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Capítulo 58

Isaac se despertó con un balanceo y un suave rugido de fondo. Un coche. No, iba de lado, era una furgoneta. Recuperar la conciencia en vehículos desconocidos parecía estar convirtiéndose en una costumbre que no le entusiasmaba demasiado adoptar.

Al instante recordó lo sucedido. El ataque de los demonios. El dolor. Había perdido el conocimiento mientras los rodeaban desde todas direcciones. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo habían conseguido huir? ¿Quién les había ayudado?

Mantuvo la cabeza torcida y los brazos inertes, la respiración pausada para imitar el sueño en el que sabía que había estado sumido. Desconocía cuánto tiempo había transcurrido y qué había sucedido en él. Toda precaución parecía poca.

Pese a la precariedad de la situación fue la primera vez en meses en que se despertó sin el malestar en el cuerpo de unas pesadillas que la mayoría de las veces era incapaz de recordar al levantarse.

La agonía en que se había convertido su tobillo era tan solo un recuerdo amortiguado por el mismo denso velo blanco que había transformado el dolor de cabeza constante en unas palpitaciones sordas en el fondo de su mente.

Notaba una opresión en la parte baja de la pierna y el pie, y, debajo, una quemazón molesta pero irrisoria.

Lo habían vendado, lo habían drogado. Había pocas posibilidades de que hubiera sido Nit, y Áleix, Naia y Asia no tenían los conocimientos para hacerlo. La hipótesis de que habían tenido ayuda parecía cada vez más probable, pero ¿quién? ¿Dónde estaban? ¿Y dónde lo llevaban?

Aunque el dolor y el agotamiento tanto físico como mental seguían presentes, hacía mucho tiempo que no se había sentido tan cómodo en su propio cuerpo. Tan relajado. Anhelaba alzar el rostro y dejar que el sol invernal le calentase la piel, sentir el aire gélido haciendo bailar su pelo y el olor a tierra mojada a su alrededor.

«No».

Debía despertarse, disipar la neblina blanca que le enturbiaba los pensamientos, que lo sumía en ese agradable y calmado trance que... «Céntrate» se ordenó. «Céntrate».

Necesitaba descubrir a dónde lo llevaban y quién. Qué había ocurrido y dónde estaban sus amigos. Por qué lo habían ayudado.

Agudizó el oído.

Por encima del rugir de los neumáticos sobre el asfalto, percibió varias respiraciones. Nadie decía palabra, pero distaba de estar solo. ¿Cuántas personas serían? ¿Estarían Naia y Áleix entre ellas?

Aunque ansiaba abrir los ojos y descubrirlo, era consciente de que no revelar que había despertado era la mejor opción táctica hasta que descubriese más información y supiese a lo que se enfrentaba.

Consciente de que el oído no le estaba aportando demasiada información, aparte de que no estaba solo y de que viajaban por una carretera secundaria, se centró en el olfato.

La furgoneta olía a limpia. Había perdido el aroma a nuevo tiempo atrás, pero intuía que había sido cuidada con esmero. Una fragancia a pino, seguramente de un ambientador, flotaba en el ambiente.

Supo al instante que los ocupantes de la furgoneta no eran demonios. Aunque hubieran robado un vehículo con esas características, su mera presencia habría impregnado el interior de un olor a podredumbre. Tampoco tenía sentido que le hubiesen limpiado y vendado la herida que acababan de hacerle y menos todavía que no estuviese atado de manos y pies.

No lo consideraban una amenaza. O no querían perder su confianza.

Más allá del olor a bosque, percibía el hedor de su propia sangre y la grasa de los bajos del camión que le embadurnaba la piel y la ropa. Y notó también... especias y argán. Naia.

Naia estaba a su lado. Probablemente Áleix también.

Bien.

Aunque mantuvo la respiración totalmente controlada, notó como se le aligeraba la presión en el pecho.

Y de repente una oleada de un frío cálido le recorrió el cuerpo desde la rodilla.

Asia.

¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo podía haber subido al vehículo sin haber estado tocándolo durante todo el trayecto?

No pudo contenerse: abrió los ojos.

La chica lo había estado contemplando con preocupación cuando, al verlo despertar, una gran sonrisa aliviada le iluminó el rostro.

—¿Estás bien? —murmuró rápidamente con sus ojos rasgados abiertos de par en par. Apartó con rapidez la mano que le había colocado sobre la rodilla dejándolo con una sensación de vacío en el cuerpo.

Isaac lanzó una veloz mirada a su alrededor antes de responderle. Como había intuido, estaba sentado en la parte trasera de una furgoneta, de costado. A cada lado, custodiándolo, aguardaban un Áleix y una Naia que habían caído presas del cansancio y dormitaban en un sueño ligero. Imaginaba que debían llevar un período considerable circulando hacia dondequiera que fueran.

Asia había ocupado uno de los dos asientos libres delante de Isaac, al lado de un chico vestido con una sencilla túnica que miraba a través del parabrisas abstraído en su propia mente. No reparó en el médium, aunque eso cambiaría si este hablaba o se movía mucho.

El asiento del piloto y el copiloto estaban ocupados por una mujer y un hombre con la misma sotana de tonos marrones. Su mente ató cabos al instante, rememorando la descripción que le había hecho Naia sobre una pareja vestida con túnicas que había estado preguntando sobre él y susurrando sobre traiciones esa primera vez que ella y Áleix habían acompañado a Lilia a los Mercaderes.

Nadie le prestaba atención, pero tan pronto abriera la boca eso cambiaría. Por el contrario, a Asia parecían no escucharla. No podían verla, aunque hubiese sido capaz de hacerse corpórea y de subir a la furgoneta. Aunque hubiese sido capaz de tocar a Isaac.

El médium le dedicó una sonrisa como respuesta silenciosa a su pregunta. Asia había seguido el barrido panorámico que habían hecho los ojos del chico y comprendió rápidamente por el que no decía palabra.

—¿Y la pierna? —preguntó en un susurro, pese a que no eran capaces de oírla. Su rostro se había fruncido en una mueca, temerosa de la respuesta.

Isaac elevó las cejas y frunció los labios en un gesto que esperaba que expresase un «aunque parezca un milagro, ya no me duele».

Asia asintió para hacerle saber que lo había entendido y respondió a la pregunta muda que el médium le hizo con un gesto de cabeza.

—Me encuentro mejor. Vuelvo a ser... —«yo misma». Dejó la frase al aire, donde ambos podían acceder a su significado sin que este se hiciera real—. O eso creo —añadió unos segundos después apartando la mirada.

Isaac se inclinó hacia delante y le cogió la mano. Quería decirle tantas cosas... quería consolarla, disculparse por no haberla ayudado todavía a descubrir las respuestas de las que prendía su vida; quería darle las gracias por haberle salvado la vida incontables veces dentro de esa iglesia. Estrecharla entre sus brazos y hacerle ver que pertenecía.

No podía.

Aunque decidiese revelar que había despertado, no podría decírselo allí, en una furgoneta extraña rodeado de extraños con intenciones todavía por revelar. No podía darles esa baza y menos todavía regalarles ese momento. Así que se conformó con elevar las cejas y señalar la mano de la chica y su propia rodilla con la mirada y una sonrisilla divertida curvándole los labios.

Asia se ruborizó al momento. Lo había tocado, había sido capaz de tocarlo. Sus ojos revolotearon entre el rostro del chico y cualquier otra cosa, avergonzados.

Era tan hermosa...

Isaac estaba a punto de alzar la mano y recorrerle ese rostro enmarcado por la noche, de sentir sus labios y la suavidad de su piel, cuando la mujer del asiento del copiloto se giró hacia él.

Se separó de Asia a toda velocidad enderezándose en el asiento. Aunque no la veían, la chica hizo lo mismo.

—Estás despierto. Bien. —Le dedicó un asentimiento de cabeza solemne—. ¿Cómo te encuentras? —Pese a que su voz era amable pero plana, perfectamente controlada, a Isaac le pareció detectar un leve tono de sorpresa y curiosidad en sus palabras. El chico se giró hacia ellos y en su expresión el médium intuyó el mismo asombro que había notado en la mujer. Les sorprendía que se hubiese recuperado tan rápido.

—Sorprendentemente bien. Supongo que os lo tengo que agradecer a vosotros...

La mujer formó una pequeña sonrisa y señaló con la cabeza al chico.

—Obra de las excelentes habilidades curativas de Benjamin.

El aludido le ofreció una inclinación con la cabeza a la mujer en señal de agradecimiento a lo que ella respondió con el mismo gesto.

Se percibía un gran respeto entre ellos, y aunque parecía haber una familiaridad y confianza compartida, era evidente que quedaba supeditada a un código de conducta y unas maneras muy marcadas que incluían un férreo control del cuerpo, la postura, el movimiento y la expresión. La mujer era la cabecilla y aún así acababa de alabar al chico sin vergüenza y con verdadera consideración.

«Interesante».

Su vestimenta, prácticamente idéntica entre ellos, era otro elemento a tener en cuenta.

Si habían conseguido acabar con los múltiples demonios que estaban apareciendo cuando había perdido la consciencia, o al menos huir de ellos con un cuerpo inconsciente, debían tener habilidades de combate. Así parecía confirmarlo la daga oculta entre los pliegues de la túnica de Benjamin. Sin embargo, el estilo de sus ropajes y el estricto autocontrol emocional parecía más propio de monjes, de eruditos.

Se hacía evidente que pertenecían a algún tipo de grupo con conocimiento del mundo sobrenatural, pero ¿cuál era su misión? ¿Cuáles eran sus intenciones?

Esa era la verdadera pregunta.

Estirando el cuello levemente consiguió entrever la hora en el salpicadero del vehículo: la una y media de la mañana. Llevaban por lo menos tres horas en la carretera. A una velocidad media de cincuenta kilómetros por hora, la velocidad máxima en esas carreteras serpenteantes, habían recorrido ya más de ciento cincuenta kilómetros.

—¿Dónde vamos? —Dejó entrever un tono curioso en su pregunta en vez de desconfiado.

—A la Pradera, nuestro cuartel —explicó la mujer examinando su reacción. Isaac se aseguró de borrar toda expresión de su rostro más allá de un leve agradecimiento.

—Nuestro hogar —precisó Benjamin con una sonrisa—. Los terrenos están protegidos con guardas mágicas, así que esperamos que los Aphradones pierdan el rastro y abandonen la cacería. Si no lo hacen, nuestros hermanos se encargarán de ellos.

Esa explicación abría un nuevo mundo de revelaciones. Los mencionados Aphradones debían ser los demonios que los habían atacado. Que los desconocidos supieran el nombre para designarlos implicaba que tenían un conocimiento profundo sobre los seres demoníacos.

En su momento Lilia les había explicado a Naia y Áleix que no existían los brujos. Por tanto, ambos chicos no podían serlo. Que no fueran capaces de ver a Asia también descartaba la posibilidad de que fueran demonios, parcas o médiums, y aunque Isaac sabía que debía haber muchos seres que desconocía, como valoración preliminar parecía indicar que eran humanos.

Por su parte, la mujer tampoco parecía poder verla, así también debía serlo. Si el lugar donde se dirigían estaba protegido con magia, o estaban asociados con brujas o practicaban la brujería.

Sabía que tiempo atrás habían estado preguntando por él y por la muerte en los Mercaderes, y que ellos desconocían que él lo sabía. Ese interés y la repentina casualidad de que hubieran sido ellos quienes le salvaran la vida le haría desconfiar de la hermandad hasta que descubriera qué información tenían sobre el tema, qué creían saber sobre él y cuáles eran sus intenciones al respecto.

Aun así, no podía negar que podía ser una oportunidad única para revelar nuevas piezas del rompecabezas gigante que tenían entre manos.

—Deberíamos llegar en veinte minutos —añadió la mujer unos segundos después—. Os dejamos descansar y acabar de despertaros hasta entonces.

Inclinó la cabeza una vez más en señal de cortesía y se giró de nuevo en su asiento.

El plural de sus palabras llevó a Isaac a observar a Naia y Áleix. Como había indicado la mujer, el ruido de la conversación los había desvelado.

Tras una breve conversación entre ellos donde le preguntaron a Isaac cómo se encontraba y él les pidió que le explicaran lo que había ocurrido, muy conscientes de que estaban siendo escuchados, el silencio volvió a instalarse en la furgoneta.

Asia añadió varios incisos durante la explicación.

Sin querer revelar su presencia, Isaac extendió su pierna con delicadeza hasta que su rodilla rozó suavemente la de ella. Un estremecimiento, a la vez frío y cálido, recorrió su cuerpo llenándolo de una calma y seguridad que sabía que acabaría tan pronto llegasen.



A través del parabrisas, y solo gracias a los faros delanteros, contemplaron cómo la furgoneta abandonaba la carretera secundaria por la que habían estado circulando. Cruzaron un arco metálico que daba paso a un imponente cercado de hierro fundido atestado de enredaderas de hoja perenne y se adentraron en un camino irregular con la tierra compacta. Debía haber mucho movimiento de vehículos, de gente.

Unos minutos después, los árboles que los rodeaban, altivos y exuberantes, fueron volviéndose escasos hasta convertirse en un prado de hierbas silvestres y plantas medicinales con fuentes y bancos dispuestos estratégicamente para formar el más exquisito de los jardines ingleses. En medio se alzaba un gigantesco palacio de piedra grisácea del siglo XVIII o XIX con forma de «U».

El edificio de tres plantas, con techos altísimos, contaba con innumerables ventanales arqueados enmarcados por pilastras clásicas de estilo corintio. El techo a dos aguas, de un tono más oscuro que la piedra de la fachada, dejaba entrever un cuarto nivel de pequeñas ventanillas de buhardilla, así como numerosas chimeneas que se elevaban hacia el cielo con alguna que otra columna de humo perdiéndose en la noche.

En el centro de la mansión una entrada imponente con tres portales de madera maciza finamente tallada dominaba la escena. Se accedía a ella a través de una escalinata de piedra presidida por un frontón triangular con una intrincada escena en altorrelieve que narraba historias de héroes y dioses. En el centro, ocupando el lugar de honor más elevado, un lema grabado en la piedra había permanecido inmutable durante el transcurso de lo que parecían siglos: «Sapientia semper vincit. Scientia lucem ducit».

«La sabiduría siempre gana. El conocimiento conduce a la luz» tradujo Isaac. Una parte de él se mostraba complacida de que sus conclusiones hubieran sido correctas: parecía tratarse de alguna hermandad de eruditos, probablemente con un amplio conocimiento del mundo místico y disciplinas como la herbología y la historia, pero un segundo resquicio de su mente le advertía de que todo culto podía ser peligroso si no se trataba de manera correcta. Más si estaban interesados en él por algún motivo que todavía desconocía.

El emblema quedó atrás cuando rodearon la mansión hasta estacionar la furgoneta en la parte trasera junto a otros vehículos negros perfectamente cuidados.

—Hemos llegado —anunció Benjamin con una gran sonrisa. Los observó maravillándose con su sorpresa y asombro, orgulloso del que había considerado su hogar.

Unos segundos después, el conductor les abrió la puerta de la parte trasera de la furgoneta permitiéndoles bajar.

Isaac cruzó una mirada con Asia antes de seguir a Naia y Áleix hacia el interior. 


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