EPÍLOGO
—Se condena a Vincent Hayden a 50 años de prisión, con agravados de... —dejé de escuchar al juez que se encontraba dando la sentencia para Vincent Hayden.
Luego de semanas en donde se hicieron exhaustivas investigaciones y en donde casi me tuvieron encerrado para que no fuera a golpear a Vincent Hayden a su casa por todo lo que hablaba acerca de Bianca, pude respirar tranquilo. Vincent Hayden estaría 50 años tras las rejas, incluso más, y eso significaba que jamás saldría de ahí. Moriría en una celda, solo y frío. Y realmente esperaba que lo encerraran en el mismo lugar que Darell Bennet quien tenía fama de humillar a mal nacidos.
Su mirada se desvió hacia la mía, se encontraba completamente serio, como si hubiese estado esperando esa respuesta del jurado. Lo miré fijamente, hasta que él tuvo que sacar su mirada de la mía. La televisión había estado expectante todos los días, apenas nos habían dejado respirar.
La policía se acercó a Vincent y se formó un silencio profundo en la sala. Sólo se escuchaba el controlado sollozo de Claire que ahora no era más una Hayden, sino que volvía a ser Morelli. Su vida se había ido a la mierda en unos días y ella nunca había entendido todas las advertencias que le había dado Bianca. Sacaron a Vincent de la sala con forcejos de su parte, pero nadie se opuso ni nadie habló. Los testimonios y las pruebas eran tan claras, que las personas que apoyaban a Vincent Hayden parecían haberse tragado su propia lengua.
—Damián —escuché la voz de Claire a mis espaldas.
Ya estábamos saliendo del juzgado y me encontraba dispuesto a ir a casa para tomar mi maleta que se encontraba lista y marcharme.
Volteé a mirarla y me detuve. Mi madre se subió al auto de su amiga y ahí me esperó. Claire se detuvo frente a mí y me sonrió con tristeza en su mirada.
—Sólo quería darte las gracias por todo el tiempo que estuviste junto a mi hija —me dijo con sus ojos cristalizados.
—No me dé las gracias —comenté con seriedad —. No lo hice por usted.
Ella se quedó en silencio y no tuve nada más que decir. Bajé las escaleras del juzgado y me dirigí hasta el auto, abrí la puerta y me subí en el sin mirar a nadie más. El camino a casa fue bastante rápido, no tuve tiempo de pensar demasiado en lo que estaba pasando, sólo tenía en mi cabeza que quería irme del país e intentar rehacer mi vida lejos de todos.
—¿Te irás esta noche? —me preguntó mamá.
Entró a la habitación en la que estaba quedándome, alcé mi vista.
—No lo sé —contesté —. Creo que tengo un par de cosas que hacer antes.
—De acuerdo —sonrió levemente. El silencio se quedó atrapado entre nosotros por unos segundos, hasta que la vi entrar por completo a la habitación y se sentó en una silla frente a la cama —. Estoy muy orgullosa de ti, Damián —confesó.
—No hice nada para que te sientas orgullosa —sonreí sin ganas. Me acerqué a la cama y me senté mirándola.
—Te has convertido en un gran hombre, a pesar de toda la miseria que te hice pasar —sus ojos se empañaron y el nudo de mi garganta se hizo presente —. No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí a lo largo de los años. Me siento tan culpable por no haberte dado una infancia digna de un chico como tú.
—Tranquila mamá —tragué mi inquietud —. Si no hubiese pasado por todo lo que pasé, no sería el que soy ahora.
Ella sonrió con tristeza y asintió sutilmente dándome la razón. Se levantó de la silla y me dejó a solas en la habitación.
Antes de marcharme tenía algo por hacer y no me caracterizaba por ser alguien que dejara las cosas a la mitad; cerca de las dos de la madrugada, tomé mis botas y mi chaqueta, me las puse y luego caminé fuera de casa. Me subí a la motocicleta y emprendí mi camino, no hacía demasiado frío y eso indicaba que pronto se avecinaría una tormenta.
Serendipia, como siempre, me esperaba con sus brazos abiertos. Aparqué la motocicleta en medio de la calle y me quedé de pie frente a la solera que por tanto tiempo utilizamos para sentarnos a fumar un cigarrillo, para contar historias que no existían y también para hablar acerca de teorías que probablemente a nadie se le ocurrirían. No pude evitar imaginarnos ahí, sentados lado a lado. Ella poniendo su cabeza en mi hombro cuando nos encontrábamos en silencio o apagando su cigarrillo en la calle. Casi pidiéndole permiso a mis piernas para avanzar, caminé hasta sentarme en el mismo lugar que me senté por meses. Encendí un cigarrillo y lo dejé a mi lado, luego encendí el mío.
—Lo lamento, Bianca —murmuré —Es sólo que creo que el cementerio no es buen lugar para visitarte.
Sus carcajadas estaban pegadas en mi cabeza, se reproducían una y otra vez. También sus llantos o sus bromas aburridas de media noche. De pronto, recordé lo que tenía en mi teléfono. Lo saqué de mi bolsillo y me fui a las notas de voz mientras sostenía el cigarrillo entre mis labios. Había alrededor de cuatro grabaciones que habíamos hecho de nuestro juego "Cuéntame una historia". Tres de esas grabaciones pertenecían a ella, pues siempre la grabé para burlarme de lo aburridas que eran y también fantasiosas de finales felices. Apreté la primera que se titulaba "Princesa, quiéreme"
"—Supongamos que es una época lejana en donde existían princesas y príncipes —decía entre risas.
—Está bien, aunque no me gustan esas historias medievales —le respondía con seriedad."
Rápidamente recordé en el lugar que estábamos cuando hicimos esa grabación. Estábamos justo ahí, en serendipia. Tendidos en el cemento mirando estrellas que si se veían.
"—Sólo continúa imaginándotelo —repetía.
—Ya comienza la historia, Bianca —le reclamaba.
—Esta historia comienza así: Era una princesa tan, pero tan fea que nadie en el pueblo quería estar con ella, a pesar de ser una ricachona de pies a cabeza. La pobre tenía una nariz prominente y un lunar de pelos en su mejilla derecha —sólo se escuchaba mi risa a punto de escapar y ella reía a carcajadas y luego continuaba —El príncipe Amado, no la conocía...
—Espera, ¿Amado? ¿En serio?
—Pues sí, no me interrumpas. Yo les creo los nombres.
—Bien —reí.
—El príncipe Amado, no la conocía. Pero un día, la hermana de la fea princesa les organizó una cita a ciegas por internet.
—¿Internet? ¿En serio?
—¡Ya! —dijo, con risas en su garganta —El príncipe Amado, en cuanto la vio, le pareció horrible, pero ¡Tenían muchísimas cosas en común! A él le gustaban los perros, a ella los collares para perro. A él le gustaba el helado de chocolate y a ella las chispas. Amado odiaba la música y ella una vez había roto una radio.
—¿Cómo es que esa extraña pareja logra tener un final feliz? —le pregunté. Silencio. Luego continuó.
—Pues el hada madrina del pueblo tuvo que intervenir, así Amado se enamoró de ella —finalizó —. Ya corta la grabación, he terminado —reía.
Apagué la grabación con una sonrisa en el rostro. Bianca sabía que era malísima inventando historias, pero no se esforzaba en hacerme creer que sí. Sólo era ella misma frente a mí y me encantaba eso.
Me iba a costar asumir lo que había pasado y no sabía si algún día entendería por qué el destino, o lo que fuera que estaba a cargo de nosotros, había tomado una decisión tan drástica de llevársela. No entendía si era justo o no, si debí actuar de otra manera o si simplemente así debía ser.
El cigarrillo que había encendido por Bianca estaba completamente consumido; lo apagué en la acera y luego el mío. Me iría para no volver y probablemente me quedaría allá si me gustaba. No estaba seguro si era una buena decisión o si debía sentarme a reflexionar un poco más acerca de mi futuro. De lo único que estaba seguro era que siempre había sido un tipo impulsivo; y también de que Serendipia me recibiría con sus brazos abiertos cada vez que decidiera volver a su oscuro callejón para fumar un cigarrillo.
——
Llovía como si el cielo fuese a caer sobre mi cabeza. Evan pasó por mí temprano, cerca de las siete de la mañana. No entendía a dónde íbamos, pero él me aseguraba que, si no iba, me arrepentiría de irme sin haberlo visto con mis propios ojos. La lluvia no cesaba, y a través del vidrio del auto divisé que nos acercábamos a una cárcel de máxima seguridad.
—¿Por qué me has traído aquí? —alcé la mirada, él me observó por unos segundos y luego aparcó el auto en el lugar de policías.
—Porque cuando vamos a empezar de cero, debemos cerrar ciclos —expresó.
Se bajó del auto y seguidamente lo hice yo. Rápidamente entramos al lugar para evitar quedar empapados por las enormes gotas que caían sobre nuestras cabezas.
Vi a Evan saludar a un par de personas y sin pedir autorización a nadie, entramos por un pasillo. Era un pasadizo iluminado con pequeñas luminarias en las paredes, no había ventanas y las pocas puertas que habían parecían estar completamente selladas.
—¿Qué es esto? —pregunté. Mi voz se escuchó como un altoparlante por lo frío y vacío del pasillo.
Evan me ignoró. Continuó su camino y al doblar a la derecha encontramos una puerta, tenía un vidrio en medio que decía "SÓLO PERSONAL AUTORIZADO". Vi que sacó una tarjeta y la apoyó en un lector. De inmediato se escuchó la cerradura abriéndose, Evan me hizo pasar primero y luego dejó completamente cerrado.
Frente a mis ojos apareció una sala no más grande que mi habitación completamente vacía y con un ascensor a la derecha. Evan apretó el botón y de inmediato las puertas se abrieron, grande fue mi sorpresa cuando divisé que los números del ascensor iban hacia abajo. Marcó el "-9". Una luz parpadeante roja se encendió y comenzaron a hablar antes de que el ascensor comenzara a moverse.
—Oficial, ¿tiene alguna orden? —la voz provino desde el techo, miré hacia todos lados sin encontrar el orificio.
—No —contestó mi padre —. Vamos a visitar a un tipejo.
—Acceso concedido.
El ascensor comenzó a descender y no en más de un minuto estuvimos en el piso -9. Llegamos a un lugar en donde había dos guardias afuera, me revisaron por completo y luego accedieron a dejarnos pasar. Mientras caminaba a un lado de Evan sólo podía pensar en que jamás imaginé que existiera un lugar como ese en una cárcel.
—¿Me puedes decir que es esto? —insistí.
—Es algo que sólo conoce el gobierno —expresó mi padre —. Es una cárcel subterránea.
—¿Todos llegan aquí?
—Por supuesto que no. Nadie llega aquí, sólo unos pocos.
—¿Cuántos?
—No mantenemos a más de diez —soltó.
Guardé silencio.
Nuevamente un pasillo completamente blindado apareció frente a nuestros ojos, había exactamente doce puertas, todas con una ventanilla pequeña. De adentro se escuchaban quejidos, también golpes en las paredes de metal.
—Puerta cinco —me indicó mi padre. Se quedó de pie al principio del pasillo y me hizo dirigirme hasta allí.
Habían pasado sólo unos días desde que habían condenado a Vincent Hayden. Caminé sigiloso hasta encontrarme afuera de la puerta, me asomé por la pequeña ventanilla y, finalmente, lo vi. Estaba sentado en el suelo golpeando la parte trasera de su cabeza en la pared. Sólo días y ya estaba mucho más delgado y pálido. La puerta se abrió y él de inmediato alzó su mirada: Nos quedamos mirando. Él desde el suelo y yo de pie.
—¿Qué demonios haces aquí? —su voz sonó rasposa.
Sus ojos parecían desorbitados, como si estuviese volviéndose completamente loco.
—¿Viniste a sacarme? Por favor sácame —me pidió. Rápidamente se puso de pie, pero al caminar unos pasos escuché una electricidad emanar de su cuerpo. Él cayó nuevamente al suelo, ahogó un grito de dolor y no volvió a moverse. —Esto es lo que querías —murmuró apenas.
—Así es —dije, por fin.
—Al menos estoy vivo —sonrió desde el suelo.
Volvió a intentar incorporarse, nuevamente se puso de pie. Lo miré mejor: Tenía una cadena en un pie izquierdo, cadena que iba directamente conectada a una pared blindada, y en su mano se encontraba el aparato que le daba choques de corriente cuando hacía algo estúpido. El cual lo dejaba en el suelo por varios minutos.
—¿Vivo? —reí.
La verdad no me estaba causando nada de lástima verlo en las condiciones que estaba, merecía eso, merecía que lo golpearan, merecía estar solo y golpearse a sí mismo. Merecía volverse loco, alucinar y también no dormir por las noches. Merecía no comer, y que nadie pudiera verlo porque se encontraba en un lugar que nadie en el mundo sabía que existía.
—No estás vivo, Vincent —solté y él abrió sus ojos exageradamente. Miró su pie encadenado y comenzó a forcejear con él. —¿Sabías que estás en un lugar que nadie conoce? Morirás solo, morirás desquiciado e imaginando cosas que no existen. Ya estás malditamente muerto —escupí en su rostro y luego le di palmadas en el rostro.
—Pero nada te devolverá a Bianca —soltó, luego comenzó a reír frenéticamente.
—Estoy tranquilo con eso ¿sabes? —sonreí apacible —Ella está en un lugar que jamás podrás llegar. Ella te metió aquí, piensa en eso. Vivirás todos estos años sabiendo que ella fue quien se encargó de meterte aquí. Perdiste a Claire, a tu hijo que venía en camino, también tus millones y tu mansión. Ahora sólo eres esto —dije con desdén. —Un saco de huesos lastimosos, sucio, cagado encima y un tipo despreciable.
—Sácame de aquí —suplicó —. Por favor —sus ojos se empañaron. —Por favor sácame, haré lo que quieras.
Comenzó a caminar y nuevamente recibió un choque de corriente que lo lanzó al frío suelo. El grito llegó a su garganta.
—¡Por favor! —continuó moviéndose. Esta vez se arrastró. Nuevamente la corriente llegó a su cuerpo entre gritos. —¡Ya deténganse! —gritaba con desesperación. —¡Damián por favor haz algo bueno y sácame!
Corriente otra vez.
Escuché la voz de Evan decirme que ya era hora de salir de ahí porque comenzaría la misma rutina diaria. No entendí hasta que lo vi.
Desesperado Vincent comenzó a forcejear con la cadena que envolvía su tobillo, tanto así que se rasguñaba las piernas hasta sacarse sangre, luego comenzó a gritar con fuerza mientras golpeaba su cabeza en las paredes y daba puñetazos al frío cemento. Evan cerró la puerta y sólo pude verlo a través de la ventanilla. Le proporcionaban choques de energía una y otra vez, cada vez que se movía o gritaba demasiado, y él sólo se hacía daño a sí mismo para poder salir. Dejé de mirar cuando su frente estaba envuelta en sangre y se había sacado de raíz un par de uñas.
Cerré los ojos con escalofríos. Esperaba no volver jamás a ese lugar y realmente esperaba que no sacaran a Vincent de ahí nunca.
—Sólo quería que vieras eso —enunció Evan. Asentí en silencio. —Lamento si fue muy duro.
—Está bien —articulé —. Es todo lo que merece.
—¿Cuándo te vas?
—Por la tarde.
——
Un año después...
—No jodas, Rayo —solté.
Lo miré fijamente mientras el pequeño me observaba con confusión. Ladeó su cabeza y sus grandes ojos amarillos me siguieron.
—Te advertí cientos de veces que debías hacer aquí —indiqué la caja con arena —. No en la puta alfombra —me molesté.
El pequeño gato gris me seguía hacia donde fuera como si nada hubiese pasado. Saqué una bolsa plástica y levanté el excremento de la alfombra.
—¡Encima pareciera que estás enfermo del estómago! —alcé la voz. Rayo se corrió unos centímetros atrás y con sus pequeñas patas comenzó a correr por el pasillo.
El olor era insoportable. Iba a tener que llevar la alfombra a algún lugar para que la lavaran. Puse detergente encima de la mancha y luego agua, escobillé hasta que se vio mejor y luego envolví la alfombra y la puse en el balcón.
>>Meow<< oí desde la sala.
—No mereces comida —lo señalé con el dedo. Comenzó a restregarse por mis piernas y luego a apoyar sus patas en mis tobillos.
Rayo había llegado hace poco al departamento, era un gato callejero que me había topado cerca de la torre Eiffel. Estaba solo y con frío, además, su color gris me hizo viajar rápidamente a los ojos azules de Bianca, quien frecuentemente hablaba dormida acerca de un gato gris y esponjoso. Pues lo había encontrado.
El departamento que había conseguido hace algunos meses era un poco más grande que el anterior. Al menos este tenía dos habitaciones y una cocina un poco más espaciosa, aunque en realidad, no necesitaba tanto espacio. Me costó hablar con la dueña del pequeño edificio para que me dejara tener un gato, prometí que se comportaría, y pues no estaba haciéndolo.
Le serví comida en un pocillo, la mojé con un poco de leche, porque según la veterinaria aun no tenía sus dientes aptos para comer. El gato meneaba su cola y corría como si todo le perteneciera. Se metía a los lugares más pequeños que encontraba y también dormía panza arriba como si hubiese comprado la cama para él.
Me había estado comunicando con mi madre y también con Evan. Se encontraban bastante bien y alegres de que pude tomar una decisión correctamente y no me haya lanzado de un décimo piso por el dolor que estaba sintiendo. Se me había hecho difícil empezar a sanar, pero lo estaba logrando, al menos ahora no me sentía culpable por lo que había ocurrido y recordaba a Bianca con una sonrisa. De a poco sentiría que había sido por algo, aun no lo sentía, pero confiaba en el maldito destino que en un momento indicado la había cruzado en mi camino.
Owen y Daven continuaban con su vida, mi amigo me mantenía al tanto de lo que sucedía en la ciudad. Al menos Paige se encontraba bien, Julie había encontrado trabajo nuevo y Claire Hayden había vendido la mansión para irse a vivir a un departamento de soltera. No dejó su cargo en la Universidad, pero se había tomado un largo receso, pues la depresión había podido con ella y la mantenía en un embarazo de alto riesgo. No sabía si decir que ella merecía algo así, sólo me conformaba con pensar que todo estaba en el lugar que debía estar, aunque me doliera hasta el último de mis sentidos pensarlo así.
—Iré a ver si encuentro un lugar en donde laven alfombras —avisé, y en realidad no sabía por qué lo hacía, si el único que se encontraba ahí era el pequeño Rayo.
>>Meow<<
Tomé las llaves que se encontraban en la puerta, mi chaqueta y salí del departamento. Era un edificio de apenas cuatro pisos, así que no teníamos ascensor. Bajé las escaleras y me dispuse a caminar en busca en algún lugar. Era domingo, un día bastante aburrido, pues no trabajaba y no veía a los pocos amigos que había hecho.
Había encontrado trabajo en un restaurante mexicano, había estado aprendiendo muchísimo junto al chef, pues ahí me tenían, cocinando. Me parecía más divertido, pues no quería ponerme a lavar platos. Realizábamos eventos para ocasiones especiales, y el ambiente laboral era bastante relajado. Estaba yendo al gimnasio y juntando dinero para comprar una motocicleta. El chef del lugar, Patrick, tenía alrededor de 50 años y me insistía todos los días que entrara a estudiar para tener un título que certificara que tenía talento para cocinar, me estaba convenciendo, pero iba dando pasos lentos.
Me había estado encariñando con Patrick y la dueña del edificio en el que vivía. No quería que nadie más osara en entrar en mi vida, no quería volver a sentir dolor ni tampoco preocupaciones, así me encontraba bien y no dejaba de ser Damián Wyde. Prefería que nadie me jodiera porque me gustaba levantarme a las tres de la madrugada por un cigarrillo. Los bares cercanos eran mi lugar de encuentro con compañeros del trabajo, me sentía cómodo con las personas que conocía, me sentía cómodo con estar así sin que nadie volteara nada. Ya había dado un gran paso al haberme atrevido a adoptar a Rayo, pues me encariñaría con él.
Miré local por local, pero ninguno indicaba ser lavandería. De pronto, mientras caminaba acercándome a la esquina, me quedé fijamente mirando la vitrina en donde había un sinfín de cosas para mascotas. Mis pies avanzaron, mi cabeza no. Fue en ese momento cuando choqué con alguien tan repentinamente que tuve que retroceder aturdido.
Sólo divisé que era una chica, se encontraba sentada en el cemento y todo lo que llevaba se había escapado de sus manos. Libros y un par de papeles, además de dos cafés. Me costó incorporarme, ella rápidamente se puso de pie, mientras yo intentaba recoger el sinfín de papeles que traía consigo.
—Lo lamento —le dije algo avergonzado. Ella, tenía sus mejillas coloradas, no sabía si por vergüenza o por molestia.
—Yo también, en serio —respondió ella mientras recogía un par de libros.
La miré disimuladamente y me percaté que sus manos estaban con tierra, además su vestido había quedado lleno de polvo de la calle. Su cabello rubio cubrió su vergüenza mientras se encontraba sacudiendo sus cosas.
—¿Estás bien? —pregunté.
—No —contestó. Levantó su mirada chocando con la mía. —He roto un informe para el trabajo —se lamentó. —Perdón por lo estúpida que fui, gracias por ayudarme con eso —me quitó unos papeles que ni siquiera me había dado cuenta que no se los había pasado.
—Estás... Estás un poco sucia —solté y ella se quedó mirando a sí misma. Dio un leve suspiro casi calmándose a sí misma. —¿Necesitas ayuda con algo? —accedí a preguntar, pues yo había sido el menos perjudicado con el choque. Ella había caído al cemento sentada, su vestido rosa pálido había quedado envuelto en tierra y sus manos raspadas, además, había roto cosas importantes, creo, para ella. Sin contar que había volteado los cafés en medio de la calle.
—No —sus ojos se empañaron y luego miró el suelo, directamente a los cafés.
—No es para tanto, sólo son cafés —expresé. Ella levantó su mirada una vez más y apretó su mandíbula —Ahí hay una cafetería, déjame comprarte otros.
—No entiendes —bajó la voz. Recogió ambos envases de café del suelo y los botó en un basurero cercano. La seguí con la mirada y ella volteó a verme —Vamos, ve a comprarme esos cafés, son muy importantes —pidió con simplicidad
—¿Qué? —reí sin entender.
—Soy Violet Harris —se presentó mientras caminaba —. Y si no llego con esos cafés a la oficina, créeme que me despedirán de inmediato. Y no sabes cuánto necesito ese maldito trabajo —dijo confiada, como si me conociera de toda la vida.
Reí sin entender demasiado. A pesar de que su vestido había quedado hecho un desastre, sus manos seguían raspadas y su informe había quedado envuelto en tierra y roto a la mitad, seguía digna y con una sonrisa inquebrantable en el rostro. Sus ojos miel miraban al frente y no le importó que su cabello rubio estuviese desordenado. Parecía un desastre en tacones floridos caminando a toda velocidad en la acera para que le comprara dos malditos cafés, cafés que, según ella, le solucionarían la vida.
No pude evitar recordar cuando Bianca comenzó a hablar de cómo nos conocimos y se burló de la situación tan cursi y menospreciada de cuando dos personas se encontraban en la mitad de la calle y chocaban, luego los libros de ella caían y así comenzaba todo.
¿Qué estás haciendo, Bianca Morelli?
—¡Dos capuchinos por favor! —gritó mi acompañante. Se ganó unas miradas gratis de parte de chicas y chicos de la cafetería.
—Y dos croissants rellenos —le pedí a la chica que atendía.
—¿Algo más?
—No, gracias —contesté.
—¿Nombre?
—Damián Wyde —dije y Violet se volteó a mirarme luego de haber estado inspeccionando toda la carta de la pared.
—Un placer conocerte, Damián Wyde.
—No sé si puedo decir lo mismo —respondí y ella entrecerró los ojos —Me has costado dos capuchinos y un croissant.
—No pedí un croissant.
—Soy amable —sonreí.
—Pues no te hubiese costado nada si hubieses ido mirando hacia el frente como las personas normales ¿no? —me observó seria.
Alcé una ceja y ella se quedó mirándome fijamente, seria.
—Empecemos de nuevo —propuse.
—De acuerdo.
—Digamos que te invité a un croissant porque parecías una pordiosera con ese vestido envuelto en tierra —comenté.
Ella alzó sus cejas y levemente se le dibujó una sonrisa.
—Y digamos que yo te lo acepté porque luego de haber mendigado toda la noche en estas pintas, se me ocurrió aprovecharme de un pecoso envuelto en pelos de gato.
Hay personas que arman ¿No, Bianca?
***
Fin definitivo.
Me despido con un gran gran abrazo. Gracias a todxs por haber sido participe de esta historia, por comentar sus opiniones, por sus votos. En serio siempre agradezco de todo corazón. Ahora, en otro capítulo pondré mis respectivos agradecimientos. Los amo y quiero un montón, no se despeguen de mis redes sociales porque se vendrán más sorpresas.
Comenta aquí qué te pareció la novela y si te gustaría seguir leyendo de Damián Wyde.
BESOPOS
XOXOXO
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