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Capítulo 3: Vida de mierda


Damián no hablaba muchísimo, pero sus ojos me tentaban a seguir mirándolos por largos segundos. Estuvimos la mayoría del tiempo en silencio mirando hacia el cielo, las estrellas apenas se veían, pero era muchísimo mejor estar ahí, con frío, junto a él, que estar en casa.

Había sido tan extraño volver a verlo porque no lo había extrañado ni necesitado. Fue como si jamás se hubiese ido y cuando escuché su voz casi me quedo sin respiración. Es que era ese tipo de persona que congela tu cerebro, que sientes que conoces desde hace muchísimo tiempo. Ese tipo de persona que sabes que está ahí, pero no te incomoda su presencia ni su silencio. Y me parecía tan raro y casi una locura, que con sólo dos veces de haberlo visto y con 365 días de diferencia entre esos encuentros, nada había cambiado. Y es que no nos conocíamos, pero la electricidad de la primera vez que me dijo su nombre se había sentido tanto y más cuando sus ojos hicieron contacto con los míos en la cafetería.


Regresé a casa una hora después, atemorizada una vez más de encontrar la puerta abierta de mi habitación, sin embargo, me quedé petrificada cuando vi a la policía afuera de la gran mansión, con mi madre en bata de dormir y a Vincent en pijama. Quise escapar de esa situación, devolverme hacia el callejón, pero en cuanto hice el ademán de girar sobre mis pies, escuché el grito de Vincent. Cerré los ojos con fuerza deteniéndome por completo y caminé hacia ellos con las rodillas temblando, pensando en lo peor. Me castigarían hasta los treinta años.

— ¡Bianca! —mi madre me abrazó con fuerza, como si me hubiese perdido por un mes. Dios, estaba en un lugar más seguro que ese enorme castillo.

—Estoy bien, mamá —le dije —sólo he salido a hablar por teléfono.

— ¡¿Por una hora?! —alzó su voz con preocupación. — ¡Dios, Bianca! Son casi las cinco de la mañana.

Unos policías le sonrieron a Vincent Hayden, policías que de seguro conocía al revés y al derecho por su fama, dinero y contactos. Se despidieron de mi madre y luego se marcharon sin antes mirarme como si yo hubiese sido la culpable de haberles hecho gastar su tiempo.

— ¿Quién te despertó? —le pregunté a mi madre mientras entrábamos a casa, ella seguía enfadada conmigo mientras Vincent venía detrás de ella con el semblante un poco más tranquilo.

—Vincent, por supuesto —soltó. Tragué saliva y sonreí de mala gana. —Escuchó la puerta, y me despertó de inmediato.

¿La puerta? Pero si yo había escapado por la ventana.

—Bien, ahora vamos a la cama, conversaremos de esto en el desayuno.

Apenas pude cerrar mis ojos en la poca noche que quedaba. A las siete de la mañana ya estaba dándome una ducha rápida esperando pasar desapercibida en el desayuno, pero no fue así. Mamá fue directamente a mi habitación para decirme que debíamos hablar como "familia" los problemas que yo estaba dando.

Julie me sirvió una taza de café con medias lunas, se lo agradecí y luego volví mi mirada hacia mi mamá, la opinión de Vincent no quería oírla.

— ¿Por qué estás escapándote en las noches? —me preguntó mamá. Sentí cómo mis ojos comenzaban a arder, pero tragué saliva, bebí un poco de café y luego me decidí a hablar.

—No me escapé, mamá —le dije rodando los ojos.

— ¡Deja de hacer esos gestos, Bianca! —se exaltó, Vincent tomó su mano para calmarla. —Pensé que se te había quitado lo rebelde hace un año ¿A caso te has vuelto a ver con ese delincuente? ¿Con el que estuviste encerrada en la comisaría?

—No —respondí a secas —, salí a hablar por teléfono y se me pasó la hora.

— ¿Con quién estabas hablando?

—Con una amiga —mentí

— ¿Qué amiga?

— ¿Qué demonios sucede contigo, mamá? —hablé de mala manera y tal vez me merecía una bofetada, pero estaba cabreada, no podía soportar ni un segundo más su voz culpándome por todo lo que sucedía. — ¿Desde cuándo desconfías tanto de tu hija? ¡Salí a hablar por una hora por teléfono! ¿Y eso qué?

— ¡Bianca! ¡Llamé a la policía por ti!

— ¡No te dije que lo hicieras! —respondí en el mismo tono de voz que ella.

Julie me miraba de reojo, casi reclamándome con su mirada que mantuviera la calma, pero es que no podía, ni tampoco quería hacerlo.

—Esta tarde vendrá el cerrajero, le quitará el pestillo a la puerta de tu habitación —informó severamente.

Fue como si me hubiesen derramado un vaso de agua fría en la espalda, quise ponerme de pie para golpearla, ese nivel de odio sentí, pero sólo pude pensar en las terroríficas noches que me haría vivir. Mis ojos comenzaron a picar y el pecho a dolerme.

— ¿Te has vuelto loca? —Bajé la voz —es mi privacidad, mi habitación, mamá.

La mirada de Vincent iba como en un juego de tenis, pero luego de unos minutos se puso de pie y se marchó al living a no sé qué.

—Vincent dice que es una buena idea para saber que sigues aquí —dijo, luego sonrió como si las ideas de su estúpido marido fueran las mejores.

No pude siquiera responder a ese comentario, porque mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no iba a llorar, no de nuevo. Tomé mi mochila de un tirón y salí de la cocina dirigiéndome al estacionamiento, ignorando a Vincent y a Julie quien era la más preocupada por mí.

¿Quitarle el pestillo a mi puerta?

DAMIÁN

Antes de entrar encendí un cigarrillo. Por la fuerte música dentro de mi casa supuse enseguida a lo que nuevamente iba a enfrentarme. Cuando terminé de fumar, lancé el cigarrillo al suelo y luego lo pisé. Metí las llaves en el picaporte y luego intenté pasar desapercibido, pero se me hacía difícil ver a la mujer que me había dado la vida botada en la alfombra mientras lo único que parecía tener vida dentro de su cuerpo eran sus débiles latidos.

—Damián —escuché su voz en cuanto la puerta se cerró a mi espalda. 

Su voz parecía destruida. Nunca descubrí lo que había sufrido mamá para llegar a ese extremo de emborracharse hasta la inconsciencia.

Me acerqué al living en silencio y apagué la radio, ella emitió un sonido tipo gruñido por mi accionar. 

— ¡Enciende la puta radio! —gritó.

Me acerqué a ella y la miré en silencio. Sólo podía sentir lástima de aquella mujer que alguna vez vi tan sana y empoderada. La levanté con esfuerzo del suelo, su cuerpo parecía pesar diez kilos más cuando se emborrachaba pese a que era bastante delgada. Comenzó a moverse de un lado a otro intentando zafarse de mi agarre, pero aun así la dejé sentada en el sofá, su cuerpo se abalanzó hacia un costado y con sus ojos cerrados se quejaba con exageración.

— ¡Te traje un ron del bueno, Damián! —exclamó, luego rio enloquecida.

—Sabes que no bebo —respondí tajante, ella continuó riendo, como si lo que yo dijera le hiciera gracia.

—Eres un idiota, no sabes aprovechar tu puta vida —decía entre dientes.

—Ya duérmete.

Ignoré su cuerpo débil y lleno de alcohol para me dirigirme a la cocina. El refrigerador seguía vacío y la cerámica estaba vomitada junto a un olor repugnante ¿por qué debía seguir viviendo esa vida de mierda después de haber estado por diez años en una cárcel para menores? Sólo pude tomar un trapo, como siempre, y comenzar a limpiar toda la mierda que jamás me pertenecía.

Y es que era así desde que ella se encontraba "rehabilitada". Estuvo al menos tres meses bien, con un trabajo estable, cenábamos juntos y conversábamos cosas cotidianas. Al menos podíamos conversar. Luego regresaron las recaídas, recaídas que jamás se fueron. No sé cómo conseguía el alcohol, no sé si se vendía por eso o tenía algún amigo o amiga que se la regalara —Y si era así, que esperaba que no, mi mente alucinaba con golpearlo hasta el cansancio—, pero bebía y bebía hasta que su cuerpo expulsara todo eso en cualquier lugar. Después de eso yo era el que debía recogerla en el lugar que estuviese, en los bares ya nos conocían y tenían mi número de teléfono para cuando llegara ahí nuevamente. Yo era el que debía recoger su mierda, literal. Sus vómitos, lavar su ropa envuelta en orina y regalarle un poco de la dignidad que no tenía. Debía sacarla de la calle y discutir con ella para que no vendiera todo lo que tenía a su alcance para conseguir medio litro de algo que ni siquiera rozaba la calidad.


Caminé hasta mi habitación, dejé la ropa de trabajo a un lado y abrí el cajón con llave de mi escritorio, miré el dinero unas cuantas veces y sin antes cerrar la puerta con pestillo comencé a contarlo. Había estado juntando dinero durante los últimos meses, en realidad desde que a mi madre le habían comenzado a dar recaídas prolongadísimas, pero aún no me alcanzaba para arrendar algo e irme de allí. Volví a guardar el dinero, me aseguré de que todo estuviese en orden y salí de esa casa, alejada totalmente de ser un hogar.

Me abrí camino por las calles que conocía al revés y al derecho, calles angostas y llenas de historias. En donde las personas se conocían entre sí, y si no, claramente no podías entrar sin salir baleado o sin pantalones. Doblé hacia la izquierda levantando el mentón cuando vi a un tipo que conocía, él sonrió. Hasta que finalmente di con el lugar que siempre me recibía con los brazos abiertos y claramente era así, pues lo único que hacía yo era entregar dinero.

—Damián —escuché la voz de la vieja Esther antes de golpear la puerta. Estaba sentada en el mismo lugar de siempre, fumando un cigarrillo y tejiendo, maniobrando ambas cosas como una experta. —Ven aquí, hijo —me llamó.

Me acerqué a ella y le sonreí como un gesto de saludo. Me senté a su lado y ella sonrió. Cualquier persona cuerda sabía que era mejor tener a la vieja Esther de amiga que de enemiga.

— ¿Vienes por lo mismo? —habló.

— ¿Por qué más? —Alcé mis cejas.

— ¿Qué es lo que te trajo hoy?

—Mis pies —respondí, luego la miré ensanchando una sonrisa exagerada, ella negó con su cabeza.

—Tú y tu humor —rodó los ojos. —vengo enseguida.

La vieja Esther tenía alrededor de setenta años, pero no lo demostraba. Su cabello era blanco como la nieve y lo llevaba un poco más corto que yo, sus ojos verdes eran inconfundibles junto a su blanca y arrugada piel. Era una de las personas más respetadas que había conocido en las calles y me había ganado todo su cariño cuando le comenté que no demostraba su edad. Nunca supe por qué se dedicaba a vender drogas, era una de las personas más conocidas en las calles por eso y también en la policía, pero jamás habían podido atraparla en algo. Su alrededor se encontraba lleno de soldados —como ella los llamaba— que la protegían. Lo que más me gustaba de ella era su rudeza, la forma peculiar de escupir las cosas en tu cara y la facilidad que tenía para ser una hija de puta y luego la anciana más adorable. Siempre quise preguntarle por qué tenía tatuado el costado de su cuello y casi la mitad del brazo, pero de seguro me respondería algo como: "Eso a ti no te importa". La había conocido gracias a un amigo que hice en el centro de menores, Daven.

—Listo —la escuché —. Pensé que tardarías un poco más en venir de nuevo —sonrió.

Me entregó la pequeña bolsa y yo el dinero.

—Pensaste mal.

— ¿Cómo está la zorra de tu madre? —me preguntó, luego regresó a sentarse a mi lado y a encender otro cigarrillo, desde que la había conocido dos años atrás, siempre estaba fumando.

—Hace cinco días no la veo sobria.

—Dios —dijo, luego le dio una calada al cigarrillo —, que desperdicio de mujer.

Intenté ignorar ese comentario antes de que me afectara y terminara molestándome.

—Ya debo irme —me puse de pie, intenté hacer una mueca parecida a una sonrisa. Ella asintió y luego de eso sólo me marché.

Y realmente esa noche... no quería regresar a casa. Sólo esperaba poder drogarme hasta despegar mis pies del cemento, hasta que todo a mí alrededor fuese en cámara lenta para imaginar que no era real, que en realidad yo no estaba viviendo esta vida de mierda.

BIANCA

Había pasado una pésima noche. Y lo único que hice esa mañana fue salir de casa más temprano de lo habitual, ni siquiera había alcanzado a desayunar. No quería ver a nadie. 

Llegué a la universidad casi como un zombi, mis pies pesaban y sentía que iba a derrumbarme en cualquier segundo. Caminé hacia la biblioteca del lugar, que era exageradamente grande: con dos pisos y estanterías que alcanzaban los dos metros. Me escondí en el último rincón de ese magnífico lugar y aunque me encantaba estar rodeada de libros, sentir su olor a nuevo, no pude concentrarme en eso. Quería estar sola y fue por eso que me senté en uno de los pasillos menos transitados en la biblioteca porque se encontraba lleno de libros viejos y empolvados. Era tenebroso estar ahí , pero definitivamente yo si quería estar ahí, imaginando que la oscuridad iba a protegerme.

No sé cuánto tiempo pasó, pero...

—Disculpa —escuché una voz femenina, saqué mi cabeza de entre mis piernas y levanté mi mirada algo exaltada, al parecer me había quedado dormida. — ¿Piensas dormir aquí?

— ¿Qué? —comencé a incorporarme de a poco hasta que estuve de pie, saqué el teléfono de mi mochila y tenía doce llamadas perdidas de mis amigas y una de mi madre. Miré de reojo la hora 7:49PM. —Dios, no me di cuenta.

—La biblioteca cierra a las 8PM —informó la chica que parecía de mi edad, aunque era un poco más baja.

—Sí, ya me voy.

— ¿Te encuentras bien? —me preguntó con un notable interés.

—Sí, si... ¿por qué preguntas? —fruncí el ceño.

—Te ves como la mierda —soltó con descaro, no pude evitar sentir un pequeño enfado y fruncir el ceño sintiéndome ofendida —, tengo un poco de maquillaje entre mis cosas —agregó.

Ya me agradó.

—Me vendría bien —opiné, ya con una sonrisa en el rostro algo cansada. Mi trasero dolía y toda mi espalda también.

—Soy Paige —se presentó mientras caminábamos hasta el escritorio en donde algunas secretarias atendían.

—Y yo Bianca.

—Lo sé —rodó los ojos — ¿Quién no te conoce? Eres la hija de Claire Hayden.

—Si... —recordé automáticamente que tenía madre y ella era una de las administradoras.

Paige me tendió un espejo y su cosmetiquero, se sentó frente a mí y comenzó a hablar deliberadamente como si nos conociéramos. Era agradable, pero había tenido un día de mierda y no quería hablar demasiado. Comencé por quitarme el maquillaje debajo de mis ojos que se había desparramado.

— ¿Trabajas aquí? —le pregunté luego de haber escuchado un sinfín de cosas que ni siquiera entendí.

—Si. De alguna manera tengo que pagar esta universidad y encima estoy becada.

— ¿Y tus padres?

—No todos los padres del mundo son millonarios —dijo mirándome fijamente lanzándome una indirecta. Me quedé en silencio, lo último que quería hablar era acerca de mis padres, menos de mi padrastro. —Lloraste toda la tarde —bajó la voz.

— ¿Estabas vigilándome?

—Es que ocupaste el lugar en donde me quedo dormida.

Reí de su comentario y luego ella también.

—Lo lamento.

—Da igual.

Terminé de ponerme máscara de pestañas y luego le devolví sus cosas.

— ¿Me veo mejor? —la miré, ella entrecerró sus ojos analizándome y luego asintió.

—Aprobada, aunque todavía tienes esos putos ojos hinchados por haber estado llorando.

—Nunca puedo disimularlos —rodé los ojos.

—Sea por lo que sea que estabas llorando, no vale la pena —expresó.

—Supongo que no —sonreí de mala gana. —Está bien, debo irme.

—Adiós, Bianca —se despidió con la mano cuando me había alejado un poco, copié su gesto. — ¡Mañana no quiero verte llorando aquí! —gritó y yo reí ante su efusiva personalidad.


No me importaba que mi puerta no tuviera pestillo porque claramente no me quedaría ahí por ningún motivo. Habían violado todo lo que me pertenecía, toda mi privacidad. En el único lugar de esa mansión en donde me sentía "protegida". 

***

BESOPOS

XOXO

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