Capítulo 27 | Oráculos
Había transcurrido una larga semana. El lunes pasado tuve que regresar a casa, ya que no tenía dinero para pagar la residencia. Con todo lo que había pasado con mi padre, Daniel y Alessandro, había olvidado preguntarle a mi madre cómo es que había aceptado aquello. Cuando me admitieron en la universidad habíamos hablado de que, de tener que pagar, no iría a una residencia de estudiantes porque no podíamos permitírnoslo.
Aless no sabía nada. Tampoco Olivia ni Sophie. Mis pocas pertenencias habían pasado desapercibidas para el resto de los estudiantes. Nadie se había dado cuenta... Y esperaba no tener que dar muchas explicaciones. Por esa razón no había visto a Lily en todo el tiempo. No regresó a la residencia antes de que me fuese, estaba pasando unos días en casa. El domingo estuve con Aless, pero nada más volver a la habitación por la tarde, encontré un sobre del director en que me pedía educadamente que abandonara Fletcher Hall.
Me sentí horrible. No tenía ni idea de nada, había estado viviendo de gratis el último mes. Mientras regresaba en autobús a Footscray, pensé cómo abordar el tema con mamá. A aquellas alturas podía hacerme una idea de por qué me mandó a vivir fuera de casa. Todo era por Daniel. Ella no quería que él supiese de mí. Todo encajaba.
La tarde en que me di cuenta de que había quitado todas mis fotos de la casa, cuando me insistía en que no fuera a verla... Desde un primer momento ella lo supo todo. Daniel ya se había puesto en contacto con ella, le había pedido dinero. Según él, mi padre dejó una deuda pendiente.
—Yo creía que tenía una empresa legal, cuando en verdad era una maldita mafia —gimió con los ojos hinchados—. No tienes ni idea de todo lo que hizo, cariño. Hice cuanto pude porque jamás recordases que él era tu padre.
Me lo contó todo entre lágrimas. Sentía que me había fallado como madre, pero no era nada de eso. Había intentado protegerme por todos los medios, sin embargo, Daniel era mucho más poderoso de lo que ella creía. No le dije que me había secuestrado en la cena de gala, tampoco que había descubierto que éramos brujas ni que Lucifer me estaba obligando a aceptar un trato. Hay cosas que es mejor dejar escondidas.
No obstante, nada de eso me preocupaba. Tardaría mucho más en ir a la universidad y, además, debía pagar un bono para el transporte público. Pero eso no importaba. No cuando había tenido en mis manos la vida de tantas personas. Había conseguido salvar a la mayoría, sí, y aun así para mí no era suficiente. Tenía que haberlas salvado a todas. No había llegado a tiempo...
La verdad es que jamás hubiéramos llegado a tiempo.
Nuestros poderes no habían sido suficientes para ser implacables. A pesar de que había conseguido vencerlos a todos, en más de una ocasión me habían pillado por sorpresa y no había podido hacer nada. Por una parte, Aless tenía razón. En ambas cosas. No conocíamos a nuestros enemigos, ni siquiera sabíamos cuántos podían ser. Luego, yo tampoco controlaba mi magia.
Di gracias a Dios por que aquel estallido no se produjo previamente, porque de ser así las bajas habrían sido terribles. Aún no tengo ni idea de lo que pasó, lo que Aless producía en mí era demasiado, me afectaba todo lo que tenía que ver con nosotros y toda la energía escapaba sin siquiera darme cuenta.
Lo que más miedo me dio fue la forma en que se propagó. Los pilares fallaron y el edificio cayó como un sándwich. La suerte fue teníamos la puerta cerca y que salimos de allí en cuanto Aless escuchó crujir el hormigón. La verdad es que había salvado mi vida y no sabía de qué modo tomarme entonces el hecho de que fuera un asesino.
Ahora debía llevarme táperes a la universidad y comer allí. Antes vivía muy cerca y me daba tiempo de sobra a ir a la residencia comer y regresar si tenía clases después, pero ahora debía comer allí y ahorrar todo lo posible en transporte. El viernes comí allí y después fui a la residencia porque había quedado con Aless para averiguar más sobre esos Hijos de las tinieblas.
Lo cierto es que aquella semana fue agotadora. Además de estudiar, tenía en mente todas las cosas que me estaban sucediendo y no sabía por cuánto tiempo más iba a soportar esa carga.
—¿Por qué te has traído la mochila de clase? —quiso saber viéndome tan cargada. Me la quité y la dejé a un lado, pero con todo el peso se volcó y resonó—. ¿Qué llevas ahí? ¿Piedras?
—Cosas —le solté, sin ganas de darle explicaciones—. ¿Empezamos?
Me senté en la silla libre, pero nada más hacerlo él se levantó y fue a abrir la mochila.
—¡Eh! ¿Qué haces? ¿No puedes dejar mis cosas en paz?
Intenté detenerlo, en vano, porque fue mucho más rápido y sacó el táper de la comida junto con los cubiertos y demás cosas personales que necesitaba.
—Lo sabía —dijo y de forma simultánea paró de registrar mi mochila.
—¿Qué sabías? —atiné a decir, confusa y sorprendida.
—Que te has ido de la residencia. Fui a tu cuarto y estaba vacío.
—¿Y para qué viniste a mi cuarto?
—Porque no había notado tu energía desde la semana pasada. Estaba preocupado. —Se calló, esperando que dijese algo al respecto, pero yo no tenía nada que decir. Pasado medio minuto, volvió a hablar—: El profesor de italiano me dijo que te habías cambiado a francés.
Después de casi dos meses en la clase de italiano me había llegado un correo electrónico informándome de que me habían cambiado a la clase de francés, pero la verdad es que no había ido. Sabía que en francés estaba Ian y algo me decía que el cambio de clase lo había gestionado él. Su padre es poderoso, seguro que era cosa de ellos y no sabía cómo tomármelo. ¿Estaba Ian intentando ganarse mi amistad? Así no lo iba a conseguir.
A las demás clases de leyes y derecho que tenía con él había sido especialmente precavida llegando en el último minuto para poder sentarme en la parte de atrás, todo lo lejos que pudiera de él. Y cuando se terminaba la clase salía casi despedida por la puerta secundaria del aula.
—Yo no me he cambiado.
—¿Entonces? ¿Por qué ya n...
—Es Ian —lo interrumpí—. Estoy segura.
Chistó.
—Deberías hacerle caso a tu madre y no ir a clase.
—Da igual dónde esté. Si Daniel quiere encontrarme, lo hará. No voy a dejarlo todo de lado. Además, ahora me siento más fuerte.
—Que sepas hacer algo de magia no te hace más fuerte.
El domingo pasado, después de rescatar a las víctimas y asimilar que no hubiera llegado antes ni aunque quisiera (eso aún me dolía y estuve segura de que el dolor nunca se iría del todo), Aless estuvo ayudándome a practicar magia. Desde que sabía hebreo, leer los grimorios había sido más fácil.
Había terminado de leer Bet-Avén y había pasado al siguiente, que aparte era más terrorífico, como un segundo nivel. Todos eran hechizos contra la magia negra, cómo esconderse de ella, hacerse indetectable y otras cosas del estilo. Algo me decía que los grimorios habían sido transcritos por mi abuela de unos mucho más antiguos pertenecientes a los ancestros.
Bet-Avén coincidía con la primera unificación del aquelarre de Betel, cosa que ahora sabía gracias a mi conexión con mis antepasados. El segundo estaba bajo el nombre Oráculos. Los hechizos que se recogían en el libro se podían interpretar como una preparación previa a algo muy malo que iba a suceder. Sin embargo, dar con una historia clara era difícil.
—¿Y qué me hará más fuerte?
—Saber adelantarte a los acontecimientos.
Permanecí en silencio, intentando comprender cómo leches conseguiría adelantarme a lo que podría pasar. Inevitablemente, pensé en el grimorio Oráculos. Todo lo que sucedió en aquella época estaba sin duda alguna conectado con lo que estaba pasando a mi alrededor. Si seguíamos investigando como habíamos hecho hasta ahora, podríamos hallar algo.
Tras media hora en completo silencio, leyendo mil cosas sobre aquella época cuando la idolatría estaba en su punto más alto, Alessandro dijo algo sin sentido.
—Voy a pagar tu habitación en Fletcher Hall.
—¿Cómo? —pregunté con la certeza de que no lo había oído bien.
—Sé que te has ido por eso. Déjame que la pague.
—¿Cómo vas a pagarme una habitación si tú ni siquiera pagas la tuya? —Señalé el lugar en que vivía.
—Cuando supe que vendrías ya no quedaban habitaciones.
Puse los ojos en blanco, sin tomarme en serio todo lo que decía. De repente, me asusté con el sonido de una llamada entrante de mi móvil. Enseguida pensé ya era demasiado tarde y que mi madre estaría preocupada, pero mi reloj marcaba las cinco y media. Ojalá hubiese sido esa la razón. Saqué el teléfono de la mochila y descubrí un número oculto.
—¿Quién es? —quiso saber Aless cuando me vio quedarme inmóvil.
—No lo sé.
Pero sí que tenía una ligera idea. Puede que Ian estuviese contactando conmigo y como tenía su número guardado me estaba llamando de forma anónima.
No iba a descolgar, pero Alessandro se me adelantó y pulsó la tecla verde. Antes de que pudiera decir algo siquiera, una voz que por desgracia ya conocía sonó desde el otro lado:
—Hola, sobrina. ¿Pensaste que podías salirte con la tuya? —Por el altavoz nos llegó la escalofriante risa maquiavélica de Daniel. Se me pusieron todos los pelos de punta y mi corazón se agitó a un ritmo imposible—. Tu padre dejó una deuda pendiente y ahora vosotras tendréis que saldarla. Si quieres volver a ver a tu madre y a tu abuela con vida, debes pagar.
Todo mi cuerpo había entrado en colapso. Mis músculos me hacían tiritar sin siquiera sentir frío, porque lo que en verdad tenía era miedo. Un miedo estratosférico que inundaba todo a su paso, engullía centímetro a centímetro toda la valentía de mi ser y me quedaba completamente a solas con el terror de la pérdida de lo único que tenía: mi familia.
Algo dentro de mí hizo clac cuando el libro casi arde en mis manos.
—¡Eline! ¡Eline, mírame! —me suplicaba Alessandro desde otro plano astral, mientras que yo lo único que podía ver era una negrura cada vez más cercana.
De súbito, abrí los ojos al sentir una extraña fuerza sobrenatural en mi muñeca. La pulsera estaba ardiendo. Miré a Alessandro y lo vi mirarse las manos. En ese momento, supe que el hechizo contra la magia negra que había realizado la semana pasada por fin había funcionado. Aless no podía atacarme, no con la pulsera puesta.
—¿Estás bien? —dijo dubitativo.
Asentí lentamente.
—Ya no puedes hacer magia negra conmigo.
—No iba a hacerte daño, sólo quería despertarte —explicó con calma—. Eline, ¿qué deuda dejó tu padre?
Volví de inmediato a aquella llamada. Me levanté de un salto y empecé a dar vueltas por la habitación al tiempo que negaba sin parar. ¿Cómo había sido capaz? ¡Era un sádico! En mi cabeza se armó rápidamente un plan. Realizaría un hechizo de seguimiento, las encontraría y las pondría a salvo de cualquiera. Luego, encontraría a Daniel y lo haría pagar. Lo haría pagar por todo lo que nos había hecho.
⛧
No funcionaba.
¿Por qué no funcionaba? ¿Qué es lo que estaba haciendo mal?
Ya iban tres veces que pasaba la hoja de un cuchillo por la palma de mi mano y la sangre que brotaba caía sobre un mapa, primero de Melbourne, luego del mundo entero. Daba igual cuántas veces repitiera el conjuro, las velas se apagaban y la sangre cubría el papel al completo. Pero yo sabía que estaban en algún sitio concreto. Lo sentía, lo sentía dentro de mi corazón.
—¿Qué está pasando, Aless? —sollocé al tiempo que limpiaba las lágrimas antes incluso de que salieran de mis ojos.
—Creo que alguien está intercediendo.
Me quitó el cuchillo y vendó los cortes para que dejaran de sangrar. No hice más que apretar la mano con rabia y la tela se caló de un rojizo intenso.
—Eline... —murmuró.
—Ayúdame. Realicemos el hechizo juntos.
Cogí su mano y comencé de nuevo a recitar aquel texto hebreo.
—Eline, no va a funcionar —dijo él soltándome. Me cogió la barbilla entre sus dedos para obligarme a mirarlo—. Lucifer está intercediendo. Él no quiere que las encuentres, quiere que recurras a él, quiere que aceptes.
Negué sin parar con la cabeza mientras varias lágrimas resbalaban sin que pudiese hacer nada por detenerlas. No iba a rendirme, no iba a perder a mi única familia.
—Quedan tres días.
Miraba por la ventana de mi casa, pues el sol había caído y la noche recién empezaba. Había llegado el día. A pesar de que iba contra todos mis principios, necesitaba salvar a mi familia. Odiaba ser esa clase de persona, de las que se alineaba con el mal por su causa. Pero aquel día supe que, si no lo hacía, no me quedaría nada por lo que seguir luchando. No iba a permitir que Daniel se llevara todo lo que quería.
Como si lo hubiese invocado, recibí una llamada anónima.
—Parece que ya estás en casa. ¿Pensabas que era mentira? ¡No tienes ni idea de quién soy! —Su risa resonó por el salón de mi casa—. Ahora que ya sabes que es verdad, voy a pedirte lo que tu padre me debe. Los cien mil dólares que le pedí a tu madre ya han caducado. Ahora la suma es de un millón.
Ahogué un grito.
—¿Cómo voy a pagarte eso?
—Ese no es mi problema —me espetó—. Esta medianoche, bajo el puente de Bolte.
Sin más la llamada se cortó.
—Lo pagaremos —se apresuró a decir.
—Alessandro, no tengo ni la mitad del dinero que pide. Si tu opción más sensata es que recurra a Ian, su padre está compinchado con Daniel...
Negó con calma.
—¿Quién ha hablado de ese imbécil? Tengo tanto dinero como para que se pudra entre billetes.
—¿Lo has robado?
—No lo he robado: lo he ganado.
Lo miré con una expresión oscura. Me daba miedo saber de dónde había sacado tanto dinero como para tener más de un millón. Su relación con Paolo me llevaba a pensar que él también estaba metido en ese mundo, que era un mafioso.
—No es nada de lo que piensas. Hice un par de réplicas de Leonardo y Botticelli. Había trabajado con ellos y conocía sus técnicas. No fue difícil.
—¿Estás de broma?
—No —respondió tan normal y me tendió el casco de la moto—. Terminemos con esto.
Alessandro tenía guardados casi cinco millones de dólares en cuatro viejas maletas debajo de su cama. Ni siquiera se paró a contabilizarlo cuando cogió la maleta más grande y, por peso, dijo que debían de ir alrededor de millón y medio dentro en billetes de cien. No quise detenerme a preguntar, así que sin más pedimos un taxi hasta el puente de Bolte.
El estómago ni siquiera me rugía por no haber cenado, no tenía ni el más mínimo apetito y eso que no había comido nada desde hacía casi doce horas. Eran las once cuando el taxi nos dejó en un extremo del puente y un vendedor deambulante pasaba circundando los alrededores. Aless me cogió de la mano y se acercó al tipo.
Estaba muy nerviosa y que su mano calentita estuviera envolviendo la mía no hacía más que aumentar mi agitación. Compró unos sándwiches y una botella de agua. Cuando fue a pagar, prefirió dejar la maleta en el suelo que soltarme la mano. Parecía tener la sensación de que si me dejaba de sujetar me llevarían los demonios.
—Coge la cena.
A regañadientes cogí la bolsa que el hombre me tendía y le di una pequeña sonrisa que estuvo muy lejos de llegarme a los ojos.
—No tengo hambre —le confesé una vez nos sentamos en un banco. Aún estaban nuestras manos entrelazadas. Sentí un cosquilleo cuando se la llevó a la boca y la besó.
—Pronto terminará esta tortura. Lo prometo. Ese malnacido no durará mucho con vida.
—No creo que se presente él personalmente.
—Me imagino que no.
Al cabo de un rato, cuando se hubo comido dos sándwiches y ya sólo quedaban los míos, se giró hacia mí y me contempló con cierta tristeza.
—Eline, si Lucifer está intercediendo, es posible que esto no funcione. Lo sabes, ¿verdad?
En mi rostro no había otra emoción más desgarradora que la pérdida. Sabía que tenía razón, lo sabía desde la primera llamada. Nada se resolvería tan fácil tratándose de Daniel. Lo que no sabía era cuán ajenos nos encontrábamos aún de todo lo que se escondía detrás. Aquello sólo era la punta del iceberg.
—Quiero invocar a Lucifer.
Lo pronuncié con una convicción que hasta yo desconocía de mí misma. Aless se mantuvo quieto observándome hasta que de su garganta salió una voz grave:
—¿Estás loca?
—Quiero saber las condiciones del pacto.
Cabeceó lentamente.
—¿Vas a aceptar? —Mi cara no dio lugar a dudas—. ¡Eline, no puedes aceptar! Llevas luchando contra esto desde hace más de un mes, ¿y vas a rendirte ahora?
—Esta marca no se va a ir —Rocé la tela de mi sudadera justo encima de donde se encontraba—, Lucifer ya está intercediendo en mi vida. Ha manipulado todo a su antojo. No será ningún dios, pero es el rey de este ajedrez.
—Por eso mismo. Él es el rey y nada es absoluto. Si le das tu alma al Diablo, estarás condenada a servirle de por vida.
—Si es lo único que me queda, lo haré.
Aless iba a decir algo, sin embargo, antes de pronunciar la primera palabra se calló. Volteó hasta quedarse mirando hacia el puente y maldijo en voz baja. Conocía perfectamente cuán peligroso iba a ser aceptar un trato con Lucifer, conocía perfectamente que aquel poder conllevaría muchas consecuencias. Lo que ninguno de los dos conocía era el papel que yo tenía en ese ajedrez; pues no era la reina, sino la torre.
Eran las doce menos diez cuando ya estábamos en el punto acordado: una explanada desangelada junto al río. A la hora exacta apareció un coche negro por el lugar, con las luces apagadas. Nadie se bajó del vehículo. Aless y yo nos miramos desdeñosos a la espera.
Al poco, un hombre trajeado y con un pinganillo en la oreja se apeó desde los asientos traseros. No sabía de quién se trataba, pero una cosa era clara: ese no era Daniel.
—¿El dinero?
—¿Dónde están mi madre y mi abuela?
—Cuando tengamos el dinero y le demos el visto bueno, recibirás otra llamada.
—¿Cómo sabemos que cumpliréis vuestra palabra? —intervino Aless.
—No lo sabéis.
Prácticamente le quitó la maleta de las manos después de un leve forcejeo y un duelo de miradas. Sin más dilación, la metió en el maletero y se largó de allí. Nos quedamos con cara de tontos. Tuve ganas de explotar, pero su mano abrazando la mía me reconfortó. ¿Cuándo recibiría la llamada? ¿Cómo sabía que no quería vengarse de mí por lo que le había hecho la noche de gala? Podría haberlo matado. Pero... ¿qué posibilidades había de que supiera que yo había sido la causante? Una entre un millón ya me parecía demasiado.
Eran las tres de la mañana, no pensaba dormir. Aless estaba tumbado en su cama mirando cómo yo daba vueltas de un lado a otro de la habitación, desquiciada.
—No puedo esperar más. No las va a liberar. ¡Podría matarlas esta misma noche y cobrarse su venganza!
—Estará contando el dinero.
Negué, era la quincuagésima vez que me respondía aquello. En un ataque de nervios, registré todos los cajones de ese tocador que hacía las veces de altar, en busca de cualquier cosa que él usara para invocar a Lucifer.
—¡¿Quieres tranquilizarte?!
—¡Hazlo o lo haré yo! —grité empujándolo hasta que chocó con la pared— Llámalo. Llámalo o te juro que te mando de vuelta al Infierno.
—¿Por qué quieres condenarte de esa manera?
—No lo entiendes, Aless. —Sollocé, reventando la burbuja de paciencia que había ido creciendo y creciendo hasta que ya no pudo más—. Yo ya estoy condenada.
—Ya sé que la marca...
—No te habló de la marca.
Su rostro me reveló que en efecto no tenía ni idea.
—Tengo la sangre de alguien —le revelé con miedo, sabiendo que contárselo podía ser un error fatal—. No sé de quién, pero... sé que por eso Lucifer me ha escogido. Me lo dijo Madian cuando conecté con los ancestros. Estoy maldita.
—Lo averiguaremos, sabremos de quién desciendes y...
—No, Alessandro. —Se me rompió la voz y empecé a llorar—. Ya no hay tiempo.
Me pilló con la guardia baja cuando pegó sus labios a los míos y fundió en ellos un beso salado. No supe muy bien qué estaba haciendo, pero Dios sabía cuánto lo necesitaba. Quise que nunca se terminara. Quise congelarme y quedarme así con él por toda la eternidad.
—Voy a estar a tu lado, decidas lo que decidas.
Asentí, firme.
No tuve dudas de que estaría a mi lado, fuese cual fuese.
Entonces, la pregunta era: ¿en qué lado jugaría yo?
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