18
Apoyados en los escritorios se hallaban Perdomo, Correa y Nievas. Eliana se había sentado en una silla y Franco Irrazabal cruzaba los brazos con la espalda contra la pared. Algunos policías flanqueaban la entrada de la oficina en la que se habían reunido.
—Podríamos decir que el caso Sócrates-Del Campo está cerrado —dijo Carmela, de pie frente a todos ellos—. Les contaré la historia. —Desde su rincón, Correa sonrió con orgullo—: Todo comienza con Ivanna Loréfice, diecisiete años, una chica como cualquier otra a la que le gustaban las fiestas, los chicos, y no le gustaba estudiar. En el último verano de secundaria, su padre le prohibió todo tipo de salida hasta que aprobara las materias pendientes. La familia iba a la playa o a visitar amigos y ella se quedaba en casa, estudiando.
»Para aquella época, los Loréfice estaban reformando su casa y había obreros dando vueltas todos los días. Tal vez Ivanna, aburrida de tanto estudio, charló con alguno de los obreros, tal vez ni siquiera los registró. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que fue abusada por uno de ellos. Se lo contó a sus amigas, pero tuvo miedo de hablar con sus padres, supuso que no le creerían. Y estaba en lo cierto.
»Las obras finalizaron y los obreros desaparecieron, trabajadores golondrina que hoy están y mañana no existen. No pasó mucho hasta que se dio cuenta, con horror, de que estaba embarazada. Hizo lo que haría cualquier adolescente: confiar en mamá. Pero mamá se lo contó a papá. Y papá la echó de su casa. No le creyó. Para él, su hija era una puta que se había revolcado quién sabe con quién y no merecía vivir bajo su mismo techo. Por supuesto, aquel obrero nunca se enteró de que embarazó a su víctima. Hemos hecho todo por conseguir la lista de trabajadores que formaron parte de la cuadrilla, pero fue imposible. La empresa ya no existe. De todos modos, retomaré este tema más adelante.
»La madre de Ivanna, algo más sensible que su marido, le pidió a su empleada, Mercedes Agüero, que ayudara a su hija y ésta, que la conocía desde pequeña, la cobijó en su casa.
»Más adelante, ya nacida la beba, Ivanna se reencontró con un ex compañero de colegio, inició un romance y se casó con él: Gerardo Mendizábal; alquilaron una casita y comenzaron una vida en común. Con el tiempo, Gerardo se mostró como un tipo violento que, luego de unos tragos y algún que otro «incentivo», desataba su furia contra Ivanna y la niña. Golpes, quemaduras, todo tipo de maltrato. En una época donde la violencia intrafamiliar no estaba tan visibilizada como hoy y con una autoestima débil como la de Ivanna, el tipo estaba a sus anchas. Ella intentó sobrevivir como pudo. Culpaba a Gerardo por la conducta de Siria: ataques de furia, llantos descontrolados que no hacían más que avivar la ira del hombre. Ivanna aprendió a mantener tranquila a su hija, la llevó al médico varias veces, pero nunca completó los estudios que le enviaban, por eso no supo que padecía una enfermedad que debía ser tratada.
»Después de cada paliza, de cada violación que Gerardo (al que siempre creyó su padre), cometía contra su madre, Siria corría a la plaza a sentarse a mirar el sauce. Decía que lo escuchaba llorar. Era su forma de atravesar estos conflictos tan duros y tan traumáticos. Y fue a través del sauce que Ivanna encontró la forma de preparar a su hija para defenderse si ella no lograba salir con vida de la siguiente paliza. Le enseñó que, cada vez que escuchara llorar al sauce, eligiera una puerta. Le inventó una canción para que no lo olvidara. Cuando escuchara llorar al sauce, el primer impulso de Siria, tras haber salido corriendo, sería regresar a casa (primera puerta: donde deseas), pero, si el miedo que sentía era demasiado intenso, debía buscar a Mercedes (segunda puerta: donde debes) y si había sucedido algo demasiado malo, acudiría a la policía (tercera puerta: donde jamás deberías ir).
—¿Por qué no? —preguntó Nievas—. La policía la ayudaría.
—Ivanna sabía que, si debía recurrir a nosotros, era porque algo terrible había sucedido. Entonces, o la internarían en un hospital o la enviarían a un centro de menores. Ese era el temor más grande de Ivanna, por eso le repetía que intentara no ir jamás a la policía, a no ser que no tuviera otra opción.
»Un día, la pobre mujer no soportó más y se defendió. Le clavó un cuchillo a Gerardo delante de Siria y, entre las dos, lo tiraron al pozo aljibe en desuso que había detrás de la casa. Limpiaron la sangre y todo lo que se había ensuciado. A la mañana siguiente, cuando despertó no la encontró, salió a buscarla, llegó hasta la plaza y descubrió el cuerpo de su madre colgando del árbol. Ivanna se había matado. Antes, había dejado una nota bajo la puerta de Mercedes Agüero.
—O sea que Mercedes siempre supo que Gerardo no la había asesinado —murmuró Nievas.
—Es una historia triste, sin duda —interrumpió Perdomo—, pero ya pasó. Ocupémonos de Pablo y Carina.
—Es que está todo relacionado. La niña quedó al cuidado de la tía que, con sus mejores intenciones, buscó alejarla del horror vivido y vendió todo para trasladarse a Europa, pero Siria no quiso acompañarla. La tía la dejó entonces al cuidado de Mercedes quien, recordemos, tenía la nota de Ivanna donde, además de confesar su crimen, le pedía que cuidara de la niña. Siria permaneció un tiempo con ella, luego quiso irse a vivir sola. No era fácil lidiar con alguien como ella, así que «Mechi» la dejó ir, siempre cuidándola de cerca. Vigilándola. Fue Mercedes quien logró, con mucha paciencia, llevarla al hospital y completar la batería de estudios para ponerle nombre a su enfermedad: esquizofrenia. La mantenía medicada y tranquila. Aunque, muchas veces, ante la ausencia de la paciente, los médicos se rehusaban a recetarla. Ahí estaba Eliana para ayudar. No querían internarla, buscaban la forma de mejorar su calidad de vida y, por eso, se les ocurrió la idea de que Pablo, recién recibido de psicólogo, la tratara. Estaba más cerca que Puerto Arenas y tenía psiquiatras conocidos que harían las recetas que necesitara la chica. Pablo aceptó sin dudarlo.
»Ustedes conocen a Siria, es una chica preciosa, alta, delgada. Inocente. Vulnerable. Rota. Pablo fue bueno y ella, de a poco, empezó a confiar en él. Inició su terapia, no le iba mal. Hasta que un día, él la invitó a cenar, le dijo que sería bueno que se vieran en otros horarios, ella confió. Cuando llegó a la casa aquel fatídico atardecer, se encontró con que el doctor había bebido bastante, lo que la puso en guardia, no olviden que creció en un hogar abusivo donde el alcohol era el principal enemigo. De todos modos, era su doctor. Entró y él echó llave a la puerta de calle. Siria no quiso acompañarlo a beber, de todos modos, él intentó seducirla, intentó desvestirla, le quitó el gorro, los guantes, comenzó a desprenderle la blusa... Y ella, con todos esos recuerdos espantosos, al principio se paralizó. Luego le dio una patada en la entrepierna y lo golpeó con una escultura que encontró a mano. Desesperada, comenzó a buscar la llave por toda la casa. Su psiquis se había resquebrajado. En el garaje encontró pintura, escribió la leyenda en esa puerta que no podía abrir. Lo hizo por mandato de Ondina, la peor de las tres voces que conviven en su cabeza. Vio a Pablo tirado en el piso y pensó que había muerto. Salió por la ventana y empezó a correr. A buscar la plaza. A elegir sus puertas. Ya más serena, eligió la segunda: Mercedes. Le contó todo y regresó a su lugar seguro, el «asentamiento». Cuando a la noche volvió a la plaza, ya más tranquila, vio a Pablo colgando de una viga. Siria nunca está segura si lo que ve es real o está en su cabeza.
—¿Fue Mercedes quien mató a Sócrates? —preguntó Irrazabal.
—Sí. No había podido salvar a Ivanna, tenía que salvar a Siria. Sabía que Eliana la ayudaría, quién mejor que una forense para limpiar una escena.
Eliana tenía la mirada llorosa, perdida en el piso, el puño cerrado contra la boca.
—¿Y por qué no limpiaron la puerta de entrada? —inquirió Nievas.
—No lo vieron, simple como eso. No lo vieron hasta que llegó el camión forense a retirar el cuerpo. Como tampoco vieron la hebra negra en la soga que usaron para colgarlo. Una hebra del gorro de Siria que habría estado en las manos o en la ropa de Sócrates y se transfirió a la soga cuando él, por instinto, intentó aflojarla cuando lo estaban ahorcando.
—¿Y las famosas botellas de alcohol que nunca se hallaron? —preguntó el comisario.
—Se las llevó Mercedes en el bolso. Su confesión está firmada y sellada en la oficina del fiscal.
Nievas negó con tristeza.
—Pero el golpe en la cabeza... la autopsia no mostró...
—¡La autopsia la hice yo, idiota! —gritó Eliana, quebrada—. No fue el golpe lo que lo mató. Siria jamás podría haberlo hecho, no tiene fuerza.
—¿Y Carina? —indagó Irrazabal.
—Con respecto a eso, Eliana por poco se delata cuando fui a verla. Carina había llegado a casa de Pablo la noche de su muerte, lo vio con Siria desde la ventana. Se marchó furiosa; luego, una vez muerto el novio, temió que se la culpara de algo, por eso no dijo nada. Pero en algún momento lo mencionó frente a Mercedes y ésta, sabiendo que podía acusar a Siria, la citó en el arroyo, cerca de su trabajo y la mató también.
—¿Qué trabajo? —preguntó otra vez, Irrazábal, atónito.
—El Pinar del Río. Trabajaba allí desde hace poco, ayudando a Rolando entre bastidores. De allí tomó el cuchillo para asesinarla. El verdadero objetivo de Mercedes era matar al bastardo que había violado a Ivanna. El hecho que comenzó todo esto. Cuando Rolando dijo que «Michi» lo ayudaba de vez en cuando, entendí que podía tratarse de Mercedes, ya saben, Mechi, Michi, Mecha....
—¡Eres brillante! —destacó el mentor con orgullo—. Entonces, ¿Rolando es el padre de Siria?
—No. Es el violador de su madre. Siria no tuvo padre. ¿Recuerda la foto del relicario? —Correa asintió—. No pude verla en detalle, pero la mujer de la foto me recordó a alguien.
—¡A Siria!
—Exacto. Su abuela. Esquizofrénica también.
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