Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 8.

Soñé. Por primera vez en años, sabía que soñé.

Era consciente de que siempre soñaba, solamente no recordaba lo que ocurría en esos sueños. Esta vez sí lo hacía.

Soñé a Alaer; con sus ojos esmeralda y su tonto lunar. Era un recuerdo distorsionado convertido en sueño. Lo soñé en el salón del club de danza, ese donde nos conocimos.

El recuerdo pertenecía a dos días de conocernos. Él estaba en el centro del salón, su vestuario listo. Su cabello se pegaba a su frente por el sudor. Recordaba lo sorprendido que estuve en aquella ocasión, al verlo dar tantas vueltas en el aire, aterrizaba con gracia y después seguía danzando.

En mi recuerdo, había avanzado hasta él y habíamos ensayado juntos después de la clase. Esa fue la primera de muchas.

Pero en mi sueño, yo me quedé en las sombras, viéndolo danzar como si estuviera viendo un cometa. Lo veía moverse con la gracia de un ave y la agilidad de un gato, siguiendo el compás de la música que solo existía en su imaginación.

Pero después, de un momento a otro, Alaer estaba frente a mí, el salón estaba repleto de nieve. Y Alaer tenía la cabeza destrozada.

Me desperté al oír el llanto de un niño. Casi quise volver a aquel fatídico sueño, porque mi realidad me aterraba en demasía.

¿Cómo se era un buen hermano? ¿Qué debía hacer? ¿Ellos sabían de mí? ¿Me querrían? Esas y más preguntas me invadieron cuando abrí los ojos, enviando el recuerdo de Alaer al fondo de mi mente.

Sabía que debía levantarme, salir e ir a conocerlos, pero sentía como si fuera falso, y que se haría realidad una vez que los viera.

Pero yo era un hombre adulto, había ido al infierno y vuelto de él —aunque debiera volver más pronto que tarde—, no podía tenerle miedo a mis hermanitos.

Así que me levanté y salí de mi habitación, dejando la fotografía enmarcada sobre el colchón.

Las paredes seguían como las recordaba: de un azul opaco, lleno de fotografías antiguas y unas pocas recientes.

Cerca del final del pasillo que conducía a las escaleras, me encontré con una fotografía de los niños; parecía reciente, pero no podía estar seguro. Estaban uno al lado del otro, de pie en el jardín, eran un niño y una niña hermosos; la niña llevaba un vestido verde de olanes y flores. Ella era una copia de mamá; el niño era idéntico a mí de pequeño, la misma cara, otra copia masculina de mi mamá. Él llevaba pantalones cortos y una camisa blanca simple.

No pude evitar regocijarme al descubrir que, de nuevo, mi padre se quedó con las ganas de que sus hijos se parecieran físicamente a él.

Casi me olvidé de que no vi ninguna otra fotografía mía en las paredes.

—¡Mami! —gritó una vocecita, devolviéndome a mi realidad— ¿Puedo tener un pato?

La voz era demasiado aguda, sin embargo, por la edad de los niños, no pude descifrar a cuál de los dos pertenecía.

—Ya hablamos de eso —respondió mi madre con calma—. Un pato es mucha responsabilidad para ti.

Me paré en la cima de las escaleras y los miré. Mi madre estaba sentada en el sofá, mientras peinaba a la niña en su regazo. Supuse que era ella quien pedía el pato.

Sobre la alfombra, estaba el niño. Su ropa se parecía demasiado a la de la foto, pero él parecía más grande. Estaba jugando con un coche de madera que me perteneció a mí.

No supe cómo podría yo encajar en esa familia que una vez fue la mía.

Empecé a bajar las escaleras. Mis pasos resonaron en el suelo. Cuando llegué al final, mi madre me estaba mirando de reojo, pero la niña me miraba llena de curiosidad.

El niño no me ignoró, pero tampoco me miró. Dejó de jugar, muestra de que me escuchó, pero dejó de moverse. Parecía incluso tenso.

No supe qué hacer. Ellos estaban ahí y eran completamente reales. Así que por supuesto dije lo más estúpido y obvio posible:

—Se parecen a ti —mire a mi madre.

Ella sonrió suavemente. Y aunque en cualquier otro momento eso me hubiera llenado de felicidad, en esta ocasión algo más se robó mi atención.

Fue el niño, quién levantó la cabeza y me miró casi con la misma curiosidad que la niña. La tensión parecía seguir en él, pero había reducido.

—Lo mismo me han dicho toda tu vida sobre ti —me contestó mi madre.

—Sí —dije sin pensar—. Sobre todo durante los últimos cuatro años, con todas esas fotografías de mí en la casa.

Ella me miró entonces. Me arrepentí de mis palabras en cuanto vi si mirada herida. Pero entonces ella lo ocultó, mientras suspiraba y terminaba la trenza de la niña.

Entonces la niña se puso de pie, seguida de nuestra progenitora y el niño no tardó en copiar su acción.

Mi madre le extendió la mano y los niños se posicionaron uno a cada costado de mi madre, tomándose de las manos.

Odié como me sentí en ese momento, de pie frente a ellos. Cómo si yo fuera un completo extraño.

Lo peor era que tal vez sí lo fuera.

—Christoph, conoce a tus hermanos —me dijo mamá, aún con su dulce, pero firme, voz—: Christian y Christine.

«Demasiado original», pensé para mí, pero esta vez sí me supe callar a tiempo.

—Son unos nombres muy bonitos —elogié.

—¡Gracias! —respondieron ambos niños, con una sonrisa enorme—. ¡Tu nombre también es muy bonito!

Inevitablemente, sonreí. Sentí dicha real por primera vez en años, y era por ellos. Casi sentí ganas de llorar.

—¿Sí? —les dije—. Supongo que lo es.

Avancé un paso titubeante, era como si temiera al rechazo de lo que una vez fui yo.

Mi madre se levantó, intentando disimular, pero era tan obvio que intentaba abandonarme con los infantes. Aún así, fungí no notarlo.

—Iré a preparar panquecitos —nos dijo con una sonrisa—. Conozcanse un poco.

Dicho esto, se marchó.

Así que me quedé con dos criaturas que apenas caminaban y hablaban. Y ellos me miraban como si el universo fuese a brotar de mis labios.

—¿Sabes armar rompecabezas? —quiso saber Christine.

Casi se me fue el aliento, creí que tal vez empezaría a hiperventilar. No sabía qué hacer. Era un hermano mayor, pero no sabía cómo funcionaba eso, nunca en mi vida conocí a un hermano mayor para que me dijera como serlo.

—Por supuesto que sé —respondí, aún con el miedo recorriendo mi espalda. Creía firmemente que en cualquier momento los niños echarían a correr y se extraviarían y yo no sabría cómo arreglarlo.

Casi me desmayé cuando Christine se dio media vuelta y echó a correr. Pero solo se detuvo en una estantería en la pared opuesta. De ahí extrajo una pequeña caja, plana y liviana.

Volvió a su sitio original, al lado de Christian y se sentó en el suelo, de rodillas, con el vestidito amontonándose a su alrededor como una enredadera. Ella abrió la caja, Christian se sentó a su lado y ambos comenzaron a sacar un montón de pequeñas piezas.

Yo, en cambio, me quedé ahí de pie, observándolos maravillado.

Entonces Christian me habló:

—¿Por qué te llamas como nuestro padre? —quiso saber.

No supe qué responder. Si bien, durante la mayor parte de mi vida creí saber la respuesta a aquella pregunta, ahora no lo podía recordar. O más bien, quería poder no tener el nombre del hombre al que decepcioné y me odió por ello.

—Porque soy su primogénito —di la respuesta que me supe siempre.

—¿Qué es un plimogenoto? —preguntó Christine.

—Primogénito —corregí con suavidad—. Es el primer hijo de un matrimonio.

—¿Dónde estabas? —preguntó Christian.

¿Cómo se le decía a un niño de menos de cinco años que habías estado asesinando personas a diestra y siniestra?

—Defendiendo nuestra patria —respondí como un monólogo.

—¿Estabas con papá? —quiso saber Christine.

Me arrodillé frente a ellos y seguí respondiendo a sus preguntas llenas de curiosidad. Algunas veces mentí, otras veces distorsioné la verdad y pocas veces hablé con la completa verdad.

Encontré a mi madre en el jardín más tarde. Cuando la empleada se llevó a los niños para darles una merienda.

Mi madre, tan hermosa como siempre, se encontraba tomando el té en aquella mesita. Supo que estaba ahí incluso antes de escucharme.

Bajó la tacita y la colocó con gracia en el plato.

—No has visto a tu padre en todos estos años —no era una pregunta, pues eso ya lo habíamos discutido—. Yo creía que ustedes ya habrían dejado el pasado atrás.

—El pasado siempre nos acompañará, madre —le dije, sentándome frente a ella. Aún no descubría cómo mirarla a los ojos—. De otra manera no aprenderíamos.

—¿Aprendiste, hijo?

Quise decir que sí, pero eso sería una vil mentira. Porque tal vez yo no haya besado a otro hombre después de Alaer, pero eso no fue porque haya aprendido, sino, porque el mismo Alaer nunca salió de mi cabeza.

—No sé —fui lo más honesto que pude, porque no podría mentirle a mi madre, pero ella no apreciaría mi verdad.

—A veces no se puede aprender, por más que lo intentes —me dijo ella—. No puedes aprender algo si nunca estuvo en ti el querer aprenderlo.

Miré mis manos.

—¿Qué ocurre con Christian? —evadí el tema—. Parece aterrado de él.

Mi madre me miraba, siempre buscando mi temerosa mirada.

—¿De quién? —ella me evadió a mí.

—Nuestro padre —le dije. Me sabía amargo ese reconocimiento, pero era verdad. Su sangre estaba en mis venas aún.

—Él cree que no fue un buen padre para ti —me dijo ella.

—¿Eso qué tiene que ver con el niño?

—Dijo que si hubiera estado más para ti, tú jamás habrías sido tentado por el pecado aberrante —ahora ella era quien evadía mi mirada—. Tu padre cree que debemos corregir cualquier conducta inapropiada en Christian desde ahora. Ahora que es pronto para él.

—¿Qué? —me horroricé ante sus palabras. No sabía cómo habrían estado corrigiendo al niño, pero el temor que él parecía tener hacia nuestro progenitor no era el esperado de regaños y reprimendas.

—Es por su bien —aseguró ella, pero no creí que siquiera lo creyera—. No podemos volver a fallar.

No dijo nada más. Yo no supe qué más decir.

Por eso me fui.

No sabía cómo ser un hermano mayor, pero lo intenté todo ese día y, a la mañana siguiente, empaqué mis cosas y volví al frente.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro