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Capítulo 49 | Muerte

Nunca llegas a conocer del todo a alguien. Ni siquiera sabemos de lo que somos capaces de hacer hasta que lo hacemos. Aquella mañana el cementerio estaba sumergido en una vaga niebla. Los árboles parecían guardianes y el rocío seguía congelado por las bajas temperaturas de la noche anterior.

Antes el invierno solía ser mi época favorita. Me gustaba el frío, las películas bajo la manta y el vaho al hablar en la calle. Ahora todo eso se ha vuelto triste, melancólico. Soy incapaz de sobrevivir un invierno sin que todo se llene de recuerdos.

El cementerio es el lugar donde descansan los fallecidos. O al menos eso hacen sus esqueletos, porque sus almas viajan a otro lugar o recorren la tierra en busca de respuestas, Pero jamás lo hacen bajo la tierra. Detrás de todas las lápidas lo único que puedes encontrar son huesos.

Cuando llegué a la sepultura de Noah Fletcher me santigüé. Sabía que no estaba ahí, sin embargo, conservaba mi respeto a los muertos.

Seguí caminando al tiempo que ignoraba algunos gritos ahogados. Supuse que, al igual que Noah, el resto podía presentir el mal augurio en mi energía. En realidad, si no me hubiese convertido en hija del diablo, mi magia sólo traería el equilibrio y la paz. Por eso el niño de la residencia me llamaba constantemente.

Un poco más allá estaban situados los mausoleos. Mi vista reconoció de inmediato el de la familia Moore. Era muy temprano para estar allí. Ian estaba sentado con la espalda contra los barrotes de la puerta y a su lado había un litro de cerveza vacío. Me sentí tan culpable que no fui capaz de moverme de mi sitio.

No me decidía si debía intervenir o no. Me sumí tanto en el debate conmigo misma que no me percaté de una presencia a mis espaldas.

—¿Por qué has venido al cementerio?

Me volteé hasta verlo de frente.

—Porque yo maté a su padre.

—Su padre cooperaba con Daniel —contestó Alessandro, pero esa no era la verdadera respuesta que quería decirme—. Tú no te sientes culpable de su muerte, te sientes culpable del dolor que eso ha provocado en Ian.

—He matado una parte de sí.

La neblina recorría el paisaje de detrás suyo, dándole un aspecto gótico a su figura. Bajo la capota blanquecina del cielo su rostro se veía muy pálido. Demasiado quizás.

—¿Has dormido? —le pregunté inspeccionándolo.

—Claro. ¿Por qué lo dices?

Giré su cara tomándolo por el mentón de forma suave. Su sistema nervioso reaccionó de inmediato ante mi contacto. Tenía una zona amoratada bajo la mandíbula.

—¿Te has dado un golpe? —Frunció el ceño, sin responder—. Aless.

—N... —No terminó de negar cuando de pronto tosió muy fuerte, curvándose por el espasmo—. Joder.

Lo miré de un lado a otro, de arriba abajo, escudriñé su cuerpo y su rostro en busca de cualquier cosa. Me preocupé enseguida. Debíamos marcharnos de allí de inmediato.

—Son los espíritus —le dije mientras le pasaba una mano por la espalda y lo ayudaba a salir.

Anduvimos hasta un banco a las afueras del camposanto y dejé que se sentara para recuperarse. Tenía la respiración acelerada, como si acabase de correr una maratón. Su rostro seguía macilento y me di cuenta de que no era sólo la piel de su cara. Sus manos también estaban debilitadas. La mirada se le perdía por momentos.

—¿Qué te está pasando? Desde aquí no llegan sus voces. Mírame, por favor. ¿Alessandro? —Su cuerpo cayó desfallecido hacia un lado del banco, por suerte mis reflejos frenaron el golpe contra la forja—. ¡Aless! Dios mío...

Tragué saliva, aterrada y sin saber qué diablos hacer. Miré en derredor. Le grité a un taxista que estaba parado junto a la acera. Vino a ayudarme en cuanto escuchó mis gritos de auxilio. Insistió en que debía llamar a una ambulancia, pero le dije que necesitaba una medicación que estaba en la residencia.

En verdad, necesitaba usar mi magia antes de que fuese demasiado tarde. Le tomé el pulso y cada vez era más débil.

—Dese prisa, por favor.

—Voy todo lo rápido que puedo, yo no llevo una sirena...

Paró frente a Fletcher Hall y nos acompañó hasta mi cuarto. Le di las gracias y le pagué en efectivo sin mirar siquiera la cantidad. Le dije que se lo quedara todo y se marchara. Cerré la puerta, luego me arrodillé junto a la cama y recordé cómo lo había curado la noche en que lo ataqué mientras estaba poseída.

Aless, al poco, abrió los ojos. Habló de forma ininteligible, pero se fue recuperando.

—¿Estás mejor? —Acaricié su rostro hasta acunarlo entre mis manos—. ¿Qué ha sido eso?

—No tengo ni idea.

—Sigues pálido. No es normal.

Dejó caer la cabeza en la almohada, exhausto.

—¿Te duele algo?

—Todo el cuerpo. Es como si me hubiese pasado por encima una manada de caballos. Se me pasará, tranquila.

Intentó tranquilizarme rozando mi pómulo con delicadeza. Tiró de mí un poco, uniendo nuestros labios en un beso. Su mano descendió por mi cuerpo hasta la cadera. Me tumbé a su lado. Pasé la mano por su cuello y mientras él me besaba la clavícula conté sus pulsaciones. Eran altas, algo positivo. Estaba recuperando las fuerzas.

Suspiró contra el hueco de mi cuello, lo llenó de besos húmedos trazando un camino hasta el hombro. Deslizó la ropa para dejarlo al descubierto y poder continuar. Luego, me quitó el jersey. Jugueteó con el tirante de mi sostén, bajó por el pecho en una hilera de besos, pero sorteó la marca del Diablo.

Le cedí un poco de energía, a lo que él sonrió al recibir un chute de poder. Nos dio la vuelta, quedando yo contra el colchón y su cuerpo aprisionando el mío.

—Eres impredecible... —susurró sobre mis labios.

Se separó para quitarse la camiseta. Dibujé líneas invisibles en su pecho y su abdomen, memorizando cada parte de sí mientras él se recreaba en mi análisis de su cuerpo. Cuando mi mano ya hubo recorrido centímetro a centímetro su piel, se detuvo en la parte baja de su tren superior, justo donde comenzaban sus pantalones.

En el momento en que me atreví a rozar la tela vaquera, su mano envolvió la mía. Lo miré a los ojos con una mezcla de curiosidad y deseo. Él me devolvió una mirada anhelante. Movió mi mano hasta situarla sobre el botón y la cremallera. Sentí que la presión contra mi estómago crecía un poco más. Apartó su mano y dejó que decidiera si desabrochar o no sus pantalones.

Lo vislumbré de nuevo, con la misma espiral de sentimientos arremolinándose en mi pecho. Al final, retorcí la tela y saqué el botón. La piel de su vientre ardía cuando la rocé. Mi cuerpo era un cúmulo de descargas eléctricas. Su ropa interior negra combinó con el color tostado que ya había recuperado su piel. Sus raíces italianas en cada palmo.

Acarició mi estómago. Nuestras miradas se cruzaron pidiéndose permiso para desnudarse. Aless preservaba algunos modales de su época ante una escena tan íntima y eso me pareció muy romántico. Deslicé su prenda y quedó prácticamente expuesto. Su complexión se alzaba frente a mí, arrodillado a horcajadas dejando que explorase cada milímetro con la mirada.

Perfectamente podría ser un ángel caído. Parecía esculpido a medida...

Luego él jugueteó con el filo de mis pantalones, los desabrochó y me lanzó una mirada pecaminosa mientras se inclinaba para besar mi vientre. Me arqueé cuando sus dedos se colaron debajo y tiraron de la cinturilla para desvestirme. Sus manos fluyeron por mis muslos, apartando la tela y dejando a la vista mis piernas desnudas.

Al final, los dos estuvimos en ropa interior. Aless se tomó su tiempo para admirarme y yo me derretí ante su mirada de deseo. Nunca habíamos estado tan expuestos el uno frente al otro, físicamente hablando. El contacto piel con piel al colocarse de nuevo sobre mí fue arrebatador. Busqué su boca con impaciencia, saboreándolo como si fuese la primera vez y hubiera estado deseando hacerlo desde hacía mucho. Lo besé con desesperación.

Él me lo devolvió con la misma fogosidad. Se apretó contra mí, produciéndome un importante cosquilleo por cada parte de mi cuerpo que hizo que inconscientemente mis manos fuesen a su espalda. Antes de rozar su marca, las cazó al vuelo por las muñecas y las retuvo sobre mi cabeza.

—Ten cuidado... Quiero que sigas aquí —murmuró seductor.

Ahogué un gemido cuando besó mi cuello, porque al hacerlo su cuerpo descendió provocando que su cadera encajase con la mía. Ese movimiento bastó para que todo estallase en llamas.

—Eres el infierno en el que ardería por toda la eternidad —me dijo al oído, causando que me estremeciera de nuevo, todavía inmovilizada contra el colchón.

Eso éramos. Un incendio que no se podía apagar. Me besó en los labios, soltándome. Sus manos bajaron rozando mi piel, pasando por encima de la tela, hasta sostener mi cintura. Me volteó para que quedase sobre él a horcajadas.

—Tienes libertad de movimientos —musitó pícaro, al tiempo que acariciaba con la punta de los dedos todo lo largo de mis muslos.

Apartó mi pelo cuando me agaché a besarlo. En la boca, la mandíbula, la clavícula, los pectorales... Sus palmas me acariciaron la parte baja de mi espalda. Recorrí cada invisible cicatriz que recordaba de la visión que tuve de él después de que su padre le diese una paliza por querer pintar siendo caballero.

Y así, entre besos y caricias, nos quisimos para siempre.

Aless se quedó durmiendo cuando nos tumbamos luego de lo que parecieron horas de cariño y charlas sobre lo que podríamos hacer ahora que ya no había misión que cumplir. Lo tapé con la colcha y le di un beso en la frente.

Bajé a comer temprano. Apenas había alumnos en el comedor. Sophie y Olivia llegaron cuando ya casi terminaba. Les conté que estaba mucho mejor y ellas se alegraron por mí. Olivia nos habló de que estaba siendo un apoyo incondicional para Ian y me sentí mejor al saber que no estaba solo ante todo aquello.

Es difícil asumir la muerte. Cuando alguien desaparece... para siempre.

Regresé a la habitación, muy contenta al descubrir que Sophie había conocido a una chica que le gustaba y ella parecía sentir lo mismo. Nada más cruzar el umbral, me encontré a Aless encorvado en la pared, medio desvaído y tosiendo sangre.

—¡Aless! —chillé muerta de miedo.

Corrí, pero llegué tarde. Cayó de rodillas al suelo hecho un saco. Le tomé la cara entre las manos y vi que tenía la mirada perdida.

—Eline... Algo no va bien.

Dentro de mí todo se astilló de nuevo. Estaba pasando. Estaba pasando justo ahora. Aless... Aless no, por favor... Limpié la sangre de su boca y barbilla y lo dejé apoyado contra la pared. Tracé un pentagrama invertido y encendí las velas negras para invocarlo. «Vierte tu sangre para ser escuchado. Recita su nombre cinco veces y a la sexta aparecerá».

Arañé con una pequeña daga mi palma y dejé caer un poco de sangre. Llamé a Lucifer seis veces hasta que apareció frente a nosotros. Echó un vistazo a lo que estaba ocurriendo y no pareció sorprenderse de nada.

—¡Lucifer! Aless está débil, está sangrando... Me prometiste que no se iría...

—No se está yendo a ningún sitio, Eline, pero su cuerpo se muere. Cuando lo envié a la tierra tuve que darle un cuerpo a su alma, una vida.

Reprimí unas lágrimas ante lo que sabía que venía ahora.

—Escogí intercambiar la vida de un chico enfermo por la de Alessandro. Él moriría en unos meses y yo podría alargar ese tiempo hasta terminase el Juicio Final. Así que adelanté su muerte para...

—¿Me estoy muriendo? —preguntó Aless con la voz apagada.

—Tu tiempo en la tierra se ha terminado.

Rompí a llorar. Aquello no podía estar pasando. No podía pasarnos eso. A nosotros no. Y, sin embargo, estaba ocurriendo. El cuerpo de Aless se desintegraba. Había intentado unas horas antes que no despareciera, lo había curado, pero no podía detener la muerte.

No sin llevarme la vida de otra persona por adelante.

Aleph apareció en mi mente. «Quizás nunca encuentres una salida que no te cueste todo lo que tienes».

Lucifer también me lo había advertido. Lo nuestro estaba prohibido porque era imposible. Yo seguía viva y él ya estaba muerto. Todos esos meses no habían sido más que una ilusión, un amor maldito que dejaría huella para siempre.

Porque cuando la abuela dijo que habíamos pecado no se refería a mamá y a mí. Se estaba refiriendo a Alessandro y a mí. Nosotros habíamos pecado por querernos más allá del bien y del mal, más allá de la vida y la muerte.

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