Capítulo 2.
Los días siguieron su curso. Veía a mi padre cada vez menos y a Alaer cada vez más.
Mentiría si dijera que no nos volvimos a besar después de Noche Buena, porque en navidad me volvió a besar después de la presentación de danza. En año nuevo lo besé yo cuando estábamos en mi habitación, después de que dieran las doce.
Ese año sucedieron tres cosas que movieron el suelo a mis pies y destrozaron mi corazón.
La primera cosa fue que Alaer cumplió dieciséis años y su madre le envió otra carta.
Nunca me detuve a pensar en lo que hacíamos porque me daba miedo entrar en pánico. La homosexualidad era un crimen y enemigo del estado, a pesar de que relativamente no había razón para aquello.
Solo éramos dos chicos adolescentes que estaban enamorados, pero para la sociedad seríamos una aberración. Por eso fuimos lo más cuidadosos posible. Solo nos permitimos tocarnos y besarnos en mi habitación o la suya —durante las pocas ocasiones en que lo visité— y a puerta cerrada.
Y nunca fuimos más allá de los besos y las caricias. No necesitabamos más que eso. Hasta aquella fría tarde.
Seguíamos yendo a las clases de danza, ensayamos todo lo que podíamos hasta que nuestros pies y brazos dolían. Y por supuesto, más de una vez usamos eso como excusa para quedarnos a solas.
El frío continuaba y había nieve por todos lados.
Su casa era bonita y acogedora, pero la mayor parte del tiempo lo pasábamos en su habitación, con la puerta cerrada y asegurada. Su padre cada vez estaba menos ahí, así que él casi no me conoció, pero sí lo hicieron las mucamas del servicio.
Tocaban la puerta para traernos bebidas de vez en cuando. Alaer les dijo que estaríamos ensayando y no querríamos interrupciones.
—No podemos permitir que nadie sepa de esto —me dijo.
Estuve de acuerdo. Era crimen lo que hacíamos, aún cuando no éramos más que unos adolescentes. Era mejor guardárnoslo y así evitar la negativa reacción de la sociedad ante nuestra relación.
Ni siquiera ensayamos las coreografías. Alaer se lanzó directamente a besarme. Era su cumpleaños, así que permití que él tomara el control.
Pasó sus manos por mi cabello, estrujándolo con suavidad. Su lengua estaba en mi boca, danzando un baile igual de practicado como nuestras coreografías. Metió sus manos debajo de mi abrigo, mientras dejaba de besarme la boca y empezaba a repartir húmedos besos en mi mandíbula, cuello y clavícula.
Yo no me quedé atrás. Mis manos no sabían donde detenerse; estaban en todo su torso, debajo de la camisa de botones blanca que llevaba encima. Su piel era suave y tersa. Sentí la línea de sus costillas y acaricié con las yemas de mis dedos.
Besé su cuello, apenas conteniendo el impulso de morder y marcarlo.
Nuestras respiraciones se volvieron agitadas en cuestión de minutos. No sabíamos cómo seguir, solo sabíamos que queríamos seguir.
La ropa formó una obra abstracta en el piso de la habitación de Alaer. Negros, blancos y grises. Nuestras manos trazaron caminos inexplorados en el cuerpo del otro; presioné mis dedos con más fuerza en la parte baja de su espalda, creando surcos suaves que desaparecían conforme avanzaba mi mano.
De nuestros labios escaparon jadeos que morían en la garganta del otro. Él me tocaba también; en un momento sus manos estaban acariciando mi pecho y abdomen con movimientos suaves y tiernos y al siguiente estaban estrujando mis glúteos con más deseo que ternura.
En cuestión de segundos, estuvimos tumbados sobre su cama. Me sostuve con los brazos y rodillas para evitar depositar mi peso sobre él.
—¿Quieres continuar? —Le pregunté cuando despegamos los labios. Mi respiración estaba agitada y sus labios hinchados.
—Sí —asintió, nuestras narices se rozaron ante el movimiento—, ¿Tú?
Y por un momento, pensé en decir no. En evitarnos este error tan tentador que estábamos a punto de cometer. En liberarnos del pecado.
Pero yo era débil ante él.
—Sí —dije, pero pareció una súplica.
Y continuamos.
Mordió mi hombro derecho cuando sintió el dolor abrazador, me dolió cuando hizo eso, y seguro dejaría cicatriz. Pero en ningún momento me pidió que me detuviera, en todo caso, me instó a continuar.
Nuestros cuerpos se unieron en un baile más complicado que cualquier otro que hubiéramos bailado. Nuestros jadeos eran amortiguados en la piel del otro. Mordí su pecho y él marcó mi clavícula.
Aquella fría tarde, mientras todos pensaban que ensayabamos coreografías, hicimos el amor por primera vez. Y no necesitamos nada más, y nada se sintió mal.
Luego la segunda cosa pasó.
Eran mediados de Febrero. Aún hacía frío, pero ya no había nieve.
Alaer y yo seguíamos yendo a la casa del otro cuando no teníamos clases de danza, nos encerrábamos en nuestros cuartos y algunas veces practicábamos las coreografías. La mayoría de ocasiones, solo nos quedábamos ahí, nos besábamos y acariciábamos momentáneamente.
Él estaba mucho más callado de lo común. A veces me sorprendía como podía ser este chico callado y tímido, pero también ser el extrovertido y hablador del primer día.
Estábamos tumbados sobre la alfombra de su cuarto. Su padre estaba en casa, por lo que no podíamos hacer nada más que acariciarnos y besarnos. Tampoco podíamos encerrarnos con seguro.
Alaer tomó mi mano con la suya y la apretó. Giré la cabeza para mirarlo, sus ojos verdes estaban llenos de emoción, pero no supe por qué.
—Mi madre me ha estado escribiendo con más frecuencia —reveló—. Pero ahora también le ha escrito a mi padre.
Fruncí el entrecejo. No sabía que hacer con eso. Era completamente normal que retomarán la comunicación, después de todo, ellos aun estaban casados.
—Han estado discutiendo el tema de la primera carta que ella envío —continuó—. Mi padre está de acuerdo con ella.
Y todo se detuvo para mí. No pude apartar la mirada de sus ojos verdes, me llené de terror.
—Dicen que solo me quedaré allá hasta que la guerra termine, pero no creo que mi madre me deje volver después —suspiró y se pasó la mano libre por la cara—. Padre dice que la guerra terminará a más tardar en navidad. Cree que tal vez podrá convencer a mi madre de volver a Alemania después de eso.
Nos quedamos mirando por varios minutos. No supe qué decir; quería pedirle que se quedará, pero también fui concientes de que, sin importar qué resultado tuviera el final de la guerra, él estaría más seguro en Rusia.
Alguien llamó a la puerta. Nos separamos y nos quedamos sentados en la alfombra en un segundo. Su padre abrió la puerta y asomó la cabeza y nos echó un vistazo.
—Saldré un momento, no sé si volveré antes de que anochezca —le dijo—. El chófer volverá para llevar a tu amigo a su casa más tarde.
—Claro, padre —asintió Alaer—. Ve con cuidado.
El hombre asintió y cerró la puerta. Nos quedamos en la misma posición, escuchando nuestras respiraciones hasta que el sonido de un motor invadió el silencio y después se alejó.
No sabía qué decirle, así que dije lo único que parecía correcto, apesar de todas las cosas incorrectas que hacíamos.
—Te amo —me miró súbitamente, con los ojos bien abiertos—. Y si tus padres creen que la mejor manera de mantenerte a salvo es mandarte con tu madre, entonces lo creo —abrió la boca, pero lo interrumpí—. Sabes qué está penado lo que hacemos, y no podemos arriesgarnos a que en el futuro no podamos ocultarlo como lo hacemos ahora. No todo el tiempo tendremos cuatro paredes para ocultarnos.
Sus ojos se humedecieron para cuando terminé de hablar.
—Entonces... ¿Entonces estamos terminando? —preguntó con la voz hecha un hilo.
—No —me apresuré a contestar—. No, Dios, no. Lo último que desearía es terminar contigo. Lo que quiero es que estés en un lugar seguro. Y tal vez, cuando seamos lo suficientemente mayores, nos iremos a Francia, ¿Recuerdas que dijiste que querías irte a Francia?
Asintió frenéticamente, pero una lágrima se deslizó por su mejilla.
—Para que eso nos sea posible, tendremos que rezar para que los aliados ganen, porque si Alemania obtiene la victoria final, no habrá rincon en el mundo donde podamos ser nosotros mismos —contestó.
—Encontraremos una solución —dije, aunque no me lo creí ni yo.
Asintió, después avanzó hacia a mí y me tumbó sobre la alfombra. Se subió encima de mí y me besó con ternura.
Más tarde, cuando intentábamos regular nuestras respiraciones y nos volvíamos a colocar la ropa, le pedí que me escribiera y me pidió que yo le respondiera.
Un mes después, cuando la primavera empezaba a estallar, después de mi cumpleaños, Alaer se marchó y yo no lo volví a ver durante años.
Me entregó la cadena de oro que siempre pendía de su cuello. La puso en mis manos y me dijo que lo recordara cada vez que la viera.
Y me escribió, tal como pedí. Y yo contestaba las cartas, tal como él pidió. Pero éramos jóvenes e ingenuos.
Y la tercera cosa pasó.
Era Junio. La Alemania nazi avanzaba por todas partes. Había rumores, sobre que enviaban a los judíos al este, a campos de concentración. Nadie sabía lo que sucedía allí.
—También los afeminados —dijo mi padre durante una de las pocas cenas en que estuvo en casa—. Son una aberración, y son peores que los judíos.
Nunca estuve tan aliviado de que Alaer se marchara.
A veces, por las noches, pensaba en él. Cerraba mi mano en un puño sobre la rosa de los vientos que ahora siempre estaba sobre mi pecho.
Otras veces, me encerraba en mi dormitorio y leía sus cartas durante horas y horas.
Hasta que mi padre las descubrió.
Ya casi no salía de mi dormitorio, salvo cuando era prácticamente obligado a ello. A mi madre no le preocupó mucho, dijo que era una etapa adolescente.
Tenía dieciséis y mi padre mencionó durante una cena la posibilidad de que sirviera en el frente cuando cumpliera los diecisiete.
Mi madre no dijo nada.
No había necesidad de más soldados ahora, pero un alemán jamás se negaría a servir a su patria.
Pensé en Alaer después de esa cena; ¿Qué diría él? ¿Estará él en la misma situación? Pensé que tal vez no. A él aún le quedaba un largo camino por delante.
Hacía tres meses completos que no lo veía, pero aún me escribía. Y yo a él.
Era un cálido viernes, estaba en mi dormitorio, como casi todas las tardes. Esa mañana llegó otra carta, después de dos semanas enteras en silencio.
Me decía que estaba bien, que su madre lo inscribió en clases de danza otra vez. Decía que me extrañaba como no imaginó que podría, decía que esperaba que aún lo amará como lo hacía antes de separarnos. Y decía que él me amaba, incluso más cada día y que no dejaba de contar los días para que esto terminara.
Le escribí que yo estaba bien. Que las clases de danza iban bien, aunque probablemente pronto las dejara. Le dije que aún lo amaba. Le dije cuánto lo extrañaba. Le conté lo que padre decía sobre enlistarme voluntariamente en las SS.
Le dije que deseaba que él estuviera bien, y que mientras él esté bien, yo lo estaría también.
"Tu vida y la mía han sido separadas, más no será eterno. Sueño con volver a verte, y volver a besar ese lunar debajo de tu ojo".
Fui a la oficina de correo después de eso y envié la carta. Me pregunté cuánto tiempo podríamos comunicarnos de aquella manera.
Pudimos haber hablado por teléfono en algún momento, pero Alaer jamás me dio el número de teléfono de su nuevo hogar. Así que si alguien podía llamar, era él.
Una semana después, llegó la contestación, pero yo no la vi.
La puerta de mi dormitorio se abrió con rudeza, lo que me sorprendió, pues, aunque mi padre solía hacer comentarios hirientes, una sola vez había usado la fuerza física en mi contra.
Yo hacía mis deberes, sentado en el escritorio frente a la única ventana de mi dormitorio. Volteé la cabeza en dirección de la puerta cuando esta se abrió.
Mi padre lucía descompuesto y muy, muy molesto. Levantó la mano y me mostró lo que llevaba en ella: un sobre, pero no estaba sellado.
Reconocí el papel, porque Alaer me envió cartas en esa clase de sobres todo el tiempo.
Mi corazón se desbocó, recé por que mi padre no hubiese leído esa carta. Él no era idiota, ni mucho menos, si lo leyera, no habría excusa que me salvara.
—Espero que tengas una buena explicación para esto —me dijo.
No podía escuchar a mi madre por ningún lugar en la casa, pero supe que ni ella intentaría ayudarme. Me convertí en la deshonra de la familia al dejarme llevar por la tentación.
—No debió leer una carta que no estaba dirigida a usted —fue lo único que pude decir.
Me miró con furia, y por un momento creí ver hasta odio en su mirada. No lo culpaba, la verdad no.
—¿Quién eres? —me preguntó, y sonó tan herido—. ¿Un maldito afeminado? ¿En eso se convirtió mi hijo? Supe que algo sucedía cuando noté que cada día pasabas más tiempo aquí que con tu propia familia. Y la semana pasada, cuando esa otra carta llegó y tú corriste a leerla a solas, supe que tenía que detener cualquier estupidez que pudieras hacer. Supe que tenía que salvarte. Todo lo que hemos hecho por ti, y mira con lo que nos pagas, a tu madre y a mí.
—Padre —intenté—, yo...
—¡Cállate, Christoph! —me gritó—. No quiero saber más nada sobre este maldito tema a partir de hoy. Te protegí, en verdad lo hice, pero tú no aprecias nada. Y esto es lo último que haré por ti.
Me lanzó el sobre en la cara. Sus ojos azules llenos de decepción.
—Eres mi hijo —dijo—. E intenté protegerte del mundo desde que naciste. Pero yo sabía, sabía que, cuando lo pediste hace meses, sería una equivocación.
Mi garganta se cerró.
—Por eso te enviaré a una escuela político nacional—continuó—. Una Napola es lo que tú necesitas. Así que alista tus cosas, yo arreglaré lo demás. Y olvídate de ese chico.
Se dio la vuelta y salió de la habitación, dando un portazo.
Mis manos temblorosas abrieron el sobre, pensé que tal vez sería la última carta que pudiera leer de Alaer. El sello estaba roto, una clara señal de que, lo que fuera que estuviera escrito ahí, padre lo leyó.
Y como creí que eso sería lo último que yo tuviera de Alaer en, probablemente, años, la leí una y otra vez, intentando grabarme su contenido como sus últimas palabras hacia mí.
Después escribí lo que probablemente sería lo último que yo le diría a él en años.
"Querido Alaer.
Escribo para despedirme de ti.
No tengo la certeza de un futuro donde podamos reencontrarnos, pero mi corazón me impide rendirme con ello.
Ya no podremos seguir comunicándonos como hasta ahora, al menos, no por un tiempo.
Mi padre ha descubierto una de tus cartas dirigidas hacia mi persona, y tal vez, ha leído las que yo te envié con anterioridad.
Decir que está molesto es poco, pero ha decidido inscribirme en una de las escuelas del Führer, y no delatarme.
No me culpes, ya me culpo lo suficiente yo mismo.
Aún con todo esto, tal vez la única certeza que me queda es que te quiero.
No me olvides, que yo no te olvidaré. Y vive, que por ti lo hago yo.
Con cariño: Christoph Schneider Bruch."
Guardé el papel en un sobre y lo escondí en el bolsillo interior de mi saco. No estaba seguro de la reacción de mi padre si se llegase a enterar sobre la carta, pero no creí que él permitiera que la enviara.
Tenía que poner mi fé en mi madre con esa tarea.
Salí de mi habitación y me dirigí al jardín, donde mi madre pasaba las tardes tomando té.
Estaba ahí, sentada bajo la sombra de un olmo, en una silla de madera barnizada. Frente a ella había una mesita de jardín del mismo material, ahí descansaba una tetera, pero mi madre no bebía del líquido. Tenía puesto un traje blanco con detalles negros. Sus manos estaban sobre su regazo y miraba las plantas moverse con la suave brisa de verano.
Me pareció que había envejecido mucho en los últimos meses.
—Madre —dije al llegar a ella.
Me miró, sus ojos grises parecían haberse opacado y sus párpados estaban hinchados. Me dolió el corazón.
—Tu padre me ha contado —me dijo, y su voz sonó tan pequeña. Un nudo se instaló en mi garganta. No sabía cómo pasarlo—. ¿Qué tienes ahí, hijo?
Me di cuenta entonces que miraba el sobre que traje. Mi última carta. Me senté frente a ella y suspiré. Ella sabía lo que mi padre descubrió y parecía herida, más no decepcionada. Me aferré a esa esperanza.
—Yo comprendía —empecé, siendo lo más honesto posible— que lo que hacía estaba mal y que difícilmente tendría un futuro —una lágrima se escapó de uno de sus ojos—. Pero lo quería tanto como al aire que respiraba. Y comprendo que ahora ya no me puedo aferrar a él —deslicé el sobre en su dirección—. En esta carta me despido de él, pero temo que mi padre no me permita enviarla.
Me miró a los ojos, después su mirada se posicionó en la carta. Parecía estar llena de recelo. Empecé a entrar en pánico, pero me obligué a calmarme.
—Madre, por favor —continué—, no sé lo sucederá a partir de hoy, pero no me gustaría que él pensase que simplemente me olvidé de él. Y sé que lo que le pido es egoísta, pero no puedo ignorar mis sentimientos —entonces dije algo que sabía que era imposible, me sentí como un mentiroso—. Intentaré olvidarme de él, lo prometo. Pero no sin decirle adiós.
Ella comenzó a llorar. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas de porcelana y cayeron en su pulcro traje.
—Yo solo quiero que seas feliz —me dijo entre lágrimas—. Pero no podré ayudarte mucho más que esto.
Tomó el sobre y lo escondió. Dijo que lo llevaría a la estación de correos cuando mi padre no estuviera.
Más tarde, esa misma noche, mis padres me fueron a dejar a mi nueva escuela y probablemente, mi hogar hasta que cumpliera diecisiete.
Aún después de que el curso había comenzado hacía tiempo y mi edad, le fue sencillo a mi padre inscribirme porque era el diligente regional.
Mi madre me abrazó y lloró, me pidió que fuera un buen chico, que fuera un buen alemán.
Mi padre nos observó.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro