Epílogo
—Y ¿cómo se le ocurrió todo eso? —preguntó Nievas mientras caminaban por la pequeña plaza del sauce.
Carmela sonrió, satisfecha y orgullosa de sí misma por primera vez en mucho tiempo.
—Detalles. En casa de Pablo, cuando todavía se barajaba la hipótesis del suicidio, Mercedes, de la nada, mencionó a «un asesino». Nadie lo había mencionado hasta allí.
—¡Qué tontería matar a alguien y luego sugerir que no fue un suicidio sino un asesinato! —exclamó el muchacho entre risas.
—El subconsciente es una gran herramienta con la que contamos los policías, anótalo Nievas. A propósito, ¿cómo es tu nombre de pila?
—Gonzalo. ¿Qué va a pasar con Siria?
—Perdomo ha contactado a su tía en España, y vendrá a buscarla la semana próxima. Ahora está en casa de Eliana, que como comprenderás, ha quedado vacía. Su hermana se llevó todas sus cosas.
—¿Van a dejar que la tía se lleve a Siria? Esa mujer tendría que estar presa por dejar a una chica esquizofrénica sola en la vida.
—La dejó con Mercedes y siempre estaba en contacto. La mujer no tenía idea de todo lo que había pasado con su hermana y de lo que pasaba con Mercedes. Vivía en su propio mundo, como sus padres.
—Igual, yo no se la daría.
—¿Y qué prefieres? ¿Internarla en un neuropsiquiátrico? Siria puede vivir una vida casi normal, pero debe estar bajo tratamiento permanente y tener una red de contención familiar. Tal vez algún día regrese.
—Pero si no quiso irse una vez, ¿por qué querría ahora?
—Porque al estar en tratamiento comprende mejor las cosas. Aquel momento fue muy sensible. Y también porque acaba de resolver una parte de sus traumas, el hecho de no poder hablar de lo que sucedió con sus padres la llenaba de angustia.
—Lo imagino. ¡Y la desgraciada de Mercedes que no se lo dijo!
—Exacto. Podría haber hablado con ella, al menos. Pero Siria no se irá sola. La tía está dispuesta a llevar a Kevin también.
—Ah, eso sí, me parece bien. Él sabe controlarla y creo que la quiere mucho, ¿verdad?
—Creo que ambos se quieren mucho.
—¡Mmmmm, corazoncitos y estrellitas! —exclamó el muchacho, sonriendo—. ¿Cómo hizo para que hable con usted? Hasta donde sabíamos, no había hablado nunca con nadie de lo de sus padres.
—Creo que es Kevin quien logra bajarle las barreras, siempre estuvo dominada por esas dos voces en su cabeza, imaginando que le hacían compañía... Y supongo que confió en mí, no sé.
—¿Desdoblamiento de la personalidad?
—No, eso es otra cosa. Los esquizofrénicos suelen escuchar voces. De acuerdo a lo que han vivido, esas voces les dicen una cosa u otra, a veces, incluso, son voces difusas, sonidos; suelen sentirse perseguidos. Hay muchísima gente con esa condición y no son necesariamente violentos, de hecho, la mayoría no lo son. Siria solo se defendía, ella no mató a nadie. Además, oye, si para cualquier persona sería difícil vivir todo lo que ella vivió, imagínate con una enfermedad como esa... Bastante bien se mantuvo.
—Pero hablaba como si hubiera otras personas.
—Un arma de defensa que adquirió desde niña. Imaginar que está con otras personas para paliar la soledad. En Siria se tornó peligroso, pero confío en que el tratamiento hará que las aleje.
—Y, dígame, boss, ¿cómo supo lo de Rolando?
—Siempre hubo algo en ese hombre que no me cerraba, pero no sabía qué. Cuando mostró la foto de su madre no me di cuenta, pero cuando vi de nuevo a Siria, caí en el enorme parecido con la mujer de la foto. Ayer pasé a verlo por el hospital, Mercedes alcanzó a cortarlo en un brazo. Me contó que su madre sufría esquizofrenia paranoide. El expediente del tipo está limpio, figura que trabajó como plomero hasta hace unos diez años. Llegó de Cuba hace más de veinte y sí, ya había vivido y trabajado acá. Reconoció que «tal vez se excedió un poco con algunas chicas», por supuesto ni se acuerda de Ivanna, y yo no quise hablarle mucho de ella.
—¿Va a ir preso?
—No. Su crimen ya prescribió, su víctima está muerta y nadie hizo ninguna denuncia.
—Todavía.
—Exacto.
—¿Sabe que es el padre de Siria?
—No. De todos modos, estamos esperando los resultados del ADN. Por más que coincidan, no se lo voy a contar.
—¿Y a Siria?
—Eso lo verá Kevin en su momento. La conoce mejor que nadie. Creo que es bueno que se vayan lejos.
—No sería fácil para ella saber que nació de una violación.
—Tampoco es fácil creer que tu padre es un bastardo que maltrataba a tu madre. De una u otra forma lo tiene difícil la pobre. ¿Café?
—Encantado.
Cuando escuches llorar al sauce
correrás, correrás,
porque la sombra viene por ti
y si te atrapa vas a morir.
Correrás, correrás.
Se quedó muy quieta escuchando el canturreo del sauce, con la vista fija en la rama del árbol. El sol le brillaba el pelo, ahora limpio, ahora suave.
Las historias que guardaba dentro de la cabeza habían salido, se habían abierto paso hacia otras gentes. Gentes que, tal vez, las comprenderían. Ella no. Se miró los dedos en los guantes nuevos. No se escapaban.
El sauce ya no cantaba. Le clavó su mirada gris. El árbol sacudió su larga cabellera, tal vez saludándola en una despedida ansiada. Igual de triste. Igual de muda. Qué iba a hacer ahora sin plaza y sin sauce. Sin lágrimas. Sin muertas colgando de las ramas altas.
«Seguro que el árbol será feliz, se dijo, nadie lo molestará». Keira y Ondina dormían en alguna parte, ella sabía. Se enganchó al brazo de Kevin.
Al fin de la senda descubrirás
tres puertas y escogerás
porque la sombra viene por ti.
Correrás, correrás.
Cantó bajito, con la nariz fruncida y los ojos cerrados, de cara al sol.
Una te llevará adonde quieres,
correrás, correrás
Otra te guiará donde debes,
correrás, correrás.
Y la tercera vas a omitir
porque es donde no debes ir.
Que si te atrapa vas a morir.
Correrás, correrás.
—¿Subiste alguna vez a un avión? —preguntó Kevin.
—No. ¿Y tú?
—Tampoco. Me da miedo.
—A mí no. —Se miraron con miradas sonrientes, tan distintas a las de días atrás—. Bueno, un poquito, sí.
Cuando escuches llorar al sauce
correrás, correrás,
Porque la sombra viene por ti
y si te atrapa vas a morir
Correrás, correrás.
—¿No te sabes otra canción? Es muy triste, esa.
Siria se rascó el mentón. Recorrió con la vista la plaza, las farolas, el pedregullo rojo. La extrañaría.
—Carmela me dio su número, nos escribiremos por los telefonitos —dijo.
—Tu no tienes teléfono y yo tampoco.
—Mi tía nos comprará, se lo prometió a Carmelita.
—¿¡Carmelita?!
—¡No te rías! Es una buena... amiga, creo yo.
—Lo es, lo es. Muy bien, al menos tendremos a alguien, si nos da por regresar.
—Siempre habrá una puerta aquí para nosotros. Eso dijo ella.
Guardaron silencio por largos minutos, disfrutando del sol y de la plaza para no pensar mucho en la aventura de aparecer en otro punto del mundo, donde, según decían, era verano. Siria apoyó la cabeza en el hombro del chico y canturreó con voz blanda.
La araña pequeñita trepó por el balcón
vino la lluvia y al suelo la tiró.
Kenin sonrió y unió su voz.
El sol salió, y el agua se secó
Y la araña pequeñita de nuevo se trepó.
FIN
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