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Capítulo 46

Tan pronto Asia, Naia y Áleix abandonaron la habitación, tan pronto dejó de ser visto, Isaac se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Se obligó a respirar hondo para vencer los temblores que empezaban a sacudirlo sin compasión alguna.

Estaba comenzando a hiperventilar, sabía que lo estaba, y aún así era incapaz de pararlo.

El cuello tenso, la garganta cerrada, el pecho estremeciéndose a cada inspiración temblorosa que daba.

Cerró los ojos y con la oscuridad vinieron las imágenes. La sangre. Los cuerpos. Los gritos.

Idara.

Elia.

Se llevó la mano a la frente cuando el dolor de cabeza volvió a atacar con todas sus fuerzas.

Ver la noticia... ver la noticia había sido un golpe duro. El recuento de víctimas. La lona que tapaba el cuerpo de la bruja.

Obligó a sus pulmones a hincharse al máximo en una perfecta inspiración diafragmática. Obligó al aire a salir controladamente.

Obligó a su mente a ponerse en blanco, a dejar ir los rostros desencajados, la mirada de Alma cuando le había ordenado a Nit que se lo llevara y los gritos desesperados de su hermana. Los gritos de Lilia. La mirada de terror que surcó los ojos de Idara cuando le cortaron el cuello.

«No». No podía dejar que los recuerdos lo vencieran. Que tomaran el control.

Inspiró y expiró una vez más.

Y otra.

—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien? —Aunque se trataba de la voz de un niño el corazón de Isaac empezó a martillear a toda velocidad en su pecho, su cuerpo preparándose para defenderse, para defender a Elia, si era necesario. Se levantó de un salto, desconcertado—. ¡Hola...!

Con sigilo se dirigió hasta la mirilla de la puerta y tan silenciosamente como pudo descorrió la mira y colocó un ojo.

Un niño de unos nueve o diez años estaba parado delante de la puerta.

Y al momento lo supo. A la sorpresa y el desconcierto se le sumó la tristeza.

—¿Hay alguien...? ¿Quién está dentro...?

Isaac dudó.

Al haber rodeado la estancia con un círculo de sal no podría entrar a la habitación si así no lo quería él. Se planteó si fingir que no había nadie, pero al instante la culpabilidad lo invadió. La vergüenza.

Ese niño estaba allí por él. Buscándolo.

Antes de poder arrepentirse, entreabrió la puerta sin quitar el seguro.

La línea de visión del chico lo llevó a observar el interior de la habitación antes de alzar el rostro y posar su mirada en Isaac.

Inclinó la cabeza como un cachorrillo mientras su ceño se fruncía levemente.

—¿Quién eres? —preguntó con voz cantarina. Isaac no supo cómo responder. El niño interpretó su silencio como una oportunidad para seguir hablando—. Hay mucha gente fuera. Todos miran hacia aquí y le pregunté a una mujer por qué y no lo sabía.

«¿Mucha gente fuera?».

Isaac miró más allá del niño. Y entonces los vio: más de veinte personas mirando hacia su habitación desde la zona de aparcamiento y las escaleras. Algunos ya los había visto en la granja. Otros no los conocía.

Todos eran fantasmas. Lo sabía.

Y habían acudido en su búsqueda.

—¿Quién es? —Mientras Isaac examinaba a los presentes el niño había vuelto a centrar la vista en el interior de la habitación. Contemplaba a Elia con curiosidad y preocupación—. ¿Está bien?

Isaac se obligó a asentir con la cabeza. Todavía desde detrás de la puerta entreabierta se agachó para quedar a su nivel.

—Es mi hermana y está malita —explicó con sencillez. Que sencillo parecía, que fácil.

—¡Oh! Yo también estaba malito, pero ya me encuentro mejor. Puede que a ella también se cure —Una gran sonrisa desdentada acompañó sus palabras.

«Ojalá que no». Porque el niño no se había curado. Había muerto.

Parpadeó con rapidez para evitar que sus ojos se cristalizaran.

El pequeño siguió hablando con efusividad y aunque Isaac quiso prestarle atención, aunque sentía que debía prestarle atención, había algo...

Su nariz captó un olor a putrefacción. Y entonces lo vio. Una figura serpenteaba entre los fantasmas. Y otras más. Y una tercera. Y una cuarta.

Los identificó al instante.

«Demonios».

—Corre —se encontró diciéndole al niño—. ¡Corre! —chilló.

Su grito inesperado fue suficiente para que el niño se asustara y cumpliera la orden. Se perdió con rapidez por el pasillo.

Isaac cerró la puerta con el miedo invadiéndole todas y cada una de las terminaciones nerviosas.

El móvil. Necesitaba llamarlos, advertirles, pedirles... pedirles que huyeran tan rápido como pudieran.

El móvil. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? Recorrió la habitación en busca del teléfono que le había pedido a Nit en una de sus visitas... y lo encontró. Mesilla de noche. Se lanzó hacia él a toda velocidad. Las manos le temblaban mientras marcaba el patrón de desbloqueo y abría la lista de contactos para encontrar... solo había dos contactos guardados. Áleix era el primero de ellos.

Pulsó su nombre llevándose el aparato al oído a la vez que se dirigía hacia su hermana y arrancaba la manta que la cubría con violentos tirones.

La llamada se cortó sin dar siquiera tono. Justo como había ocurrido aquella primera vez durante el incidente.

No tuvo tiempo a maldecir. A toda velocidad pulsó el contacto de Naia.

Exactamente el mismo resultado.

«Vale». Tenía que ser racional. Racional.

Buscó la grabadora entre las decenas de aplicaciones de un móvil que todavía no se había hecho suyo, le dio a gravar.

Al momento empezó a recitar el exorcismo que ya se sabía de memoria. No sabía si funcionaría, sabía que tan pronto lo encontraran lo apagarían, pero si en algún momento dejaba de ser capaz de salmodiarlo, el móvil se encargaría de ello. Al menos durante unos instantes. Esperaba que funcionase.

...concessam per lucem, benedictionem Azrael patris venatorum. Exorcizamus te, spiritus, entitas infernalis exortus ex caligine, daemon et minister Luciferi. Revertere. Reverti ad planum infernale...

Un golpe en la puerta lo interrumpió. Alguien estaba llamando.

Y ese alguien no podía ser un fantasma.

Paró la grabación y le dio a reproducir en bucle antes de lanzar el móvil bajo la cama. Se colocó delante de Elia.

Los golpes en la puerta volvieron a romper el silencio.

—¿Hay alguien en casa?

Ya no era una voz infantil. Ya no era una voz inocente.

Sino todo lo contrario.

Desde su posición delante de Elia, el médium buscó con la mirada cualquier cosa con la que pudiera defenderse. Habían huido de la granja a tal velocidad que no habían pensado en coger algunos de los cuchillos de la cocina, el atizador de la chimenea o cualquier cosa que pudieran usar como arma.

Y en la habitación no había nada.

Tampoco había manera alguna de huir.

«Las insulinas de Áleix».

Dudaba que una dosis de insulina les hiciera efecto alguno, pero ¿podría hacerlos creer que se trataba de alguna especie de veneno mortal incluso para un demonio?

No encontró otra opción.

Se lanzó a toda velocidad hacia la neverilla encastada dentro del armario buscando el kit... jeringa. La clavó en el tapón de goma del botecito y estaba aspirando el contenido cuando la puerta fue arrancada de sus gozones.

Una mujer de unos cuarenta años se apoyó en el marco contemplando la habitación con una sonrisa cruel en los labios.

Entonces reparó en el círculo de sal.

Sus cejas se elevaron con diversión y asombro a partes iguales.

—¿Sal?

Isaac empezó a salmodiar el exorcismo.

El demonio no se inmutó.

Durante unas casi imperceptibles milésimas de segundo su rostro desapareció. La piel clara fue sustituida por una máscara de putrefacción, de músculo degradado y hueso brillante. Sus ojos se volvieron de un rojo oscuro tragándose el color avellana que había brillado en ellos unos instantes antes. La piel colgó y la sangre se volvió negra.

La máscara se desvaneció tan pronto había aparecido.

La sonrisa de la mujer se ensanchó.

Y entonces traspasó el círculo.

Vade, minister diaboli, dominator omnium deceptionum et pater tenebrarum. Exorcizo te, non potes amplius fugere. Vibra et effuge, quia si te iterum videbo, mors tua erit certa...

Se movió con lentitud, y aunque era obvio que estaba disfrutándolo, su mirada examinaba el dormitorio con cautela. Parecía un tanto reticente a acercarse al médium.

El chico alzó la jeringa llena de insulina.

La mujer paró en seco. Examinó el objeto con un movimiento de cabeza un tanto animal.

—¿Qué es? —preguntó en un ronroneo.

—No quieres descubrirlo. —Su voz sonó gélida. Firme. Amenazante. El demonio no se dejó intimidar.

—¿Y por qué tú... necesitarías eso? —Lo examinó con una cierta picardía—. Oh. Entiendo.

Se relamió los labios con recreación.

Sus ojos, esclerótica incluida, se volvieron completamente negros.

La mujer lo rodeó cuando dos figuras más entraron en la habitación. Su atención recayó primero en la voz un tanto metálica que recitaba el exorcismo. Posteriormente en la jeringuilla que sujetaba con fingida confianza.

La mujer se acercó al médium con lentitud tanteando el terreno, con pasos lentos y largos. Como un cazador rodeando a su presa, midiéndola, juzgando, calculando las posibilidades de éxito.

Isaac elevó una ceja, retándola.

Solo tenía eso. Su farol y la confianza y seguridad que lo mantenían en pie.

La sonrisa del demonio se ensanchó todavía más si era posible.

Y saltó contra Elia.

A partir de ese punto todo se volvió confuso.

Isaac notó como su garganta ardía en un grito animal. Su pecho se desgarraba por momentos. Se lanzó contra su hermana, pero era demasiado tarde, y el grito seguía siendo lo único que escuchaba hasta que un pitido lo sustituyó todo y en su cabeza explotó el mayor dolor que había sentido nunca. Se llevó las manos a la cabeza. Y gritaba, pero no podía escucharlo porque solo sentía el pitido. Y mientras todo su campo de visión se volvía negro lo vio.

Tres fantasmas se materializaron delante de la mujer placándola con furia.

Y tres más rodearon al segundo demonio.

Y al tercero.

Y a los otros que todavía quedaban en el pasillo y en la zona de aparcamiento.

Explotó. Sentía como si su cuerpo fuera a explotar. A comprimirse. A descomponerse. El dolor... El dolor...

Todo se volvió negro.

Y perdió la consciencia. 


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