonces, si vas a seguir insistiendo. —Herón se levantó y, al dar su primer paso, tambaleó a los lados hasta que consiguió sostenerse de la cortina.
Steven se apresuró a dejar el plato sobre una mesa ubicada cerca de la puerta para socorrer a su amigo.
—Estoy bien —dijo Herón molesto—. No te acerques.
—Es claro que no lo estás. ¿No has ido a ver el médico? —insistió Steven.
—No lo necesito.
—Sí, claro.
Herón se dejó caer al piso, tenía la respiración alterada y parecía somnoliento. El sudor salpicaba toda su cara y comenzaba a escurrirse por su mandíbula hasta caer por el dorso desnudo de su mano.
—¿Te duele la cabeza otra vez?
—No solo la cabeza —respondió Herón cansado.
—¿Qué será? ¿Te traigo una aspirina?
Él sacudió la cabeza.
—¿Te llevo al hospital? —apremió Steven.
—No necesito nada de eso, no sé cuántas veces voy repitiéndote lo mismo.
—¿Te llevo al parque entonces? Parece que funcionó la última vez.
Más que una sugerencia, era una broma que Herón no notó.
—Hay mucho ruido. —Herón comenzó a mirar un punto fijo en la habitación.
Cuando Steven buscó qué era lo que su amigo veía, no halló nada.
—Ve a comer. Estaré bien —aseguró Herón—. Cuando termines de desayunar, vuelve aquí y platicamos.
—¿Sobre qué?
—Tu situación.
***
Steven estaba ansioso.
No saboreó su desayuno especial tanto como había creído. La curiosidad por saber qué tenía Herón para decirle era demasiada. No alcanzó a tocar la puerta cuando escuchó un: «Pasa, Stev» desde el interior.
Herón tenía un aspecto mejor. Incluso tenía puesta una camiseta blanca.
—¿Qué querías decirme?
—¿Te gusta esta casa? —preguntó Herón.
—Es bastante bonita. No sabía que tuvieras una casa lujosa, aunque supongo que es comprensible si diste clase en la universidad regional.
Su amigo pareció ignorarlo.
—Como es bastante bonita, necesita personas que la mantengan. Sé que tu situación económica es bastante mala, y también escuché que tienen deudas en el banco desde hace varios años.
—¿Cómo sabes eso? —Steven se puso a la defensiva.
—No me estoy burlando o lo que sea que estés pensando. Solo quiero quitarte un peso encima al ofrecerles mi casa a ti y a tu madre, solo si prometen que la mantendrán limpia y con un ambiente alegre. ¿Sabes a lo que me refiero?
—No entiendo...
Sí, sí que entendía, pero Steven no quería apresurarse a pensar de esa forma.
—Si quieren, pueden vivir aquí hasta que su situación sea estable.
Steven quedó sin habla. Estaba sorprendido.
—Solo quería decir eso. Puedes llevarte tus cosas hoy mismo y buscar un lugar donde vivir o acomodar todo en el tercer nivel, tú decides. Eso sí, si decides quedarte, me prometerás que ni tú ni tu madre bajarán al segundo nivel mientras esté yo aquí —dijo con seriedad—. Eso es todo, puedes pensarlo en la sala o en otro lugar de la casa.
—¿Aquí hay fantasmas? —preguntó Steven, era lo primero que le había llegado a la mente y que lo que más curiosidad le causaba—. Ya sabes, la gente dice que en esta parte de la ciudad habita la muerte y muchos fantasmas, incluso han grabado actividades paranormales. Está en YouTube —agregó.
—Solo estoy yo, Stev —respondió Herón—. Puedes confiar en mí o puedes buscar otro lugar. Es lo más que puedo hacer para ayudarte.
Steven asintió. Era mucho más de lo que hubiera esperado. Quedó anonadado y sin reaccionar. Estaba también un poco avergonzado, se había quedado sin dinero, sin un techo debajo del cual vivir, y todo porque el señor de la renta no quiso seguir alquilando el apartamento a unas personas impuntuales como ellos. Había logrado pagarle los meses atrasados gracias al dinero que Herón le había prestado, pero no había sido suficiente para seguir ahí. Al menos, había evitado ser demandado.
Steven bajó al primer nivel todavía aturdido. Muy feliz, le dio la noticia a su madre y, aunque ella quedó igual de pasmada, solo pudo pensar en que ese lugar era usualmente tachado como «prohibido». Había recibido el nombre de «más allá de la colina» no porque estaba en una zona elevada, sino por la leyenda que todos en la ciudad conocían.
Fueron las palabras de su hijo, que aseguraba conocer bien a su amigo, lo que la convencieron de quedarse, de atreverse a vivir en territorio maldito. Y solo esa vez, ella pudo creer que las leyendas eran leyendas nada más.
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