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Capítulo 1.

Jueves 15 de Diciembre de 1939, Berlín, Alemania.

Hacia frío. La temperatura había bajado porque era invierno.

Madre me acompañó y cuando el chófer me dejó en la entrada de la escuela de danza, madre me dio un beso y pidió que me esforzara. Ella dijo que iría a comprar insumos.

A pesar de todos los esfuerzos que mi padre hizo para que me retractara, no lo hice y hoy por fin era mi primer día. Desde hoy empezaba a practicar danza.

Padre dijo que era algo para las chicas, y que yo era un chico. Le dije que no pasaría nada y que apenas tenía quince. Me dio una bofetada y mi madre tuvo que intervenir. Creo que pagarme las clases fue su manera de castigar a mi padre por golpearme, porque ella tampoco estaba muy convencida.

Y me aseguraría de que no se arrepienta.

Siempre creí —y creo— que mi padre seguía inconforme porque no me parecía a él en lo más mínimo, yo era todo una copia de mi madre: el mismo cabello rojo, los mismos ojos grises, las mismas facciones. Tal vez si algo heredé de mi padre fue la altura y el nombre.

Mi padre salió esta mañana, es un diligente que alguna vez fue uno de los mejores soldados del imperio Nazi. Él ha dado gran orgullo al país y sobretodo a sus camaradas en el frente. No lo vi antes de que se marchara, pero tampoco creí que él quisiera verme a mí.

Me paré frente a mi destino, con la bolsa que contenía mi vestuario, colgada al hombro y una sonrisa plasmada en la cara.

Ingresé al edificio de viejas paredes de piedra y concreto. Una señora de vivaces ojos azules me recibió en el vestíbulo, ella tenía una sonrisa llena de dientes blancos y rectos y una trenza de cabellos grises.

—¿Me puedes dar tu nombre, cariño? —pidió con amabilidad.

Asentí con algo de nerviosismo. Pensé que llegué tarde, porque éramos las únicas almas en la habitación.

—Christoph Schilling Bruch —respondí obediente.

Ella ojeo los papeles que tenía en la mesa y asintió complacida. Después anotó algo en una bitácora.

—Puedes pasar. Todo el pasillo, hasta el fondo —me indicó con la sonrisa aún plasmada en el rostro.

Asentí una vez más y me dirigí hacia donde me indicó. Escuché pasos apresurados en cuanto yo di el primero.

—¿Me puedes dar tu nombre, cariño? —dijo la señora con la misma amabilidad con que me habló a mí.

No pude contener la curiosidad, así que volteé a ver quién llegó.

Era otro chico; alto, rubio y delgado.

—Alaer Schüttler —respondió él con la voz agitada.

Alaer, que nombre tan peculiar.

Pero no me quedé a escuchar más, mamá me había dicho que eso era descortés. Así que dejé de mirar y continué mi andar.

Pronto mis oídos fueron deleitados con la suave música de piano que resonó en el interior del edificio.

Mi mano picaba por la ansiedad y la emoción de girar el picaporte y sumergirme en el mundo que me había robado el sueño desde hace ya casi un año.

—¿Va a esperar toda la mañana, señorita? —preguntó una voz a mi espalda.

Reconocí la voz enseguida: era el chico que llegó después de mí: Alaer.

Me giré para mirarlo. Estaba parado justo detrás de mí, a un solo paso, por lo que me di cuenta de que teníamos casi la misma estatura.

—No soy una chica —atiné a contestar.

El chico frunció el entrecejo y se inclinó un poco en mi dirección. Me examinó hasta el punto en que se volvió un poco incómodo. Él tenía los ojos verdes como un par de escarabajos y su cabello dorado estaba rizado como el mío. Además tenía un peculiar lunar justo debajo del ojo izquierdo y las mejillas llenas de pecas. Tenía una delgada cadena de oro en el cuello, de ella pendía un dije con la forma de una rosa de los vientos del mismo mineral y se acomodaba sobre su pecho.

—¿Ah, no? —preguntó—. Creí que sí. Mi error, discúlpame.

Le resté importancia, porque no era la primera persona en confundirse, aunque me encantaría en demasía que sí lo fuera. Una vez una señora me regañó por cortarme el cabello tan corto, después le expliqué que era un chico y me regañó por dejar que mi cabello creciera tanto. Estaba muy confundido.

—No importa —le dije y me giré, esta vez no me detuve y giré el picaporte.

Di un paso y la estancia se quedó en silencio, a excepción de la melodía de piano. Mis ojos no supieron dónde detenerse; era una habitación amplia y con una buena iluminación, había candelabros colgando del techo, mismo que tenía forma de cúpula y estaba lleno de ventanas. Las paredes eran de un tono beige: la izquierda y derecha estaban repletas de espejos; la del fondo tenía algunas pinturas al óleo colgadas. No había mesas con jarrones de flores, ni nada que pudiese necesitar espacio en el suelo.

Me encantó.

—Asombroso —dijo Alaer. Había olvidado que estaba a mi lado. Volteé a verlo al mismo tiempo en que él giró la cabeza en mi dirección, fue casi gracioso—. ¿Cómo te llamas, chico que parece chica?

Me sentí un poco ofendido, pero he de admitir que también era algo divertido.

—Christoph —le dije.

Él me extendió su mano y yo la tomé.

—Alaer —dijo él—. Pero eso ya lo sabes, chismoso pecoso.

Creí que mi expresión me delató, porque soltó una risotada, echando la cabeza hacia atrás, exponiendo su garganta. Dejé de mirarlo con el rubor subiendo por mi cuello y cara.

—No soy un chismoso —dije—, ni tampoco pecoso.

Alaer estaba por replicar algo, pero una dama se aproximó a nosotros, interrumpiendo nuestro intento de conversación.

—Me parecía que nos faltaban integrantes —nos dijo con una sonrisa. Era bonita, de pelo rubio y ojos azules. Se parecía a la señora del vestíbulo, pero más joven, tal vez tuviera la edad de mi madre—. Por favor, vayan a ponerse su vestuario e integrense al grupo.

Ambos asentimos y caminamos en la dirección que la dama nos indicó. Parecía que Alaer apenas pudo mantenerse en silencio, porque en cuanto nos alejamos lo suficiente volvió a hablar:

—¿Cuántos años tienes, Chris? ¿Te puedo llamar Chris? —hizo pregunta tras pregunta.

—Tengo quince —le respondí—. Y supongo que sí puedes llamarme así. Me da la impresión de que si te digo que no, igual lo vas a hacer.

Volvió a reír. Su risa era un poco ronca, a pesar de que su voz aún era algo chillona.

—Tienes razón —dijo cuando llegamos a los vestidores—. Yo también tengo quince años. Que descortés eres, Chris.

Y sin más, se metió en uno de los cubículos. No perdí mucho tiempo porque en seguida copié su acción y me metí a otro cubículo para ponerme el vestuario.

Pero Alaer no se calló.

—Vivo a unas cuadras —dijo por encima del ruido de la ropa—. Con mi padre. Se llama Friedrich, es un teniente. Ama mucho al Führer.

No sabía qué contestar, así que simplemente dejé que él llenara el silencio.

—Me quería inscribir en una Napola cuando la guerra comenzó, pero madre se negó —siguió hablando—. Dijo que eso era para salvajes. Dos semanas más tarde mi madre se volvió a Rusia. No he sabido mucho de ella desde entonces —su voz se hacia más pequeña a medida que avanzaba—. Únicamente sé que se encuentra en Moscú. Yo nací ahí, pero después mis padres volvieron a Alemania. Padre dijo que me daría esto si yo aceptaba enlistarme para pelear en el frente cuando cumpla diecisiete.

Su respiración se escuchaba agitada, dijo todo muy rápido y apenas pude procesarlo. Pensé que él mismo no sabía cómo procesarlo.

—¿Y tú qué quieres? —le pregunté solo porque creí que debía.

—Enorgullecer a mi padre —contestó a la brevedad—. ¿Qué hay de ti?

Yo seguía como un civil común por pura suerte. Mi padre estaba convencido de que la guerra no duraría más que unos cuantos años más y que no tendré que enlistarme. Pero aún con eso, sí quería que yo ingresara a una Napola hace unos meses; como de costumbre, mi madre intervino, dijo que eso se arreglaría conforme avanzara la guerra. Padre dijo que una vez terminada la guerra, el pueblo alemán necesitaría de diligentes nuevos, jóvenes y capaces. Madre dijo que yo tenía tiempo de sobra.

En algún momento padre lo aceptó.

Se lo dije, así como él me contó a mí parte de su vida. Ni siquiera fuimos muy concientes, pero creí que solo necesitabamos sacarlo.

Terminamos de ponernos el vestuario y salimos al salón de danza. Ahí había otros tres chicos y cinco chicas, todos tenían más o menos nuestra edad.

Mi vida era buena en aquel tiempo y yo no lo sabía.

Sábado 24 de diciembre de 1939. Berlín, Alemania.

Con el paso de los días, Alaer y yo desarrollamos una amistad casi íntima.

Teníamos una presentación para navidad. Ensayábamos mucho. En un inicio creí que solo éramos nosotros en esa escuela de danza, mas tarde descubrí que éramos uno de los tres grupos que había, cada uno conformado por diez integrantes.

Alaer me invitó a pasar la Noche Buena con él, ya que su padre no iba a poder venir. Seguía en el frente. Mi padre tenía asuntos —de los que yo no sabía absolutamente nada— que atender fuera de Berlín, por lo que yo pasaría la Noche Buena con mi madre y nadie más, pero Alaer iba a estar solo.

Le dije que necesitaba pedirle permiso a mi madre. Después convencí a mi madre para que Alaer pasara la Noche Buena y, posteriormente, la Navidad con nosotros.

Fue relativamente fácil convencerla. Principalmente porque busqué su vena sensible: la soledad de un chico que fue abandonado por su madre.

Estábamos en mi habitación. Yo estaba sentado en el escritorio, leyendo un libro. Alaer estaba tendido sobre la cama, con los pies y brazos extendidos. Estaba muy callado y dubitativo. Creí que quería decir algo, pero no lo hacía. Dejé que siguiera así hasta que pudiera hablar.

Habló después de cinco minutos:

—Mi madre me ha enviado una carta —soltó.

Levanté la cabeza con brusquedad. Alaer no parecía tan feliz como creí que estaría cuando su madre por fin se comunicara con él. Pensé que tal vez solo estaba molesto porque ella lo abandonó, en primer lugar.

—Quiere que deje Alemania —siguió hablando, pero sin la euforia que lo caracterizaba—. Dijo que es fácil aún, porque la guerra apenas comenzó hace unos meses, y no quiere arriesgarse a que me suceda algo conforme la misma avance.

Un sensación poco agradable se extendió por mi pecho al escuchar aquello. No había pasado mucho tiempo desde que nos conocimos, pero yo no me había puesto a pensar que no podríamos ser amigos para toda la vida. Ese pensamiento me dolió más de lo que debería.

—¿Y tú qué deseas? —le pregunté, tragándome todos mis pensamientos.

—Ya no lo sé —me dijo, no parecía que él quisiera tragarse los suyos—. Hace dos semanas habría dicho que sí de inmediato.

—¿Qué es lo que hizo que cambiaras de opinión?

No me contestó de inmediato, en su lugar se quedó mirando hacia el techo con una expresión rara.

—Tú —contestó al fin. Mi confusión se grabó en toda mi cara—. No tenía ningún amigo antes —se apresuró a agregar—. Y luego apareciste tú. Y... y me confundes mucho, pero eres mi amigo. Y yo solo... no quiero perder a mi único amigo.

Se empezó a formar un nudo en mi garganta que no sabía cómo pasar.

—Dijiste que la echabas de menos—acoté—, ¿Ya no lo haces?

—Sí, Dios. Por supuesto que aún la echo de menos, es mi madre —asintió repetidamente—. Pero sé que sin importar si voy o no, ella me seguirá queriendo igual y seguirá siendo mi madre —empecé a asentir, porque eso parecía correcto—. Pero no puedo decir lo mismo de ti.

—¿Qué?

—Mi madre seguirá siendo mi madre sin importar qué —repitió con tono exasperado—. Pero si me voy, ¿seguirás siendo mi amigo?

Eso me hizo congelar. ¿Sería así? ¿Seguiríamos siendo amigos? Esperaba que sí, porque la sola idea de perdernos me hacía doler.

—Siempre —dije.

Y esa fue mi promesa, incluso si no lo sabía aún.

Alaer se giró en mi cama y me miró con sus ojos verdes, pensé que estaba feliz porque brillaban con intensidad. Me dedicó una sonrisa y después puso su cabeza sobre sus brazos en una posición extraña.

—Tal vez deba hablarlo con mi padre primero, antes de tomar una decisión —dijo finalmente—. No tengo prisa por liberarte de mí.

Me reí. Tampoco tenía prisa por aquello. Si por mí fuera —y me negaría a repetirlo— lo ataría a mi muñeca para la eternidad.

Sonrió cuando se lo dije. Era una sonrisa brillante y cautivadora. Un rubor le corrió desde el cuello hasta la línea del cabello

—Nunca me dijiste cuándo es tu cumpleaños —dijo al cabo de unos minutos en un cómodo silencio.

—Veinte de Marzo —le conté— ¿Y el tuyo?

Se volvió a girar en el colchón, las sábanas ya estaban arrugadas. Daba la impresión de querer dejar su olor en ellas.

—Tres de Enero —dijo.

Estaba tan cerca y tan lejano a la vez. Igual que él.

Nos quedamos en nuestros sitios. No hablamos mucho, no lo necesitábamos. Él tarareaba una vieja canción y yo continué leyendo. Más tarde, madre vino a buscarnos para la cena.

Fue una Noche Buena fría, pero incluso más cálida que las anteriores. Pensé que fue por Alaer.

Madre mandó a preparar una habitación para nuestro invitado, pero a media noche, Alaer se coló en la mía.

No dijo nada mientras se metía en mi cama. Puso cabeza sobre la almohada continúa a la mía y me miró con sus ojos verdes por un buen rato.

—Nací en Rusia —murmuró cuando casi me quedé dormido—. Y vivo en Alemania.

Mi corazón empezó a latir en un intento de reducir el estrés.

—Es poco probable —continuó—, pero si la guerra se extiende por más años, tal vez me tenga que enlistar sí o sí ¿Y si sin importar en qué país esté cuando eso suceda, cometo traición a cualquiera de las dos patrias?

Su mano estaba frente a su cara, no lo pensé mucho cuando puse la mía sobre ella y apreté.

—La guerra acabará a más tardar el próximo año —aseguré, porque eso era lo que decía mi padre—. Y tú y yo seguiremos siendo adolescentes. Y no habrá forma de que cometas traición.

Giró su mano y apretó la mía justo como yo hacía.

—Ojalá —murmuró cerrando los ojos, las pestañas claras y rizadas rozando sus mejillas—. Solo imagina que se extiende más y tú te enlistas y yo me voy a Rusia. En cualquier momento tendríamos que enfrentarnos.

Preferí no imaginar aquel escenario.

—Prefiero pegarme un tiro en la cabeza a intentar pegártelo a ti —agregó.

Me enojé con rapidez ante eso.

—No digas eso —exigí en voz baja—. Solo tienes quince años, te prohibo pensar en la muerte. Es pecado, además.

Abrió los ojos y me dedicó una mirada larga.

—El demonio vendrá por mí y me arrastrará al infierno, entonces —afirmó.

—¡Alaer! —lo regañé.

—¡Bien! —se quejó—. Voy a vivir muchos años. Y en el futuro me iré a Francia.

—Francia —repetí—. ¿Por qué?

No me contestó, en su lugar volvió a cerrar los ojos y se durmió.

Estábamos en el salón de música de mi casa. Había un espacio extenso en el centro que nos permitía ensayar. Ya no nos daba pena practicar nuestras coreografías entre nosotros. Nuestras parejas de baile no estaban aquí, así que tendríamos que turnar las posiciones.

Alaer era mucho más delgado que yo, pero era fuerte. Eso fue una gran ventaja a la hora de hacer ciertos movimientos que implicaban cargar a la pareja femenina.

Se rió cuando puse mis manos en su cintura, justo debajo de la línea de las costillas. Me gustaba escuchar su risa.

Sentí más pasión al practicar con él que cuando practicaba con la chica con quien hacía pareja. Fue un pensamiento horrible y equivocado, pero se sentía tan correcto.

—Nunca había visto unos ojos grises —reveló mientras seguíamos danzando de aquí para allá—. Son muy bonitos.

Tragué saliva.

—Kiara tiene ojos grises —argumenté.

Kiara era su pareja de baile.

—No me llaman tanto la atención como los tuyos —contestó, luego abruptamente:—. ¿Dónde está tu madre?

Él no dejaba de mirarme a los ojos y yo no podía controlar el latido de mi corazón. Solo esperaba que él no lo notase.

—No lo sé. Suele estar bebiendo té en el jardín a esta hora —respondí.

Una vuelta más y nos detuvimos, pero eso no fue por la coreografía. Fue porque Alaer me besó.

Me paralicé. Mi mente se quedó en blanco.

Se despegó de mis labios y me miró expectante. Ese fue mi primer beso y, con seguridad, también el suyo.

Tragó saliva y su rostro se llenó de arrepentimiento, horror y miedo. Intentó soltarse de mi agarre aún en su cintura, pero yo estaba tan rígido que no le facilité la tarea.

—Chris, yo... —intentó explicarse, pero nada salió—. Lo lamento, pero lo volvería a hacer.

Mis puños se aflojaron, pero él no huyó como creí que haría. Me tomó del cuello y me acercó a él otra vez, salvo que en esta ocasión, yo también lo besé.

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