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Capítulo 7.

Mis manos hormigueaban. No la había visto en casi cuatro años y no sabía cuál sería su reacción al verme, ni si ya me había perdonado.

Mi brazo izquierdo estaba enyesado, ya que el francotirador me había dado en el hombro, una razón —aparentemente— para que Florian hiciera bromas sobre ello mientras estábamos postrados en las sucias camillas del hospital improvisado del frente.

Me armé de valor, pues si todo seguía como era antes de irme, no pasaría mucho tiempo antes de que algún sirviente me viera parado frente al portón.

Me habían ofrecido traerme hasta aquí, pero quería un poco de tiempo a solas. Quería pensar y buscar fortaleza; había visto morir a muchos camaradas de una y mil maneras, pero ninguno me golpeó tan fuerte como ver a Albrecht muerto, con sus sesos manchando la rala nieve.

Toqué el timbre, con las manos aún temblorosas y el corazón de repente agitado. Pasaron varios minutos antes de que la puerta se abriera. Una señora de aspecto cansado y cabello gris me recibió.

Se me quedó mirando un instante, parecía no conocerme, y no me pareció extraño, pues yo no la conocía a ella, pero parecía dudar sobre mí.

—Soy Christoph Schilling Bruch —le dije.

No podía recordar cuando fue la última vez que me presenté con alguien. Tal vez esa persona se murió más rápido de lo que se aprendió mi nombre.

—Ah... —dijo la mujer y me dejó pasar—. Su madre está adentro —me avisó cuando pasé por su lado y cerró la puerta—. Pero tal vez deba esperar un poco, la señora está un poco... ocupada.

—¿Ella sabe sobre mi llegada? —quise saber.

La mujer negó al instante. Dijo que en aquí jamás se había hablado de mí y salvo por la huella que yo dejé en esta casa y mi innegable parecido con mi madre, jamás habría creído que yo fuese quien decía ser.

Me pregunté por qué mi madre nunca habló de mí, pero al instante, y con los ánimos hundidos, concluí que ella aún me odiaba por lo ocurrido en el pasado. No la culpaba si lo hacía, pero eso no significaba que doliera menos.

Todo seguía exactamente igual a como lo recordaba. El jardín era el mismo, los rosales eran los mismos —salvo que estaban más frondosos—. Incluso la mesita de jardín, donde mi madre solía beber el té por las tardes, era la misma.

Tal vez ese era el contraste, porque en esta familia ya nadie era el mismo que fue.

El interior de la casa, lo único que permanecía intacto, era el salón de música, donde Alaer y yo solíamos practicar. Donde Alaer me besó por primera vez.

El resto era una historia completamente diferente, pues si bien, la mayoría de los muebles eran los mismos que habían durante la mayor parte de mi vida, había algunas cosas que eran indudablemente recientes.

En una esquina había una especie de malla de colores brillantes, desconocí su función así que simplemente la ignoré. Las mesas tenían esponjas en las esquinas y la mayor parte del piso estaba cubierto por alfombras.

—Su madre está tomando una siesta con los niños —me soltó la mujer, quién aún continuaba a mi lado.

—¿Cuáles niños? —le pregunté, completamente ajeno ante la situación.

La mujer se me quedó mirando, con una expresión ligeramente confundida y preocupada.

—Los niños —repitió vacilante—. Los bebés.

Me volteé a verla, con un pequeño peluche de pingüino que tomé inconscientemente de un estante. No recordaba haber tenido algo como esto durante mi niñez.

—Aquí no hay ningún bebé —repliqué.

—Tienen dos años—me dijo—. Así que no sé si aún se les pueda seguir considerando bebés.

Mi pecho se apretó. ¿Yo estaba siendo estúpido o realmente esto era lo que parecía ser?

—¿Los bebés son de mi madre? —quise saber.

La mujer parpadeó, como si no pudiera creer lo que le estaba preguntando.

—Pues sí.

Sentí un dolor inexplicable en el pecho: era una mezcla de dolor al enterarme de la existencia de unos unos niños que aparentemente eran mis hermanos y una porción de —muy a mi pesar— celos. Con razón mi madre jamás habló de mí, ni me buscó; ella ya tenía nuevos hijos a los cuales criar y evitar que se vayan por el camino incorrecto, algo que conmigo falló.

Era casi diciembre. En estos últimos años, jamás creí que sentiría una soledad tan grande como cuando estuve en el frente; pero ahora, con un brazo atado al pecho y una herida de bala en proceso de sanación, me sentí tan vacío que ni siquiera el más ancho mar podría llenar.

Ahora yo solo era el error de mis padres. Un error de veinte años, uno que no podría ser enderezado al camino correcto. Pero esos niños sí, ellos aún podían ser unos buenos hijos.

¿Por qué no pude ser un hombre? ¿Por qué tuve que caer en la tentación de la piel de otro hombre?

Creí que en cualquier momento lloraría, pero al parecer mis ojos se habían quedado secos. Había llorado demasiado en los últimos días. Albrecht era como mi hermano y lo vi morir de una manera tan abrupta; después estaba el teniente Schüttler, quién —aún con todos sus intentos por deshacerse de mí— fue una gran guía y le tomé un cariño casi fraternal, también murió frente a mí; luego estaba la tropa, maldita sea, solo tres sobrevivimos. Y por último estaba yo, no solo los vi morir a ellos, sino que también vi como la vida se iba de sus ojos y la mía permanecía, aunque no intacta. Cuando me desperté en la camilla de hospital, todo lo que podía sentir era confusión: creí que moriría cuando vi la sangre manchar mi uniforme, pero no morí, y eso me llenó de decepción y alivio a partes iguales.

—Ya veo —me limité a decir, con la mirada fija en el tonto peluche—. No sabía de ellos.

—Ay, lo siento mucho —se apresuró a disculparse—. Yo creí que su madre se lo habría contado, como la señora jamás dijo que...

En ese momento se calló. El sonido de ligeros y graciles pasos llenó el silencio. Mi madre estaba bajando las escaleras.

Dejé el peluche en su sitio original y levanté la mirada. Mi madre, quién parecía haberse quedado suspendida en el tiempo, estaba parada al pie de las escaleras. Llevaba el cabello rojo en un moño apretado en la nuca, con un par de mechones sobre el rostro, que la hacían ver increíblemente bella y joven.

Yo ya no era Christoph Schilling Bruch, el soldado capaz de dispararle a una docena de partisanos sin siquiera parpadear; ahora solo era Christoph, un niño de veinte años asustado y herido que necesitaba a su madre. ¿Existe algún hombre incapaz de necesitar de su madre?

—Mamá —grazné.

La empleada que estuvo conmigo, se retiró al ver el silencio que invadió la habitación. No era ese el recibimiento que cualquier persona esperaría ver en una madre que lleva casi cuatro años sin ver a su hijo porque este se fue a la guerra.

—Mi niño —se atrevió a sollozar mi madre—. Mi niño ha vuelto a casa.

En ese momento corrió hacia mí. Abrí los brazos para recibirla, y ella me rodeo con sus delgados y frágiles brazos. La rodeé por la espalda y, solo entonces, un par de lágrimas se escapó de mis ojos.

—Mi niño ha vuelto —repetía ella, con la voz llena de sentimiento—, mi niño ha vuelto, Dios mío, gracias por devolverme a mi niño.

Me apretó en un abrazo cálido que pareció durar una eternidad y se sentía como el infierno en invierno. Hacía años que no sentía esta clase de afecto.

Cuando finalmente me liberó, descubrí que no se había quedado suspendida en el tiempo, tenía ojeras bajo los ojos y leves arrugas que adornaban su rostro. Era más bella aún.

—¿Cuáles bebés? —aunque no fue mi intención, eso fue lo que pregunté.

—Tus hermanos —me dijo, como si fuera obvio.

La miré confundido, sus ojos no mentían, pero estos años en el frente me enseñaron a leer el lenguaje corporal. Mi madre estaba nerviosa.

—Mamá, yo no tengo hermanos —le dije.

Su mirada se tiñó de genuina sorpresa, temí por lo siguiente que diría.

—¿Tu padre no te dio la noticia? —fue su turno de preguntar.

Negué con la cabeza.

Ella suspiró y caminó hacia el sofá, donde se sentó y me instó a acompañarla.

—Cuando me quedé embarazada —empezó a contarme—, te quería escribir, pero tu padre dijo que él se encargaría de contártelo y llevarte noticias conforme avanzaba el embarazo y, posteriormente, la vida de tus hermanos.

Me quedé mirando a la nada, intentando procesar que hace dos años que nacieron mis hermanos y mi padre me lo ocultó deliberadamente.

Y yo que pensé que aún había algo de amor en él para mí, con sus acciones me dejaba claro que no.

—Pensé que te lo habría dicho, tal como prometió —puso su mano en mi biceps, en un intento de consuelo.

—Madre, a mi padre no le he vuelto a ver desde que aún estaba en esa Napola a la que me ingresaron —le revelé—. Y por supuesto no me dijo nada.

—Tal ves lo olvidó. Ya sabes que él siempre está muy ocupado y... —intentó buscarle una justificación, y por eso la interrumpí, por primera vez en mi vida.

—Sabe tan bien como yo que no lo olvidó, madre —le dije, por fin mirándola.

Entre las mentiras y ocultar la verdad, prefería que me mintieran. A veces, la realidad no es más que una telaraña de mentiras, es por eso que nos gusta la fantasía de vivir engañados, pero sin telarañas. Las telarañas a menudo son todas esas preguntas que no sabemos cómo responder, porque para empezar no tenemos una jodida idea, pero cuando nos han mentido, vivimos en una fantasía que, asumimos, es real y por ende nunca la cuestionamos. Las mentiras eran el mejor y el peor vicio.

Ella no dijo nada por un momento, únicamente me miró. Cuando finalmente habló, dijo algo que ni yo hubiera notado.

—Mi niño no volvió, ahora lo veo —su voz estaba apagada, y mi corazón más fracturado—. Has crecido, Christoph, y no lo vi. Tu cuarto sigue como lo dejaste. Puedes conocer a tus hermanos cuando su siesta termine.

Entonces se levantó y me dejó solo.

Tal como ella lo dijo, mi cuarto seguía igual a como lo dejé. Aún estaba esa silla frente al escritorio, mi ropa seguía siendo la misma, mi cama seguía en el mismo sitio, las fotografías eran las mismas.

Las fotografías eran las mismas.

Sobre el buró estaba una fotografía que no recordaba que estuviera ahí: era del día de la presentación de danza en navidad, la misma fotografía que tenían los partisanos.

Fruncí el ceño, preguntándome —no por primera vez — cómo es que los partisanos descubrieron esa época de nuestras vidas y lo relacionaron.

Dejé mi maleta sobre la cama, la abrí y busqué la fotografía que yo mismo robé aquel día. Después hice la maleta a un lado y me tiré en mi cama.

Me quedé dormido mientras miraba la fotografía de un hombre de cabello rubio y ojos verdes como escarabajos.

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