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Capítulo 35 | Tempesta

Me sentía extraña, como si algo estuviese fuera de lugar. No me podía acostumbrar al nuevo rol que jugaba en aquel tablero de damas. Ya no era la presa, sino la cazadora. Por todo ello y en contra de mi voluntad, me encontraba en el mismo bando que Lucifer. Iría al Infierno y ya no sólo por haberme convertido en la hija del diablo, sino por todo lo que estaba haciendo.

Desde nuestra profunda conversación, no podía parar de pensar en el pasado de Aless. ¿Cómo de duro habría sido su vivencia para terminar haciendo lo que hizo? ¿No tuvo otra opción? Lo cierto es que tenía razón: yo jamás vería los hechos como los veía él. Así que no importaba cuántas vueltas le diera al asunto. Aless no cambiaría de opinión y yo tampoco.

Los dos seguíamos investigando e intentando hallar una historia con sentido de los grimorios del aquelarre de Betel, pero pasar tiempo con él se había vuelto más difícil. No podíamos perder ni un momento, cada segundo contaba, y eso me impedía poder pensar con claridad lo que había pasado entre nosotros hacía apenas unas horas.

Tenía miles de mariposas en el estómago y a cada mirada suya batían sus alas con tanta energía que cosquilleaban mi estómago. Por un lado, me sentía feliz porque Aless me quería y porque yo también estaba segura de que quería pasar el resto de mi vida a su lado.

Pero, por otro lado, había muchas lágrimas esperando salir ante lo que era la pura verdad. Aless era un asesino y lo seguiría siendo. Los actos, por desgracia, no pueden cambiar los hechos. Mi corazón lo quería, pero mi razón me impedía estar con él. Lo que había hecho no estaba bien.

En realidad, nada de lo que pasaba estaba bien. Todo era una espiral de magia y maldad de la que no podía escapar. Porque ahora yo era uno de ellos. No podía pasar por alto que yo también había matado. Sin ser consciente, pero lo había hecho. ¿En qué me convertía eso entonces?

No quería pensar en eso.

Antes de cenar, llamé al hospital por teléfono para asegurarme de que mi abuela y mi madre estaban bien. Le darían el alta durante el fin de semana. Alessandro volvió a darme la lata con que no deberíamos haber metido a la policía en ello, no obstante, estaba tan cansada que no tenía ganas de discutir con él.

Tal fue mi nivel de cansancio que me quedé dormida en la silla mientras leía el tercer libro. Ya iba casi por la mitad. Se titulaba Los descendientes de David. Hasta donde sabíamos, David fue el elegido de Dios para reinar en Israel y se convirtió en un icono del judaísmo. Este hecho justificaría haberlo recogido en el grimorio, ya que el aquelarre era judío.

En él se narraba su historia y la de su hijo Salomón, ambos reyes de Israel. Había una mención muy escueta de la relación de la persona que escribió el libro con Salomón, posiblemente era descendiente suyo. Tras buscar información en internet, Aless y yo llegamos a la conclusión de que el libro que teníamos en las manos estaba directamente relacionado con el famoso grimorio de la Clave de Salomón (en latín Clavicula Salomonis).

Nunca me había detenido a pensar en la magia propiamente dicha, pero el poco conocimiento que había tenido de ella se basaba únicamente en el latín y en que se remontaba desde la Edad Media. Después de conocer mis orígenes, me quedaba claro que la verdadera base de la magia no era latina, sino hebrea. Y era además mucho más antigua, pues venía practicándose desde antes de Cristo.

En internet habíamos encontrado ya numerosas entradas que contenían alusiones al hebreo y al símbolo de David. La estrella de seis puntas formada por un triángulo equilátero entrelazado a otro idéntico e invertido consagraba la unión del Cielo y la Tierra. En otros sitios hablaban, en cambio, del Sello de Salomón y se veía como el agua y el fuego.

Todo ello podía resumirse en una sola frase: la unión de los opuestos o la conjunción.

Aún conservaba el colgante con las doce piedras representando las doce tribus de Israel. David descendía de la tribu de Judá, una de las más importantes. Judá, a su vez, descendía de Jacob, el tercero de los tres patriarcas del judaísmo. Sus ascendientes eran Isaac, segundo patriarca, y su padre Abraham, el primero de los patriarcas.

Pero aquello seguía sin llevarnos a ninguna parte.

Ya estando dormida sobre la mesa, noté que Alessandro me cogía en brazos. Lo abracé mientras me tumbaba en la cama. Abrí los ojos un poco para decirle:

—No dejes que vuelva a pasar... No me detengas.

Me arropó hasta el cuello y volví a cerrar los ojos. Entonces, Aless respondió:

—Tranquila, esta noche sólo te acompañaré. No te voy a dejar sola.

—No quiero hacerte daño.

—Descansa, Eline.

—No quiero hacerte daño... —repetí, abrazando las sábanas y volviendo a sumergirme en un profundo sueño.

Me desperté horas después en el altillo. Había una imagen en mi memoria que no había olvidado de esa misma madrugada. La silueta de Alessandro salpicada de sangre en mitad de la noche. Recordar lo que le había dicho adormilada hizo que mi corazón retumbara en su cavidad tan fuerte que dolía. Me incorporé deprisa, buscándole con la mirada.

Lo hallé sentado en la silla, con el cuerpo inclinado y dejado caer hacia un lado de los pies de la cama.

—¿Aless? ¿Estás bien?

No contestó y me asusté. Sentí los latidos en el cuello al tiempo que me acercaba hasta mecerlo.

—Alessandro.

Se movió de sobresalto.

—Eline —pronunció un poco alterado, hasta que se dio cuenta de que era casi de día y de que no estaba poseída—. Buenos días.

—¿Has dormido ahí?

Asintió, pero no quise decirle nada más. No podía apartar de mi vista la constante imagen de él con salpicaduras escarlata y eso fue lo que me llevó a fijarme en que tenía una justo bajo la mandíbula.

Alcé la mano y le levanté el mentón para terminar confirmando mis sospechas. Algo había pasado esa noche y él había intervenido.

—¿Por qué tienes sangre? ¿Qué ha pasado?

Volví a tener otra ráfaga y vi a una persona siendo asesinada. Elevé la vista hacia Aless y fruncí el ceño.

—¿Estás recordando?

No estaba segura de querer saber lo que había ocurrido. Me levanté de la cama. Seguía con la misma ropa que el día anterior. Casi pasé por alto un detalle. Esa mañana no había ni un solo rastro de sangre.

Me volteé hacia él, taladrándolo con la mirada.

—¿Qué ha ocurrido esta noche?

Aless cerró los ojos.

—Vas a odiarme —Su voz áspera se me clavó en el pecho—, pero prefiero que me odies a mí que a ti misma. —Estreché los ojos, casi queriendo no saber lo que iba a decir a continuación. Respiró hondo y lo soltó—: Hoy no has matado a nadie. Lo he hecho yo por ti.

Al principio me quedé sin habla. Luego de unos minutos sin haber dejado de mirarnos, empezaron a deslizarse algunas lágrimas por mis mejillas. Aún no era capaz de sacar la voz de mi garganta. Y es que me había dado cuenta de que no tenía escapatoria. Aless lo sabía, sabía que aquello era lo único que podía hacer por mí.

Estaba perdida, condenada.

Se me rompía el alma de saberlo. Porque lo que Aless había hecho por mí era injusto y al mismo tiempo altruista. Había sacrificado una parte de sí, de la persona que decía que era después de conocerme, para que yo no volviese a despertar envuelta en sangre ni me culpara por todo lo que había hecho.

Se levantó y se aproximó rápido a mí para abrazarme.

Yo también lo abracé.

Ya no podía más. No podía sostener más el peso del mundo.

Empezó a llover. Se escucharon truenos y varios relámpagos iluminaron la estancia. Aquello era lo que pasaba cuando todo terminaba explotando. El cielo se partía en dos, pero nadie podía verlo entre las nubes.

Él me acarició la espalda y me apartó el pelo de la cara mientras me desahogaba, mientras me rompía de nuevo frente a él en pequeños fragmentos.

—Creo que hay algo que te hará sentirte mejor —dijo cuando ya habían menguado los suspiros.

Me aparté de su cuello y lo miré a la cara.

—Es hora de que Noah encuentre la paz.

La expresión de mi rostro cambió a preocupada al oírlo decir aquello. No era normal que Aless dijera eso del niño. No le gustaba y siempre había estado dándole, literalmente, dolor de cabeza.

—Anoche, cuando volviste a estar poseída, Noah casi me deja sordo.

No pude evitar reírme, a pesar de la situación. Aless conseguía sacarme una sonrisa hasta en los peores momentos.

—Es cierto que cuando ocurre desprendes un montón de energía.

—No sé si estoy preparada.

—Bueno, no tienes por qué hacerlo ya mismo. Tenía pensado que te distrajeras un rato. ¿Desayunamos los mejores dulces italianos de toda Melbourne?

Sonreí ante su proposición. Acepté sin pensarlo dos veces. Había algo entre nosotros dos que, por muchos obstáculos que nos pusieran en el camino, no desaparecía. Lo supe cuando lo vi esperándome en la moto. Reviví la primera vez que fuimos a La Bella Italia, esa noche habíamos dormido juntos y verlo cuando me desperté había sido la mejor sensación del mundo.

Por desgracia, Paolo no tenía ninguna noticia. El grupo sectario era realmente cuidadoso en sus pasos cuando no quería que nadie se entrometiera. Aunque desayunamos en silencio, el ambiente fue bueno. Fue como si una parte de mí lo hubiese perdonado, lo cual no era del todo así.

Nos despedimos del chef. En el camino de vuelta, Alessandro paró la moto frente a la Galería Nacional de Victoria.

—¿Qué hacemos aquí?

—Sé que te encanta Leonardo da Vinci —mencionó con una sonrisa—. Hoy exponen una de sus obras de arte, lo escuché de pasada en las noticias.

Abrí los ojos como platos. ¿Exponían una obra de Leonardo y no me había enterado?

—Supuestamente no es ninguna copia. —Se rio por lo bajo, casi disculpándose por lo que ocurrió la vez que vinimos—. Venga, vamos. ¡Hay un montón de gente!

Era cierto. Había tanta gente apiñada en la entrada que apenas se veía la puerta. Esperamos todo lo pacientes que pudimos, Alessandro el que menos, hasta que el guardia de control de accesos nos dejó pasar. Grité emocionada al tiempo que seguíamos la cola de gente hasta una sala. Allí descansaba una única obra tras un cristal de seguridad. A su lado, había varias personas trajeadas explicando las razones por las que la autoría era del propio da Vinci.

Aquella obra no era nada más ni nada menos que uno de los grandes misterios del arte. La Mona Lisa, pero no la que se exponía en el Museo del Louvre. Los trazos eran perfectos y la técnica del sfumato era idéntica a la de La Gioconda pintada en el siglo XVI. Sin embargo, esa obra estaba muchísimo más ensombrecida. Los tonos eran oscuros y la ropa prácticamente negra.

La pintura era óleo sobre lienzo y pertenecía a una colección privada. Estaba admirando sus detalles desde la distancia, porque había varias personas delante de nosotros, cuando de repente Alessandro exclamó:

—Yo pinté a ese maldito cuadro. ¿Creen que fue Leonardo?

Mi mandíbula rozó el suelo. Me giré hacia él con la expresión descolocada.

—¿Tú pintaste la Monna Lisa de Isleworth?

—¿La qué? —agudizó, exasperado. Se apretujó el puente de la nariz—. Le puse La Bella Oscurità. Era el primer retrato que hacía de Adrienna.

Alcé las cejas.

—¿Tu novia? —Aless asintió, incómodo. Sabía perfectamente dónde terminaría esa conversación—. ¿Sueles hacer eso? ¿Retratar a...?

—Eline —me irrumpió de pronto y suspiró—. Maldita sea, pinto lo que siento.

Aquella frase me llegó al corazón. Alessandro no paraba de calar hondo en mí, estaba dejando la huella de un amor imposible de borrar.

—Oh, espera... ¿Estás celosa?

—No estoy celosa. Estoy atónita.

Hacía al menos quinientos años que Aless se enamoró de otra persona, lo entendía y no le iba a reprochar nada acerca de ello. Lo que me preocupaba era que hubiera sido capaz de querer a alguien, retratarla y acabar con su vida.

—¿Por qué la pagaste con ella?

—¿Crees que hubiera sido capaz de matar a quien amaba?

Lo miré escéptica ante aquella pregunta.

—¿Acaso me vas a decir ahora que no lo hiciste?

—No, Eline. Quiero que tú me digas si lo hice o no —pronunció con detenimiento al mismo tiempo que se acercaba a mi rostro—. Tú me conoces mucho mejor que lo que nadie me conoció jamás.

Regresó a su lugar y, sin dar crédito a lo que acababa de oír, volví la vista al cuadro.

—Para empezar, a Leonardo no le gustaba pintar sobre lienzo. Siempre prefería la tabla. Alguna vez intenté convencerlo, pero no sé si lo logré. ¿Estaría mal revelar la verdad y terminar con esta farsa?

—No estoy segura. Sería difícil de creer que alguien que vivió en esa época esté aquí.

—No me refiero a decírselo yo. ¿Harías eso por mí, Eline?

Lo miré a los ojos, cautivada y no sólo por su arte. Asentí con una pequeña sonrisa y miré de nuevo el cuadro.

—Me encantaría ver tu nombre en un museo.

Un cosquilleo recorrió mi mano cuando Aless la envolvió con la suya. No sólo era afortunada por haber conocido al autor de una de las obras más famosas y misteriosas del mundo, sino porque lo tenía a mi lado, porque me quería, porque sabía que vería el mundo arder antes de que cualquier persona se atreviese a ponerme una mano encima.

—Fuiste el primero en retratar el cuadro, ¿sabías que Leonardo da Vinci hizo uno muy parecido? —lo informé—. La Gioconda. Por eso creen que fue una copia temprana suya. ¿Cómo llegaría hasta aquí?

—Lo terminé poco antes de mi muerte. Supongo que Andrea lo vendería y Leonardo cogería la idea para el suyo —divagó—. Trabajé con él y aprendí de sus técnicas, quizás por eso es tan fácil de creer que fuera él el autor.

Sonaba tan insólito que alguien hablara en pasado de su propia muerte estando vivo. Recordé lo que me había contado, que murió en la hoguera, y se me volvieron a poner los pelos de punta. Verlo desde mi perspectiva, con el amor que sentía por mí, hacía que lo que le había sucedido fuese visto como una tragedia. Pero aquello fue el castigo por sus crímenes, y no el único.

Estuvimos toda la mañana en la galería, salimos porque los dos estábamos hambrientos. A Alessandro se le ocurrió ir a la universidad para ojear algunos libros de la biblioteca acerca de la Clave de Salomón, así que comimos allí. Los dos teníamos muy claro que David había sido profeta, así que debía saber algo más acerca del mundo espiritual.

Comimos en uno de los bares del campus. Tras mucho insistir, me reveló el nombre con el que había bautizado el retrato que hizo de mí. Tempesta. Me gustaba que conservara su esencia italiana en los cuadros. El título significaba 'tormenta'.

El motivo me lo explicó de camino a la biblioteca. Decía que era algo que había sabido en todos los sentidos. Lo que había visto en mí era caótico y lo que él había sentido al conocer la parte que ocultaba al mundo había revolucionado todo lo que hasta entonces conocía.

—Nada en mí es estable cuando estoy contigo —declaró deteniéndose y mirándome de frente—, salvo lo que siento por ti. Que te amo.

Acarició mi rostro y sentí las mil mariposas revolotear locas en mi estómago.

—Eres mi tormenta, Eline.

Había estado mirándolo a los ojos desde que nos habíamos parado a unos metros del edificio, pero tuve que apartar la mirada. Cada vez que lo miraba de cerca era como si me hipnotizara.

—¿Aún no sabes la respuesta? —articuló entonces—. Te doy hasta la medianoche.

Al decir aquello lo vislumbré estupefacta y un instante después lo esquivé para entrar en la biblioteca. No había podido pensar con claridad en ello. ¿Haría Alessandro algo así? ¿Mataría a la persona que amaba? ¿Qué me decía el corazón? ¡Obvio que no! Pero al corazón precisamente lo que le falta es raciocinio.

Estuvimos por horas buscando los mejores libros de la historia de David y Salomón. Encontramos uno dedicado únicamente a la Clave de Salomón, en cuyo prefacio revelaba que se cree que el libro fue escrito por Salomón para su hijo Roboam, con el fin de transmitirle sus conocimientos esotéricos.

Ya se sabía en aquella época que Salomón era un rey muy sabio, pues de hecho la reina de Saba fue a verlo con enigmas para saber de primera mano que era cierto. Por ello, tenía sentido que Salomón supiera también acerca de las ciencias ocultas.

Sin embargo, en la Biblia se menciona que el rey pecó al enamorarse de mujeres extranjeras que lo condujeron a adorar otros dioses, como Asarté. Curiosa y probablemente, la diosa mesopotámica era la esposa de Baal, dato que apuntamos. Ella era conocida por los babilonios como Ishtar.

Salimos del lugar con un montón de nuevas ideas, pero ninguna que lo conectara todo. Nos faltaba algo. Quedaba una pieza para completar el puzle y los dos estábamos seguros de que esa pieza era la persona que escribió el tercer grimorio.

Afuera, la tarde había caído y el cielo estaba oscuro. Las calles del campus aún no habían encendido las farolas y se veía poco. Caminaba a su lado viendo de lejos el lugar donde estaba aparcado su vehículo. Las luces de la zona se encendieron y dejaron ver unas figuras preparadas para el asalto.

Los Hijos de las Tinieblas.

—Eline, corre —masculló Alessandro a mi costado al tiempo que me cogía la mano y los dos salíamos a la carrera.

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