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Capítulo 60

Isaac contemplaba el techo de la recámara que le habían asignado. Como había prometido Hastings, Maricela los había conducido a través del palacio hasta el ala de invitados. Mientras un grupo de hermanos terminaban de preparar sus habitaciones, los llevó a un elegante comedor adyacente donde no tardaron en servirles la primera cena decente que habían comido en meses.

Aunque los dejaron solos mientras comían, Isaac tenía la sensación de que podía haber orejas escuchando. Con algunas miradas intensas y golpes discretos bajo la mesa, hizo entender a sus amigos que era mejor no sacar a colación nada que hubiesen decidido ocultarle al dux.

Exhaustos como estaban, apenas cruzaron palabra para alabar los manjares que les habían servido y comentar la magnificencia de la mansión y algunos detalles que les habían llamado la atención de ella.

Al terminar los condujeron a sus respectivos dormitorios.

Estaban a punto de separarse para asearse e irse finalmente a dormir, cuando, tras asegurarse de que Maricela ya había desaparecido por el pasillo, Isaac les pidió a Naia, Áleix y Asia si podían reunirse antes de meterse en la cama para acabar de pactar una historia que les evitase caer en contradicciones si a la mañana siguiente hablaban con ellos por separado.

Quedaron media hora después en el dormitorio del médium.

La sola idea de poder ducharse con agua caliente corriente después de lo que parecían décadas bastó para soportar la idea de atrasar todavía un poco más el momento de cerrar los ojos y entregarse al mundo de los sueños.

Asia dio una vuelta por el complejo mientras los tres dejaban que las múltiples capas de suciedad acumuladas desaparecieran por el desagüe de los baños adosados a sus habitaciones. Aunque seguían siendo elegantes y con un aire clásico, eran mucho más sencillos y funcionales que las sofisticadas estancias del palacio.

Cuando volvieron a juntarse les relató lo que había visto: en ese momento debía haber más de doscientas personas en la Pradera, la mayoría de ellas durmiendo en sus respectivas habitaciones, unas pocas en salones informales leyendo, charlando o meditado. Les describió las numerosas bibliotecas con las que se había encontrado; los objetos expuestos aquí y allá, las armerías llenas de espadas, arcos y otros instrumentos y los distintos herbolarios dedicados a la conservación de plantas y otros compuestos en pequeños tarros de cristal.

También se había topado con comedores gigantescos, varias cocinas modernizadas, pero todavía desfasadas, y una enfermería.

Isaac aprovechó la oportunidad para explicarles los motivos y los razonamientos detrás de las distintas piezas de la historia que se había inventado. Juntos acabaron de pactar algunos detalles, decidieron cómo encararían las preguntas, qué estaban dispuestos a revelar y qué no y determinaron que era mejor guardar el libro a buen recaudo lejos del médium. Si lo querían, él sería la primera persona a la que registrarían.

Finalmente, cada uno se dirigió a su habitación.

Isaac dio una vuelta en el catre.

El encuentro había sido breve. Era demasiado tarde y estaban demasiado cansados para alargarlo y discutir más allá de la mañana siguiente; también para discutir sobre lo que había ocurrido en las últimas horas.

Isaac tampoco tenía ganas de verbalizar sus preocupaciones sobre Nit. ¿Lo habrían herido? ¿Lo habrían tomado prisionero? ¿Estaría... estaría muerto?

Pese a que ni Alma ni él habían parecido preocupados con la posibilidad de morir, eso no significaba que no pudiese llegar a ocurrir. Nit había hablado de «circunstancias especiales» pero nunca había llegado a explicar cuáles eran estas. Sin conocerlas, Isaac no tenía manera de saber si podían llegar a repetirse. Que ambos hermanos no mostrasen preocupación no significaba que no debiesen tenerla.

¿Desaparecería sin dejar rastro cómo había hecho Alma?

Luego estaba ella... Asia. Esa misma noche había tenido el primer episodio. Isaac lo sabía. Su mente se había vuelto confusa, había dejado de ser ella misma durante unos instantes. Se había mostrado violenta había el punto de atacarlo a él y a todos a su alrededor.

Aunque todo lo que había sucedido después había acaparado su atención, no era un asunto que tomarse a la ligera. Era una cuenta atrás.

No podían ignorarlo.

Y mientras ellos descansaban, mientras se desconectaban de la locura que bullía a su alrededor durante unas horas, Asia se había ofrecido, sin demasiada alternativa, a dar una vuelta más concienzuda para ver si descubría algo interesante. Abandonada con sus pensamientos. Con sus miedos. Con sus preocupaciones.

No parecía justo.

No era justo.

No era justo que estuviera sola.

Se incorporó en la cama con un movimiento abrupto. Los pies le tocaron el suelo. Fuera, el aire debía alcanzar temperaturas negativas, pero, la madera, era cálida contra su piel. Reconfortante.

El fuego de la chimenea teñía la habitación con tonos amarillos y naranjas.

Se levantó con ímpetu.

No escuchaba nada más que su respiración y los pensamientos acelerados de su mente. Por una vez dejó que se acallaran.

Y se encaminó hacia la puerta con pasos decididos.

Descorrió el cerrojo de hierro y estaba ya cruzando el umbral cuando tuvo que frenar de golpe para no llevársela por delante.

—Asia —murmuró, sorprendido.

—Yo... —La chica bajó la mano con la que había estado a punto de intentar llamar a la puerta. No se había atrevido. No había podido soportar la idea de volver a ser incapaz de tocar cualquier cosa. No había podido soportar la idea de volver a sentir la impotencia que suponía la incerteza, la inmaterialidad.

Recorrió los bajos de su bata hospitalaria con los dedos.

—Esto... pasa —pidió Isaac apartándose brevemente para que pudiera entrar.

La chica le dedicó una sonrisa tensa antes de deslizarse hacia el interior. Dio un par de vueltas por la habitación, pensativa. Nerviosa.

Isaac cerró la puerta detrás suyo.

La contempló unos instantes. Ambos estaban descalzos. Solo que ella era más grácil, más menuda; más hermosa.

«Céntrate» se ordenó.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?

Asia lo observó durante unos instantes, ausente, antes de volver a bajar la mirada y seguir vagando por la habitación.

—Hay algo que no me gusta. Los lemas, la obsesión por el conocimiento, que todos sean tan rectos, tan dedicados... hay algo que no me gusta. Parece... parece una secta.

» Te salvaron, pero parece que saben más de lo que dicen. Parece que... que lo tengan todo bajo control y no sé por qué, pero eso me pone nerviosa. No me sentía así desde que Alma apareció en tu habitación y...

—Me refería a cómo estás tú —la interrumpió, algo preocupado. Aunque todo lo que estaba diciendo también le había pasado por la cabeza, no eran sus palabras lo que le inquietaba. Era el nerviosismo tan impropio de ella.

La chica alzó la vista. Parpadeó un par de veces.

—Mierda. —Se llevó ambas manos al rostro y se masajeó los ojos con frustración—. Lo siento. Todavía no me siento como... bueno, como yo misma.

Isaac le dedicó un asentimiento de cabeza con un gesto tenso para hacerle ver qué entendía a qué se refería.

—¿Te acuerdas de lo que ha sucedido en el mercado?

—No. Sí. No demasiado. Es... es difícil de explicar. —Inspiró de manera temblorosa. Le recordó a esa primera vez cuando habían discutido sobre la posibilidad de identificar a los fantasmas. Seguía tan asustada como aquél entonces. Puede que más—. Es como si lo hubiera visto desde fuera, como si hubiese sabido que lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido y aún así no pudiera parar de hacerlo.

» Como si no fuera yo misma —añadió unos segundos después. Pareció repentinamente sorprendida de la retahíla que había escapado de su boca a toda velocidad.

» Perdón —soltó.

—¿Perdón? ¿Por qué?

—Porque te ataqué... te lancé por los aires.

Isaac formó una mueca algo cómica.

—Ha sido impresionante —confesó observándola atentamente para valorar su reacción.

Asia clavó sus ojos en él.

—¿Impresionante? —Sus cejas se alzaron, sorprendidas.

—Impresionante, sí. Bastante más que empujar a Áleix y apagar una vela.

No pudo evitar reprimir una sonrisa al verla soltar un suspiro divertido.

Finalmente, Asia se quedó quieta. Volvió a bajar la mirada hasta sus pies.

—Tengo miedo —confesó en apenas un murmullo.

—Ey... —No pudo contenerse. Se acercó a ella, decidido, y le alzó el mentón con suavidad para que lo observara a los ojos—. Sé que no depende de mí. Sé que mis palabras no pueden cambiarlo. Sé que el miedo que siento yo no es nada comparado con el que estás sintiendo tú y que lo que sería preocupante es no sentirlo. Pero también sé que estamos juntos en esto. Que, aunque nos cueste; que, aunque no tengamos la imagen completa todavía, lo resolveremos. Y que mientras tanto no pensamos dejarte sola. No pienso dejarte sola.

Asia encerró los pozos de oscuridad tras los párpados.

Una lágrima fantasmal le recorrió la mejilla hasta posarse en la comisura de los labios. Esos labios que había contemplado tantas veces, delgados, suaves.

Bajo la luz del fuego habían adoptado el color de los melocotones rosados. Dulces, cautivantes.

Cuando abrió los ojos Isaac estaba admirándola, cautivado.

¿Cómo podía observarla de esa manera? ¿Cómo podía estar tan sereno? ¿Cómo no estaba aterrorizado de tenerla a su alrededor? ¿Y por qué su vista no paraba de posarse en sus labios una y otra vez?

Asia se obligó a apartar la mirada de su boca solo para descubrir cómo los ojos del chico parecían igual de hipnotizados que los suyos. Sus iris del color de la tormenta bajaron lentamente hasta la boca de la chica.

Hasta sus labios entreabiertos.

E Isaac se encontró inclinándose para besarla. No pudo evitarlo. No quiso evitarlo, y, a pesar de ello, al instante, lo embriagó el miedo a haberse equivocado.

Sus labios se rozaron, primero levemente, pero Asia no se apartó. No se apartó.

Un cálido frío explotó en su cuerpo. Y la besó con delicadeza en la intimidad de la Pradera, rodeado de un palacio, de un prado verde, de estrellas y de la calidez de la chimenea arropándolos.

«¿Qué estás haciendo?».

El pensamiento lo asaltó tan de repente que sus músculos se tensaron de golpe y prácticamente saltó hacia atrás separando sus cuerpos como si hubiera saltado un chispazo de electricidad.

Los ojos de Asia se abrieron con sorpresa y lo observó con la mirada perdida como si no lo hubiera visto nunca.

—Lo siento —murmuró Isaac con la voz ronca. Cuadró la mandíbula.

» Lo siento.

Asia no pareció haberlo escuchado. Sus iris se movieron de un lado a otro sin cruzar la mirada con él, como si estuviera pensando, aborta en su propia mente. Buscando qué decir o cómo huir.

—No —dijo de repente. Fijó sus ojos en él con decisión—. No lo sientas.

Una pequeña sonrisa curvó esos labios que acababa de saborear por primera vez. Dulces. Fríos. Cautivantes.

Isaac no lo entendió. No lo entendía. Acababa de besarla así sin más. Sin que diera ningún indicio de que quisiera, solo imaginaciones suyas, destellos aquí y allá. ¿Y sonreía?

Su sonrisa se ensanchó. Cerró los ojos unos instantes. Soñando, imaginando, cuadrando sus ideas. Finalmente tragó saliva para darse fuerza y clavó los ojos en Isaac. En él. A quién había sentido desde el momento cero. Atrayéndola, llamándola, cortándole la respiración cada vez que sus ojos se cruzaban. Cada vez que sus pieles se rozaban.

—Estoy muerta. Tengo diecisiete años y estoy muerta. —No dejó que la amargura la dominara, solo que los hechos salieran a la luz. Era su única oportunidad y no pensaba desaprovecharla. Ya no—. Y por si no fuera poco a poco, estoy dejando de ser yo.

» Estoy muerta, tengo diecisiete años y hay tantas cosas que no he hecho... tantas cosas que no podré hacer... Nunca llegaré a la universidad, nunca me mudaré yo sola, nunca viajaré, me casaré o tendré hijos. Nunca iré a la discoteca, me emborracharé o... yo qué sé... tantas cosas... Nunca envejeceré —añadió unos instantes más tarde al darse cuenta.

» Lo sé. Lo sé y lo he aceptado. No sé qué me espera allí arriba, allí abajo o aquí mismo. No sé qué será de mi mañana. No sé cuándo dejaré de ser yo misma. Puede que ya no lo sea.

» Pero lo que sí que sé es que hasta que llegue ese día quiero vivirlo todo. Quiero vivir todo lo que pueda. No puedo dejar que el miedo me robe las últimas oportunidades que me quedan.

Sonrió.

» Así que no te disculpes. No te disculpes, porque nunca me había besado un chico y aunque haya tantas cosas que no llegué nunca a hacer, esto sí que puedo hacerlo.

» Contigo. —Su rostro exhibió toda la gama de expresiones en un instante. Orgullo, miedo, vergüenza, expectación—. Si quieres, claro. Si no quieres lo entiendo perfect...

No la dejó acabar la frase. No quiso dejarla acabar la frase.

Cruzó la habitación con dos grandes pasos y le cubrió la boca con la mano.

Sus rostros estaban a pocos centímetros. A tocar. Sentía su respiración fría contra su piel, acelerada. Tan nerviosa como él mismo.

Y sus ojos... sus ojos lo observaron con una avidez que no había visto nunca. Bebiendo de sus facciones, del mechón dorado todavía húmedo que le caía sobre la frente y de la fuerza de su mandíbula decidida.

—Sí que quiero. Desde que deseé tocarte por primera vez. Desde que te toqué por primera vez.

«¿Qué nos está pasando con las repeticiones?» preguntó una voz en su mente. No la escuchó. Dejó que la mano resbalara poco a poco, acariciando su labio, su barbilla, su cuello. Notando su piel, como sus dedos la hacían inhalar con respiraciones entrecortadas.

Finalmente apartó la mano.

Y se contemplaron.

Isaac sentía el corazón latiendo a toda velocidad en su pecho. Lo escuchaba en sus oídos. En su respiración irregular.

Y en la de ella.

Sus labios se curvaron en una sonrisa que no tardó en convertirse en un labio mordido y una boca entreabierta, y simplemente la observó, disfrutando de cada segundo de expectación, de cada milímetro de su piel, hasta que no pudo contenerse más.

Hundió la mano en su melena oscura.

Y volvió a besarla.

Fue un beso largo, suave, pero mucho más profundo y hambriento que el anterior. Tierno pero ansioso, desesperado. Dos almas asustadas que se encontraban en la otra.

Que se consolaban, que decidían vivir en un mundo incierto.

Se separaron cuando Isaac se quedó sin respiración. Asia no tenía ese inconveniente.

Dio un paso atrás bebiendo del cuerpo del chico. Le habían dado una túnica sencilla de camisa y pantalón de color blanco. Holgada pero ligera. Llevaba las mangas arremangadas dejando a la vista la piel clara de sus brazos.

Su melena estaba despeinada, limpia y todavía algo húmeda. Había muy pocas ocasiones en la que la llevaba desatada, enmarcándole el rostro.

Y descubrió que le encantaba.

Y sus ojos... Sus pupilas se habían comido prácticamente todo el iris plomizo, ese tono que según la luz podía volverse castaño o verdoso, incluso azulado. La estaba devorando con la mirada, su rostro, su cuello, sus piernas expuestas...

No se permitió pensarlo. 

Con movimientos lentos y tentadores recorrió su muslo con los dedos, dejando que la observara. Luego la cadera.

Sonrió con malicia.

Sin apartar la mirada de él sus dedos desabrocharon el lazo lateral que mantenía ambos lados de la bata unidos.

Las pupilas de Isaac crecieron todavía más, mientras sus ojos permanecían clavados en los de la chica.

Ella también los mantuvo fijos en él cuando se llevó ambas manos a la nuca y con una mezcla de terror y convicción deshizo la segunda lazada.

La bata que tantas veces había maldecido cayó al suelo dejándola completamente desnuda ante él.

Y aún así, Isaac no apartó la mirada de su rostro. Del brillo avergonzada y asustado que brillaba en el fondo de sus ojos bajo una expresión confiada y retadora. Preciosa.

Memorizó su ademán centímetro a centímetro y solo cuando lo había grabado en su memoria dejó que su mirada se deslizase por su cuerpo desnudo. Por sus pechos pequeños y tersos, sus pezones rosados, por su vientre suave y la unión entre sus piernas.

Respiró profundamente dejando sus ojos volvieran a subir hasta su pecho. En él una larga cicatriz rosada había quedado expuesta. Un hilo negro la envolvía para mantener su corazón asegurado.

—¿Te duele? —Su voz fue baja y ronca en un tono que no había escuchado nunca. 

Asia negó con la cabeza levemente dejando que su melena bailara a su alrededor como una corona de oscuridad que solo que hacía que realzar su cuerpo pálido y hermosamente desnudo bajo la luz del fuego. Sus labios seguían entreabiertos, sus ojos posados en la expresión turbada de Isaac

El chico hizo un único asentimiento con la cabeza.

Avanzó hasta ella y la arrinconó hasta que se sentó en el borde de la cama.

Asia alzó el rostro para sus miradas no se separasen, para no perder esa conexión, ni dejar que la vergüenza de estar denuda ante él la venciera. Para no dejar de contemplar el hambre de su rostro, excitante, fascinante, mientras la devoraba con la mirada.

Los labios del chico volvieron a curvarse en una sonrisa ladeada y, sin apartar los ojos de los suyos, se arrodilló delante suyo con sus manos apoyadas en sus muslos. Ardientes en contacto con su gélida pero sensible piel.

Isaac disfrutó de la expectación de sus ojos antes de romper finalmente el contacto visual y acercar los labios a la cicatriz de su corazón para recorrerla besando cada centímetro.

Solo cuando hubo terminado levantó la vista para poder observarla.

—¿Estás segura? —preguntó—. Yo tampoco...

—Estoy segura. 

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