CAPÍTULO 4. HAYDEN'S FACTORY AUCTIONS (II)
Cuando llegué a casa estaba empapado. Candé la bici y subí las escaleras apresurado, cargando las compras. Había conseguido un poco de pollo así por lo bajo, gracias a la mediación de Hellen, la tendera de la "pescadería".
Traté de respirar una vez me posicioné ante la puerta. Solo quería entrar a casa y preguntarle a mi madre por qué nunca me dijo que el señor Kokotska y mi padre eran amigos. Y preguntarle si realmente había muerto de un infarto o aún había más cosas que no sabía. Tenía ganas de gritar. De pedir explicaciones. Y de entender cosas de una vez por todas. Pero sabía que no era plan. Era el único día de la semana que mi madre tenía tranquilo, aparte del domingo. Y aquella tarde se marchaba a limpiar a la otra punta de la ciudad. Una casa que llevaba desde hacía tiempo, en la zona de veraneo. Era de unos ricos de Londres. Una mansión, y le llevaba mucho trabajo. Siempre volvía molida, por eso la mañana se la dejaba despejada. Por no mencionar la ilusión que mi madre llevaba con la entrevista que yo tenía aquella tarde.
Supe que tendría que callarme y dejar la conversación para otro momento. No quería amargarle el día. Y no quería tener esa conversación en caliente. Yo no era ese tipo de persona que se deja guiar por sus emociones y suelta lo primero que le viene a la cabeza. O intentaba no serlo, siempre que podía.
Suspiré. Metí la llave y la giré. Encontré a mi abuelo a la mesa y a mi madre sirviendo la comida. Yo me había retrasado un poco más de la cuenta, y ella tendría que irse temprano.
Olía macarrones con tomate. Mi madre los hacía extraordinarios, y junto con las lentejas era una de mis comidas preferidas. Estaban gratinados con el queso fundido. Y esperando en una fuente sobre la mesa. Dejé la mochila en la entrada.
Mi madre me vio y sonrió. Puso los brazos en jarras.
―¿Has conseguido carne?
No pude evitar sonreír.
―Todo lo que me pidió, señora Liebermann ―respondí. A veces la llamaba así para hacerla rabiar. Rompió a reír―. Pollo, además.
Suspiró y se sentó a la mesa, todavía con el delantal puesto. Me señaló con la cabeza.
―Cámbiate, estás empapado y este mes ya no queda presupuesto para medicinas ―apremió con un gesto de la mano―. Te esperamos.
Asentí.
Dejé la mochila en el salón, junto a la pequeña consola del recibidor. Y me perdí en mi cuarto, cerrando la puerta. Me quité la ropa, sin molestarme en bajar la persiana, aún sabiendo que Freya podía rondar por ahí. No habría sido la primera vez. Pero tenía prisa. Me puse la camiseta del pijama y un pantalón de chandal que saqué del cajón de la ropa de estar por casa, el tercero del interior del armario. Unos calcetines y las zapatillas. Salí y me senté a la mesa. La temperatura del salón se elevaba considerablemente por dos motivos. Allí se hacía más vida que en las habitaciones, y era un salón cocina así que el calor de los fogones elevaba la temperatura por un rato después de cocinar.
Mi madre hizo los honores de servir.
― ¿A qué debo este honor? ―pregunté refiriéndome a los macarrones. Hacía tiempo que no los cocinaba y solía reservarlos para las ocasiones especiales.
Sonrió. Estaba visiblemente contenta.
Mi abuelo se puso a comer rápidamente, admirando los macarrones de mi madre, llevando su conversación paralela, como solía ocurrirle.
―Tienes una entrevista esta tarde ―Me guiñó un ojo―. Quería que tuvieras energía suficiente.
Sonreí.
―Además... ―empezó.
Arqueé las cejas. Con curiosidad.
― ¿Además? ―pregunté, expectante. Dando mi primer bocado a los macarrones y saboreándolos. Todo lo que se cocina con butano sabe diferente. Y si lo cocina tu madre ya hablamos de otro nivel. Uno de otra galaxia. La mayoría de los días, a excepción de temporadas puntuales o momentos concretos de la semana, la comida la hacía yo. Y no. No sabía igual que la de mi madre. Pero ella trabajaba muchas horas y algunos días ni siquiera podía acercarse a comer a casa.
Suspiró y sonrió.
―Tengo casi cerrada una casa, esta tarde cuando salga de Pantonhill, me pasaré por la vieja mansión de los Sallinger, para firmar el contrato con su propietario ―sonrió―. Que además es un viejo amigo mío.
Arqueé las cejas desconcertado. Era observador. Había visto cierto movimiento en la casa en las últimas semanas, si me apuras, en los últimos dos meses. Pero no me imaginaba que fuese a entrar a vivir alguien. Pensaba que la estaban restaurando o remodelando al interior para reconvertirla en otra cosa.
― ¿Allí vive alguien?
―Desde esta noche, sí ―sonrió―. No han podido mudarse antes, pese a que ya llevan unos meses en Londres. Porque la casa estaba hecha polvo. Ten en cuenta que llevaba cerca de un siglo cerrada.
No me había ido tanto.
― ¿Un viejo amigo? ―inquirí con una media sonrisa, arqueando una ceja,
Me lanzó la servilleta.
―No seas idiota, Roy ―Me regañó―. No esa clase de amigo. Un amigo de cuando vivía en Michigan ―sonrió―. Hacía muchísimo que no nos veíamos. Me lo encontré el otro día por casualidad, cuando fui a tomar algo con tu tía. Y me reconoció.
―No me extraña, estás estupenda ―apunté.
Me reprendió con la mirada, pero guardándose una sonrisa que quería asomar desde los labios.
― ¿Me has hablado alguna vez de él?
Asintió.
―Como un millón de veces. Es Bernard, el médico ―sonrió―. El que tiene dos hijos como de tu edad.
Arqueé las cejas sorprendido.
―¿El gay?
― ¿Cuándo te he enseñado yo a juzgar a la gente por su orientación sexual? ―Me reprendió, golpeándome con su servilleta.
―Haya paz ―suplicó mi abuelo. Casi acabando sus macarrones mientras se perdía en el periódico deportivo de turno.
Los dos suspiramos.
―Pensé que vivía feliz en Michigan con su marido y sus hijos.
―Pues ya ves, parece que se han mudado aquí. Y van a recuperar la vieja casa de sus antepasados...
Asentí.
―¿Y te hace contrato? ―pregunté sonriendo.
―Así es. El mejor que he tenido desde que trabajo. Todas las mañanas a cambio de un salario estable y contrato indefinido ―anunció con la voz tímida, pero muy feliz.
Me quedé de una pieza.
―¡Cuándo pensabas decírmelo! ―admiré―, ¡Está que te cagas! ―casi aplaudí―. Enhorabuena ―Me levanté, rodeé la mesa y le di varios besos en la mejilla. Después volví a sentarme.
―Come que se te enfría ―apremió mi abuelo, poniendo su mano sobre mi antebrazo y dándome un par de palmadas. Como solía hacer. También solía acercar a la gente para hablarles, agarrándolos para poder oírles cuando contestasen. Manías de la vejez y la sordera. No le culpaba.
Obedecí y me entregué a los macarrones.
―El otro día tomando algo penJasonos que sería buena idea quedar algún día a cenar. Y se ofreció a invitarnos a cenar, a los tres, para innaugurar su casa. No tiene muchos amigos aquí y no conoce el barrio ―suspiró, y sé que le faltó un empujón para santiguarse. Me reí para mis adentros. Por suerte aquella casa estaba más fuera del barrio que dentro―. Así también te presentará a sus hijos, y podéis quedar algún día a...
No, por ahí no.
―Mamá ya sabes que mis amigos los hago yo y...
―Hazlo por mí ―Me suplicó, juntando las manos, y poniendo aquella carita tan dulce con la que siempre me pedía cosas. Era la única persona en el mundo a la que le consentía chantajes de algún tipo. Al fin y al cabo, era mi madre―. Estoy segura de que os llevaréis bien. Son un chico y una chica como de tu edad. Ella un año mayor, él uno más joven. Muy majos, por lo que me cuenta Paul. Conocen poca gente en la ciudad. Te lo pido como favor personal.
Suspiré.
―Está bien, lo intentaré ―musité, acabando los macarrones―. Joder, están espectaculares ―admiré con los carrillos llenos.
Me guiñó un ojo.
―Por cierto, no me has dicho como va a quedar tu horario ―dije, curioso.
―A partir de ahora trabajaré cuatro horas por la mañana en la casa de Paul, de lunes a viernes. El sábado se mantiene como hasta ahora, con las tres casas de por la mañana. El miércoles mantengo la mansión de Pantonhill. El lunes la de los Auster. Y el jueves la de los Lancaster ―enunció―. El resto de casas que tenía por la mañana las dejo, eran en negro y no me dejaban tanto dinero como la oferta de Paul. Y tu tía y yo hemos pensado que si te dan el trabajo yo puedo quedarme ayudándola en la floristería las tardes que tu hacías hasta la fecha, los martes, los viernes, y la tarde del sábado.
―No te mates a trabajar, mamá ―Le dije―. Que ya no estás para determinadas cosas y yo pronto voy a tener un sueldo.
Sonrió, con agradecimiento.
―Aspiro a otra cosa para ti ―sonrió―. Quiero que salgas de aquí, en cuanto puedas. En cuanto acabes los estudios y tengas un sueldo estable te vas del barrio. No quiero verte por estas calles. Cerca, si quieres, sí. Ya buscaremos algo, pero este sitio...
―No me avergüenzo de esto, mamá ―atajé―. Ha sido mi vida todo este tiempo. Tengo amigos aquí y... ―por alguna razón me falló la voz. Por alguna razón me vino a la mente el rostro enloquecido de Vlad cuando me negué a darle el dinero. Su mano golpeando los nichos, furiosa. La duda de Oswald y su incomodidad al verme. Y los constantes desafíos de Charlie. Joder. Pero todavía quería salvarles.
―Lo pensaremos ―concedió mi madre―. Pero que sepas que me hace mucha ilusión que aceptes venir con nosotros a esa cena. Hemos quedado para el mes que viene, el primer sábado ―sonrió, acariciándome la mano sobre la mesa― Así les damos tiempo a que se terminen de instalar.
Mierda.
― ¿En sábado? ―pregunté―, ¿No podría ser otro día?
Me observó con el ceño fruncido.
―Hemos quedado ese día y ese día será. Además, ya sé de la que se armó en el Waterloo el sábado pasado. Y si puede haber un fin de semana que no te vea por allí...
Mi madre se enteraba de todo. O eso creía. Porque del viejo John, y de los crímenes de Flicmond, no sabía nada.
***
A las cuatro menos veinte me dirigía hacia la puerta de la vieja fábrica, a escasos doscientos metros de mi casa bajando la calle. Me había arreglado antes de que se fuera mi madre, y cuando se fue me vestí como quise. Es decir, como siempre voy. Con mis pantalones ajustados, mis deportivas y mi chupa de cuero. No iba a cambiar en nada el resultado de la entrevista. Después de todo, ella desconocía el encontronazo que había tenido con el camión de la sala hacía algunas semanas. También lo desconocía mi profesor, que me deseó suerte llamándome por teléfono al poco de marcharse mi madre.
Había salido de casa con tiempo. Mi abuelo seguía leyendo su periódico y también me deseó suerte, pese a todo.
Quería echar un ojo a la parte trasera de la fábrica. Allí había un pequeño callejón, en donde daba la puerta de atrás, donde, supuse, se encontraría el montacargas dado que fue donde me estrellé contra el camión. Era un callejón estrecho, el camión cabía a duras penas, y ni siquiera tenía farolas. Así que de noche la luz solo entraba desde la calle principal. Era un lugar lúgubre. Pero no estaba allí para rememorar el momento camión. Estaba allí porque también a esa calle daba la entrada del viejo almacén abandonado, en donde la otra noche había creído ver una sombra acceder por la puerta secreta. Esa que Vlad y yo habíamos observado durante tantas horas en nuestra infancia.
Me acerqué e inspeccioné la puerta una vez más. Era de hierro. Oxidada. Y estaba cerrada por varios candados también bastante desvencijados por el tiempo y la acción de la lluvia. Conjugaba bien con el ladrillo rojo que era el material en el que la fábrica y su antiguo almacén habían sido erigidos. Por la ciudad pasaba un río, el Ranges, lo que había favorecido siempre la construcción en ladrillo en lugar de en piedra, aun en las épocas en las que se estilaba más esta última. En cada lugar se construye con lo que se tiene. Digan lo que digan los libros de arte sobre el románico. San Sernin de Toulousse es la prueba.
Suspiré y pasé la mano por la puerta, sintiendo el óxido impregnar la palma de mi mano. Entonces, y como de forma inconsciente, mis ojos se dirigieron hacia abajo, a mis pies. Estaban sobre un gran charco rojo. Cualquiera habría pensado que podía tratarse de un charco de óxido agrandado por la lluvia. Pero había surcos de alguna clase de líquido rojizo que se había evaporado o diluido con la humedad en el suelo. No estaban muy claros. Como cuando das una pincelada muy aguada sobre el papel y dejas que su contorno fluya y se creen formas extrañas que evocan otras naturalezas alejadas de lo que te has propuesto pintar. Todas llevaban hacia la otra avenida. Ulm Street, que iniciaba con un muro, y en donde se encontraban las antiguas viviendas industriales de obreros innumerables veces reformadas para adaptarlas a la normativa. Perseguí el rastro. Como el perro que se queda con un olor. Pero se perdía en la avenida, posiblemente porque allí el asfalto era más transitado.
Volví la vista atrás, de nuevo hacia la puerta, observándola desde el otro lado. Y tuve aquella corazonada. Suspiré. Regresé con rapidez. Sobre mis pasos, hasta el acceso del almacén. Y hice algo tan pedestre que si cualquiera me hubiera visto en ese instante se hubiera detenido a mirarme. Pegué la oreja derecha a la puerta, me coloqué el auricular de la oreja izquierda enganchado al móvil, y reproduje un par de pistas de ruido blanco que a veces usaba para intentar dormir. De alguna manera insonorizaba mi oído izquierdo pero no el derecho.
Y escuché con atención, agudizando mi curiosidad. Pasados un par de minutos, y cuando estaba a punto de desistir, escuché un golpe, como de un objeto metálico contra una cañería. Esperé por si se oía otra vez. A los veinte segundos se escuchó de nuevo. Y pronto otra vez. Y otra. Así sucesivamente por los siguientes minutos.
Me pregunté si podía ser una gotera. Pero todavía no había llovido, e iba a nevar. ¿Una cañería golpeando a otra? Era raro. ¿Un gato? Era la opción más plausible. Un gato o una rata moviendo algún objeto que chocase contra otro. Aún así, era mucha casualidad. Y un escalofrío me recorrió la espalda.
¿Podría haber alguien ahí dentro?
¿Ahmed?
Pero algo me sacó de golpe de mi ensimismamiento. La puerta trasera de la fábrica se abrió y un hombre mayor, no demasiado alto, ataviado con un chaleco, una pajarita y unas botas de monte me observaba con atención desde sus ojos oscuros y su pelo cano. A través de unas gafas negras de pasta. Salía con un cigarro en la boca, y se me quedó mirando, confuso.
De repente, tras observarme por algunos segundos, sonrió, señalándome con la cabeza.
―Te has teñido la oreja de rojo ―anunció, observándome con curiosidad, como si acabase de descubrir un punto de vista diferente del universo―, ¿Qué hay detrás de esa puerta que pueda resultar tan atractivo?
Me froté la oreja intentando quitar el óxido de mi piel. Y después me rasqué la cabeza.
―No lo sé, siempre he querido averiguarlo ―Me encogí de hombros―. Lleva sellada desde que era un niño ―admití. Una media verdad siempre es mejor que una excusa inventada por completo.
De repente frunció el ceño.
― ¡Yo te conozco! ―exclamó, entre sorprendido y divertido, señalándome con el cigarro―, ¡Eres el chico que se estrelló cuan bólido de carreras contra nuestro camión hará dos semanas!
Sonreí, no lo pude evitar. Aunque me estaba muriendo de la vergüenza.
―El mismo ―admití, avergonzado. No me quedó otra.
― ¿Por qué diantres huías de la policía? ―Me preguntó con curiosidad. Ni fingida ni por compromiso, curiosidad de la verdadera. Aquel hombre parecía mirarlo todo desde los ojos de un niño que descubre el mundo por primera vez. Y eso también despertó mi curiosidad.
―Saber lo que sintió el automóvil de Russolo ―respondí sin pensar mucho.
Lo último que habría esperado es lo que sucedió a continuación. Aquel señor peripuesto, que rondaría los sesenta y cinco años, y disfrutaba del humo del tabaco, rompió a reír como no había visto a nadie reír en mucho tiempo.
Yo sonreí. No sabía muy bien qué hacer en ese momento. Unos segundos después él se secó las lágrimas con un pañuelo que sacó del bolsillo de su chaleco. Y me señaló, de nuevo, con el cigarro.
― ¿Y la policía? ―preguntó.
―El gilipollas de uno de mis amigos le disparó a un gato con una escopeta de perdigones, y atinó en el trasero de una señora. Así que tuvimos que huir, y me pillaron a mí en lugar de al idiota de Charlie ―admití. No sabía si estaba haciendo bien. Pero lo único que me salió fue decir la verdad―. No suelo usar escopetas de perdigones. Y en realidad me gustan los gatos. Pero en este barrio hay que sobrevivir, y la carne de cualquier tipo se cotiza mucho a final de mes.
Me observó con los ojos como platos.
Arqueó las cejas.
―Pero me suenas de algo más ―insistió. Sería del curriculum que mi profesor les había mandado.
―Tengo una entrevista con ustedes en cinco minutos ―dije después de todo, mirando el reloj para constatar mi afirmación. Asentí―. Quizás haya visto mi fotografía en el curriculum.
Palmeó con fuerza las manos. Y sonrió.
―Eso era, claro que sí ―admitió―. Lo tenía todo preparado para que entrases por la puerta de delante, pero si quieres me acabo el cigarro y te enseño el almacén primero. Luego te mostraré el resto de la sala, el área de exposiciones, y después iremos a mi despacho si te parece ―Le dio una larga calada a su cigarro. Y no pareció muy sorprendido porque el pirado que iban a entrevistar fuese un tipo al que hacía dos semanas había detenido la policía―. Pero antes déjame que me fume el cigarro. Hay una señora un poco inaguantable en la entrada. Se la he dejado a mi secretaria. Está empeñada en que tiene un Rembradnt, y no es más que una copia del XIX. Hay demasiada ignorancia en el mundo. Pero tengo esperanzas en esta ciudad ―suspiró―. Es industrial, nunca había habido una sala de subastas, y sé de familias de mucho dinero que han vivido en ella durante generaciones. Puede haber grandes tesoros escondidos ―sonrió, señalándome con el cigarro.
En ese momento me rondó una pregunta por la cabeza. Abrí la boca por un instante, pero la volví a cerrar.
―No te cortes, pregunta ―Me animó.
Arqueé las cejas, sorprendido.
―No es una pregunta en sí ―aclaré―. Es solo que no entiendo la razón por la que han decidido emplazar un espacio como una sala de subastas preciJasonente en este barrio...
Me observó de nuevo con esa curiosidad que le era característica.
― ¿Conoces bien el barrio?
Suspiré.
―Más de lo que querría ―admití―. Y aquí nadie le traerá más que problemas. Yo vigilaría mucho a quién dejan entrar e invertiría en seguridad. Conozco bien a la gente del barrio... ―No sabía cómo explicarme―. Bueno, no somos el prototipo de gente que se las arregla de forma honrada. Y tampoco nos gustan los de fuera.
Arqueó las cejas.
―Te llamabas, Roy Liebermann, ¿Cierto?
Asentí.
― ¿Y tú qué clase de gente eres, Roy? ―preguntó―. Vives en este barrio, pero estudias en la universidad. Dos carreras. Y ninguna es con exactitud lo que se respetaría entre estos muros, me temo ―suspiró―. Dices ser como ellos, y en cierta manera te comportas como tal, pero ni siquiera hablas como ellos. Ignoro los motivos reales por los que la policía te perseguía. Y no son de mi incumbencia. Ahora tú me dices que las personas de este barrio no sois de fiar. Pero tu profesor afirma que eres brillante y que mereces una oportunidad. ¿A quién debo creer?
Guardé silencio.
―Yo no soy nadie para responder a esa pregunta ―dije después de todo―. Si estamos siendo honestos, este lugar es una frontera. Y no sé a qué lado de la línea estoy ―suspiré―. Aquí todos hemos hecho cosas para sobrevivir. Nadie tiene la conciencia limpia. Todos tenemos secretos y todos enloquecemos alguna vez. Todos lo hemos hecho mal, y lo hemos intentado hacer bien después, unas veces con más éxito que otras. Pero al final estamos atrapados aquí. Y nadie nos ve. Y si ustedes están aquí tendrán que hacer una labor extra para que los vean. Porque este lugar invisibiliza cada cosa que toca.
Sonrió.
―Por eso estamos aquí ―suspiró―. Para que la gente de fuera tenga que venir, y tenga que veros.
Me reí.
― ¿Qué te hace gracia?
Suspiré.
―Creía que las salas de subastas existían para ganar dinero especulando con la Historia del Arte.
Asintió.
―A todos nos gusta el dinero ―admitió―. Y aquí nos encanta el arte, como a ti, sospecho ―concluyó, señalándome con los restos de un cigarro que se consumía―. Pero, como muy bien has dicho, todos venimos de algún lugar. Y uno nunca ha de olvidar de donde viene, ¿No crees?
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