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El baúl

En el vestidor de su recámara escogía el vestido adecuado para el día que se presentaba. Afuera los esperaba el carruaje que llevaría a la familia a la celebración del sesenta cumpleaños de su abuela materna, que se celebraba en los jardines de la mansión de la susodicha. Luego de la fiesta, a la que asistirían todos los familiares y los componentes de la alta sociedad de la comarca, volvería a casa a continuar con la tarea encomendada por el señor Green, aunque no tenía una pizca de ganas para hacerla, pero debía. No podía faltarle a su profesor ni a sus padres en la encomienda o se ganaría una regañina.

Eligió un vestido de raso color rosa adornado con florecillas blancas del mismo color y unos zapatos blancos con poco tacón. La vestimenta no era muy incómoda, lo peor era tener que adentrarse en ese horrible corsé (que en realidad era bonito) que tanto odiaba porque le dificultaba los movimientos y lo que era aún peor, la respiración.

-¡Natalie!, ¿ya estás lista? -le preguntaba su madre dando ligeros toques a la puerta de madera de roble de la entrada a sus habitaciones.

-¡Aún no, mamá!. Necesito unos minutos más -respondió de inmediato ella, corriendo para meterse a la tina, que ya debía estar tibia puesto que hacía ya rato que la habia preparado la doncella-. Me costó elegir vestido, pero ya me apuro.

-No tardes mucho que sería muy descortés llegar tarde a la fiesta de la abuela -se escuchó de fondo a la vez que repiqueteaban en los peldaños de la escalera los tacones de su madre.

Cuando se dispuso a contestar ya no había nadie. Luego llamaría a la doncella para que le apretase el corsé.
En unos minutos estuvo lista, ya que no se maquillaba, sólo un poco de rubor en las mejillas, ya que estaba mal visto que una dama de su edad fuera maquillada. Según la sociedad si iba maquillada a los quince era una cualquiera, sería lo mismo para una de dieciséis. Tampoco necesitaba hacerse un gran peinado, ya que había sido bendecida con unos preciosos bucles dorados por cabellos, se había colocado un pasador de plata y listo.

Bajó la escalinata que daba al recibidor y en seguida consiguió una mirada de aprobación por parte de sus padres que la llevó a afianzar la decisión que había tenido al elegir el atuendo.

Pasó todo el camino sumida en sus turbios pensamientos, los cuales no se interrumpían ni siquiera por los baches producto de las piedrecillas (y no tan piedrecillas) que pasaban bajo las ruedas de la carreta, formulando una pregunta dirigida a Frank y Margaret (sus padres) que sus labios no se atrevían a pronunciar. En realidad eran más, pero había una que sería la desencadenante del comienzo para saber la verdad: "¿soy adoptada?". Esa era la pregunta del millón, una oración tan difícil de arrancar de sus cuerdas vocales que daba paso a una terrible frustración.

Cuando llegaron a la fiesta saludaron a la abuela Isabelle, colocaron sus regalos en la mesa destinada a ello y saludaron cortésmente a los distintos burgueses que ya se encontraban allí o iban llegando poco a poco hasta alcanzar una cantidad de personas que fácilmente podría llenar un teatro.

Después de los canapés que se ofrecieron mientras la gente conversaba de negocios, de cosas banales y sin ningún interés -según el parecer de Natalie- llegó la hora del baile -estúpido baile de protocolo, donde todos sabían o debían saber los pasos-. A la chica tampoco le entusiasmaba el hecho de tener que bailar con gente con la que no le apetecía por no ser descortés.

Bailó con muchos nobles que la buscaban para cortejarla. No le faltaban pretendientes, cosa que ella no necesitaba puesto que no se sentía enamorada de ninguno, simplemente atraída físicamente, porque psíquicamente todos parecían tener la cabeza hueca o solamente dedicada a amasar fortuna y conseguir una linda mujer como trofeo para presumir ante los demás.

Allan Collins era el hombre que más la buscaba e intentaba sorprenderla con su charla. Era hijo de uno de los socios de su padre, quien a ella no le caía demasiado bien. Tal vez por sus ojos negros que parecía que perforaban, tal vez por su arrogancia, o por ambas a la vez. El caso es que sus ojos no mostraban lo que su boca decía.

Para sumarle más angustia, sus padres los miraban bailar y cuchicheaban. El resultado es que fue agotador tener que soportar la fiesta fingiendo una sonrisa en su cara.

* * *
Hizo la tarea sin poder quitarse del seso al estúpido Collins y las miradas hacia ellos de sus padres, sobre todo de su madre, que tanto la incomodaba. Intentó dejar de pensar en ello y quiso acostarse, la almohada la haría dejar de darle vueltas al asunto. Se aseó un poco y se acostó en su mullida cama, agotada. Pero luego de un rato no podía dormir, así que cogió un quinqué, lo prendió y se dispuso a bajar a por un poco de agua. Después de beber se dirigió a sus habitaciones, pero en el camino pensó subir al ático.

No sabía por qué dirigía sus pasos de noche a tan sombría estancia, aunque su conciencia sí que estaba enterada de por qué la guiaba hacia allí. Lo más profundo de su ser sentía deseos de calmar la sed que ofrecía la duda. Sus padres ya estaban dormidos, el servicio también y no habría problema alguno, no la descubrirían.

Soltó la lamparilla en el suelo, tiró de la anilla y sujetó la escalera que bajaba hacia ella para no hacer ruido. Un ruido a esas horas, por pequeño que fuese, produciría un estruendo en tamaña casa por el eco.

Subió despacito los peldaños de madera que crujían a su paso, sujetando el quinqué delante de su cuerpo, a la altura de su rostro para poder ver si había algún bichito travieso que quisiera posarse en ella. No es que le dieran miedo, pero tampoco es que le agradase la sensación de tener una araña encima o un ratoncillo en un pie.

El ático era enorme, pero entre tantos trastos viejos cubiertos de sábanas igual de viejas le llamó la atención un baúl de esos que usaban cuando iban de viaje, pero aún más viejo. Parecía que aquella cosa la estuviera llamando. Sin dudar se dispuso a abrirlo y encontró numerosos retratos y una cajita que contenía muchas cartas. Las cogió y se las guardó en su ropa, ya miraría los retratos en otro momento cuando tuviera oportunidad de subir de día, quizá cuando el servicio estuviera libre.

Bajó rápidamente, intentando no hacer ruido, colocó la escalera y la portezuela en su sitio y corrió como alma que lleva el diablo hacia sus habitaciones a esconder la cajita bajo uno de los listones de madera del suelo. Ya investigaría mañana. Apagó la cálida lucecilla y por fin pudo cerrar los ojos y conciliar el sueño.

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