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Capítulo 57

Sin separar las manos que mantenía sujetas delante del cuerpo a la altura del vientre, una de las dos figuras que aguardaba frente al callejón se arrodilló en el asfalto. Con movimientos metódicos extrajo diversos elementos de unas faltriqueras ocultas que Naia no había notado. Aparte de esos bolsillos y del armamento de los otros dos encapuchados, una espada curvada y un arco de proporciones gigantescas, no había la más mínima diferencia entre los tres. Incluso las lazadas que les rodeaban las pantorrillas eran idénticas, calculadas al milímetro.

Naia tragó saliva. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían de Isaac?

Desde la distancia vislumbró cómo el desconocido colocaba en el suelo delante suyo varios frascos de cristal llenos de plantas secas, así como unas piedras grabadas con símbolos extraños, supuso que talismanes.

Los manipuló unos instantes y empezó a salmodiar de nuevo. Mantenía la cabeza gacha y los ojos cerrados cuando finalmente estiró los brazos y colocó las palmas de las manos contra el suelo.

Permanecía en esa postura agazapada, cuando, con su cántico de fondo, el encapuchado que estaba a su lado empezó a avanzar hacia Naia, Áleix, Isaac y Asia, que seguía unos metros por delante de ellos, doblegada donde había caído unos instantes antes.

A medida que se acercaba, se retiró el pañuelo oscuro que le ocultaba el rostro revelando así el rostro de una mujer ya entrada en la cuarentena con el cabello lacio de un color castaño recogido en un moño rápido en la nuca. Se le habían soltado varios mechones entre los que ya asomaban numerosas canas plateadas que brillaban bajo la luz de la luna.

Sus ojos, tan solo un poco más oscuros que el tono de su pelo, eran atentos y amables. Su boca y facciones, serias pero suaves y mantenidas bajo un estricto control. Una estrecha cicatriz le desfiguraba la comisura del labio superior.

No había nada llamativo en ella, era corriente, mundana. Si Naia se la hubiese cruzado por la calle no le habría dedicado más que una mirada fugaz. Salvo por la túnica. Y por la espada.

Su serenidad y perfecto control no parecían encajar con la luchadora ágil y mortífera que acababan de contemplar deslizándose entre las patas de la bestia con gran experiencia. Aunque acababa de enfrentarse a un monstruo salido de los cuentos más retorcidos, permanecía relajada e indiferente. Ni siquiera se le había alterado la respiración.

Naia la examinó con desconfianza mientras avanzaba en su dirección. Estaba a cinco metros, y todavía acercándose, cuando se dirigió hacia ellos con una voz igual de comedida que su expresión, postura y movimiento.

—¿Estáis bien? —les preguntó. Aunque sus ojos se posaron primero en Naia y Áleix, no tardaron en saltar hacia el médium. Frunció ligeramente el ceño.

Sin saber el motivo por el cual había roto su máscara impasible, Naia siguió su mirada. Fue entonces cuando se percató de que su amigo colgaba inerte entre ellos.

Habían estado prestando tanta atención a los monstruos y después a la repentina aparición de los tres encapuchados que no se habían dado cuenta. Habían estado sujetándolo con tanta fuerza para que no apoyara su peso en la pierna que no habían notado el cambio.

—Mierda, mierda, mierda... —Empezó a murmurar cada vez más deprisa—. Bájalo. Bájalo —le pidió a Áleix. ¿Había dejado...? ¿Había dejado de...?

Entre los dos lo tumbaron en el suelo.

Las manos de Naia temblaban frenéticamente cuando se preparó para colocarle el índice y medio bajo la mandíbula en un intento desesperado de asegurarse de que su corazón seguía latiendo.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que su pecho no había parado de subir y de bajar en ningún momento.

Respiraba.

Respiraba.

Aterrorizada de lo que vería, se preparó. Contuvo la respiración y, sabedora de que no tardaría en marearse, se obligó a bajar la vista hasta el tobillo que una de las bestias había convertido en una confusa maraña de sangre, piel y músculo.

Aunque siempre había sido aficionada a las series de médicos y había creído firmemente que después de tragarse mil temporadas sabría reaccionar ante cualquier tipo de situación, se quedó paralizada.

La ficción no la había preparado para el olor metalizado de la sangre, para la calidez de la piel ni para tener su vida entre sus manos. Los personajes no habían tenido el rostro de uno de sus mejores amigos.

Una parte de su mente le gritaba que tenía que parar la hemorragia, pero la herida parecía ya no sangrar. ¿Qué hacía entonces? ¿Y por qué se veía incapaz de ello?

A su lado, la piel de Áleix adquirió un tono verdoso mientras sus ojos se abrían cada vez más. Naia imaginaba que el tono de su propia piel no debía quedar lejos.

Antes de que pudieran cualquier cosa, la mujer volvió a hablarles desde una distancia prudencial, como si fuera consciente del miedo y la desconfianza que los embriagaban y quisiera asegurarse de que se sentían seguros a su alrededor.

—¿Puedo?

Naia tuvo que apartar los ojos de la caótica laceración y seguir la mirada de la mujer de nuevo hasta el tobillo de Isaac para entender que les estaba pidiendo permiso para examinar la herida.

Sin ser demasiado consciente de ello se encontró asintiendo con la cabeza, consciente de que estaba demasiado consternada para ser de ayuda.

Con su visto bueno, la mujer recorrió los últimos metros que los separaban y se arrodilló a su lado. Observó al médium con suma atención.

—Ben —dijo alzando la cabeza hacia la figura arrodillada—, ¿puedes echarle un vistazo a la herida y ver qué puedes hacer? Creo que en unas horas empezará a cicatrizar, pero la cataplasma de equinácea y caléndula podría ayudar. Y puede que algo para el dolor.

El encapuchado murmuró algunos versos más (si es que los cánticos misteriosos se organizaban en versos) antes de separar finalmente las manos del suelo y recoger con presteza los distintos elementos que había colocado delante suyo. Los guardó con decisión en sus respectivos bolsillos antes de encaminarse hacia ellos.

Mientras se acercaba se bajó la capucha repitiendo el gesto de la mujer. Cuando la luz de la luna y de las escasas farolas que todavía funcionaban iluminaron su rostro, revelaron a un chico joven, puede que de unos diecisiete o dieciocho años. Era alto y flacucho, con una melena morena alborotada que le tapaba ligeramente los ojos. Tenía un rostro alegre, algo bronceado, con unos labios propensos a las sonrisas y alguna que otra marca antigua de acné que pasaba desapercibida entre sus numerosas pecas.

Tan pronto llegó a su lado, examinó al médium con soltura, midiéndole las pulsaciones en la muñeca y comprobando su respuesta pupilar (o eso supuso Naia), antes dirigirse a una de sus faltriqueras y sacar de ella dos nuevos tarros de cristal y unas vendas limpias de tela blanca.

Cuando empezó a trabajar, cortando el camal del pantalón con una daga que había mantenido oculta entre los pliegues de su túnica, y aplicando posteriormente una pasta verdosa en la herida, la mujer se puso en pie. Se alejó a una distancia prudencial desde donde pasó a ejercer una función de vigía, sumando sus ojos al par de la figura encapuchada que todavía vigilaba desde la azotea con el arco preparado.

Debido a lo que imaginó que sería el peso de su mirada, Ben levantó la vista de su meticuloso vendaje y contempló brevemente a Naia.

—Estará bien. Tiene que haber perdido bastante sangre, pero si ha dejado de sangrar en este poco tiempo, no supondrá ningún problema. Se cura rápido, la herida está limpia, su corazón es fuerte.

Le dedicó una sonrisa ancha y sincera a la que Naia se obligó a responder con un asentimiento de cabeza. El chico volvió a la tarea y Naia se permitió finalmente apartar la mirada, que revoloteó hasta Áleix y su rostro descompuesto.

—¿Vas a ver cómo está Asia? —le propuso. Era, tanto una excusa perfecta para que pudiera alejarse, como una necesidad inaplazable. La situación de Isaac había sido tan precaria que habían dejado de lado a la fantasma que seguía en una postura que oscilaba entre estar arrodillada y tendida en el asfalto unos metros delante de ellos. Haber usado su poder parecía haberla dejado agotada. ¿O era otra cosa? Su mente rememoró al instante la mujer ochentera que había aparecido en la granja, totalmente desconectada del mundo que la rodeaba.

Tragó saliva.

—Claro —murmuró Áleix. Negó rápidamente con la cabeza para disipar su estado de estupor y con pasos temblorosos se levantó y se dirigió hasta Asia.

Aunque la expresión de la encapuchada se mantuvo impasible, relajada pero atenta, a Naia no le pasó desapercibido como evaluaba a Áleix. No la veía. No era capaz de ver a Asia. O al menos, ya no. ¿Habría sido visible cuando había estado luchando contra el monstruo? ¿La habrían visto entonces?

Fuera como fuera, la espadachina contempló al chico durante unos instantes mientras hablaba con una Asia que era incapaz de ver, antes de alejar la mirada y volver a posarla en los callejones oscuros que los rodeaban.

Cuando vio, desde la distancia, que Asia era capaz de mantener una conversación fluida, Naia volvió a bajar la mirada hasta Isaac. Detrás de los párpados cerrados del médium, sus ojos habían empezado a moverse de manera frenética. Gimió en sueños mientras Ben aseguraba el vendaje.

—Voy a darle algo para mitigar el dolor. Seguramente también lo tranquilice, aunque no le hará perder el conocimiento. —Hizo una mueca divertida al darse cuenta de la contradicción. Seguidamente introdujo la mano en uno de los bolsillos y sacó un frasco de vidrio con un pequeño gotero incorporado—. Bueno, mejor dicho, que no le impedirá despertarse.

Parecía que, de nuevo, le estuviese pidiendo permiso. Aunque una parte de Naia le advertía que dejar que unos desconocidos medicasen a su amigo no era nada prudente, solo imaginar el dolor que debía estar sintiendo la hacía sentir culpable por su reticencia. Y si hubiesen querido hacerle daño ya lo habrían hecho ¿no?

—Solo un poco —se encontró murmurando.

Ben le dedicó un asentimiento de cabeza y se desplazó hasta el rostro de Isaac. Con suavidad, le abrió la boca y dejó caer en ella un par de gotas del líquido transparente.

Unos segundos después, los ojos del médium dejaron de moverse y un suspiro escapó de entre sus labios.

Pese que a una capa de sangre y mugre le cubría más de la mitad del cuerpo, hacía meses que Naia no lo había visto tan tranquilo, tan relajado y de repente se sintió cansada, muy cansada. ¿Por qué había insistido en dejar la seguridad de la casa abandonada dónde habían pasado la noche? ¿Por qué le había insistido a Nit a que los trajese a los Mercaderes?

Si los tres encapuchados no hubiesen aparecido... Sabía que las posibilidades no habrían sido buenas, que probablemente sus cuerpos desfigurados quedarían abandonados entre naves industriales hasta que alguien los encontrase a la mañana siguiente.

Menos el de Isaac. A él se lo llevarían. A él lo torturarían solo para descubrir que no sabía nada.

Notó como se le cerraba la garganta, como su corazón se encogía en su pecho, como empezaban a temblarle los labios.

Se apresuró a hablar para alejar las imágenes que le asaltaban la mente.

—Gracias por ayudarn... —No pudo acabar la frase.

El silbido de una flecha rompió el silencio de la noche. El encapuchado que había estado vigilando desde el tejado salió corriendo y salvó la distancia que lo separaban de la nave contigua con un largo salto que trazó un arco por encima del callejón.

—¡Un Aphradon a las tres y dos más a las cinco! —gritó. Tan pronto sus pies tocaron tierra, tuvo una nueva flecha colocada en el arco. O eso creyó Naia, cuando consiguió centrar la vista, la flecha había desaparecido.

Fue al escuchar un ruido húmedo y un cuerpo desplomándose en el suelo que comprendió que en ese mísero parpadeo había salido disparada y encontrado su objetivo. Y en el siguiente, una nueva flecha ya estaba lista.

Aún así, sabía que no sería suficiente. Los chasquidos metálicos de sus garras contra el asfalto se escuchaban cada vez más cerca. Eran más de tres.

Con una serenidad imperturbable, la mujer observó el intercambio de miradas aterrorizadas entre Naia, Álex y Asia.

—Benjamin, sácalos de aquí. Los entretendremos mientras llegáis a la furgoneta. Si Silas y yo no hemos alcanzado en diez minutos, iros directos hacia La Pradera —ordenó. No hubo miedo ni cualquier tipo de vacilación en su voz, solo una férrea determinación y autocontrol.

Se colocó el pañuelo sobre la cabeza, firme, pero sin presa.

—Así lo haré —afirmó Ben con la misma convicción. Sin embargo, Naia consiguió intuir un deje de preocupación en sus ojos—. Scientia semper vincit —recitó con solemnidad. Y todo rastro de temor se desvaneció con sus palabras.

Sapientia lucem ducit —le correspondió la mujer. Unos segundos después la vieron perderse en la noche empuñando su espada curvada.

Áleix corrió hasta Naia con una tambaleante Asia detrás. Benjamin los observó durante unos instantes leyendo la duda en sus rostros.

—Están siguiendo su rastro —indicó. Todos sabían que se refería a Isaac—. La Pradera está protegida con guardas mágicas. Podéis resguardaros con nosotros esta noche... o quedaros y... morir. 



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