CAPÍTULO 10. PERDIDO ENTRE LA NIEBLA
― ¿A dónde vas, Roy? ―preguntó mi abuelo, que miraba la tele, empanado. Mi madre estaba trabajando. Era lunes por la tarde y había quedado en la comisaría. Me dolía todo. Ni siquiera había ido a clase. Tenía una tutoría, y la había tenido que cancelar. Pero aquello era importante. Más que nada que hubiera hecho antes.
―Tengo que resolver un asunto ―Me excusé, agarrando la mochila como pude. Había metido todas las pruebas dentro. Cogería la moto y cruzaría la ciudad para ver al señor Denver. Iba con bastante tiempo así que tendría que tomar algo antes.
―Tu madre fue muy clara, dijo que...
―Pero no está ―Le corté.
En ese momento llamaron al timbre.
Mi abuelo me miró confuso. Nadie llamaba al timbre, y menos a esas horas.
Recorrí el recibidor en un par de zancadas, y pegué el ojo a la mirilla. Quedé desconcertado por lo que vi.
Era Charlie. Y estaba muy nervioso. Y parecía que se había pegado con alguien.
Abrí la puerta.
― ¿Qué quieres? ―bufé―. Tengo que ir a la universidad a una tutoría ―inventé.
Temblaba de pies a cabeza. Pero no me daba ninguna pena. Hubiera preferido mil veces que muriera él en lugar de Vlad. Era el primero que le alentaba en sus locuras. Le lamía el culo por un poco de farlopa y un sobresueldo. Nunca le importó lo más mínimo.
―Se han llevado a Oswald ―balbuceó, como un niño pequeño al que le tiembla el labio porque le han quitado una piruleta. Estaba asustado. Y no sabía a quién recurrir.
Sus palabras me golpearon como una sacudida.
―¿Cómo?
―Estábamos frente a la tapia del cementerio. Íbamos a pasar por el velatorio ―explicó, con el aliento entrecortado―. Paró un coche negro. Nos pegaron de golpes. A mi me dejaron tirado en la acera. A él se lo llevaron.
Maldije mi mala suerte y mi rabia.
―¡Y DÉJAME ADIVINAR! ―Grité empujándole―, ¡TÚ NO HICISTE NADA! ―Bramé―, ¡SOLO TE QUEDASTE AHÍ PARADO, COMO UN COBARDE CABRÓN!
Sollozó en silencio.
Di una patada al buzón.
Eche a andar escaleras abajo.
―¡Desde cuándo te he enseñado a hablarle así a alguien, Roy! ―gritó mi abuelo, saliendo a la puerta, escandalizado.
―¡Abuelo vuelve a casa y no te metas en esto! ―grité. Se quedó quieto en el sitio. Sin dar crédito a lo que acababa de pasar.
Señalé a Charlie con el dedo.
―¿Cuándo fue?
Guardó silencio, compungido.
―¡INÚTIL, TE HE DICHO QUE CUÁNDO SE LO LLEVARON! ―Grité, como poseído por todo lo que nunca le había gritado antes―, ¿ES QUE NO TIENES CEREBRO NI PARA RECORDAR CUÁNDO SE HAN LLEVADO A TU MEJOR AMIGO?, ¿NI SUS CARAS?, ¿NI LA MATRÍCULA DEL PUTO COCHE, CHARLIE?
―Hará algo así como una hora ―balbuceó, temblando de pies a cabeza, entre sollozos―. Era un coche negro. No vi la matrícula. Pero me sonaba del barrio...
Como no.
―¿DEL SEÑOR KOKOTSKA? ―Bramé, fuera de mí.
Abrió los ojos, como si algo hiciera "clack" en su cabeza.
―Ahora que lo dices...
―¡Cómo no! ―bufé, pateando una papelera mientras aferraba fuerte la mochila a mi espalda―, ¡NO HAY UNA PUTA MIERDA EN ESTE BARRIO QUE PASE SIN QUE ESA FAMILIA LO SEPA! ―Escupí.
Eché a andar hacia la moto.
―¡Roy a tu madre no le va a gustar esto! ―gritó mi abuelo, saliendo a las escaleras, desesperado. Apoyándose en la barandilla―, ¡Me reñirá!
―¡Y a mí no me gustó que me ocultara que el señor Kokotska había matado a mi padre!
Tan pronto como aquellas palabras salieron de mi boca me arrepentí. Pero en lugar de girarme y quedarme para ver el efecto que tenían sobre mi abuelo me fui. Monté la moto, saqué las llaves. Me colgué la mochila. Me puse el casco, y arranqué. Saliendo a toda velocidad.
En un semáforo puse el gps en el móvil. Lo guardé en la guantera de la moto. Lo miraba cuando paraba. Iba a mucha velocidad. Me importaba una mierda si me ponían una multa. Me crucé la ciudad en apenas quince minutos. Sabía que iba a llegar bastante antes de tiempo a la comisaría y me daba miedo que no me recibieran. Pero tenía que intentarlo. Si no me hacían caso tendría que adelantarme y forzar esa puerta del viejo almacén.
Dejé la moto en la acera, frente a la comisaría, que estaba en un gran edificio. Era la zona más urbanizada. Con edificios altos y comercio.
Entré, mejor dicho, irrumpí en la comisaría. Me dirigí al mostrador. Había gente esperando, pero me dio igual. Pasé delante de todos.
Se empezaron a quejar.
El policía que atendía en la entrada me reprendió con la mirada. Era un hombre de unos cuarenta años, con barba muy poblada, y que mediría cerca de los dos metros.
― ¿Muchacho es que no ves la cola?
―Tengo que ver al señor Denver ―dije, con desesperación―. Es muy importante. No puede esperar. Tengo pruebas de que está sucediendo algo horrible. Y si no actuamos rápido va a morir alguien.
Por un momento me tanteó con la mirada. Debatiéndose. Confuso.
―Está reunido ―sentenció con voz grave―. Y lo estará toda la tarde.
―Tengo una cita con él a las seis ―supliqué, mientras la gente de la cola se quejaba, insultándome.
―Pues vuelva a esa hora.
― ¡Para entonces habrá una persona muerta! ―bramé, golpeando con la palma de la mano el mostrador.
―Tienes más comisarías en la ciudad ―contestó con voz aspera―. Puedes ir a cualquiera si es tan urgente.
Golpeé de nuevo el mostrador.
―¡Mierda usted no lo entiende! ―grité―. ¡Vengo de parte de John!, ¡Pata de palo!
En ese momento se abrió la primera puerta, la de un despacho cercano. Y de ella emergió un hombre de mediana edad, canoso, con el uniforme y un bolígrafo en la mano.
―¿Se puede saber qué es todo este alboroto, Fred? ―preguntó, mirando molesto al policía que me atendía.
Me fijé en el nombre que ponía en su solapa.
Era Denver.
―¡Señor Denver! ―grité―. ¡Tengo las pruebas que John no consiguió!
Me observó, desconcertado.
―¿Eres el chico de las seis? ―preguntó, acercándose, y estrechándome la mano. Me miró a los ojos, intrigado.
―Por favor, es muy urgente. Hay alguien que puede estar muriendo ahora mismo y todavía podemos salvarle.
Suspiró, desconcertado.
―¡Ya le dije que tendría que esperar! ―Se defendió el primer policía.
Denver le hizo callar con un gesto de la mano.
―Dile a Davidson que se encargue de al reunión, ya está terminando ―Le pidió. Después me señaló con el dedo, entre molesto y confuso―. Y tú, sígueme.
Nos metimos por el pasillo de los despachos. A la izquierda. Y llegamos al fondo. Entramos a un cuarto que parecía una sala de interrogatorios. Denver me pidió que me sentara a un lado de la mesa. Él se sentó al otro, más lejos de la puerta.
Nos observamos por un instante. Como tanteándonos.
―Eres el chico de John ―analizó―. Antes de morir me dijo que tarde o temprano vendrías.
―Da igual si es tarde o temprano. Tengo lo necesario para hundir a Kokotska y salvar a personas que pueden estar muriendo en este momento ―atajé. Abrí la mochila. Saqué la carta, las fotografías. Y el pendrive con el video de Brown en el que moría Carl asaeteado.
Lo leyó y observó todo con detenimiento. Encendió el ordenador y revisó una y otra vez las imágenes que yo no quería ver.
―¡Tenemos que ir ahora mismo, con refuerzos, Denver! ―supliqué, cuando terminó. Hartándome de todo.
―Vamos a ir, pero no puedo hacerlo ahora mismo ―explicó con paciencia, mirándome a los ojos―. Tengo tantas ganas como tú de pillar a ese cabrón, y me da que con lo que tienes y lo que nos vamos a encontrar en ese sótano vamos a tener de sobras para que no vuelva a salir nunca de la cárcel. Pero hay que hacer bien las cosas. Necesito una orden judicial que puedo pedir esta misma tarde. Mañana podríamos entrar y...
Golpeé la mesa. Furioso. Sin creerme lo que acababa de escuchar.
―¡MALDITA SEA LE ESTOY DICIENDO QUE AHORA MISMO HAY ALGUIEN QUE ESTÁ MURIENDO! ―Supliqué, temblando de pies a cabeza―. ¡LA ÚNICA PERSONA QUE PODRÍA CORROBORAR QUE IROSLAV KOKOTSKA FUE EL ÚLTIMO EN VER CON VIDA A SU HIJO ESTÁ AHORA MISMO EN ESE ALMACÉN!, ¡Y TENEMOS POCO TIEMPO!
Me observó, preocupado y tratando de mostrar comprensión.
―Entiendo la situación, chico, pero hay protocolos. Puedo intentar agilizar la orden a esta misma tarde y dentro de un rato...
A la mierda.
Me levanté. Cogí la mochila y me dispuse a salir.
―¡ROY, ESPERA!
―Si su mierda de sistema es incapaz de hacer nada lo haré yo. Aunque sea lo último que haga ―dije, después de todo. Golpeé el marco de la puerta y me largué de allí.
Crucé el pasillo a grandes zancadas. Denver me gritó cosas que no logré escuchar. Pero no le di tiempo a alcanzarme. Aún con todo el dolor del mundo en el cuerpo me alejé de allí, poseído por la rabia. Salí a la calle y cabalgué la moto. Arranqué de vuelta a Flicmond y casi volé por las calles.
Aparqué la moto de malas maneras a la entrada del barrio.
Y eché a correr hacia la fábrica. No había nadie por la calle. Aquel día en la sala estaban de subasta, yo estaba de baja una semana, así que no había podido ir. Llegué a la parte trasera, suplicando por que Philippe no estuviera fumando como acostumbraba.
No sé si tuve suerte, o mala suerte. Pero no estaba.
En ese momento me enfrenté a la vieja puerta de hierro oxidado que a Vlad y a mí nos había obsesionado durante años.
Quizás movido por la adrenalina. O por una mezcla explosiva entre la rabia y los impulsos que habían pasado a controlarme por completo. Como si algo de Vlad me hubiera poseído. Agarré un hierro suelto de la verja que cercaba parcialmente la fábrica. Le pegué una patada, haciendo palanca. Me corté en la mano, pero logré soltarlo. Lo aferré, ignorando el dolor. Y traté de tantear la puerta, intentando hacer palanca. Pero estaba cerrada desde dentro. Debí imaginarlo.
Tiré el hierro, cabreado. Pero en ese momento otra idea me surcó la mente y lo volví a coger.
Lo único que me quedaba era hacer algo que nunca se me había ocurrido. Utilicé una de las rejerías cercanas para trepar hasta el techo bajo del almacén. Tendría que haber alguna claraboya que pudiera romper. Trepé por el tejado, a fuerza bruta, y me moví despacio, tratando de no hacer ruido.
Recorrí las tejas, desesperado, en busca de alguna ventana. Si no recordaba mal, alguna vez había visto alguna desde los esqueletos de los edificios a medio construir de la margen izquierda del barrio, donde solía morar de pequeño.
Después de cinco minutos la vi.
Estaba casi en la otra punta.
Y estaba entre abierta.
Haciendo palanca con la barra la abrí un poco más. Miré dentro, con precaución. Había un inmenso pasillo, con lo que parecían diversas puertas, a ambos lados. Unos dos metros y medio me separaban del suelo. Si me colgaba reduciría la caída a algo así como un metro. Y tenía menos posibilidades de hacerme daño. Me metí la barra en el pantalón, para no dejarla caer y evitar hacer más ruido del que inevitablemente podía hacer. No tenía armas, así que la iba a necesitar. No estaba preparado para matar a nadie. Pero si llegado el momento la situación de defensa propia se daba, tendría que hacerlo.
Aproveché mi fuerza bruta e hice un esfuerzo titánico para dejar caer mis pies primero. Fui deslizando mi cuerpo, aguantando, a pulso, con los brazos, hasta que logré quedar colgado de ellos. Pero el dolor no me permitió aguantar más y caí.
A saco roto.
Me torcí el tobillo derecho. Tuve que hacer un gran ejercicio de contención para no quejarme. Me apoyé sobre la pared derecha. Aquel lugar apestaba a decrepitud. Como si en todas sus cámaras no hubiera más que desesperación y cuerpos a medio podrirse.
Me moví, cojeando, con la barra de hierro aferrada en la mano.
En el suelo, solo algunas huellas dejaban entre ver unos azulejos de trama estrellada en tonalidades rojas y anaranjadas, entre la pátina de suciedad, la somera capa de polvo acumulada por el paso de los años, y una enorme maraña de telarañas que se extendían por un bajo techo adintelado con vigas de hierro oxidado.
Avancé despacio, con el corazón acelerado, preguntándome qué podría encontrar tras el recodo donde giraban las escaleras del fondo.
No tardé en constatar que aquello no eran puertas, sino rejillas que escondían horrores.
En la mayoría de ellas había mínimo una persona. O un cuerpo en semidescomposición. Algunos estaban colgados. Pero nada como lo que vi al final del pasillo. Había un hombre pendiendo de una cuerda. Cubierto por algo que desprendía un olor dulce, que se camuflaba entre el hedor de sus vísceras siendo devoradas por toda clase de insectos. Cuando me vio lo que quedaba de su rostro suplicó.
"Por favor, sácame de aquí", leí en sus labios.
Solo entonces alcancé a reconocer algún rasgo humano en sus facciones devoradas. Llevaría meses allí. Y yo le conocía. Era Ahmed, el viejo carnicero que había desaparecido de la noche a la mañana después de que le diera una paliza a Vlad en el cuadrilátero.
Me quedé ahí, temblando, mirándolo. Tan traumatizado que no alcancé a escuchar que una puerta se abría. O quizás la escuché abrirse a mi espalda, pero mi cuerpo no respondió.
Había sido un iluso si creía que podría sacar a alguien de allí. Mucho menos por creer que yo mismo sería capaz de salir con vida. Entonces me acordé de las palabras de Lily: "¿Crees que tu padre hubiera querido que te convirtieras en la persona que aprieta el gatillo?"
Su rostro contorsionándose es lo último que recuerdo antes del golpe.
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