Capítulo 19 | Sanguinario
Las noches se habían vuelto más frías. Los pasados acontecimientos me mantuvieron en vela por varios días. No había nada que pudiera alejarlos de mí. Sentía mi corazón destrozado y pisoteado. Me culpaba a mí misma de haber confiado en él, de haberme dejado llevar tan fácilmente, de haber permitido que me engañara y terminara rompiéndome el corazón. La culpa era mía.
No había ido a clases en dos días. Mis amigas estaban preocupadas por mí, pero yo no les había podido decir ni mu. Mi voz no había salido de la garganta desde aquella madrugada inolvidable. No importa las veces en que pensara que podía olvidarle por un maldito instante, él estaba allí, en mi mente, en mi piel, en todo mi ser. ¿Cómo había permitido que Alessandro, o mejor dicho, Tagliagole se colara tan profundo dentro de mí?
Ni yo comprendía cómo había caído en esa trampa en la que tanto dije no caer.
Lo peor no era haber caído, haberme roto el corazón. No. Lo peor era que me había enamorado de él. Era un asesino. Y no uno cualquiera. Había matado a su familia, sangre de su sangre. ¿Cómo fue capaz de todo aquello? ¿Qué clase de sangre fría hay que tener para hacer algo así?
Las palabras de Lucifer no habían dejado de repetirse en mi memoria a todas horas. Me dolía, me dolía mucho. Dolía demasiado. Pensar en que él era como mi padre, como ese fantasma de mis pesadillas... ¿Y cómo no lo vi venir? ¡Era un demonio! ¡El peor demonio, el preferido de Lucifer! ¿Por qué no me mantuve distanciada?
Me sentía tan vulnerable, tan débil y traicionada.
Había confiado en él. Había creído en su palabra. Había hecho lo que me pedía para salvarme de mi padre y del Diablo. ¿Para qué? Vivía mucho mejor sin saber de Él. Ahora, no sólo sabía todo lo que hizo, sino que también sabía que era Él quien venía a por mí. Me quería hacer daño, como tanto me hizo antaño.
Desde esa noche infernal, los recuerdos se habían vuelto nítidos y se habían abalanzado sobre mí como hienas hambrientas durante toda la madrugada. Lo recordaba todo. El hechizo de mi abuela se había desvanecido de una. Fue horrible. Fue horrible recordar cada detalle de su perverso y podrido ser.
Estaba demente. Y lo peor es que una parte de él aún estaba allí.
Por primera vez en dos días intenté levantarme. Tenía todo el cuerpo adolorido, los ojos secos y la piel pegajosa. Me mareé al poner los pies en el suelo. Estaba segura de que debía de tener un aspecto horrible. Llevaba desde esa noche sin salir de la habitación. Ni siquiera había comido porque el apetito se había esfumado. Tampoco había respondido las llamadas de mi madre o de Ian. Le había mandado a mamá un mensaje avisándola de que estaba bien, pero que no podía hablar por los exámenes... Sabía de sobra que eso no la iba a tranquilizar, sin embargo, mi teléfono se terminó apagando solo por no cargarlo y no supe más.
¿Cómo habían podido hacerme tanto daño?
Cuando me regresó la visión y recobré el sentido, vi la silla volcada y reviví todo de nuevo.
Alessandro estaba intentando acercarse a mí. Creía que estaba teniendo una visión, que mi padre había aparecido de nuevo.
—¿Qué? Eline, soy Alessandro.
Volví a retroceder hasta que me detuvo la madera de la silla.
—No te acerques más, por favor —le supliqué entre sollozos.
—No sé qué te pasa, pero sabes perfectamente que jamás te haría daño. —Su mirada de cordero y su voz tocada calaron en mí, haciéndome más daño. Avanzó mucho más, tanto que me asusté y retrocedí tanto que choqué con la silla y me caí sobre ella—. ¡Eline! —gritó y de una alargó la mano y me levantó.
Le golpeé el pecho creyendo que me haría daño físico mientras mis lágrimas caían a raudales. Aless me sujetó los brazos para que dejara de pegarle.
—Eres Tagliagole, eres Tagliagole —repetí con los ojos cerrados.
Me sacudió para que parara. Lo miré miedosa.
—No soy Tagliagole. Ese hombre ya no existe. ¡Tienes que creerme!
—No te atrevas a pedirme que confíe en ti. ¡Lo sé todo! —Alessandro se paralizó. Bajé el tono, recuperando el aliento—. Sé quién eres en verdad.
Él negó varias veces. Más lágrimas caían de mis ojos y recorrían mis mejillas hasta perderse bajo mi mandíbula.
—¿Cómo lo sabes?
—Lucifer me lo ha contado todo. Mataste a toda tu familia —pronuncié, trémula.
—Eline... Yo no...
—¿Vas a negarlo? —escupí.
Sin querer su agarre fue cada vez más en aumento.
—Te dije que oculto muchas cosas. —Apretó la mandíbula con la mirada perdida—. Y sí, esa es una de ellas. Maté a mi familia. Lo hice —afirmó con la vista en mis ojos—. Sé que no me mereces. Lo sé. ..., pero te quiero.
Su voz se quebró por primera vez desde que lo conocía. Esas palabras y sus emociones saliendo a flote de ese modo, viéndole tan vulnerable, hicieron un hoyo en mi corazón.
—No me quieres... No sigas mintiendo —lloré débilmente.
—Jamás te mentiría con respecto a eso. —Sus ojos brillaban más con cada declaración, pero eso no hacía más que romperme en mil pedazos—. Sabes que es verdad, lo sabes. Tú me has hecho cambiar.
—Basta. No quiero oír más mentiras. —Cabeceé cerrando los ojos. El agua se desprendía bajo mis párpados. Mi mente estaba colapsada—. Suéltame.
—Necesito que me escuches. No puedes juzgarme sin más.
Su contacto cada vez me quemaba más. El incendio había terminado por quemarme.
—No voy a escuchar nada más. ¡Déjame...!
Chillé cuando ya no pude soportarlo más. Quemaba. Su piel quemaba. Al final, no tuvo más remedio que soltarme si no quería despertar a media residencia. Levantó ambas manos en defensa.
—Está bien, está bien. Eline...
Parecía sorprendido de lo que acababa de pasar. No era la fuerza, era el calor. Ese ardor sobrenatural que desprendía su cuerpo.
—No —mascullé—. Vete, por favor.
Me tapé el rostro con las manos. Estaba fatal. Me limpié un poco los ojos sólo para asegurarme de que él ya no estaba allí. Se había marchado. Un instante después, me derrumbé.
Ahora, tres noches más tarde, había decidido que ya era suficiente. No podía seguir oculta del mundo exterior, aislándome de todos. No podía permitir que Tagliagole me arrebatara toda mi vida. Tenía exámenes que superar, unas charlas a las que asistir, una madre preocupada en el hospital, unos amigos esperando verme mejor, en definitiva, tenía una vida que seguir.
Era bastante temprano, sobre las cinco de la mañana. No había nadie en el pasillo. Sostuve mis cosas con fuerza. La toalla sobre mis hombros, una bolsa de aseo colgando de mi brazo y la ropa de un nuevo día en mis manos. Sólo yo era capaz de levantarme después de una caída como aquella.
Aún, bajo el agua de una ducha caliente, me preguntaba cómo Tagliagole había podido destruirme tanto. Ni siquiera la verdad sobre mi padre lo había hecho de ese modo tan atroz. Supongo que había dejado que entrara a mi corazón y finalmente había terminado conmigo desde el núcleo de todo mi ser.
Dejé que el agua corriera. Mojé mi pelo y lo froté con el champú más de lo normal. Me sentía tan pesada que necesitaba quitarme de encima todo lo malo y quedarme limpia. Como sin pecado. Y la realidad era esa. Era una bruja que se había aliado, en todos los sentidos, con un demonio. Con el mal.
Eso me hizo acordarme de Madian.
Era difícil saber más de ella cuando mi abuela sufría alzhéimer porque eran pocos los momentos de lucidez para preguntarle todo acerca de esa mujer. El modo en que habíamos sacado la información que poseíamos hasta el momento no me había gustado y por ello no quería que volviera a tener un ataque de demencia sobre Madian. Se notaba que ella sufría por su amiga y que esas preguntas sobre ella no hacían más que atormentarla.
Lo único que me quedaba era rebuscar entre sus cosas, quizás pudiera encontrar un diario (además del grimorio). Ahora, sin un demonio de guardaespaldas, iba a tener que aprender a defenderme sola de cualquiera. E iba a necesitar la magia que residía dentro de mí.
Una vez estuve duchada, vestida y peinada, puse a cargar mi móvil y lo encendí. La pantalla de inicio me reveló que era miércoles 26. Había llegado el otoño y ni me había dado cuenta. Me preparé las cosas para ir a clase y bajé a desayunar en cuanto abrió el comedor. Tuve que pedirles a las chicas contarles todo más tarde, con el pretexto de que aún me costaba hablar de ello.
—Pero ¿estás mejor? —me preguntó una consternada Sophie.
—Sí, estoy mejor. —Asentí, mordiéndome la lengua. Sabía que no estaba mejor, pero fingirlo me ayudaría a creérmelo tanto que terminaría estándolo—. Cuando esté lista podré decíroslo.
Ambas me abrazaron y me comprendieron.
Antes de clase de Derecho Corporativo, hablé con Ian en el pasillo. «Mereces a alguien mejor, alguien como Ian...», recordé y se me encogió el corazón. Las palabras que salieron después de la boca de Aless me habían roto más de lo que pensaba. Tuve que hacer un esfuerzo por alejar esos pensamientos de mí. Me disculpé con mi amigo por no haber respondido con la misma excusa: estaba muy ocupada estudiando. Luego, en el almuerzo, me dio consejos para las charlas y también me comentó lo de la cena de gala.
—Siempre se hace una al terminar. Para entregar los diplomas de asistencia y, sobre todo, para pasarlo bien. Vendrás, ¿verdad? No me dijiste nada.
Estuve a punto de decirle que no podía ir, pero mis ganas de ir fueron tan grandes que al final decidí que podría apañármelas de alguna manera para llevar algo bonito sin gastar demasiado.
—Claro, tengo muchas ganas.
—Para entonces ya habremos terminado los exámenes. —Sonrió dándose cuenta de algo—. Lo siento si soy pesado, eres la primera amiga con la que tengo todo esto en común. Ya verás que te van a encantar.
—Me pasa lo mismo —respondí con una amplia sonrisa, aunque lo cierto es que hacía demasiado tiempo que ni siquiera tenía amigos—. Gracias.
—¿Por qué? —Su expresión cambió a una confundida.
—Por ser tan bueno conmigo.
El rostro de Ian se iluminó con una risa. Se levantó de su sitio y se acercó.
—Eline, no se dan las gracias por esas cosas. Todos deberíamos ser así por naturaleza —contestó resuelto y se agachó para dejar un beso en mejilla antes de marcharse a clases.
Me dejó paralizada en mi asiento.
Aún no asimilaba lo bien que se portaba siempre conmigo. En ocasiones como aquella, su cariño salía a relucir y me dejaba pensativa. Esos pequeños detalles me hacían sentir la chica más feliz incluso estando en la situación en la que me encontraba. Me habían engañado y una parte de mí continuaba rasgándose hasta que terminara por crujir y romperse.
Los ojos se me pusieron llorosos al recordar a Alessandro..., a Tagliagole.
Saqué fuerzas de flaqueza para no ir al baño y echarme a llorar. Ya había derramado suficientes lágrimas por él. «Basta. Se acabó». De algún modo conseguí recomponerme y seguir el día como si nada hubiese pasado, aunque dentro de mí algo pesaba cada segundo un poco más.
El jueves Aless no vino al examen de italiano. Lo agradecí. Agradecí que hubiera salido de mi vida. Al menos físicamente. Me costó concentrarme en el examen porque todo lo que había aprendido del idioma había sido gracias a él. Pasaron los minutos y esa sensación de haber sido pisoteada por quien dijo que jamás me haría daño no se disipaba.
Hice cuanto pude del examen, pero las ganas de romper el papel me superaban a cada instante. Sentía rabia. ¿Cómo había dejado que me engañaran así? Lo peor de todo es que de verdad creí que dentro de él había una buena persona. No obstante, dentro de un asesino tan despiadado no podía existir ni un ápice de eso.
Asesinar a tu familia.
Tagliagole.
No podía. No podía con la culpa. Saber lo que había hecho después haberme enamorado de él... No sabía cómo sentirme, todo era un cúmulo de emociones. Rabia, tristeza, ira, pérdida, locura y desazón. Para colmo, entre todas esas emociones había una que no pensaba venirse abajo: amor. Una parte de mí no podía olvidar la compenetración que ambos teníamos. La conexión era real, o al menos eso había sentido yo.
El viernes le dieron el alta a mi madre. La recogí del hospital y la acompañé a casa en el autobús. Pasé el fin de semana con ella. No le mencioné nada de Aless ni tampoco quise preguntar por mi padre. Quise que descansara, que se terminara de recuperar. La abuela se quedaría en la residencia unos días más, hasta que mi madre pudiera cuidarla de nuevo. El problema ahora es quién cuidaría de mi madre.
—No te preocupes por mí. Tú vuelve a clases —me había dicho antes de besar mi frente.
Pero prometí quedarme hasta el domingo.
A la mañana siguiente, mientras ella seguía durmiendo decidí a buscar el grimorio de mi abuela y con él alguna pista sobre Madian. También debía estudiar, pues la semana siguiente aún tenía exámenes. Apenas me había atrevido a investigar más sobre mi padre. Quería aprobar los exámenes y si tenía en mente todo aquello acabaría con todo, pero al final no me pude reprimir.
Necesitaba saberlo.
Había buscado entre un montón de cajas y no había dado con nada. Sólo había ropa de invierno. Ya que estaba hice cambio de armario y les guardé toda la ropa de verano. El frío ya había llegado a Melbourne. Allí el clima era más frío que en Queensland. Mi madre no tardó en despertarse y bajar sin haberme avisado.
—Mamá... Llámame para que te ayude a bajar.
Le preparé el desayuno y, como la vi más tranquila, sin darme cuenta había cambiado mi tono a uno más serio y le había preguntado:
—¿Mi padre está vivo?
Su rostro palideció.
—Él está muerto —pronunció, queda.
—Entonces, ¿cómo explicas que se presentara aquí...? —Se me quebró la voz.
Mamá negó rápida.
—Él está muerto, pero el peor monstruo sigue vivo.
La miré dubitativa.
—¿Quién?
—Alguien que debe permanecer enterrado para ti. —Iba a hablar cuando negó y prosiguió con su discurso—. Sólo te estoy pidiendo una cosa, hija. Mantente a salvo, hazme caso y no vengas a casa. Estar aquí —mencionó señalando la casa— es peligroso.
—¿Por qué? ¿Está aquí? ¿Su espíritu está aquí?
Derramó la taza del desayuno. Y estuve casi segura de que lo hizo aposta para no seguir hablando. ¿Por qué no quería hablar de ello? Yo necesitaba saberlo. Salté a limpiar la leche al tiempo que ella reposaba su cabeza en la palma de su mano, cansada. Una vez hube terminado, me puse a escurrir la bayeta en el fregador y las palabras se escaparon prácticamente de mi boca:
—Mamá, necesito saber a qué me estoy enfrentando.
—¡No necesitas saberlo! —gritó de repente dando un manotazo en la mesa—. ¡Necesitas mantenerte a salvo y punto! ¿No entiendes que cuanto más sepas peor para ti? ¿Cuántas pesadillas has tenido ya por culpa suya? ¡No me desobedezcas!
Me callé de pronto ante sus palabras. Mi corazón se encogió. Ella jamás me había hablado en ese tono imperativo. Estaba claro que aquel tema la sobrepasaba tanto como me habían sobrepasado a mí las apariciones de mi padre. Pero no me había gustado cómo me había tratado. Ya no era aquella niña. Mucho menos después de todo lo que había vivido esas últimas semanas con Alessandro.
Tiré la bayeta a un lado del fregador y me marché corriendo. Estaba enfadada. No podía esconderme para siempre porque tarde o temprano Él me encontraría.
Me puse a seguir buscando y esa vez lo hice en el cuarto de mi abuela. Me sorprendí al ver que allí tenía una caja sin desempaquetar aún. En ella había algunos libros. Me asusté al escuchar la voz de mi madre desde la puerta:
—No hace falta que busques. No hay ni rastro de tu padre.
Iba a responderle algo, sin embargo, cuando me volteé a verla se había ido del lugar.
Cogí uno de los libros. Me di cuenta de que la portada había sido rasgada. Al abrirlo vi que no había título, sólo una página en blanco de cortesía. La siguiente página también estaba intacta. Hasta que, al pasar la hoja, me corté la yema del dedo con el filo. Un hilito de sangre manchó el papel. Maldije en voz baja mientras me llevaba el corte a la boca.
De súbito aparecieron unos símbolos y justo debajo se podía leer:
«Bet-Avén».
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