Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 64

Tras luchar contra ello durante lo que parecían horas, Isaac dejó finalmente que su cabeza cayera hacia adelante y la barbilla se apoyara sobre el pecho. El mero movimiento de los músculos cervicales le provocó un gemido de intenso dolor.

Se permitió unos segundos para asimilarlo mientras unos destellos blancos y negros flotaban por su campo de visión, inocentemente ajenos a la situación.

Con un suspiro de anticipación bloqueó las rodillas asegurándose de estar cargando en sus agotadas piernas todo el peso de su cuerpo. Al estirarse sobre sí mismo ganó un par de centímetros de margen en los brazos. El cambio fue apenas perceptible en sus hombros torturados si bien desencadenó una nueva oleada de sufrimiento.

Se centró en su respiración para sobrellevarlo.

Llevaba lo que calculaba que habían sido unas doce horas atado de manos y pies en esa maldita habitación: los brazos de unas cadenas que colgaban del techo, las piernas de unas que lo hacían del suelo obligándolo a adoptar una posición en equis de la que no podía escapar.

Se habían asegurado de que pies tocaran al suelo, permitiéndole así que sus piernas recibieran todo el peso de su cuerpo, también de que tuviera los brazos suficientemente horizontales para no provocarle problemas respiratorios, pero habían tensado las sujeciones lo suficiente para que no tuviera margen de movimiento, para que no pudiera retorcerse ni cambiar de postura y la espera se convirtiera hora a hora en un martirio.

Le ardían los hombros y todos los músculos de sus brazos, cuello y espalda debido a la tensión continua de la musculatura y la incapacidad de alterar su postura. Hacía unas horas se le había sumado un agarrotamiento generalizado en los brazos, así como calambres que se iniciaban en sus dedos índices y bajaban por sus brazos hasta perderse en su espalda y llegar hasta la cintura.

A pesar de que le habían rodeado las muñecas con unas correas gruesas bastante mullidas, le ardía la piel por culpa de la fricción y el peso. Tenía las manos y los brazos entumecidos, seguramente debido a la alteración de su sistema circulatorio. Apenas le llegaba sangre a las manos.

Cada pocos minutos, se obligaba a mover los dedos y a abrir y cerrar las manos a pesar del martirio cada vez mayor que suponía.

Ya no era capaz de ver el intricado círculo de símbolos dibujados con sangre que lo rodeaba. Había pasado muchas horas, lo que parecieron eternidades, memorizando cada trazo, cada signo, cada detalle, en un intento de entretener la mente, pero la única luz que entraba en la estancia lo hacía por el gigante rosetón que permanecía impasible a su espalda y había vuelto a hacerse de noche hacía poco menos de una hora.

La oscuridad se había extendido por la sala como una marea negra.

Habían interrumpido en su habitación y lo habían separado de Asia cuando todavía era de noche, seguramente entre las cuatro y las cinco de la madrugada, puede que las seis. Tan entrado el invierno el sol desaparecía alrededor de las cinco de la tarde. Doce horas. Puede que trece. O más.

Y no había entrado nadie por esa maldita puerta.

La incertidumbre se había convertido en una tortura igual de sofocante que el dolor físico. En parte había sido por ello que se había obligado a gravar a fuego en su memoria los distintos símbolos que se entrelazaban unos con otros convirtiéndose en una cárcel a su alrededor.

Ocupaban una parte notable de la estancia. Filas y filas de formas y patrones, de intrincadas líneas dibujadas con precisión. Con sangre.

Sería capaz de dibujarlas sin el más mínimo atisbo de duda. Se había asegurado de ello. Demasiado rápido. Ahora las preguntas sin respuestas volvían a danzar en su mente como aves carroñeras esperando a la inminente muerte de su presa, como tormentas desbocadas destrozando todo resquicio de serenidad a su paso.

¿Qué le estarían haciendo a Asia? ¿La habrían aislado como habían hecho con él? ¿O la estarían interrogando en ese preciso momento?

El recuerdo de su sonrisa y el brillo de sus ojos, de su cuerpo y su tacto, de su cautivante frío y firme convicción parecían lejanos y difusos, inalcanzables como si recordarlos en esa habitación fuera una mancha en el momento que habían compartido.

No podían hacerle daño ¿no? Al menos no físicamente. Aunque fuera corpórea no podía sentir dolor ¿no? No podían herirla.

Se aferraba a esos pensamientos con todas sus fuerzas. No podían herirla, no podían colgarla del techo y abandonarla a su suerte. No podían conseguir que sus músculos se agarrotaran hasta la extenuación, que las mismas manos que habían erizado su piel perdieran la sensibilidad y su cabeza palpitara con dolor. ¿No?

La duda avivaba el miedo del mismo modo que la leña alimentaba las llamas. Imparable. Destructora.

Naia y Áleix no correrían el mismo destino que Asia. Con ellos sí que podían recurrir al tormento físico para obtener respuestas. Sí que podían golpearlos, ahogarlos, quemarlos. Con ellos podían hacerlo todo.

Podían matarlos.

Abrió los ojos, su respiración descontrolada.

No había escuchado gritos. Habría prestado atención, mucha atención, pero no había escuchado absolutamente nada que pudiera sugerir lo que su mente parecía tan empeñada en visualizar. Una y otra vez.

«Sus puertas estaban cerradas».

Lo sabía. Estaba seguro de que, cuando se lo habían llevado, las puertas Naia y Áleix habían estado cerradas. Suponiendo la hermandad hubiese planeado capturarlos también a ellos, no tenía sentido que no lo hubiesen hecho en el mismo momento en que lo habían cogido a él. Esperar dejaba un margen de tiempo suficientemente amplio para que sus amigos descubrieran que había pasado y se escondieran o escaparan. Fuera como fuese, de tenerlos, debía de ser en otro lugar. Lejos. Las paredes de madera de la buhardilla donde se encontraba distaban de estar insonorizadas. 

No podía saber si tenían a sus amigos, pero a ella sí que se la habían llevado. «Lejos».

Y aunque no pudiesen tocarla, el dolor físico distaba de ser la única tortura posible. No cuando existía el miedo, las amenazas, la manipulación psicológica, la agonía de saber que quien era querido estaba sufriendo. El aislamiento.

Su aislamiento no había sido una forma premeditada de atormentarlo. No en este caso, al manos. No había escuchado los gritos de sus amigos, de Asia, pero sí que había oído discusiones, voces acaloradas. No sabían qué hacer con él, había discrepancias, nerviosismo.

No había sido capaz de distinguir la mayoría de las palabras, pero había captado la idea general. Había posturas encontradas. La falta de autorización explícita del dux había llevado a algunos hermanos a intentar disuadir a Genevieve de entrar. La secunda los había ignorado y había procedido a acceder. Se lo impidieron por la fuerza.

Había sido la única vez que la puerta había empezado a abrirse. No había llegado a verla, pero había identificado su voz. Y su rabia.

No la había complacido que unos hermanos que estaban por debajo de su rango le impidieran actuar. Pero no tenía el permiso del dux. ¿Por qué? ¿Había actuado por su cuenta? ¿Lo sabía siquiera Hastings? No lo creía. No al menos no hacía unas horas. En ese momento tenía que saberlo ¿no? Los hermanos estaban nerviosos, tensos. Si alguien no había corrido a contárselo, tendría que haberlo descubierto él mismo ¿no? Y aun así no habían venido a por él.

¿Por qué? ¿Qué querían de él? Las medidas de contención parecían desproporcionadas: inmovilización de las cuatro extremidades, un espacio alejado de todo, un círculo protector a su alrededor de la máxima complejidad.

Por más que la barrera de sal que había atrapado a Asia no había tenido efecto sobre él, sabía que este lo haría. Los símbolos eran complejos, específicos, impecables. Sabían perfectamente lo que se hacían.

Anima.

Lo había llamado «Anima».

Los primeros minutos tras dejarlo solo habían estado llenos de rabia y preocupación. Después había venido el miedo y la paranoia. Solo cuando, tras algunas horas, había comprendido que la espera iba a ser larga había conseguido dominarse lo suficiente como para empezar a dale vueltas. Ahora ya no. Tenía la mente embotada. Incapaz de unir ideas complejas. Solo preguntas. Solo miedo.

Había ansiado que entraran. Que pasara algo. Que de un modo u otro acabara la incerteza. Pero ¿de verdad lo quería? ¿Qué sucedería entonces? Las preguntas no iban a ser amables, no cuando lo habían esposado, no cuando lo habían dejado más de doce horas a su suerte.

Cuando entraran no sería agradable.

Nunca había temido especialmente al dolor. Vivía con él. El dolor de cabeza omnipresente, la debilidad. Los conocía, era capaz de sobreponerse a ellos, de acostumbrarse y seguir adelante. Temía este. Temía lo que le harían. Lo que podían hacerle. ¿Desde cuándo sentía dolor de cabeza? ¿Desde que había aparecido Alma?

Se curaba rápido. Intentaba aferrarse a ello con todas sus fuerzas.

Pero eso no había evitado la tortura que había supuesto el tentáculo del Aprhradon en su tobillo. Había sido breve, daba gracias porque había sido breve, pero había sido terrible. Había pensado que le arrancaría la pierna. Que moriría allí.

El miedo trepaba por su cuerpo cómo tentáculos vivientes. Cada vez más arriba, más arriba, ahogándolo, comprimiéndolo. Solo cuando lograba dejar de pensar en ellos se detenían, pero conseguirlo era imposible cuando reptaban por su piel ensordecedores y sin pausa. ¿O no?

«Elia».

No podía dejar de pensar en ella, en su hermana, su hermana pequeña. Su hermanita. ¿Cuánto tiempo había estado bajo la merced de los demonios? ¿Cuántas semanas? No era capaz de recordarlo, pero había sido por su culpa. Por él. Por lo que era, por lo que creían que sabía. Por lo que debería saber.

¿Acabaría como ella?

El miedo se entrelazaba con la culpa, con la rabia, con la comprensión. Elia había sentido el mismo terror que él acaba de empezar a sentir. Probablemente mucho más. Y durante semanas. La comprensión daba poder a la culpa. Al miedo.

«Para. Detente».

La voz de su consciencia irrumpió en el profundo silencio en el que había estado inmerso durante horas, forzándolo a prestarle atención y a interrumpir momentáneamente el caótico devenir de pensamientos que le embotaban la mente.

«No estás bajo la merced de los demonios».

«No estás bajo la merced de los demonios».

Saberlo no hacía desaparecer el miedo irracional. Porque era irracional ¿no? Solo lo habían cogido. No le habían hecho daño al reducirlo. Tampoco a Asia.

«Aún».

«Puede».

¿Y los hombros? ¿Y el dolor que recorría cada terminación nerviosa de sus músculos? La tortura en que se había convertido su cuerpo.

«Pensaba que eras más fuerte. Que resistirías más. Que no bastarían unas horas para doblegarte. ¡Que eras más listo! ¡Que eras capaz de controlarte! ¡De dominarte! ¿O solo te lo creías?».

«No».

«No».

El miedo estaba justificado. Elia lo justificaba, los demonios lo justificaban, el aislamiento y la incerteza lo justificaban, el dolor, la deshidratación, la incerteza. Estaba argumentado. Lo que no lo estaba es dejarse dominar por él. No todavía, por lo menos.

Se obligó a centrarse. 

¿Por qué tantas molestias? ¿Por qué grilletes en las cuatro extremidades y un círculo protector? ¿Por qué no se habían limitado a arrojarlo en una celda mientras decidían qué hacer con él?

¿Podían llegar a creer que las medidas eran necesarias? ¿Qué podía escapar sino?

«Anima».

La secunda lo había llamado «Anima». No sabían nada sobre él. Porque era un él ¿verdad? Aunque significase «Alma».

Solo susurros. Solo habían escuchado susurros. Una deuda por parte de Idara. Su falta de destino. La ausencia de pistas sobre él. De pistas... ¿podría ser que hubiese desaparecido? Porque pistas ¿de qué? ¿De dónde estaba? ¿De qué había hecho? ¿De dónde iría? ¿De qué?

Isaac no podía ser él.

Idara le debía algo a Anima, Isaac no había conocido a la bruja hasta que los sacó de comisaría. ¿Qué podía deberle a él? No tenía ningún tipo de sentido.

Incluso las mismas parcas habían distinguido entre Anima y el médium. Isaac era el médium, el médium con aires de grandeza y ninguna relevancia importante. 

¿Por qué creían entonces la hermandad que él era Anima? ¿Qué sentido tenía?

Sin saber quién era Anima, era incapaz de encontrar la respuesta a esa pregunta. Pero tenía que ser poderoso si para retenerlo eran necesario cuatro cadenas y un puñetero círculo de sangre.

¿Si demostraba que podía sobrepasarlo se demostraría que no era él? Tenía que haberlo dibujado pensando en atraparlo a él, fuera lo que fuera. ¿Puede que una parca? Y él era un simple médium, un humano con habilidades que solo le habían causado problemas: ver fantasmas, tocarlos, controlarlos. Ya está. Nada más. Nada que justificase cuatro cadenas, nada que hiciese pensar en poder.

Un estallido de dolor le recorrió los músculos de la espalda apartándolo de sus pensamientos durante unos eternos minutos. Gruñó mientras el intenso calambre retorcía todos sus músculos de manera tortuosa. Luchó con todas sus fuerzas para controlar su respiración, inhalaciones y exhalaciones profundas, dominadas.

Era lo único que podía hacer para sobrellevar el dolor: respirar, controlarse, mover los dedos, rotar los hombres. Y no dejar que los tentáculos del miedo tiraran de él hacia abajo.

Sumergirse en sus pensamientos ayudaba a ello.

No habían aparecido fantasmas. No lo habían rodeado como en la granja o el motel. Estaba solo.

¿O no?

Finalmente, la puerta se abrió. 


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro