Capítulo 10.
No quería que él me viera así, a pesar de que en este momento no pudiera encontrar otra imagen de mí. Él no tenía porqué verme destruido.
—No deberías estar aquí —le dije, mirándolo a los ojos.
Él se alejó un paso, pero su mirada se quedó en mí.
—Tal vez —replicó—. Pero estoy aquí.
Negué con la cabeza. Quería llorar, pero sentía como si ya no pudiera más. Era un hombre, maldición, debía ser fuerte.
Agaché la cabeza, intentando buscar una manera de saber qué hacer. Había fantaseado con este momento durante años y, ahora que lo tenía, me acobardaba.
—Pero si no estuviera aquí, ¿dónde estarías tú? —me espetó, entonces—. ¿Eh, Christoph?
Me limpié la cara una vez más y lo miré, pero no respondí porque no sabía qué decirle. Estuve a punto de matarme frente a él.
—¿Qué crees que hacías? —siguió cuestionando—. ¿Qué esperabas conseguir con eso?
—No es de tu incumbencia —contesté con la voz hecha un hilo, solo para que dejara de preguntarme esas cosas que ni yo mismo había pensado con claridad.
Pero a él no le gustaron mis palabras.
—Ah, perfecto. No es de mi incumbencia, entonces —seguía siendo un hablador molesto— ¡Porque por supuesto que me iba a importar un carajo que te volaras la cabeza en mi puta cara!
Me di la vuelta, el frío ya casi me helaba los huesos.
—¿Qué haces aquí? —volví a preguntar, para evadir sus palabras.
—No me cambies el tema, Christoph —advirtió.
Este no era el Alaer que yo conocía. Por lo general, era él el de las ideas suicidas y yo el que lo regalaba por eso.
¿Hasta que punto habíamos cambiado? Esperaba que aún hubiera un poco de aquellos jóvenes de hace cinco años, porque no sabría cómo vivir una vida donde eso se hubiera terminado.
—Solo quiero saber —busqué la calma—. No deberías estar aquí.
El miró a nuestro al rededor. Temía terriblemente que él fuera el francotirador, aún sabiendo la infinidad de posibilidades de que fuese así.
—Vine porque tenía la esperanza de verte —me dijo—. En esta vida y en esta guerra, hay rumores. Hablan de los soldados alemanes. Unos cuantos son reducidos a montones, pero siempre habrán quienes destaquen.
Volvió a avanzar. Seguía siendo más alto que yo, pero también era más delgado aún. Creí que tal vez midiera dos metros, pero su cuerpo era el de un tirador, no el de un luchador.
«Me contó que quería enlistarse...» las palabras del teniente Schüttler vinieron a mi mente.
—He escuchado tu nombre de la boca de otros casi tantas veces como te he soñado —avanzó el paso que había retrocedido—. Y sé que eras tú, porque también escuché el de tu padre y el de mi padre. Escuché nombres que no conocía, pero sabía cuándo se hablaba de ti.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, porque su cuerpo volvía a estar demasiado cerca. Esto no podía volver a ocurrir.
Pero no sabía cómo detenerlo..., ni si quería detenerlo.
—¿Sabes cómo te han llamado? —me preguntó a cambio.
Al instante deduje que hablaba de Florian.
—No, no lo sé.
—Dicen que son como gatos, pero especialmente tú. Dicen que tuviste un teniente que te quería muerto, pero que la muerte te quería aún menos —su aliento rozó mi mejilla—. Y que eres tan despiadado que ningún otro soldado sería capaz de igualarte. No creía que estuvieran hablando del mismo Christoph que yo conocía.
—Tampoco lo creo —le dije.
Entonces dirigió su mano hacia mi cara. Su palma se posicionó bajo mi mejilla y no pude evitar inclinarme hacia él.
—No quería creerlo, porque eso podría significar que también podrías haberme olvidado —reveló.
Una lágrima se deslizó por mi mejilla apenas seca. Alaer la secó con su dedo pulgar, y sus propios ojos se humedecieron.
—No sé cómo —le dije—. Nunca supe cómo olvidarte, pero mentiría si dijera que no lo intenté.
—¿Por qué? —quiso saber.
Cerré los ojos.
—Porque fue incorrecto desde siempre y solo tú y yo nos negamos a verlo —le respondí.
Fue su turno de negar.
—No es incorrecto cuando no dañas a nadie más —afirmó—. Tú me amabas, lo dijiste. Y yo te amé también, aún lo hago.
Abrí los ojos, su cara estaba a centímetros de la mía. Y yo solo deseaba besarlo.
—¿Aún me amas, Chris?
Esa pregunta me destrozó, porque no debería decirle que sí, pero tampoco era capaz de mentirle.
—¿Importa, acaso? —lo evadí.
—Importa para mí —contestó.
Me quedé callado porque si le decía que sí, le abriría la puerta a los errores que nos llevaron a este punto: el de desearnos y no pertenercernos, pero ser expertos en dolernos.
—Quítate ese casco, Chris —me dijo al ver que no pensaba responder—. A ti no te va lucir como un asesino. Eres la persona más pura que he conocido.
Lo toqué entonces, sujeté su muñeca con mis dos manos, pero fui incapaz de apartarlo.
—Ya no soy ese —sollocé—. Tengo más sangre en las manos que en las venas, Alaer. Ya no soy el tipo al que dices amar.
—Te veo y me ves. Ya nadie puede ser el mismo que fue, pero podemos sobrevivir a los cambios para encontrar el camino correcto otra vez —expresó.
—Es que siempre hemos estado en el camino incorrecto —le dije yo—. ¿Cómo podemos encontrar algo que evitamos cuando estuvo a nuestro alcance?
—¿A ojos de quién era incorrecto? Si los que lo vivimos fuimos nosotros y los que lo sufrimos también fuimos nosotros.
Encontré la fuerza para apartarme. Di un paso atrás, buscando la seguridad de la distancia, ya que no podía confiar en mí para no lanzarme a besarlo.
—Te equivocas —repliqué—. Porque vi a mi madre llorar porque su hijo no pudo siquiera ser un hombre, así que no, no fuimos los únicos que sufrieron.
Él dio un paso en mi dirección, yo retrocedí otro.
—Te amo, Christoph. Estoy aquí solo por ti. Sé que me amas, así que, por favor, deja de hacer esto que solo nos va a lastimar innecesariamente —pidió.
—Yo ya no te amo a ti, Alaer —le mentí, como un método poco convencional de evasión—. Y no debes estar aquí.
Él soltó una risa corta. Era amarga y baja. Su cabello estaba blanco y su piel estaba empezando a enrojecerse.
—Y si ya no me amas, ¿porque aún llevas mi collar? —cuestionó. Inconcientemente, mire hacia abajo, al lugar donde siempre se posicionaba el dije—. Miéntele a quien quieras, amor mío, pero no me mientas a mí.
—No tengo porqué mentirte —aseguré.
—Entonces no lo hagas —repitió.
Quise decir algo, volver a mentir y decirle que no lo amaba; quise huir de mi corazón, pero él se adelantó.
Volvió a tomar mi rostro, esta vez con ambas manos y pensé en lo fácil que le sería tomar lo que quisiera de mí y yo ni siquiera sería capaz de evitarlo.
Me besó. Me recordó a aquella primera vez, en el salón de música donde ensayábamos coreografías, cuando fue tímido y principiante; pero está vez estábamos en medio de una tormenta de nieve, en el lugar que se había llevado una parte de mí. Y él me besó como si la vida se me fuera en ello, como si buscara impregnarse en mí para que nunca más pudiéramos volver a alejarnos.
Lo besé de regreso, con la misma intensidad, porque él ya había roto el débil escudo que cree al rededor de mi fortaleza y la derrumbó.
Lo empujé, hasta que su espalda chocó contra el frío tronco de un abeto, mis manos en su cuello, sintiendo su calor.
Sentía como si la vida por fin estuviera siendo buena conmigo. Debí saberlo mejor.
Alaer se apartó despues de un momento, aprovechamos para tomar aire. Lo sentía raro, parecía tenso, pero no podría saberlo con claridad, después de todo, apenas nos acabábamos de volver a ver.
—Aún no me dices que haces aquí —volví a insistir.
Él se tenso más de lo que creí que estaba ya. Evadió mi mirada y me soltó; se alejó un paso y miró hacia atrás, como si temiera que alguien nos pudiera escuchar.
—Me enviaron aquí para matarte —confesó.
Instintivamente, retrocedí también. Busqué el revólver con el que planeaba matarme hacia un rato, solo para tener la certeza de que no estaba completamente indefenso.
—Pero no lo quiero hacer —se apresuró a agregar al ver mi reacción—. Se supone que debo de acabar con la Segunda Compañía del Sesenta Regimiento de Infantería.
El alma se me fue a los pies al escucharlo. Solo yo me había negado.
—Fuiste tú —comprendí—. Tú eras ese francotirador, ¿no es así?
—Solo hacía mi trabajo —se excusó.
—¡Me disparaste! —espeté—. Me quisiste matar y después vienes aquí y me dices que todavía me amas ¡Jódete, Alaer!
Su rostro se llenó de pánico, intentó avanzar hacia mí otra vez, pero retrocedí.
—No quería matarte —dijo—, pero tampoco te podía dejar de pie.
Me burlé, aunque estaba lleno de amargura.
—¿Acaso eres consciente de lo que hiciste esa tarde? —quise confirmar, porque no podría creer que él supiera que mató a su padre.
—¡Te salvé! —exclamó—. Ese sujeto, el que parecía un teniente y te daba órdenes, te quería matar, por eso los maté. Si no les hubiera disparado yo a ellos, ellos te habrían disparado a ti
—¡No me uses para minimizar tu culpa! —le grité—. Sabes que sin mí ahí también los hubieras matado.
—Sí, sí lo habría hecho porque ese es mi trabajo, pero si tú no hubieras estado ahí, ese otro soldado tampoco habría sobrevivido —reveló.
—¿De qué carajo estás hablando?
Él se pasó una mano por la cabeza, quitándose la boina de su uniforme. Su cabello estaba a raz.
—Ese día les faltaba un soldado, porque yo me hice pasar por él para ir a dar informe sobre el confrontamiento —me dijo.
Y ya no tuve el corazón para decirle lo que hizo.
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