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Capítulo 39 | Apocalipsis

En aquel día, dice el Señor Dios,
haré ponerse el sol al mediodía
y en pleno día oscureceré la tierra.
Cambiaré en duelo vuestras fiestas
y en lamentos todos
vuestros cánticos;
[...] haré de este duelo
un duelo de hijo único,
y su final será como día de amargura.

—Amós 8:9-10.

Betel, hacia el 763 a. C.

Los encuentros con la muerte estaban por volverse mucho más frecuentes de lo que Madian había vivido jamás. Algo se acercaba, podía presentirlo, los espíritus del valle no estaban tranquilos... Pero no tenía ni idea de que ella sería la causante de todo, de que ella sería la pieza que desencadenaría todo cuanto decía aquel vidente que escuchó predicar y al que desterraron de Israel.

Aquel día Madian no sabía lo que estaba por venir.

Regresó al valle cuando nadie la vio. Ese día en especial, sintió una fuerza sobrenatural mucho más poderosa que la empujaba hacia el que sería su destino. No había nadie esperándola, pero los espíritus vagaban inquietos de nuevo. Ella podía oírlos, pero temía verlos.

A plena luz del día, el lugar estaba tranquilo. Todos estaban festejando la luna nueva del mes. De pronto, el cielo comenzó a oscurecerse y sintió miedo, pues no entendía qué estaba pasando. Una idea cruzó su mente: «El final de los tiempos, la oscuridad...». Retrocedió hasta chocar con un cuerpo sólido. Era él, lo supo antes de mirarlo a los ojos. Lucifer había vuelto para que cumpliese el pacto.

—Hoy es el día que tanto he esperado —pronunció el ángel caído con voz rasposa—. Eres esclava de tu pueblo sin saber que serías la reina de todo cuanto te rodea. Pero eso sí que lo sabes, ¿verdad? Perteneces a la línea salomónica.

Sí que lo sabía. Claro que lo sabía. Ella misma había escrito en los grimorios del aquelarre algunos de los mensajes que habían sido transmitidos, a través del espíritu, por su antepasado el rey Salomón. Tanto él como su padre David habían sido todo un icono en la historia, pero también en aquel mundo que yacía oculto para muchos.

—Tienes una conexión especial con el Cielo. Eres digna de entrar, y al mismo tiempo eres sangre de mi sangre... Eres una hija del diablo.

A Madian se le erizó la piel al escuchar aquello.

—¿Cómo has dicho? —inquirió desconcertada.

—¿Nunca te has preguntado por qué eres capaz de conectar con el más allá? ¿Por qué tu aquelarre está compuesto de nigromantes? Hace mucho tiempo nació una niña como tú, fruto de la unión del ángel y una mujer. Había heredado las habilidades de un ángel y la fugacidad de una vida humana. Ella fue la primera... Con la caída de los ángeles nació una nueva especie.

De repente, Madian sintió que lo había comprendido todo.

Cuán lejos se hallaba de ese punto.

La voz del Diablo la obligó a regresar a la realidad. Lucifer había trazado sobre la tierra una estrella de cinco puntas, de las cuales una la señalaba, y desde ese ángulo ciertas cosas parecían cobrar sentido.

—Esto va más allá de la sangre, querida Madian.

Sin dejarla siquiera abrir la boca, Lucifer la tomó por el brazo y le abrió una herida. La joven pronunció unas palabras firmando su sentencia y las siguieron otras del rey del Abismo. Después, el carmín de su vida pasó a un tono granate oscuro casi negro. Se hizo el silencio en aquel valle, los espíritus callaron y por un rato se hizo la más absoluta oscuridad.

La chica gritó al sentir la magia negra penetrar su alma. Lo vivió de igual modo que si la hubiesen atizado. Ardía sin llamas. No supo si se hallaba bien, pero todo comenzó antes de que pudiese darse cuenta.

—¡Allí está! —escuchó a lo lejos mientras la luz empezaba a atravesarle la piel haciendo que el ardor persistiera. Guiñó los ojos para ver bajo aquel radiante sol y pudo atisbar un grupo de personas cabalgando en su dirección. Pensó que habían venido a rescatarla.

El ángel caído no estaba cuando unos hombres llegaron a su altura rodeándola y estudiándola. Temió por su vida. Fue un momento después que supo que ellos no habían ido a por un buen propósito. Dos de ellos descendieron y la patearon diciéndole cosas horribles.

Al principio, se hizo un ovillo y soportó los golpes... Cerró los ojos esperando que se detuvieran. Luego de que el dolor la hiciese sangrar por la boca, notando el sabor amargo que también la quemaba, se defendió. Usó su magia para protegerse y se llevó a todo aquel que se interpuso por delante.

Los asesinó como había asesinado aquella noche al hombre que intentó abusar de ella. Lo hizo a sangre fría y después se arrepintió. Se dejó caer sobre las diminutas piedras y volvió a sentirlas clavándose en su piel. Los espíritus del valle no huyeron de ella, salieron de sus escondrijos y la observaron con asombro.

Madian se preguntó internamente qué había hecho.

Había vuelto a hacerlo, a pesar de que sabía que no estaba permitido hacer magia fuera de los rituales. Esa vez era demasiado, no podía controlarlo, nadie le había dicho cómo. Anduvo desorientada hasta que divisó su pequeño hogar ya caída la tarde. No se había detenido a mirar su vestimenta manchada de sangre, ni su pelo enmarañado, ni el sudor deslizándose por su fino rostro.

Había dos mujeres junto a su madre cuando llegó a casa. De su padre y sus hermanos no había rastro, hasta que llegaron ellos. Una polvareda impedía verlos y, aun así, no los había visto nunca. Habían llegado en caballo y parecían forasteros. El hermano de Madian, el mayor, salió del corral para indicarles por dónde se llegaba al pueblo cuando el primero de ellos puso sus pies en el suelo.

Vestían con túnicas oscuras y un turbante que únicamente dejaba al descubierto los ojos.

—Es ella —dijo simplemente y en menos de lo que canta un gallo se apresuraron a capturarla.

Madian no se amedrantó. A pesar del miedo, había un instinto de supervivencia en ella. No le costó ni un pestañeo hacerlos retroceder. Sabía que eran los mismos que habían intentado tomarla al otro lado de la colina hacía apenas un rato. Sus compañeros de aquelarre, que vivían por los alrededores, fueron a ver qué pasaba.

«¿Qué está ocurriendo? ¿Quiénes son ellos?», preguntaban.

Su padre se interpuso entre los recién llegados y su hija, protegiéndola, cuando de pronto, uno de ellos se acercó por detrás y le alzó el brazo mostrándoles a todos la cicatriz, que se había vuelto de un color oscuro.

—Esta mujer —chilló haciéndose oír entre la multitud y enfatizando cada palabra que salía de su boca— traerá todas las desgracias, miles morirán como los que han muerto en el valle, lloverá la sangre de nuestros ancestros y arderemos en el fuego de su ira... Ella es hija de las Tinieblas.

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