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Capítulo 5.

Junio de 1944.

150,000 americanos habían desembarcado en Northmandia. Roma había caído. El ejercito alemán evacuó la toscana. Cada día que pasaba me convencía más de que nosotros nunca fuimos héroes de nada.

—Dios nos está castigando por los horrores que cometimos —aseguró Albrecht—. Y nosotros nos lo merecemos.

—Mierda —murmuró Tim.

—Eso, amigo —asintió Florian—. Mierda.

Estábamos en el cuartel, la tropa completa parecía ansiosa. Habían habido informes sobre un grupo de partisanos en lo profundo del bosque.

—Ahora solo nos queda esperar —murmuré cuando vi entrar al teniente. Parecía odiarme, pero sabía que no podía delatarme, pues su hijo también cargaría las consecuencias, además, justo en esos momentos el ejercito alemán necesitaría tantos soldados como pudieran—. A que no nos maten al primer disparo.

—Cumplido, jefe —se burló Florian.

—¡Atención! —gritó el teniente.

Nos alineamos al instante frente a él. Se paseó frente a nosotros y nos observó con detenimiento.

—Necesito tres voluntarios que conozcan bien la zona —nos dijo. Todos nos ofrecimos, excepto dos nuevos niños que llegaron hace unos días. Parecían de quince cada uno—. Will, Anderson y Christoph, vengan conmigo.

Ni siquiera tenía sentido que dejara de ofrecerme voluntario, el teniente siempre me ordenaba ir si la misión era más riesgosa de lo usual. Tal vez me quería muerto lo más pronto posible.

Él ni siquiera sabía —o no intentaba— disimular su desprecio hacia mí desde esa conversación que tuvimos en 1943. Todo el tiempo estaba buscando una excusa para darme una amonestación y, por supuesto, todo el tiempo me enviaba al frente de las escuadras.

Hace unos meses me envió a abrir el camino en un campo minado a pesar de tener órdenes estrictas de rodearlo. Me sorprendí de cómo era que seguía con vida.

Lo seguí, al igual que Will y Anderson. Anderson era sumamente mezquino. No quería ni imaginar el espectáculo que me daría en compañía de Will si al teniente se le ocurría dejarnos solos. Deseé pegarme un tiro.

Afortunadamente para mí, el teniente los puso en un vehículo a ellos dos solos y los envió a abrir el camino. Desde diez metros atrás los podía escuchar discutiendo.

—Esperaremos al comandante —me dijo—. No tardará mucho.

Me puso al volante mientras él ingresaba del lado del copiloto. Dijo que yo conocía mejor el lugar. Era una jodida mentira, él era un teniente y yo solo un soldado más. Era más que obvio que él conociera mejor la zona, pero sabía lo que estaba haciendo. Los francotiradores le van a disparar primero al conductor.

El comandante llegó diez minutos más tarde. Abordó el vehículo sin decir nada y nos miró de manera extraña.

—Arranque, soldado —ordenó después de un lapso de tiempo que me pareció eterno.

Obedecí de inmediato. Era verano, por lo que el viaje fue más caluroso de lo que me habría gustado. Los árboles en esa zona eran demasiado altos, era medio día y el sol estaba justo arriba. Odiaba todo.

—¿Schilling, no? —me habló cuando ya habíamos avanzado la mitad del camino.

—Sí, mi comandante —contesté.

—Es usted el hijo de uno de los diligentes en Berlín, si no me equivoco —continuó hablando—. Christoph Schilling.

—Es mi padre, sí —confirmé.

—Es uno de los mejores hombres que el ejercito alemán ha tenido —me dijo, mirándome a través del espejo retrovisor—. No se parece mucho a él. Supongo que los genes maternales ganaron eso, pero es perfecto. Entre más claro, mejor.

No respondí a eso. No sabía qué decir, así que me callé.

—¿Lo ha visto usted? —cuestionó después de otro largo par de minutos en los que se dedicó a hablar de mi padre y de sus increíbles hazañas.

—No le he visto desde 1941 —fuí sincero.

—Me sorprende que no te haya sumado a esa compañía —confesó—. La setecientos siete. Es una de las mejores. Les dicen la Legión Fantasma ¿Sabía que él fue el primer teniente de esa compañía? Actualmente se dedica a perfeccionar a los nuevos reclutas cuando no está en Berlín.

Había escuchado de ellos; eran los encargados de encontrar y llevar a todos los judíos a los campos de concentración desde el 39. No sabía que mi padre se dedicó a eso en aquel tiempo. Que bueno que mi padre se hubiese olvidado de mí.

—Me alegro de oír de él —mentí.

No me interesaba, y muy probablemente a mi padre tampoco le interesaba un carajo lo que sucediera conmigo. No es que eso me molestara, era más bien benéfico para mí, después de todo, mi padre entrenaba a la setecientos siete —si lo que decía el comandante era verídico—. Seguro me metería en un vagón en cuanto me le apareciera en frente.

Pero entonces, el comandante dijo algo que me sorprendió.

—Él me ha hablado de usted —dijo, inclinándose hacia adelante—. Dijo que lo envió a una de las mejores Napolas de Alemania y que su compañía se presentó voluntaria cuando se necesitaron refuerzos en el frente.

Había algo de desinformación en gran parte de eso. Nuestra compañía no se presentó voluntaria, la escuela nos presentó voluntaria, pero no creí que eso fuera algo que le interesara al comandante.

—Así es —dije yo.

—Así como dijo que su intención desde el inicio era prepararlo para ser un diligente, al igual que él —siguió. Ya me estaba hartando—. Pero que su único hijo, usted, se desvió del camino.

Me tensé. Mis nudillos se volvieron blancos y tuve que esforzarme para mantener mi respiración estable.

—Es bueno saber que lo corrigió a tiempo y gracias a él, ahora tenemos un buen soldado con honores para servir al pueblo y a la patria, y no a un delincuente más entre nuestras calles —alegó. Asumí que mi padre no les dijo cuál fue mi "desviación" o simplemente se inventó alguna otra cosa para evitar perder honor por mi causa—. Espero que...

El sonido de disparos interrumpió lo que sea que fuese a decir, Will y Anderson gritaban de dolor a unos metros más adelante.

—¿Qué está...? —empecé a preguntar.

—¡Soldado, retroceda! —exclamó el teniente.

En seguida acaté la orden. Apenas fui consciente de los cuerpos inertes de Will y Anderson en el vehículo más adelante.

Julio de 1944.

El grupo de ejércitos del centro fue pulverizado. Medio millón de hombres caídos. Y volvimos al inicio.

Se preveía que Varsovia cayera pronto.

Los soldados más jóvenes estaban convencidos de que la guerra terminaría antes de esta navidad. Tal vez esta vez fuera así; el ejercito Nazi estaba demasiado debilitado como para resistir mucho más tiempo. Ya no había apoyo de tanques para nosotros, porque en otras partes se necesitaban más.

No había más refuerzos. Ya no habría más nuevos reclutas, cualquier hombre que tuviese más de diecisiete años ya estaba combatiendo. Ahora comenzaba el conteo regresivo para esta guerra, cada hombre era un grano en este enorme reloj de arena.

A veces, cuando la situación me sobrepasaba o había demasiada sangre a mi alrededor y en mis manos, me perdía entre los árboles mientras no estábamos combatiendo. Era solo en ese instante cuando me permitía pensar y perderme en mis recuerdos.

La palma de mi mano rodeaba dije del collar mientras pensaba. No había lágrimas, pero sí tristeza. A veces no me daba cuenta de cuán fuerte lo apreté hasta que descubría la sangre en mi palma, los picos de la estrella incrustados en la tierna carne.

Otras veces, me quitaba el exceso de peso; el casco, el fusil, municiones y la chaqueta llena de medallas se quedaban al pie de un enorme sauce. Y recordaba los pasos de las coreografías de la escuela de danza de Berlín. A veces podría jurar que sentía el peso de otro cuerpo, unas manos temblorosas pero increíblemente firmes en mi cintura, el aliento fresco en mi garganta. Y si cerraba los ojos, seguro vería sus orbes esmeraldas.

Y después volvía con el resto de la compañía. Volvía lleno de una paz falsa que me brindaba ese recuerdo convertido en fantasía, y fingía que los horrores que me rodeaban —y los que yo mismo cometía— no me afectaban.

—¿Es difícil?

—¿Qué cosa?

—Extrañar.

Lo difícil no era extrañar, pues descubrí que eso es algo bastante sencillo, sobretodo cuando tienes tendencia a autocastigarte. Lo difícil era no hacerlo, intentar no pensar en el pasado. Intentar no recordar cómo era mi vida cuando mi única preocupación era que no me descubrieran besando a otro chico.

Todos los días creía que moriría, pero ninguno de mis días se sentía como el último. Aprendí a simplemente esperarlo; un dolor punzante en el pecho o la cabeza y después la nada.

Miraba a mis camaradas caer a mi alrededor, pero nunca era yo el que perdía la vida de la mirada. Y cada día eso me aterrorízaba; no deseaba ser el último.

Me costó comprender que yo no podía concebirme a mí mismo volviendo a la vida de un civil normal después de pasar tres años en el frente. Pensaba que mis últimos días debían ser aquí, combatiendo a los aliados. Muriendo por mi patria.

—¿Cuándo va a terminar? —preguntó el chico tembloroso de cabello anaranjado.

—Quien sabe —murmuró Tim—. Cuando nos maten a todos, tal vez.

El chico —del cuál aún no podía aprenderme el nombre— lo miró con los ojos bien abiertos. Tenía los ojos color miel y un interminable bosque de pecas en la cara. Dijo que había cumplido dieciocho, no le creía nada. Parecía apenas tener diecisiete como mucho.

Entre más vieja es la guerra, más jóvenes son los soldados.

—Clint —le dijo Tim. Oh, se llamaba Clint—. Relájate, ¿quieres? No nos va a caer una roca encima de la nada. Solo mantén los ojos abiertos.

Los ojos de Clint estaban bien abiertos. Me pregunté si es que no le dolerían.

—Muy bien —intervino Florian, sabía que si Clint contestaba de manera inocente, Tim empezaría a decir cosas sumamente mezquinas—. Cállate, Tim. Vas a asustarlo.

Tim resopló, pero se calló. Al menos no recogió la insensatez que tenía Will antes de morirse.

El viejo granero donde nos encontrábamos estaba en medio de un campo de maíz en pleno crecimiento. Nos llevó tres semanas localizar a los partisanos que perpetraron la emboscada que se llevó la vida de Will y Anderson. Eran bastante organizados, dirigidos por antiguos miembros del ejército de Polonia, eran despiadados también. Guiados por el instinto de supervivencia mezclado con las tácticas de un soldado, ellos preferían —con justa razón— que los aliados ganasen esta guerra. Los Nazis, desde luego, no eran una opción.

Se había descubierto, además, que dichos partisanos habían estado atacando grupos de soldados desprevenidos, habían extraído sus armas y uniforme y posteriormente lo habían usado para engañar y confundir a los nuestros.

El teniente Schüttler se encontraba en el extremo más alejado de nosotros. Había estado en la oficina del general varios días atrás. No nos dijo nada, pero no era sorprendente; el teniente cada vez nos hablaba menos, a veces simplemente hacia su trabajo, y pocas nos amonestaba.

Tenía un papel en la mano, lo reconocí cómo una de las cartas que su esposa —a saber cómo— aún le enviaba. Me preguntaba si Alaer desistió de la idea de luchar en esta guerra. Me preguntaba qué fue lo que lo hizo querer hacerlo en primer lugar.

—Albrecht seguro se pondría como sacrificio —dijo Viktor, un soldado que había llegado el mes pasado, en el último cargamento de reclutas.

Albrecht lo miró. Viktor no era la persona favorita de la mayoría, yo incluido.

—Puedo enviarte primero —replicó Albrecht. Me pregunté qué motivó a Viktor en cuanto a provocar a Albrecht—. Incluso los nuestros te podrían matar; tienes pinta de judío.

Viktor se levantó, Albrecht ni se inmutó.

—¿Qué? —le espetó Viktor.

—¿Le has preguntado a tus padres si no te encontraron por ahí tirado? —continuó Albrecht. Los últimos días habían sido estresantes—. No me sorprendería si incluso unos padres judíos se horrorizan con un engendro tan asqueroso como tú.

Viktor se abalanzó hacia Albrecht, pero Albrecht se hizo a un lado y Viktor aterrizó en el sitio donde Albrecht estaba sentado.

—Hasta para eso eres un inútil —se burló Albrecht.

—¡Atención! —exclamó el teniente.

Nos levantamos rápidamente y nos alineamos frente a él. Se paró con las manos en la espalda antes de caminar frente a nosotros, como si de condenados se tratase.

—En aquel granero —señaló otro granero al sur— hay quince partisanos. Ellos han perpetrado un ataque contra al menos veinte honrados soldados alemanes y se han llevado las armas y municiones. Quiero que los capturen a todos para llevarlos al pueblo. Allí serán ejecutados.

Saludamos y nos giramos. El teniente encabezó el avance, entre ambos graneros había una línea de árboles que dividía el cultivo de maíz de otro con más avance de crecimiento. Nos ocultamos detrás de estos árboles, agazapados para evitar ser vistos con facilidad.

En el interior del granero, tal como dijo el teniente, había quince partisanos. Estaban al rededor de una mesa redonda, uno de ellos parecía liderar; pues era el único que estaba sentado mientras el resto se reunía al rededor. Eran cinco mujeres y diez hombres.

—El tren transporta judíos, fusiles, municiones y alimentos —dijo una mujer que estaba parada al costado del sujeto sentado.

Estaban demasiado entretenidos tramando un ataque al tren, que no nos vieron hasta que todos estuvimos dentro.

—Están todos ustedes bajo arresto —habló el teniente, haciendo que los partisanos se sobresaltasen—. Por el crimen de traición al imperio Nazi —al menos cinco de ellos eran alemanes—. Y por atacar a las tropas del Führer en actos viles.

Alguien intentó ir por un arma, todas estaban sobre una repisa de madera en el otro extremo del granero, pero el teniente le disparó directo a la cabeza.

Mantuvo el revólver en alto mientras él resto de partisanos se quedaban mirándonos con odio.

—El próximo que se mueva, va lo mismo. —Advirtió— ¿Está claro? —nadie contestó, lo cual se tomó como una respuesta afirmativa—. Sigan a mis soldados.

Se hizo a un lado. Florian y otros tres hombres los guiaron hacia el exterior. El resto nos dedicamos a catear el sitio y recuperar todo lo que fuese de valor: las armas, municiones e información.

Yo estaba revisando los periódicos y escritos que tenían; parecía que estos tipos sabían demasiado. Albrecht se posicionó a mi lado, con una fotografía en una mano.

—¿Eres tú? —me preguntó con tono sorprendido.

Le quité la fotografía para verla de cerca. Mi respiración se atoró en mi pecho, mis ojos escocieron por un momento. Sí, era yo.

—¿Qué carajos? —logré decir.

La fotografía era de la presentación de danza en el teatro de Berlín en diciembre de 1939, la única en la que tuve la oportunidad de presentarme. En la imagen parecíamos cuatro personas: Alaer, Kiara, Charlotte y yo; Alaer estaba a mi lado, su brazo en mi hombro. Mi cara estaba marcada con un círculo rojo, la de Alaer con uno azul.

En el reverso, escrito en polaco, decía:

"Rojo: Christoph Schilling Bruch, sargento de la Segunda Compañía del Sesenta Regimiento de Infantería, dirigida por el teniente Schüttler.

Azul: Alaer Heinrich Schüttler Stetter, francotirador soviético. Hijo del teniente de la Segunda Compañía del Sesenta Regimiento de Infantería del ejército alemán, Friedrich Schüttler."

No sabía que me sorprendió más: el hecho de que estos partisanos supieran todo esto, o que Alaer ahora fuera un soldado soviético.

Busqué frenéticamente en la pila de fotografías hasta dar con otra donde aparecía un hombre rubio que sin dudas era Alaer. Había crecido más y tenía una barba de días en la imagen, pero era él. En el reverso estaba su nombre.

¿Para qué querían esto los partisanos?

—No sabía que el teniente tuviera un hijo —dijo Albrecht, sacándome de mis pensamientos.

Me guardé la fotografía de Alaer en el bolsillo del uniforme. Un momento después, el teniente estaba detrás de nosotros.

—Deme eso —le ordenó a Albrecht.

Mi amigo le cedió la fotografía. La cara del teniente se tiñó de disgusto y confusión al leer el reverso: él tampoco sabía que Alaer ahora era un soldado soviético. Me miró por un instante antes de guardarse la fotografía en el interior de la chaqueta.

—Es hora de volver con el resto de la tropa —señaló la salida.

Dudé por un momento, pero Albrecht me jaló del brazo, así que lo seguí.

—Entonces ya conocías al teniente desde antes de nuestro reclutamiento —concluyó de la nada mientras caminbamos por el campo de maíz—. ¿Por qué su hijo está con los soviéticos en vez de aquí?

—No lo sé —contesté—. La última vez que lo miré fue en 1940.

—¿Por qué...? —se interrumpió—. Olvídalo.

—¿Qué? —quise saber. Cualquier cosa que él hubiera notado y yo no, me servía.

—¿Por qué te dió el collar? —preguntó—. Recuerdo que una vez dijiste que fue un regalo de despedida, ¿Por qué te lo dio? Parece especial.

Lamenté profundamente haber preguntado. A mí me dolía esa respuesta.

—Su madre se lo llevó a Rusia —le dije—. Así que me la dio antes de irse. ¿Algo más?

Parecía querer decir algo más, pero finalmente negó con la cabeza. Continuamos caminando. El pueblo se encontraba a unos veinte minutos a pie del campo.

Cuando llegamos ya habían preparado todo, solo debimos esperar a que el teniente llegara para que el ejecutase el ahorcamiento de las quince personas.

Dio un discurso sobre la importancia de la lealtad y otras cosas a las que no puse atención por estar pensando en Alaer. Hacía mucho tiempo que no me permitía pensar en él.

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