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Armonía, primera carta. Parte 1.

Domingo, día de descanso.

La familia Wilson se había levantado temprano para desayunar y asistir a misa, como todo buen cristiano. Se habían ataviado de domingo, aunque para ellos casi todos los días parecía serlo, no había más que observar sus trajes. Ella había elegido un vestido de seda de color cielo que resaltaba el color de sus ojos y hacía parecer más dorado aún el de sus cabellos, aunque hoy lo llevaba semi-recogido, petición de su madre, para no desentonar y, a su vez, para ser distinguida a simple vista de los pobres. Aunque no estaba de acuerdo con las creencias de los demás, gustaba de aparentar para no ser criticada, su hija no sería objeto de las habladurías.

Ella odiaba la misa, no entendía para qué debían ir todos los domingos, al igual que sus vecinos a escuchar al sacerdote dar la palabra de Dios. Ella con leer su Biblia tenía suficiente, no le hacía falta oír al padre Sullivan sus propias interpretaciones del libro sagrado, llevadas al extremo, como si por equivocarse en lo más mínimo fueran a ir todos al averno. Además, la iglesia olía a humanidad condensada, la gente humilde también podría asearse un poquito. Sus trabajos eran duros y ella lo comprendía, lo que no comprendía era que teniendo tales temperaturas no se dieran un baño de vez en cuando, al menos el domingo, que no tenían que trabajar. Había gente humilde que lo hacía, no era tan descabellado, pero resaltaba el olor de los que no dedicaban su tiempo (según ellos mismos, desperdiciarlo) al aseo. Ya lo había oído en el mercado sin querer, en conversaciones ajenas.

Salieron de misa y se dirigieron a la mansión Wilson, sus padres se despidieron en el porche, alegando que pasearían un rato, entonces Natalie decidió hacer de las suyas, tenía tiempo, ya que con un paseo, ellos querían decir «estaremos unas horas fuera, no nos esperes».

Se fue a escondidas a las caballerizas y ensilló su caballo preferido y, seguidamente fue corriendo a sus habitaciones, levantó la tablilla del suelo donde se encontraba la cajita con las cartas y cogió la primera. Se la guardó bajo el corsé para que no se le cayera y corrió otra vez, pero esta vez a la cocina. La cocinera la miró con intriga, ya que ella no visitaba más la cocina después del desayuno, si era que desayunaba sola, cuando estaban sus padres desayunaban en la sala y hoy había sido una de esas mañanas.

-Señorita Natalie, ¿qué se le ofrece?.

-Verá Ágatha, quería un par de manzanas, esta mañana no desayuné mucho.

Delante de los señores Wilson, Natalie no hablaba con la servidumbre para comentar algo que no tuviera que ver con las labores de la misma, no es que fueran a regañarla, pero así se ahorraba el tener que comprobarlo, además estaba su timidez. Otra cosa muy distinta era cuando ellos no se encontraban en casa. Ágatha la trataba con muchísimo cariño, dentro de lo permitido. Vivía en la casita que construyeron sus papás para ella, junto con su esposo, John, que trabajaba de mayordomo y jardinero (el cual le sonreía como un padre sonríe a su hija) y sus dos hijos. A veces, cuando era más niña jugaba con la hija de Ágatha, Helen, a escondidas de los transeúntes y vecinos (que no eran muchos, dado a que los Wilson residían en las afueras), ya que estaba mal visto que se mezclaran las personas de distintas clases sociales, para lo que no fuera el tratamiento estrictamente profesional noble-criado, ¡cuántas cosas mal vistas!, ¿acaso no eran todos seres humanos?. Ahora Helen se encontraba casada, vivía a las afueras y esperaba un hijo, aunque fuera sólo dos años mayor que ella. A sus dieciséis no se veía casada en un futuro tan cercano, mucho menos con un hijo.

-Por supuesto, tardo un minuto -dijo Ágatha a la vez que caminaba a pasos cortos, aunque rápidos, hacia la despensa, al segundo apareció con cuatro apetecibles manzanas de un color rojo brillante, que en seguida metió en una bolsa, y una sonrisa pícara -. Dos para el caballo y dos para la señorita.

Natalie sintió como se le ruborizaban las mejillas e incluso las orejas y salió murmurando un -gracias -, avergonzada. La habían pillado. La cocinera y ama de llaves la conocía mejor que su propia madre, además de que era muy suspicaz.

-No hay nada que agradecer, ¡y tenga cuidado con esa bestia! -encomendaba con cariño la mujer.

-No se apure Ágatha, lo tendré -prometió sin tener certeza de sus propias palabras, puesto que estaba más nerviosa y ansiosa que nunca.

Natalie, sin tiempo que perder fue a las caballerizas a por Ventisca, su caballo preferido. Un corcel negro, de ojos también negros con el pelo muy brillante, patas fuertes y una crin hermosa.

A la vista parecía temerario, pero era al contrario, al menos con ella. Le dio una de las manzanas y se subió a su majestuoso caballo, con cuidado de no estropear el vestido, pero con la maestría de una verdadera amazona. Parecía que Ventisca se entendía con ella mejor que con nadie, aunque era secreto, si se enteraban sus padres de que montaba a caballo cual hombre, les daría un infarto, sobre todo a su madre. Se la imaginaba desvaída de la impresión, se le escapó una risita malvada a la vez que animaba a Ventisca a ir al trote, pero en seguida se le borró la sonrisa del rostro al imaginar las consecuencias que acarrearian sus ocurrencias, y de igual forma que hacía unos segundos reía, le sobrevino un escalofrío por la espina dorsal.

Continuó porque la situación lo ameritaba, necesitaba descubrir tamaño secreto que le escondían sus supuestos padres.

Cavilando en la carta, tan antigua, espoleó su caballo al galope para leerla lo antes posible, con la esperanza de disolver sus grandes dudas antes de que se pulverizara bajo sus ropas. Se la sacó por el camino antes de que algún campesino lograra verla y pensara mal de ella. Poco antes de llegar dejó su caballo atado entre los árboles y ya sí continuó caminando hasta su árbol preferido, que estaba bastante cerca.

Una vez en Armonía, se sentó a cobijo de la sombra que le ofrecía su roble y abrió la carta. Había estado sellada en su día con lacre pero no tenía ni rastro de remitente ni el nombre de la persona a la que iba dirigida, era como si la persona que la escribió se la hubiera entregado directamente en mano al destinatario. Natalie suspiró como si hubiera contenido el aire durante todo el día antes de abrir el sobre, dispuesta a comenzar a leer. Al sacar tan débil papel salió con él una rosa disecada, que se apresuró a recoger de sus faldas. La observó por unos segundos, preguntándose cómo una flor, débil y perecedera podía aguantar durante tantos años como parecían tener el baúl, la cajita y las cartas de dentro de ella, pero llegó a la conclusión de que las palabras que debían contener dichos mensajes eran eternas y que debía ser el amor que profesaba la persona que escribía, porque debían ser mensajes de amor, conseguía que se mantuvieran en mejor estado del que deberían para encontrarse guardadas, olvidadas en un lugar tan sucio, lleno de polillas y tan húmedo como aquel ático.

Con mucha atención y las manos temblorosas, leyó todo sin saltarse una coma y comenzó, sin darse cuenta a aclarar el mar de sus dudas, pero sin aplacar la sed, una sed que, sin saber, la llevaría al conocimiento y a su vez a la desdicha.





¡Hola corazones! Disculpad la tardanza, pronto subiré la segunda parte pues la esoy editando y, ya sabéis, si os gusta no dejéis la estrella desteñida, tan triste.
💖Besos💖

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