9
Carmela estiró el sweater hasta que sobrepasó el cintillo del pantalón y se observó en el espejo. No se veía mal. De hecho, lucía mucho mejor que tiempo atrás, cuando recién llegaba a Los Sauces, flaca y demacrada. Desde entonces, había ganado uno o dos kilos que le sentaban de maravillas. Al menos llenaba la ropa. Tampoco necesitaba ya cubrir con corrector las horribles manchas violáceas bajo sus ojos. Con una delgada capa de rímel y un toque de labial su rostro lucía saludable y lozano.
No era frecuente que saliera a cenar con alguien, las pocas veces que no comía sola, lo hacía con Eliana y, por lo general, almorzaban. Hasta eso parecía haber quedado en el olvido. Hacía días que no se veían ni hablaban por teléfono. Carmela estaba dolida. Suponía que Perdomo habría puesto los puntos a la forense y que, por eso, tampoco ella se comunicaba.
La convenció su vestimenta: sweater salmón y pantalón negro. Botas cortas con plataforma y un abrigo de paño. No quiso ponerse el único vestido elegante que tenía —también negro—, ya que no tenía interés en que Correa malinterpretara sus intenciones. El pobre había cursado la invitación luego de que ella, hastiada ante la negativa de Perdomo a hablarle en instancias del último crimen, se retirara de la escena entre molesta y frustrada. Frustración que no provenía del mero hecho de que la hubieran apartado del homicidio de Carina Del Campo, sino, y sobre todo, por tener que admitir, a esa altura, que no tenía idea de por dónde seguir en el caso de Pablo Sócrates.
Y Correa, santo mentor, decidido a no abandonarla a su suerte, la había invitado a cenar.
Decidió dejar suelta la melena rubia y no colocar sombra en los párpados, aunque le encantaba resaltar el suave color avellano de sus ojos con algún tono oscuro. A Iván le encantaba.
Enrolló una bufanda en su cuello y espantó los recuerdos amargos con un trago de whisky. Uno solo. Tenía que conducir. El whisky le recordaba a Eliana y no necesitaba pensar en ella ni en Iván en aquel momento. Agarró las llaves y salió.
Cuando entró al Pinar del Rio —restaurante escogido por Correa pese a su reticencia—, le pareció más grande y luminoso que veces anteriores. En todo el salón, solo una mesa estaba ocupada. La que aguardaba por ella.
—Me tomé la libertad de pedir por los dos —señaló el mentor poniéndose de pie al saludarla—: pasta rellena. Si quieres otra cosa, lo cambiamos.
—No, no está bien. Me gustan las pastas. ¿Lleva mucho esperando?
—Apenas —señaló con tono jocoso mientras llenaba otra copa—. Llegué un poco antes de la hora pactada. Estás muy linda con el cabello suelto, creo que ya te lo he dicho alguna vez.
Carmela sonrió.
—No, nunca lo había dicho. Gracias.
El dueño del restaurante se acercó con el menú entre las manos y una breve sonrisa en los labios.
—Bienvenida, inspectora —dijo casi con seriedad—, un placer volver a verla.
Ella hizo esfuerzos por no reír. Era la segunda vez que la veía con Correa; imaginaría cualquier cosa, supuso. Tal vez por eso se mostraba tan mesurado, lejos de la efusividad con que solía recibirla cuando llegaba sola.
—¿Cómo está, Rolando? —Aunque el cubano no le despertaba el menor interés romántico, su adolescente interior se sintió dichosa con la situación. Provocar ciertos celos en alguien no estaba mal, aunque fueran vanos.
—Muy bien, inspectora, gracias. El señor pidió pasta, ¿está de acuerdo?
—Por supuesto, el señor conoce perfectamente mis gustos.
El cubano se retiró y Correa levantó las cejas en gesto cómplice.
—No sabía que te gustaba el camarero.
—No me gusta. Y no es el camarero, es el dueño.
—Lo sé —murmuró él—. ¡Ah! —Suspiró tras paladear un sorbo de vino—. El Sauvignon Blanc es perfecto para los sorrentinos a la parisienne.
—Exquisito —convino ella.
Brindaron por los respectivos casos y charlaron de banalidades hasta que la comida estuvo en la mesa.
—¡Esto huele fantástico! —observó Correa—. Yendo a lo nuestro, debo confesar que todavía no tengo mucho de dónde tirar en el crimen de Carina.
—Pues yo tengo menos y llevo más tiempo con mi caso, si es que no está cerrado... ¿Puedo preguntarle de qué habló con Perdomo?
—Le pedí que delegue en Irrazabal la autopsia de Carina y le expliqué someramente nuestras sospechas sobre los resultados que entregó Eliana.
—¿Y qué dijo?
—No le hizo mucha gracia, por supuesto. Pero confía en mí.
—¿Le contó por qué me apartó de este asunto?
—Fueron los Sócrates quienes pidieron mi intervención y no te apartó del caso, querida, trabajarás conmigo.
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué no me lo dijo él mismo? La otra noche me largó con un «después hablamos».
Correa sonrió, condescendiente.
—Sin embargo nunca te dijo que quedaras fuera. —Carmela tuvo que admitir que tenía razón—. Ya tengo algo de lo tuyo —agregó el inspector.
—¿El resultado de la foto de la huella? ¿Qué dice el análisis?
El inspector apoyó los cubiertos en el plato y cruzó los dedos frente al mentón.
—Carmelita, querida, ¿qué análisis crees que se pueden hacer de una foto de celular? Más que la talla y la marca, otra cosa no se puede sacar. Bota Olmo número treinta y siete.
—¿Treinta y siete?
—Sí, lo del treinta y seis fue un cálculo que hicieron ustedes, no sé por qué. Pero es una bota de trabajo; el patrón de la suela indica que es treinta y siete sin lugar a dudas. Mi contacto es de lo más eficiente.
—¡Pufff! ¡Tendré que empezar de nuevo con eso! —Correa asintió—. Me pregunto por qué Eliana diría lo de la capa de cera...
—Tal vez porque sabe, o cree saber, de quién es la huella y no quiere que se sepa.
—¿Por qué no?
—No lo sé, quizá porque tiene la certeza de que esa persona no mató a nadie y tiene miedo de que se la incrimine... Tienes que hablar con ella.
Carmela, con la copa en la mano, asintió pensativa.
—Hay algo que se nos escapa —aseguró tras una pausa.
—Coincido. Por eso tienes que hablar con Eliana. Otra cosa, mis muchachos estuvieron indagando en el pueblo. Pablo Sócrates no estuvo bebiendo en ningún lugar público, parece que se quedó en su casa la noche que murió. No salió para nada.
—Estoy segura de que a Carina la mataron por algo que tiene que ver con el asesinato de Pablo —reflexionó ella en voz alta.
—Estás convencida de que fue un crimen. Y podrías estar en lo cierto. Es evidente que el chico bebió esa noche, pero, por lo que hemos averiguado, lo hizo en su propia casa, ¿por qué entonces no se encontró ninguna botella, ninguna jarra, un vaso? ¿Alguien limpió la escena del crimen?
Carmela se estremeció. No se atrevía, siquiera, a imaginarse quién podría haber hecho tal cosa.
—Repito —se limitó a decir—, no encuentro el motivo, tiene que haber algo...
—¡Mi querida discípula! —soltó Correa después de un largo suspiro—. Si supiéramos el motivo ya lo habríamos resuelto. Primero hay que probar que lo de Pablo fue un asesinato y con Carina estamos atascados. ¡Si al menos halláramos el arma asesina! ¡Esto estaba riquísimo! ¡Rolando! —llamó con la mano en alto. La inspectora sonrió ante la presteza del cubano para acercarse. Eran los únicos clientes y estaba pendiente de ellos—. ¿Qué podemos comer de postre?
—¿Podemos? —atajó ella—. Yo estoy más que satisfecha.
—Tonterías. ¿Qué tienes? —insistió Correa al cubano.
—¿Flan de caramelo? —ofreció éste—. ¿Una panacota?
—¡Oh, panacota! Sí, eso quiero —resolvió Carmela.
—Y yo quiero el flan —decidió el mentor—. Dime, Rolando, ¿quién te enseñó a cocinar así? ¿O tienes un chef escondido ahí detrás?
El hombre se echó a reír.
—Ahí detrás solo está Michi, que ayuda un poco de vez en cuando —explicó—. Quien cocina soy yo; me enseñó mi viejita, que en paz descanse. —Al decirlo tocó, de manera inconsciente, un relicario que colgaba en su pecho.
Carmela no lo había notado antes y, entendiendo que esas cosas son personales, no se atrevió a indagar. En cambio, Correa no tuvo el menor empacho en hacerlo.
—¿Es un recuerdo de su madre? —preguntó.
Rolando asintió con cierta sorpresa en los ojos.
—¡Ah, sí! —contestó, agachándose para enseñarles la foto, pequeña y a blanco y negro.
—Era muy bella —opinó el inspector, que se había colocado las gafas. Carmela asintió sin poder opinar ya que la imagen era demasiado borrosa como para reconocer la belleza de la finada, aunque, a grandes rasgos, le recordó vagamente a alguien que no pudo precisar. Una actriz, seguramente.
—Era hermosa, mi reina —señaló Rolando con emoción—. Era todo para mí. Bueno, ya mismo traigo los postres.
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