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Capítulo 3 | Enigmas y secretos

—Eline —susurraba su voz—. Eline.

Intenté cerrar los ojos, pero Él seguía allí. Vestía la misma ropa de siempre, tenía los mismos ojos cansados de siempre. El sonido de sus palabras retumbó en mi cabeza.

—¡Aléjate de mí! —le ordené cuando se acercó un paso.

—Eline, no voy a hacerte daño. —Levantó las manos, como si fuera inocente, pero era justo todo lo contrario—. Yo nunca te haría daño.

—Ya me lo has hecho... —conseguí articular entre sollozos, mientras bajaba la vista a mi abdomen. La sangre había empezado a brotar. Su expresión se endureció y sus brazos regresaron a sus costados. Sólo entonces vi que tenía en la mano el cuchillo que me había clavado, cuya hoja se había tornado de un color carmesí.

De nuevo estaba teniendo esas pesadillas y ese hombre volvía a aparecer. Al principio no era así, pero con el tiempo se había vuelto más agresivo. Se aproximó a mí con un sádico destello en la mirada y sosteniendo con fuerza el mango, pero antes de que pasara algo más desperté por un ruido. Estaba destapada, frenética y sudorosa. Me volteé hacia el balcón justo a tiempo para ver una silueta deslizarse hacia arriba.

Por un momento pensé que se trataba de lo mismo que había escuchado la pasada madrugada. Me levanté para asomarme e intenté no mojarme. La tormenta aún no había pasado y ayer había estado todo el rato mollineando. No había nada allí afuera, seguramente era algún pájaro. Por los jardines de alrededor había muchas aves. Volví adentro. La ropa de la cama estaba desordenada y cayéndose por un lado de ésta.

Decidí darme una ducha. Estaba segura de que nadie me molestaría, dado que eran las cuatro de la mañana. Una vez dentro de los baños giré el pestillo de la puerta de entrada y dejé caer todas mis cosas sobre uno de los lavabos. El corazón seguía latiéndome de manera atropellada. Puse mi mano sobre él en un vano intento de que frenara y cuando lo hice me ardió la piel, tal y como me pasaba cada vez que rozaba esa marca.

Hice a un lado el tirante del pijama para observar de nuevo la extraña forma que tomaba la sombra en la piel.

Apareció el mismo día en que Él me habló por primera vez. Fue al volver a casa, mi madre había ido a comprar el pan y yo me quedé con la abuela. Cuando subí a mi habitación, lo vi sentado en la ventana.

«No puedes confiar en nadie», me dijo. No grité, pero no tampoco me faltaron ganas. Había algo en su voz que me produjo un cambio en la sangre. Ahí me quedó claro que teníamos una especie de conexión psíquica. Mi abuela siempre había sido muy espiritual y no me costó creerme esa hipótesis.

Ese día yo había estado tomando el sol en la playa y me había quemado por no echarme bien la crema solar. Después había tomado un color más moreno y finalmente, dos meses después, ahí seguía.

Cogí la toalla y la bolsa de aseo. En el momento en que levanté la vista, advertí que alguien había entrado y pegué un salto. Me giré veloz intentando que no se notara cuánto me había pasmado. Lo reconocí al instante.

—¿Cómo has entrado? —Esperé que respondiera, pero tal y como intuí no lo hizo—. La puerta estaba trabada.

—No, estaba abierta.

Cabeceé.

—Estaba cerrada con el pestillo.

Alessandro se encogió de hombros y vino al lavabo que yo tenía al lado. Abrió el grifo y se puso a lavarse las manos.

—Puedes seguir con lo que estabas haciendo —masculló mirándome de reojo—, a tu rollo.

Sus últimas palabras sonaron extrañas en su voz, quizás porque tenía un ápice de acento italiano. No había dejado de mirarlo desde que entró. Juraría que había cerrado la puerta. Antes de que siguiera hablando, me metí a la ducha y esperé a que se marchara. No me quité ni una prenda hasta que escuché la puerta cerrarse. Él me daba mal rollo. Me vestí tranquilamente y una vez hube terminado salí a recoger el resto de las cosas que había dejado en el lavabo.

Fui a girar el pomo de la puerta y resultó que estaba puesto el pestillo. Me paralicé un segundo. ¿Cómo había entrado y salido Alessandro? Entendía que podría haber abierto desde fuera con una horquilla, pero poner el pestillo desde el otro lado era imposible. Empecé a pensar que me lo había imaginado. Si bien regresé a mi habitación con la cabeza llena de dudas, pude conciliar el sueño.

Después de la pesadilla, no había vuelto a pensar en Él. Lo cierto es que estaba bien concentrada en lo que haría al volver de clases. Tenía que encontrar la habitación de Alessandro. Si algo me decía mi intuición, era que él escondía algún secreto. Cada vez que lo miraba no veía nada más que una máscara. Además, para mi cordura, necesitaba constatar que era real.

Dejé la mochila en mi dormitorio y cerré la puerta detrás de mí. No sabía por dónde empezar, pero tenía pensado investigar la planta y conocer mejor el terreno, como los mejores detectives. El pasillo del ala este se extendía hacia el norte en línea recta con dos corredores que cruzaban al ala oeste. El primero de ellos estaba junto a las escaleras y era el que daba acceso al baño. El segundo estaba en el lado opuesto y no fue como esperaba, allí no había habitación, sino unas pequeñas escaleras encajadas en la pared. Sentí que había tenido un déjà vu, hasta que caí en la cuenta. Eran las escaleras que había dibujado hacía un par de noches.

Miré a mi alrededor antes de subir. Resultó que daban acceso al altillo. El lugar no estaba tan polvoriento como cabría esperar. Había muebles abandonados en el pasillo cubiertos con sábanas blancas. Al fondo una puerta cerrada. Divisé con curiosidad el corredor y levanté alguna de las telas para ojear los desvencijados aparadores. El lugar era bastante sombrío porque la ventana era pequeña, pero entraba la suficiente luz como para observar los detalles.

Encontré un pequeño espejo que debió de ser de época. Aunque estaba roto, a mi madre le hubiera encantado tenerlo en su tienda. Ella es de las que ve valor en las cosas viejas. Iba a buscar mi móvil para tomarle una foto cuando alguien se reflejó en él.

—¿Qué haces aquí?

Me volteé de inmediato hacia el italiano. Me había dado un susto de muerte.

—Lo mismo podría preguntarte yo —contesté.

Lo miré de arriba abajo. No parecía que viniera por primera vez, pues iba decidido antes de pararse en seco al verme.

—Yo tengo permiso para acceder aquí —me soltó—. ¿Sabes que estás en un área restringida?

Su tono cada vez más áspero y alto me irritaba. Se creía que era el dueño o algo.

—No he visto ningún cartel de prohibido pasar —le dije elevando la voz.

—Pues está prohibido —sentenció atravesándome con una mirada de dardos punzantes. Cualquiera pensaría que era el conserje renegando por entrar en la sala de máquinas.

—Está bien, ¡ya me voy! —le grité y, sí, me quedé a gusto.

Bajé las escaleras pisando fuerte y muy malhumorada. ¿Quién se creía que era para darme órdenes sobre dónde no debía estar? No había ni un solo cartel de no pasar. Era obvio que ese chico me estaba tomando el pelo. Gruñí para mí. Tenía ganas de volver y decirle unas cuantas cosas, pero debía ir a comer. Había quedado a las una con Sophie y Olivia en el pasillo.

Puede que viviéramos en el mismo edificio, aunque eso no era motivo suficiente para toparme con él a cada rato. No sabía muy bien lo que estaba pasando desde que llegué a la residencia, todo era demasiado misterioso, pero tenía algo claro: sea lo que sea, Alessandro estaba involucrado.

Para hacer un poco de tiempo estuve leyendo noticias en el móvil. Una de ellas me llamó la atención: «Se está investigando un posible caso de estafa en el mundo de arte. Alguien está haciendo copias idénticas de las obras más populares del Renacimiento y las está vendiendo como auténticas. El valor de una de ellas se pujó por tres millones de dólares». La gente nunca pierde el tiempo para hacer el mal. A pesar del fraude, admiré que fuera capaz de representar el arte de un renacentista, hasta podría llegar considerarlo un artista.

Una vez nos sentamos en el comedor vi que Alessandro estaba cogiendo una bandeja. Bajé la mirada. Lo último que quería era otro enfrentamiento con él. ¿Por qué se empeñaba en ser así de cortante? Lo ignoré cuando pude. Estuve escuchando a Sophie relatar lo que le había pasado en clase. Al parecer la profesora la había sacado a la pizarra a explicar la clase de historia.

—Se creía que estaba hablando, pero yo tenía la boca cerrada.

Me extrañó eso.

—Pero si no te callas ni debajo del agua —carcajeó Olivia.

—Oh, Dios, ahí está —susurró observando a quien recién había entrado a la sala—. ¿No os parece el más guapo de toda la residencia? Se llama Benjamin.

Olivia y yo nos giramos hacia el lugar donde se dirigía la vista de nuestra amiga.

—Y justo detrás su mejor amiga Daphne y su mejor amigo Liam. Los tres viven en la segunda planta, una pena, podríamos haber compartido baño.

—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Olivia, curiosa.

La rubia gesticuló con una mano.

—Somos muy pocos aquí, ya los tengo a todos fichados.

Sophie parecía tener una lista de todos los residentes de Fletcher Hall con fotos incluidas y eso que no llevábamos ni una semana allí. No me quería imaginar el viernes en la fiesta.

—¿Sabes quién es Alessandro? —pregunté yo muy inocentemente.

—Eeh, ¿Alessandro? ¿Es nuevo?

Negué. Era imposible que no lo hubiera visto aún, si estaba en todas partes.

—Lleva aquí desde el primer día.

—¿Te gusta? —preguntó la otra poniendo un tono chismoso.

Mi cara lo expresó claramente mientras cabeceaba sin parar.

—Ni hablar, es súper cortante y antipático. Para colmo, no dejo de encontrármelo.

—Con que no dejas de encontrártelo... —musitó Sophie para luego canturrear—: ¡Te gusta, te gusta!

Le tapé la boca.

—No me gusta. Acabo de decir que es antipático.

Olivia se rio.

—Los chicos más antipáticos extrañamente son los que más enamoran. —Se encogió de hombros. Acto seguido la mirada de Sophie pasó a ella—. No lo digo por lo que piensas, boba —le sacó burla—. Mis amigas se han metido en muchos problemas por andar con chicos malos.

—¡Desembucha! —Chilló la rubia y llamó la atención de medio comedor. Tuvo que pedir disculpas y entonces bajó la voz—: Desembucha.

Olivia nos contó la historia de amor de su amiga. Se había enamorado locamente de un chico de otro instituto, de esos que hacen pellas, pintan con grafiti en las paredes y escuchan rap todo el día. A mí me gusta el rap, creo que es un género musical muy profundo, aunque Olivia parecía no pensar lo mismo. La chica estaba cegada y empezó a saltarse clases con él. Al final sus padres la enviaron a un internado hasta que terminara la secundaria.

—Fue horrible, perdimos el contacto y ya ni siquiera vive aquí. Se ha mudado a Oxford a estudiar.

Tras la comida, fui con Sophie a la universidad a las cuatro. Ella tenía una clase de Geografía y yo de Arte Occidental. Por el camino estuvimos charlando de la fiesta. Me sinceré con ella diciendo que no tenía nada para ponerme, ya que nunca había salido de fiesta. La rubia lo solucionó al instante: como las dos teníamos la misma talla, se ofreció a prestarme uno de sus conjuntos. Al final, quedamos en reunirnos las tres el viernes por la tarde para ver qué nos poníamos.

El aula de Arte Occidental estaba situada en la segunda planta en medio del pasillo. Varios alumnos ya habían entrado y se habían sentado. Opté por coger la mesa que había bajo la ventana, me gustaba mucho la luz que entraba a esa hora de la tarde. Saqué de mi mochila un par de folios y el estuche. Mientras no empezaba la clase coloreé el nombre de la asignatura en la parte superior de la hoja.

—Dibujas bien —murmuró una voz ronca que me resultó familiar.

Alcé la vista y allí estaba: el irritante Alessandro. Me sorprendieron sus palabras y, sobre todo, el tono en que las había pronunciado. De aquí para atrás había sido muy hosco. Le sonreí por su afecto y después seguí a lo mío, bastante pensativa. Se sentó en la silla que había junto a mí.

El profesor se presentó como Edward Brown. Comenzó a contarnos un poco cómo sería la dinámica en clase. Explicaría la asignatura en orden cronológico para que así pudiéramos estudiarla mejor. El primer tema trataba el Arte antiguo, desde el Antiguo Egipto hasta el Arte clásico de Grecia y Roma. Me gustó mucho cómo dio la clase, pues sólo encendió el proyector para pasar una galería de imágenes conforme iba relatando. No leyó un solo párrafo, lo dijo todo de memoria. Se le notaba que sabía mucho y que, además, era su pasión.

Al terminar la clase, todos se levantaron y se apuraron por salir, mientras que yo me quedé recogiendo tranquilamente. Alessandro había tomado escasos apuntes en comparación con los míos. Metió el único folio que tenía en una mochila junto con el único bolígrafo, negro, que había usado.

Tras ello, se giró hacia mí, que guardaba con cuidado los apuntes en la carpeta correspondiente. Carraspeó tapándose la boca con el puño antes de decir:

—Siento haber sido tan maleducado esta mañana.

Me volteé impresionada. Jamás hubiera pensado que se disculparía.

—Todos tenemos un mal día alguna vez —contesté y me mordí levemente un carrillo. Por algún motivo estaba nerviosa. Él me dio la razón, asintiendo.

—Sí, estos últimos días me ha costado adaptarme. Hay demasiada gente en la residencia, y todos son tan..., en fin, jóvenes e ignorantes.

Por segunda vez en menos de cinco minutos consiguió sorprenderme.

—Es una de las residencias con menos alumnos —le informé.

—Ya, bueno, y menos mal.

—¿Dónde está tu habitación?

—¿Te estás invitando?

Me quedé de piedra. Noté que me ardían las mejillas. Entonces caí en la cuenta: ¿qué hacía yo preguntándole a Alessandro dónde estaba su habitación? Debí de parecer una loca. Intenté pensar en algo que decirle, pero mi cerebro no reaccionaba. Su tono dejó entrever un ápice de ese chico irritable que había sido los últimos días.

—Eeh... —tartamudeé—. Lo digo porque..., porque te he visto mucho en mi planta.

—Claro, mi habitación está ahí. —De nuevo, su voz sonó tajante. Reparó en ello al poco—: Por eso nos vemos, ya sabes.

Asentí ante su declaración. Después sonrió un poco. No era forzada, sino tensa.

—¿Te ha gustado la asignatura? —le pregunté para relajar el ambiente y al ver que parecía ser más amable.

—Sí, antes era muy fan del arte e incluso pintaba.

—¿Y ya no?

Se encogió de hombros.

—Podrías retomarlo —le sonreí—. Me encantaría ver alguna de tus pinturas.

Al oír eso, se le dibujó una enorme sonrisa en los labios acompañada de una risa que derritió un pedacito de mi corazón. En ese momento, pensé realmente que Alessandro podría ser un chico encantador.

—Bueno, Eline, ya nos veremos.

Me despedí con una mano, se levantó y se fue. Me tocaba una hora de Cálculo antes de volver a la residencia. En parte, a veces me gustaba mezclar la ciencia y las artes. Ambas son fundamentales para el desarrollo, sólo hay que ver las maravillas de Leonardo da Vinci. Claro que mi talento en la ciencia no era comparable con el suyo, aunque las matemáticas se me daban bien.

Terminé a las seis y media. Sophie acababa antes y seguramente ya estaba en la residencia. Tanto en la hora de Cálculo como en el camino de regreso, no paré de pensar en la conversación que había tenido con Alessandro. Había sido amable, y por alguna razón su amabilidad me había tocado el corazón. Las personas que se esfuerzan por ser agradables a pesar de que tienen problemas o cuando antes no lo han sido siempre me han dado esperanza.

Por mucho que sepa que en el mundo hay personas buenas, como la señora a la que casi le roban el bolso o Ian que corrió tras el ladrón, existe una minoría que está cruzando la línea hacia el bando correcto.

Hubo un tiempo en que mi abuela, mi madre y yo íbamos a misa todos los domingos. Eso fue cuando mi abuela aún no padecía alzhéimer. No sólo empezó a olvidarse de nosotras, sino que parecía recordar otra vida distinta. Hablaba de cosas que jamás había hecho, de personas que nunca existieron. E ir a la iglesia era casi un pecado para ella.

—A otras las quemaron en la hoguera por menos —mascullaba cada domingo—, entrar en su casa sería un suicidio.

Al final, dejamos de ir. Recuerdo que mi madre encontraba allí mucha paz y yo siempre veía a mi abuela echarle monedas al sintecho que esperaba junto a la puerta. Tenía un cartel de cartón en el que se podía leer: «Robaba para ganarme la vida porque no quería trabajar, ahora no tengo casa y lo único que quiero es ser mejor». Claro que, una vez nos habíamos ido, mi madre decía que nunca se sabe si lo que dicen es verdad.

No supe muy bien desde cuándo se volvió tan desconfiada de absolutamente todo el mundo.

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