VII
Alex, mientras tanto, sentía la voz de Angelika cada vez más lejana a su posición. Las almas que había allí continuaban su paseo de un lado al otro, conversando entre sí despreocupadamente, algunos lo saludaban y otros seguían de largo, pero ni rastro de Miguel. Alex comenzaba a sentirse cada vez más desolado, tenía que salir de aquel sitio y no sabía cómo era posible escapar de un lugar como aquel. Frustrado, se sentó bajo un frondoso árbol que había en medio de aquel prado verde, de cara a la playa, viendo como aquellas almas caminaban de un lado al otro conversando entre sí, con una sonrisa, como si disfrutaran aquel lugar. Sintió una voz, a su lado, que de repente le hablaba con suavidad.
—Alex, levántate.
Se puso de pie, y vio el rostro sereno y calmo de su madre. Estaba vestida con un largo atuendo blanco, el cabello recogido en una trenza y sus ojos chispeaban alegría. Parecía que de pronto había recuperado treinta años en un momento.
—¿Mamá? —preguntó, confundido— ¿Qué haces tú aquí?
Ella le tomó el rostro con las manos y le miró con una sonrisa satisfactoria.
—Tú vivirás, hijo...—le susurró. —Debes continuar.
Alex no lo sabía, en aquel estado etéreo no tenía conciencia alguna del paso del tiempo, pero en el hospital San Martino Angelika no se había movido de su silla en todo un día y medio. Preocupada, Melissa había tratado de convencerla por todos los medios posibles de volver a su casa, a dormir un poco y descansar. Pero al ver la obstinación constante de ella, a escondidas de los enfermeros del hospital entraba a hurtadillas a la cocina, y le llevaba sándwichs y tazones de sopa cuatro veces al día, para que no se debilitase en su infinita espera.
Dormía sentada en la silla de madera, con la mano de Alex firmemente sujeta por la suya, y solo se levantaba de allí para ir al baño. Estaba dormitando en ese preciso momento, a eso de las nueve y media de la noche, cuando sintió movimiento a su lado. Abrió los ojos pesadamente, y miró a su derecha. Alex estaba despierto, la miró confundido y sonrió.
—¿Angie, eres tú? —preguntó Alex—. Estás aquí, no era un sueño...
—Alex... —murmuró ella, y se abalanzó llorando hacia la camilla. Él le rodeó la espalda con un brazo, mirando todo a su alrededor. Angelika lloraba descontroladamente, por la felicidad y la sorpresa, por todo el cansancio que sentía de la situación tan atroz que estaba viviendo. Lloraba por muchos motivos.
—Cariño, cariño, cálmate, por favor...
—Oh Alex, mi amor... mi amor... —dijo ella, con la voz atenuada por el llanto. Luego pareció autodominarse de un segundo al otro, levantó la cabeza y le miró, le quitó un mechón de cabello de la frente y le besó en los labios lentamente. Apenas un roce, pero lo suficientemente íntimo como para sentir que volvía a ser ella misma de nuevo. —Dime que estas bien, por favor.
—Estoy bien, solo me siento muy cansado.
Melissa entró en la habitación en el mismo momento en que ellos charlaban, a llevarle algo para cenar a Angelika. Al ver a Alex, despierto y en apariencia bastante lucido, dejó el tazón de sopa encima de la mesita con ruedas en un rincón, y se acercó a los pies de la cama. Angelika la miró con una sonrisa radiante y las mejillas mojadas.
—¡Estás despierto! —exclamó. —¿Cómo es eso posible?
—No lo sé... ¿Dónde estoy?
—¿Sabes lo que te ha pasado? —preguntó Melissa, temiendo que Alex estuviera padeciendo alguna amnesia importante.
—Sí, claro que lo sé —volvió a mirar a Angelika con asombro—, ¿cómo supiste lo que me había pasado?
—El italiano que te había contratado me telefoneó, me dijo que estabas aquí.
—Luego yo le volví a llamar, y le ofrecí ayudarla en lo que me fuera posible —intervino Melissa en la conversación. Alex la miró y asintió con la cabeza, con una sonrisa.
—Gracias, no podía responderle, pero podía escucharla, y creí que había soñado que estaba aquí.
—¿Recuerdas el espectro que me atacó en la cocina de nuestra casa? —preguntó Angelika.
—Sí, lo recuerdo. ¿Qué sucede?
—Me dijiste su nombre, lo murmuraste.
—¿En serio?
—Sí, y he sacado demasiada información que me gustaría que vieras más adelante. Tenemos muchísimo trabajo, mucho más del que yo creía —respondió Angelika. Sabía que quiza no fuese prudente recargarlo con más información de la necesaria, pero se sentía euforica por todas las emociones que estaba sintiendo en su interior, y aquello no podía esperar.
—Espera, aún no sabemos más datos clínicos que los que estamos viendo —intervino Melissa de nuevo—. Vemos que habla sin dificultad, pero hay que ver si presenta algún síntoma en particular como consecuencia del accidente. Ire a buscar al especialista.
Melissa salió de la habitación, y tras cerrar la puerta ambos quedaron a solas. Angelika le miró, había comenzado a llorar de nuevo, pero sonreía mientras lloraba, quizá para demostrarse a sí misma que aun podía estar de buen humor a pesar de la situación. Este gesto, en vez de tranquilizar a Alex, lo único que logró fue ponerlo más nervioso de lo que ya estaba. Secó una de las lágrimas de la mejilla de ella con el pulgar. Luego la otra.
—¿Qué has averiguado? —preguntó él.
—Todo. Sé quién es Luttemberger, sé la historia de la casa.
—Tenemos que comenzar con eso cuanto antes.
—¿Y después qué? No podemos continuar exponiéndonos más, mírate como estas, no quiero verte nunca más en un hospital.
—No hay dos sin tres, aun me falta la tercera, eso dicen —sonrió Alex.
—Escucha, Alex. Esto es más serio de lo que crees, estoy jodida, compréndelo. Sesenta y seis generaciones a partir de mi madre están condenadas a muerte, gracias a esta mansión.
—¿Cómo? No entiendo, yo...
—Ya lo entenderás cuando salgamos de aquí, aún queda mucho por hacer.
En ese momento Melissa volvía con el medico a cargo de Alex, un fornido veterano con una gruesa planilla en las manos. Angelika se puso de pie y le estrechó la mano levemente.
—Ella es la esposa —dijo Melissa, en italiano. Luego miró a Angelika—. Yo te traduciré.
—Bien, en un momento le haremos un electroencefalograma completo para comprobar que su cerebro no ha tenido daños graves, lo cual es un auténtico milagro para alguien con las lesiones que tenía su esposo —dijo ella, luego que el medico habló. Una enfermera ingresó detrás con una silla de ruedas, y la acercó prudencialmente a la cama, por si Alex no pudiese caminar.
Melissa y él se acercaron a la camilla de Alex, le indicaron que se sentara en el borde y apoyara los pies en el suelo. Le soltaron las manos y Alex permaneció tieso, en su lugar, mirando hacia el suelo sin saber qué hacer. Angelika se hallaba expectante.
—Camina, Alex, por favor, camina... —murmuró ella.
Alex intentó dar un paso, titubeó y le alargó una mano a Angelika, la cual se la tomó en la suya. Solo entonces dio un paso, arrastrando la planta del pie, luego otro.
—Vaya, puedes caminar —sonrió Melissa, mientras el medico anotaba en su planilla. Alex avanzó gradualmente hasta quedar frente a Angelika, la cual abrazó por la cintura con una sonrisa, apoyando su barbilla en su hombro. Ella se aferró a su espalda, respirando el olor a la bata clínica que llevaba puesta, feliz por el progreso de Alex para salir de allí cuanto antes, pero también temerosa por todo lo que aún faltaba investigar. No soportaría verlo así nuevamente, se dijo.
—¿Cuándo puede volver? —preguntó ella, ansiosamente.
—Pues, hay que continuar haciéndole algunos estudios para confirmar de que se encuentra en condiciones, pero veré que puedo hacer —dijo Melissa.
—Yo me siento bien —comentó Alex. Miró a Angelika y luego pareció recordar—. Vi a mi madre, ella me dijo que yo viviría. Ella fue quien me hizo volver.
—¿A qué te refieres, Alex?
—¿Y si algo malo le ha pasado? No me deja demasiado tranquilo haberla visto en el cuarto cielo. Tengo que salir de aquí cuanto antes.
—Alex... —había comenzado a decir Melissa, pero él la interrumpió
—¡No entiendes, debo volver a Nueva York!
Melissa pareció dudosa unos segundos, como evaluando las posibilidades en su cabeza. Luego los miró a ambos, asintió con la cabeza y se llevó al médico hacia afuera de la sala en completo silencio.
Volvió al cabo de unos larguísimos cuarenta minutos, Alex ya se había acostado de nuevo, y Angelika estaba a su lado conversando en susurros, cuando ambos sintieron que la puerta de la habitación volvía a abrirse. Melissa entró sola, con un montón de ropa bajo el brazo. Cerró la puerta tras de sí y dejó todo encima de la cama, a los pies de Alex.
—Hablé con el médico, le convencí para que los dejara descansar un poco, antes de hacer los chequeos de rutina. Eso les dará un margen de al menos unas dos horas para irse de aquí sin ser vistos —explicó—. Espero que realmente estés seguro de lo que dices, Alex. Porque con esta locura me estoy jugando mi trabajo y hasta la cárcel si nos descubren, así que piénsatelo bien.
—Descuida, podré salir de aquí sin que nada me suceda —respondió él—. ¿Adónde iremos? Supongo que aún tengo las cosas en mi hotel.
—Yo las iré a buscar por ti de ser necesario —consintió Angelika.
—Pueden quedarse en mi departamento —terció Melissa—. Yo no tengo problema. Además, creo que Angelika tendrá mucho para contarte, la he visto imprimir documentos como una loca, y aun no me entero de nada yo tampoco.
—Supongo que nos sorprenderemos juntos —sonrió Alex, desde su cama—. Gracias por haberla ayudado, en verdad.
—No te preocupes, no parece una mala chica. Y no sabes lo que ha sufrido por ti.
—Me lo imagino, pero todo pasará.
—¿Necesitas que te ayude a vestirte? —preguntó Angelika.
—Como quieras, no me vendría mal una mano.
Melissa salió de la habitación, indicándoles que antes de nada esperasen su confirmación, para poder retirarse sin ser vistos por ningún enfermero o enfermera. Por suerte a esa hora de la noche el hospital se hallaba mayoritariamente en silencio, casi todo el mundo había terminado su turno o descansaba sentados alrededor de las mesas en la cafetería.
Angelika ayudó a ponerse el pantalón a Alex, la camiseta y sus zapatillas deportivas, luego la chaqueta. Cuando estuvieron listos, Angelika miró por la puerta que dejó entreabrir sutilmente. Melissa estaba al final del pasillo, bebiendo un café en un pequeño vasito de plástico blanco, mirando distraídamente hacia su dirección. A su izquierda, se escuchó la voz de un hombre, Melissa le respondió algo mientras que caminaba en dirección a él.
Angelika volvió a cerrar la puerta y le hizo una señal con el índice encima de los labios a Alex, el cual se quedó tieso en su lugar, sin hacer el menor ruido. Ambos permanecieron escuchando a través de la puerta. Las voces de Melissa y de aquel hombre se entremezclaban entre sí en un perfecto y hermético italiano. Luego la voz de él se escuchó cada vez más atenuada, se estaba alejando, imaginó Alex. De pronto Melissa dio tres golpecitos en la puerta con los nudillos, y ambos abrieron, mirando al exterior. No había nadie.
—Si no nos movemos ahora no podremos salir de aquí, rápido —dijo Melissa.
Angelika tomó una mano de Alex en la suya, este se miró los pies confundido. No me jodas que ahora te olvidaste como caminar, idiota, se dijo. Pero luego de un instante comenzó a arrastrar un pie tras otro, paso a paso.
—Vamos Alex, no podemos retrasarnos —dijo Angelika, impaciente—. Debemos ir más rápido.
—Eso intento, carajo. No es fácil estar a punto de morir y salir caminando en dos días, ten paciencia, mujer.
Rogando a todos los santos del cielo que nadie se cruzara en su camino, los tres avanzaron gradualmente hasta la puerta de emergencia del hospital. Salieron, y se encaminaron hacia el coche estacionado de Melissa. Alex respiró con fuerza el aire puro y fresco de la noche, por fin podía oler algo diferente que los fármacos que parecían reinar en aquel hospital, como en los de todo el mundo, como el olor a viejo era característico en el asilo al que se había enfrentado contra aquel ángel exiliado. Tendría que cuidarse más para la próxima, se dijo.
Subieron al coche, Melissa del lado del conductor, Alex detrás y Angelika delante, se colocaron el cinturón de seguridad y rápidamente arrancaron rumbo al apartamento. Alex estiró una mano por encima del asiento de Angelika, acariciándole el hombro. Ella levantó su mano y entrelazó los dedos con los suyos. Tenía la mano tibia, muy tibia, se dijo Alex. De cuanto extrañaba tenerla cerca suyo no se había dado cuenta, hasta ese momento.
Demoraron menos en llegar al departamento de lo que Angelika creía, Melissa no era una conductora temeraria, pero le había pisado bastante al acelerador porque se sentía constantemente perseguida desde que habían salido del hospital. No era una chica que le gustara infringir la ley muy a menudo, y para ella, que era una médica con una reputación intachable, tener que realizar aquel acto fraudulento de ayudar en el escape de un paciente muy delicado como Alex, se le antojaba un delito demasiado pesado para su conciencia. Aunque por otro lado sabía que era necesario, conocía los protocolos, y le demorarían días para dejarle el alta clínica, por no hablar de quizá unas dos o tres semanas. Y ellos no podían esperar tanto tiempo. Lo había notado durante todo ese tiempo en que Angelika había rebuscado información por internet. No sabía sobre que trataba todo aquel lio, pero se imaginaba que no sería nada sencillo de solucionar.
Finalmente al llegar, Melissa estacionó el Fluence en la puerta, apagó el motor rápidamente, sin quitar el cambio de posición, por lo cual el auto cabeceó hacia adelante. Lo frenó con una maldición en italiano, lo dejó en punto muerto, y bajó del coche. Angelika y Alex bajaron detrás de ella. Alex se apoyó de la puerta para salir a la acera. Sabia caminar, al menos eso no lo había olvidado, pero Angelika notó que los primeros tres o cuatro pasos siempre le costaban un poco, como si olvidara por momentos como se hacía para caminar y lo recordara después. Melissa abrió la puerta de entrada, y los tres ingresaron al living.
—Bueno, bienvenido a mi humilde morada, Alex —dijo ella.
Alex observó con una sonrisa, le parecía tan extraño estar fuera de su monótona sala de hospital que todo para él representaba una novedad diferente. Su atención se focalizó en el piano de cola enorme y lustrado que ocupaba más de la mitad del living.
—Que hermoso, y que bien cuidado que está —comentó.
—Y no te imaginas como lo toca —observó Angelika a su vez. Melissa volvía desde la cocina.
—¿Quieres cenar, Alex?
—Te agradezco, ya tengo suficiente por hoy.
Angelika negó con la cabeza a su vez. Melissa entonces sin quitarse la bata clínica, se encaminó de nuevo hacia la puerta de entrada.
—Tengo que volver al hospital, nadie se puede dar cuenta de que me he ido, o sabrán que fui yo quien te ayude a escapar, Alex —explicó—. Aun me quedan dos horas para terminar el turno, así que volaré de nuevo al hospital y trataré de meterme en la base de datos, para desaparecer tu historia clínica. Si no tienes historia clínica, entonces nunca fuiste nuestro paciente.
Angelika se acercó a ella, la rodeó en un abrazo repentino y luego le apoyó las manos en sus hombros.
—Ten cuidado, por favor. Estas arriesgando demasiado por nosotros.
—Lo sé, pero creo que vale la pena. Nos vemos en un rato —respondió Melissa, y salió a la calle.
Dos horas y media después, Melissa volvía de nuevo a su apartamento. Tenía un aspecto fatal de cansancio, y en cuanto hubo colgado las llaves del Fluence en su portallaves, dio un suspiro de alivio.
—¿Ha salido todo bien? —preguntó Angelika.
—Sí. Hay un revuelo enorme en todo el hospital por tu desaparición, Alex. Me bombardearon a preguntas de toda clase, más que nada mi superior y tu medico a cargo, pero como nadie nos vio salir, ni nadie me vio volver, pues creo que he podido escapar de las acusaciones.
—¿Y las cámaras? Supongo que deberían haber cámaras.
—Ya me ocupé de eso —asintió Melissa.
—Vaya, que suerte, ahora se puede decir que estamos más tranquilos —sonrió Angelika.
—Prepararé café, si les parece bien. Me imagino que tienen mucho que hablar.
Melissa se encaminó a la cocina a encender la cafetera automática. Cinco minutos después, la casa estaba perfumada con el aroma de la bebida, y diez minutos más tarde, ya estaban sentados los tres alrededor de la mesa central del living, con una taza cada uno en sus manos.
—Bueno, te escucho, pero que sea suave, recuerda que soy un convaleciente —dijo Alex.
Angelika estiró un brazo hasta un estante de la biblioteca donde había guardado la carpeta con su documentación sobre la casa. La abrió y saco un montón de papeles impresos. Lo primero que le extendió en las manos fue la fotografía de la casa. Alex la miró con detenimiento y abrió grandes los ojos, atónito.
—¡Jesús, si es la mansión de mis pesadillas!
—Y este es el hombre que me ha atacado en la cocina —Angelika le cedió en las manos la fotografía de Luttemberger en sus mejores épocas.
—¿Qué sabes sobre él?
—Bien, Luttemberger fue un aristócrata bastante importante entre la década del veinte y el treinta. Digamos que fue el Crowley de su época, vivió en Stuttgart y allí fue responsable de casi veinticinco desapariciones y quizá muchos más asesinatos. Era practicante de magia negra y alta hechicería, digamos que había alcanzado el nivel de nigromante.
—Que espanto.
—Sus víctimas siempre eran mujeres jóvenes, de entre quince y veinte años, aunque la víctima más pequeña conocida hasta la fecha tenía doce años, y fue una única excepción —explico Angelika, rápidamente—. Vivió en Stuttgart durante diecisiete años, era un miembro respetable de la población durante el día y un cruel asesino por la noche.
—¿Nadie reportó los homicidios a tiempo?
—Nadie sospechaba de él, con el tiempo se había vuelto un filántropo muy reconocido y un miembro muy estimado en la sociedad.
—¿Tenia familia? —preguntó Melissa, esta vez, luego de darle un sorbo a su taza de café.
—Sí, una esposa rusa, Praskovia Lemanovich. Tenía dos hijos, un varón de ocho años llamado Ferdinand y una niña de once llamada Constanze. Asesinó a los tres antes de huir de la ley. Los descuartizó con un hacha, ofreciéndolos a Vughuul.
—Espera, espera —dijo Alex, haciendo un gesto con las manos—, ¿me estás hablando del demonio de la película Synister?
—Existe realmente, según algunas culturas y tribus antiguas.
—No me jodas... —murmuró él. —¿Y de qué huía?
—La policía comenzó a investigarlo cuando una joven victima escapó de la casa y lo denunció, así que antes de que la ley le echara el guante, vino aquí reuniendo toda su fortuna, se creó una nueva identidad, y compró el solar vacío en un remate estatal. Pasó los tres años siguientes construyendo esa mansión, incluso hasta ha ganado varios premios como la casa más lujosa de aquella época.
—Y déjame adivinar, los homicidios continuaron.
—Exactamente —consintió ella. Luego dio un sorbo a su café—. Al año de construir la mansión comenzaron a desaparecer jóvenes adolescentes, pero, aunque la policía le persiguió por cielo y tierra, jamás pudieron hallar una sola prueba para incriminarlo. Finalmente, Luttemberger decidió terminar sus días ahorcándose con alambre de púas en el living de la mansión, colgándose de una viga en cuanto la policía le cerró el paso.
—Un caballero muy particular —sonrió Alex, resoplando—. ¿Qué paso con la casa después?
—Aquí viene lo bueno. La casa permaneció abandonada durante más de cincuenta años sin conocerse siquiera donde estaban los títulos de propiedad. Hay quienes dicen que están enterrados en la edificación de la misma mansión, otros dicen que el estado es quien tiene los documentos en su poder, pero nadie confirma nada y misteriosamente la casa siempre está en venta.
—Si está en venta, es porque alguien está haciéndose cargo de todo eso —dijo Melissa.
—Exacto, pero mucha gente ha pasado por esa mansión y todos han desaparecido —explicó Angelika, revolviendo en sus apuntes—. Lilith y Emily Halloran, dos hermanas parapsicólogas compraron la casa en el setenta y cuatro, vivieron allí dos días y desaparecieron de la noche a la mañana. La casa volvió a ponerse en venta a la semana sin ningún motivo aparente. Edmond Letherbill, un aficionado al esoterismo, se infiltró en la casa para comprobar si realmente estaba embrujada. Lo encontraron dos días después, desnudo y envuelto en alambre de púas colgado de uno de los nogales del patio trasero, siendo devorado por los cuervos, víctima de un ritual antiguo de tortura denominado La jaula Colgante. Y como ellos tengo una lista de al menos quince personas e investigadores oficializados en el tema, todos desaparecidos. Finalmente, nadie más ha entrado a la mansión desde el noventa y cinco, y aún se desconoce el paradero de los documentos de propiedad.
—Bueno, menuda historia, ¿no? —comentó Alex.
El silencio sobrevino en los tres rápidamente. Tan solo se escuchaba en el ambiente el sonido de las pequeñas tazas de café cuando eran depositadas en la mesa de madera. El suspirar del termostato, de vez en vez. Finalmente, Melissa miró a Angelika interrogante, luego a Alex.
—¿Y qué piensan hacer? —preguntó.
—Tenemos que investigar la situación con respecto a todo esto —respondió ella, decididamente.
—¿No les parece demasiado riesgo?
—Concuerdo con ella —dijo Alex, señalando a Melissa. Él aún no había tocado su café, por temor a no recordar como beber en taza—. Cariño, creo que tendríamos que tomarnos un tiempo de tranquilidad, al menos hasta que me recupere.
—No, tenemos que investigarlo, tenemos que acabar con Luttemberger y la mansión.
Alex la miró a los ojos, sabía que Angelika estaba tratando de decirle algo más, algo que había de trasfondo y solo ella conocía, pero que él todavía no se había enterado. Suspiró y asintiendo con la cabeza, dejó que las cosas fluyeran, sin más.
—De acuerdo, como prefieras.
—Bueno, espero que mi computadora te haya sido útil —dijo Melissa.
—Claro que sí, fuiste de gran ayuda, en todo —sonrió Angelika, le tomó la mano y se la palmeó amigablemente—. De verdad, no tengo como agradecerte todo lo que has hecho por mí.
—Y yo tampoco, si vamos al caso —opinó Alex.
Melissa los miró a ambos con una sonrisa, y también le dio la mano a Alex.
—Nunca esperé hacer amigos de esta forma tan extraña, pero la vida es caprichosa. Prometan que me seguirán escribiendo, en la medida de lo posible. No me quedaré tranquila sabiendo que se enfrentan a esa cosa allá afuera dijo.
—Claro que sí, te escribiremos un correo siempre que podamos —asintió Angelika. Acabó el último trago de café que había en el fondo de su taza, y miró la de Alex sin tocar—. Oh, no has bebido tu café, ¿esperas que te regañe como a un niño?
—Déjalo, debe estar agotado. El hospital cansa demasiado, yo lo sé —terció Melissa. Imaginó que por cortesía, Angelika no quería despreciarle nada, pero también comprendía lo delicado de la situación y seguramente quisieran dormir de una vez—. ¿Por qué no van a descansar? Ya sabes dónde está mi habitación. Yo me quedaré aquí un rato, tocando el piano, y luego me acostaré en mi sofá. No les molesta, ¿verdad?
—Oh, claro que no. Que tengas buenas noches, Melissa, y de nuevo, gracias.
—Olvídenlo, que descansen.
Ambos se levantaron de la mesa, mientras que Melissa recogía las tazas una por una y las dejaba en el fregadero de la mesada. Angelika guió a Alex hasta la habitación, al entrar cerró la puerta tras de sí. De forma lenta y sistemática, Alex comenzó a quitarse la ropa de a una mientras Angelika apagaba la luz de la lámpara de techo y encendía las veladoras a cada lado de la cama. Dejó la ropa a los pies de la cama una vez que se hubo quitado todo menos los calzoncillos, se estiró sonándose las vértebras y se palpó el cuello quemado con la marca de la garra alrededor, haciendo una mueca debido a la textura de la piel cauterizada. Angelika le miró mientras se quitaba su propia ropa, y notó que tenía la espalda repleta de moretones y golpes violáceos.
—Santo Dios Alex, mírate como estas... —murmuró.
—Lo sé, solo quiero que todo esto se termine, te lo juro.
Alex se acostó en el espacioso somier de dos plazas, dando un bufido de conformidad, Angelika lo hizo después a su lado, luego de haberse quitado la ropa. Ambos apagaron las veladoras, y ella se apretujó contra su costado, posándole una mano en el pecho. Le abrazó con fuerza, era bueno poder dormir otra vez a su lado, se dijo, y casi sin poder evitarlo comenzó a llorar. Alex solo se dio cuenta de esto cuando las lágrimas comenzaron a caer encima de su brazo.
—¿Qué sucede, mi amor? —le preguntó, en un susurro.
—No puedo creer que este contigo, creí que te perdía. Creí que jamás podría volver a verte, no puedo seguir sola con mi vida si no estás en ella —pensó un instante—. ¿Cómo te recuperaste tan rápido? ¿Miguel intervino de nuevo?
—Fue extraño. Estaba en el cuarto cielo, en la morada de Miguel. Lo que expulsé de ese asilo no era un demonio, sino un ángel autoexiliado del cielo —comenzó a relatar—. Te escuchaba hablarme, pero muy lejana a mí. Le pedí a Miguel que me sacara de allí, pero él dijo que esta vez no podía ayudarme, me había equivocado en mis acciones. De repente vi a mi madre, me tomó el rostro en sus manos y me dijo que viviría. En cuanto volvamos a Nueva York debo revisar las actas necrológicas, tengo una muy mala espina...
—¿Tú crees que tu madre...? —había comenzado a preguntar Angelika, pero él la interrumpió con un suspiro.
—Sí, creo que algo le ha debido suceder. No hay otra forma de explicar porque ella estaba allí conmigo. Y estoy seguro plenamente que no era una visión, ni mucho menos.
—Todo estará bien —comentó ella—. Ya lo verás.
Alex le acarició el cabello, largo y sedoso, luego la hendidura de la columna vertebral en su espalda, y dejó su mano reposando en la curva de la cintura desnuda de Angelika.
—Hay algo más que no dijiste en la mesa —comentó—. Lo pude ver en tus ojos, te conozco.
—Sí, he encontrado más información, que deja en claro muchas cosas.
—Dime.
Angelika pareció titubear un momento.
—Seguramente esto cambie tu decisión a futuro de casarte conmigo.
Alex se reclinó un poco en la cama, apoyándose en el codo izquierdo, y aunque todo se hallaba en la más completa penumbra, pudo distinguir el rostro de Angelika con claridad, de modo que le acarició una mejilla y le besó la punta de la nariz.
—Nada ni nadie va a impedir que pase el resto de mi vida contigo, así que larga lo que sea que tengas para decir, vamos —dijo, y volvió a recostarse. Ella se arrebujó a su pecho y estiró una manta.
—Dije que el motivo de que Luttemberger huyera como despavorido de Alemania, fue el hecho de que una víctima escapó, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Esa víctima era mi madre.
—¿Cómo?
—Mi madre tenía diecisiete años cuando conoció a Luttemberger por primera vez, ella era vendedora ambulante en un barrio pobre de mi pueblo, y recuerda que un buen día vio pasar por la calle a un caballero al que nadie más veía salvo ella —comenzó a narrar—. Tenía una larga capa negra, un bastón con una serpiente en su empuñadura, un anillo con un pentáculo en uno de sus dedos, y la miraba fijamente. Ella quedó prendada de él, solamente no recuerda cómo, pero comenzó a caminar a su lado, sin razón aparente.
—¿Cómo una especie de hipnotismo?
—No lo sé, solamente ocurrió. Vio a aquel hombre y le siguió detrás. En la casa vio un montón de atrocidades que no describiré ahora, solamente que las dejo a tu criterio. Imagina lo más mórbido que hayas visto en tu vida, sea lo que sea no se compara con lo que ella vivió durante dos años allí dentro, encerrada.
—¿Estuvo dos años cautiva?
—Sí, no solamente eso, Luttemberger realmente se había enamorado de ella, decía que tenía algo resplandeciente, era la única mujer que trataba como una reina de todas las prisioneras que había allí. Quería su poder, Alex. Mi madre veía como tú —explicó Angelika—. La violó muchísimas veces, y tuvo un hijo, el cual Luttemberger sacrificó al nacer en un ritual pagano.
—Por Dios...
—Un buen día mi madre se escapó, luego de intentar sacrificarla a ella también. Se enfrentó a Luttemberger en el plano donde sabía que podría vencerlo, ¿comprendes? Fue así como salió de aquella casa en Alemania, una joven de no más de diecinueve años, desnuda, lastimada, violada, caminando durante cuatro kilómetros hasta encontrar la comisaria del pueblo. Lo denunció y cayó desmayada por deshidratación y shock. Luttemberger se vio acorralado, pero el ritual tenía que completarse, de modo que sacrificó a toda su familia, huyó de Alemania, y maldijo a mi madre. Durante sesenta y seis generaciones consecutivas solo tendríamos muerte para nosotros y quien sea que pudiera amarnos.
—Que espanto —comentó Alex.
—La cosa no termina allí. Mi madre conoció a mi padre, se enamoró, se casaron y luego nací yo. Tenía visiones desde muy pequeña pero mi madre siempre me llevaba al psiquiatra a que me dieran medicación, porque no podía ver esas cosas, la aterraba por completo. Una mañana no me desperté a tiempo para ir al colegio, me pareció muy raro que mi madre no me despertase, así que bajé y comencé a llamarla a gritos, aun en pijama. Recuerdo que vi mucha sangre, demasiada, desde la alfombra del living hasta el baño de la planta principal. También había un montón de vidrios rotos, así que con cuidado de no pisarlos y cortarme, caminé entre ellos buscando donde se había metido. La encontré en el baño, había roto un espejo y se había sacado los globos oculares con un trozo de vidrio. Se giró al escuchar mi voz y me dijo "Ahora Luttemberger ya no podrá mirarme, querida, ya no más", y cayó desmayada por la pérdida de sangre.
—Oh Angie, de verdad... —murmuró Alex, pero no tenía palabras para describir lo que estaba escuchando.
—Recuerdo que grité, grité hasta quedarme sin voz, y cuando caí en la realidad de que estaba perdiendo demasiado tiempo valioso para salvarle la vida, llamé a la emergencia y luego llamé a mi padre, le rogué que viniera a casa. Se llevaron a mi madre a los diez minutos, rumbo al hospital más cercano, y mi padre llegó en un vehículo de su trabajo quince minutos después. Al ver tanta sangre por el suelo de la casa, creyó que mi madre me había atacado, así que me tomó en brazos y me revisó por todos lados. Cuando le dije lo que había pasado se echó a llorar como un niño, te juro que nunca le había visto de aquella forma, y me apenó muchísimo.
—¿Qué pasó con tu madre?
—Pudieron salvarle la vida, pero quedó condenada a vivir sin ojos. Ni bien salió del hospital mi padre la internó en un asilo de salud mental. Recuerdo que lloré, lloré muchísimo, y papá me miró, puso sus manos en mis hombros y me dijo "Angie, tu madre es un peligro para todos, esto es lo mejor, espero que algún día lo entiendas". Una semana después mi padre sufre el accidente en su planta de procesado de coches, a la primera que le dan la noticia es a mi madre, que se vuelve histérica por ir a verle.
—¿Pero no era ciega? —preguntó Alex, confundido.
—Sí, pero recuerda que ella podía ver como tú, si quería.
—Continua —dijo él.
—Los médicos del asilo mental, creyendo que era otro delirio más de su perturbada mente, la subieron a un coche oficial y la llevaron al lugar del hecho, como una complacencia, solamente para que dejara de montar un alboroto. Mi madre lo vio, y cayó infartada allí mismo. Luego llamaron a mi colegio y me dieron la noticia, en fin, todo lo que ya conocías.
—Vaya, no sé qué decirte... ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
—Porque no lo recordaba hasta que comencé con la investigación, creo que sencillamente me hallaba bloqueada de todo este asunto y nada más, pero lo he visto a medida que descubría nuevos datos. ¿Comprendes lo real que es todo esto, el riesgo que corremos? Más que nada el riesgo que corres tú. En cada investigación has terminado de hospital, y siempre has salido victorioso de alguna forma u otra, pero un día la suerte ya no te acompañará, Alex —dijo ella, preocupadamente.
—Angie, yo he terminado siempre de hospital por cargarme cosas más grandes que yo, tú no tienes nada que ver en esto, ni tampoco esa maldición que dices tener.
—¿Y si en verdad soy yo la causante de tu desgracia? —preguntó ella, levantando el tono de voz inconscientemente—. No quiero que mueras por mi causa, Alex, no podría soportarlo.
—Escucha, cariño, tranquilízate. Nadie va a morir por tu causa, compréndelo. Pelearemos juntos, podremos con esto, saldremos adelante como siempre.
—¿Y si no podemos?
—Claro que si, ¿confías en mí?
—Claro que confió en ti, lo sabes más que nadie —aseguró ella.
—Entonces hazme caso. Nos enfrentaremos a esto, sea como sea, y podremos vencerlo si estamos juntos. Nada cambiará mi decisión de estar contigo el resto de mi vida —respondió Alex, enmarcándole el rostro con las manos. Ella volvía a llorar, pero esta vez de la emoción.
—Eres lo que siempre soñé, Alex Connor.
—Y tú también, Angelika, no lo dudes ni por un segundo —respondió él.
Ambos entonces se unieron en un beso profundo, lento, y apasionado como jamás se habían brindado mutuamente.
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