VI
Daniel se hallaba en su cama, acostado boca arriba, con sus gafas de montura dorada sobre las aletas de su nariz, leyendo meticulosamente la Biblia. Lisey, en una cama aparte a su lado, miraba la televisión de forma distraída, MTV transmitía una videografía de Concrete Blonde y la música le resultaba llamativa. Apenas habían surcado la mitad del camino, y aunque le hubiera encantado seguir con la travesía, tenía que reconocer que Daniel ya no estaba en condiciones de conducir seiscientos kilómetros de un tirón, como en su época más joven, de modo que optaron por detenerse y pasar la noche en un hotel del camino. Ella se había ofrecido a pagar la estadía, y el en cambio había usado el dinero que llevaba en ese momento para llenar el depósito del coche.
—¿Sabes, Daniel? Estaba pensando en algo que tal vez nos pueda servir de ayuda —dijo Lisey. Él levantó la mirada de su Biblia y la escrutó por encima de los cristales de las gafas.
—¿Ah sí? Cuéntame.
—Sé que Tommy tiene un hermano, sé su nombre, lo he leído en unas notas que me ha dejado antes de marcharse. Podríamos intentar buscarle, si lo encontramos, ya sabremos como ubicar la mansión.
—¿Y tienes pensado cómo hacerlo?
Lisey titubeó un instante, sorprendida por la pregunta.
—Pues vaya, creí que tú me darías alguna idea para comenzar a buscar con más detalle.
—Podremos investigar con los lugareños, supongo —respondió Daniel, aunque creía muy vana aquella opción. Nueva York era una ciudad grandísima para buscar una persona en particular como si de un pueblo pequeño se tratase—. ¿Sabes a qué se dedica, al menos?
—No, aunque... —Lisey entrecerró los ojos, buscando recordar algo que solamente ella podía saber de alguna forma mística. —Sé que Lucifer le odiaba. Su hermano era especial de alguna cierta forma.
—¿Sacerdote, como yo?
—No, es un chico común. Tiene una habilidad que al Maligno le jode bastante.
—¿Vidente, tal vez? —intentó Daniel, de nuevo.
—Sí, eso debe ser —Lisey se giró en su cama para mirarle de frente—. Sé que no podemos comenzar a buscarlo en base a especulaciones, pero es mejor esto a no tener nada más con que ubicarle.
—Claro, algo es algo —sonrió él, cálidamente. Volvió la vista a su Biblia, y luego la observó a Lisey nuevamente, por sobre las gafas—. Cuando lo encuentres, ¿qué le dirás?
—Pues supongo que lo mismo que te he contado a ti.
—¿Y crees que te escuchará?
—Se trata de su hermano, no creo que me ignore —respondió Lisey. Se giró de espaldas a Daniel, y estirando un brazo a su lámpara veladora, la apagó—. Que descanses.
—Buenas noches, Lisey. Que duermas bien.
Daniel tardó un par de horas más en dormirse, aun a pesar del cansancio que sentía luego de haber estado tantas horas sentado en su coche, conduciendo por las solitarias e interminables carreteras polvorientas. Lisey, sin embargo, tuvo un sueño intranquilo. Se revolvía en su cama, murmuraba entre dientes el nombre de Tommy, y a la mañana siguiente fue la primera en despertarse. Le dolía un poco la cabeza, debido a la mala noche de sueño, pero se metió a la ducha de la habitación y luego de un baño reparador ya podía sentirse mucho mejor que en un principio. Para cuando salió del baño aun con la toalla en la cabeza, Daniel ya se hallaba despierto, y el desayuno estaba servido en una bandeja encima de la mesa que había en una mesita contra la pared. Él la miró y sonrió, ajustándose las gafas a la nariz con un movimiento de su dedo índice.
—Buenos días, Lisey —saludó—. Hoy nos espera un largo camino por delante.
—Lo sé, tenemos mucho para recorrer, y mucho para charlar.
—¿Ah, sí? —preguntó él, mirándola de reojo mientras tomaba una porción de los huevos revueltos que había pedido un instante atrás, por teléfono.
—Claro, te he contado mi vida, pero tú no me has contado la tuya.
—Tienes razón, será una buena charla para el viaje.
Lisey lo miró de soslayo, mientras se acercaba a la mesa para tomar una tostada y untarla en crema de maní. Era fácil notar que había un cierto aire a melancolía en el tono de voz de Daniel, al quizá recordar ciertas cosas que le eran muy amargas. Pero también era necesario, si iban a ser colegas y socios de ahora en más, tenían que conocerse en profundidad, no podían guardarse nada entre sí. Desayunaron con lentitud, aprovechando esos últimos instantes en una habitación antes de volver a yacer durante horas en el asiento del coche, disfrutando de la pulcritud casi mítica que envolvía los hoteles de cualquier parte del mundo, ese pedacito de mundo que durante veinticuatro horas se vuelve propio. Y para alguien errante como ella, eso era demasiado hermoso, aun a sabiendas de que en Arizona tenía su propia casa. Sí, era suya, pero sin Tommy a su lado no tenía nada que hacer allí, prefería deambular por todas partes o trabajar con Daniel, pero no volvería a pisar el suelo de aquella propiedad jamás en su vida.
Terminaron el desayuno casi a las diez de la mañana, Lisey miró un poco la televisión mientras que Daniel se daba una ducha antes de partir, y casi a las once de la mañana emprendieron el viaje nuevamente en el Mercedes 220 azul, luego de comprar algunas galletitas y botellas de agua para el largo viaje que les esperaba hasta encontrar otro hotel, quizá el último de la travesía.
El día se hallaba soleado pero nuboso al mismo tiempo, haciendo que la temperatura fuera de unos agradables veinte grados, templando su propio estado de humor, viajando con las ventanillas bajas y la radio transmitiendo alegremente una canción de Creedence. Lisey miró a Daniel, conduciendo a la velocidad acostumbrada, y sus ojos se posaron en su mano izquierda, donde tenía las dos alianzas puestas, una en el dedo meñique y otra en el anular.
—¿Qué ha sido de tu vida, Daniel? —preguntó, al fin—. Cuéntame un poco de ti, vamos.
Él continuó mirando hacia adelante unos cientos más de metros, como si no la hubiera escuchado en absoluto. Ella creyó que no iba a responderle, y giró la cabeza de nuevo, contemplando como el paisaje árido y solitario de la carretera se extendía hasta donde iban sus ojos.
—Es difícil, bastante difícil —dijo al rato, sacándola de sus pensamientos.
—Lo sé, la vida nunca ha sido fácil para nadie.
—Vi que observabas mis anillos, he estado casado ocho años. Conocí a Anna en Primesport, yo todavía no había recibido mi primera sotana cuando ella ya estaba ayudándome a construir mi capilla, desde el primer ladrillo, aunque no era creyente —comenzó a relatar, sin apartar los ojos del camino—. La iglesia estuvo en contra mucho tiempo de nuestra unión por su falta de fe, pero nos casamos finalmente ante las leyes del hombre y de Dios. Cuatro años después nació Benjamin, un niño sano y fuerte, la luz de nuestras vidas, la bendición del Señor ante nuestro compromiso. Perdí todo, una noche del noventa y cuatro.
—¿Qué sucedió?
—Había muchísima tormenta, y recuerdo que ese día estuve con una gripe brutal, de esas que te dejan tirado en una cama durante al menos dos días —contó Daniel, alternando miradas entre Lisey y la carretera a medida que hablaba—. Nos estábamos quedando sin leña para la estufa, sin enlatados y sin medicamentos para mi fiebre, de modo que Anna se ofreció a ir en su Sedan a la despensa más cercana a comprar las cosas, a veinticuatro kilómetros de nuestro pueblo. Se llevó con ella a Benjamin, ya que obviamente no podía levantarme de la cama a cuidarlo. No quería que saliera con aquel clima a la ruta, pero no teníamos opción, realmente necesitaba esas medicinas.
—Comprendo perfectamente —dijo Lisey, mirándolo con atención.
—Recuerdo que esa noche no podía dormir, era extraño, pero me sentía muy intranquilo, ¿sabes? Es algo que simplemente no se puede definir con palabras, sabes que algo va a ir mal en cualquier momento. Casi a las cuatro de la madrugada me telefoneó la patrulla de la carretera, para decirme que un Sedan rojo con matrícula registrada a nombre de mi esposa había tenido un accidente en el kilómetro noventa y dos de la interestatal ochenta y cuatro —Daniel hizo una pausa breve—. Salté de la cama enseguida, a pesar de mi fiebre y mi dolor de cabeza debido al mal sueño, me vestí como pude y tomé las llaves del coche. Salí como un demente al lugar, tenía que verlo con mis propios ojos, no podía creer semejante cosa.
Daniel volvió a hacer una pausa y aunque no miró a Lisey de reojo, ella si le observó, y pudo comprobar que aquel hombre desgastado por la edad, por las vivencias durante todos sus largos años, estaba agotado de recordar todo aquello una y otra vez. Se enterneció viendo sus rasgos crispados por el dolor y la amargura. Una lágrima solitaria le bajó por las mejillas, surcando las arrugas de sus ojos.
—Daniel, si no quieres hablar de esto yo lo comprenderé... —dijo ella, posando una de sus manos en la de él. Negó con la cabeza, respirando hondo.
—No te preocupes, uno siempre cree que ya no tiene más lágrimas para llorar, luego de tantos años que han pasado, pero siempre es diferente —respondió—. Cuando llegué al lugar todo lo que vi por delante de mis faros era un cordón policial rodeando el accidente, un camión de transporte a un lado de la carretera y el coche de Anna volcado sobre su techo. Apagué el motor y salí a la lluvia, recuerdo que temblaba por la fiebre y el agua fría, pero no me importó. Crucé el vallado y vi que en el suelo estaba el brazo izquierdo de mi esposa, mutilado por el accidente. Me arrodillé a su lado, lo tomé en mis manos y le quité la alianza de su dedo.
—Oh por el amor de Dios, que espantoso... —murmuró Lisey, sintiendo la angustia de Daniel como si fuera su propio dolor personal.
—Según me explicaron los oficiales, mi esposa se cegó un instante por los focos de un camión que venía de frente a ella y no le dejaron ver con claridad, impactó de lleno contra la parte trasera del camión de carga que venía delante suyo y transportaba varillas de acero de doce pulgadas. Una de ellas se incrustó en la cabeza de mi hijo, el cual murió al instante. No se enteró siquiera lo que había sucedido, eso es lo que me da un poco de consuelo, supongo —dijo Daniel, con la voz quebrada por el llanto—. Una segunda varilla de acero se soltó de la carga y le atravesó el pecho a ella, le rompió dos costillas, el coche derrapó y dio varias vueltas de campana. La puerta del conductor se desprendió y le seccionó el brazo izquierdo, finalmente tardó cuarenta y cinco minutos en morir por desangramiento.
—Todo lo que me estas contando es brutal, sinceramente no tengo palabras.
Daniel quedó en silencio unos minutos, y ella se imaginó que seguramente estaba tratando de serenar sus emociones al menos por un instante. Aquel hombre sin duda había guardado demasiadas cosas en su fuero interno y trató aunque sea por un instante ponerse en su piel, en sus zapatos.
¿Qué sentiría ella si una cosa así le sucediera con Tommy? Se preguntó. Si por algún extraño azar del destino él muriese víctima de un accidente fatal, sin duda moriría con él, su mundo se derrumbaría sin más.
¿Y no moriría de todas formas a manos del pacto que había hecho? Se dijo su mente, reprimiendo las ganas de llorar. Para su fortuna, Daniel continuó hablando.
—Me dediqué a autodestruirme durante los siguientes once años de mi vida, culpándome día y noche por lo que había pasado, si yo no hubiera caído con esa maldita gripe Anna y Benjamin estarían conmigo a día de hoy —dijo—. Comencé a beber, y en cuestión de meses ya era un alcohólico muy miserable, de esos violentos que buscan reñir con las personas, incluso puse en peligro la capilla más de una vez. Recuerdo un día que casi intercambio los títulos de propiedad por cuatro barriles de whisky escoces. Era un maldito enfermo, ¿puedes imaginarlo?
—No hables así de ti mismo, Daniel.
—Es lo que era, estaba enfermo —dijo—. Perdí la aceptación de la Santa Sede, los fondos del gobierno, y tuve que empezar a mantener la capilla por mi cuenta, hasta que un día tomé la decisión de beber hasta morir, así que me gasté el dinero de dos meses de subsistencia en el whisky más barato que pude encontrar. Me senté en la puerta de mi capilla a beber una copa tras otra, a maldecir a Dios y a todos sus malditos planes, arrancando páginas de la Biblia y usándolas de servilleta, hasta que caí en un coma etílico después de la tercera botella. Estuve oficialmente muerto dos minutos, pero en esos dos interminables minutos sucedieron muchas cosas.
—¿De verdad? ¿Qué sucedió?
—Me vi a mí mismo en la camilla de hospital, vi el techo del edificio y un túnel. Al final me encontré con mi Anna y con Benjamin, venían de la mano traídos por Rafael y sus resplandecientes alas. Ella me habló, me dijo que no era mi tiempo aun, que debía volver y hacer más cosas en mi vida. Cuando recobré la conciencia habían pasado treinta y seis horas desde mi recuperación, y ni bien pude salir de aquel hospital comencé mi tratamiento de rehabilitación, pude salvar la capilla y aquí estoy, tal y como me conoces.
—Tu historia es increíblemente trágica, pero muy hermosa al final —dijo Lisey, luego de unos minutos cavilando en todo lo que Daniel le había contado. Se imaginaba que sería algo difícil, sin duda, pero nunca creyó que tanto—. Estas aquí, estás conmigo, y juntos tenemos por delante hacer llegar mi historia y la tuya a la gente, supongo. Eso es algo importante.
—Es importante que estemos haciendo este camino, si podemos salvar una vida, o dos quizá. Lo demás vendrá con el tiempo, he renegado muchísimo de Dios, de sus caminos y sus mandatos. Lo he maldecido ya tantas veces que ni siquiera puedo llevar la cuenta —dijo Daniel, con el rostro ensombrecido por las memorias que azotaban su mente como crueles latigazos de dolor—. ¿De qué me servía adorar a un Dios que me había arrebatado, de un segundo al otro, lo que más amaba en ésta vida? Me despertaba todos los días sin ganas de cocinar, lavar mi ropa, mucho menos predicarle a la gente todos los domingos acerca de un Dios que se había burlado en mi cara. Finalmente he decidido tratar de vivir lo mejor posible con esa carga.
Ambos permanecieron en silencio unos minutos más, Lisey asimilando la última frase que había dicho Daniel. Creía fervientemente en lo que decía, conocía los límites de la desesperación del ser humano cuando se hallaba perdido en los confines de su desgracia, cuando todo parecía estar en su contra, cuando la amargura era tan grande que ni siquiera muriendo se podría estar mejor. Había vivido en el infierno durante eones, lo había visto, una parte de sí misma a pesar de su humanidad aun lograba recordar los miles y miles de millones de almas torturadas que clamaban por piedad, sin duda una piedad que el infierno no conocía en absoluto.
Su mente volvió a Tommy, en algún momento de su vida, cuando diera su latido final, estaría allí abajo. En el mismo mundo que ella conocía con tanta repulsión, allí estaría su amor, nadando en un lago de fuego, devorándose a sí mismo atrozmente. Recordó su vida, las notas que él había guardado siempre y que ella leería después, al verlo marcharse, sus ojos tristes. Dio un largo suspiro lleno de melancolía y tristeza, luego habló.
—¿Por qué siempre a las mejores personas, le suceden las peores cosas? —preguntó.
—Porque es a las mejores personas a quien Dios más pone a prueba, a veces he llegado a pensar que las buenas personas son el único motivo de diversión que tiene, que le gusta vernos desde allí arriba sentado en su gran trono blanco mofándose de las desgracias que ocurren. Pero no he tenido como comprobar mi teoría, de modo que es más fácil tener fe, y pensar que él sabe lo que hace con la vida de cada uno de nosotros, supongo —respondió Daniel, encogiéndose de hombros.
El silencio volvió a apoderarse de ellos durante al menos unos dos kilómetros más, luego Lisey habló, después de un suspiro leve.
—Espero encontrar a Tommy a tiempo —dijo.
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Werner, Kaspar y Helmfried estaban reunidos en su residencia de Cortland, una construcción victoriana con lujosos tapices persas, mobiliario clásico alemán, esculturas y pinturas barrocas de la época renacentista, frescos y oleos en las paredes. Kaspar, ataviado con su largo manto negro con capucha a la espalda y coronado por dos hombreras distintivas rojas, se puso de pie y caminando hasta la mesa de tragos, tomó una copa y se sirvió una generosa medida de Glen Alba, whisky escoces de veintidos años. Miró a sus compañeros y levantó el botellón de cristal.
—¿Alguno quiere un trago? —preguntó. Ambos negaron con la cabeza, y Kaspar volvió a cerrar el botellón. Tomó su copa y caminó a los sillones, con paso lento.
—Debemos ocuparnos de la mansión cuanto antes —opinó Helmfried—. Los miembros del Poder Superior enviaron un comunicado desde Auschwitz, están muy nerviosos.
—Lo cual es lógico, al viejo Hazzard se le ha ido la pinza y largó todo el cuento —respondió Werner. Kaspar parecía el más sereno de los tres hombres, los escrutaba con sus facciones afiladas y sus ojos azul frio meciendo su bebida suavemente. Luego de un trago, habló.
—Hazzard no es un problema ahora mismo para el Poder Superior. La chica y su novio, sí. Es de ellos de quien debemos preocuparnos, y tener mucho cuidado.
—De todas formas, castigaremos al viejo como es debido.
—Claro que sí, Helmfried —sentenció Kaspar—. La mansión aún no ha comenzado su labor, nuestro señor Luttemberger aún es fuerte, y su espíritu va de la mano con Satán, él sabrá cómo actuar llegado el momento. Esa chica se hace fuerte con el paso del tiempo, y en su vientre porta el cordero que continuará con nuestro legado y su maldición.
—Creí que íbamos a ofrecerla en aborto ritual.
—No, esta vez no será necesario. Puede sernos útil con vida, luego que la mansión haga su trabajo, ella quedara desprotegida —dijo Kaspar, apurando el fondo de su trago de un golpe—. La tomaremos, la entrenaremos para que resista todo, cualquier cosa que se haga con ella. No gritará, no dirá absolutamente nada, no responderá al dolor, la prostituiremos en el nombre de Satán, y dará nueva vida al Poder Superior.
—In nomine dei nostri Satanas Luciferi excelsi —repitieron los tres, en una especie de amén.
—El novio de la chica será un tipo duro de pelar —comentó Werner, con tono sombrío—. Está muy protegido por Miguel.
—¡No lo nombres en esta casa! —exclamó Kaspar, mirándolo duramente.
—Perdón, Maestro.
—Tenemos trabajo que hacer, señores —Kaspar se puso de pie. Helmfried y Werner le siguieron detrás, a su paso—. Por ahora hay que quitar del medio a Hazzard.
—Ya no molestará más —asintió Werner—. El altar está preparado, Maestro.
Los tres se dirigieron entonces al salón más apartado de la casa, ubicado en el lado oeste de la misma, donde una gran mesa con diversos instrumentos de magia negra se encontraba. La sala no tenía ventana ninguna, estaba pintada de gris, y todas las paredes estaban decoradas por completo con pentaculos de diversos tamaños, cabezas de cerdo disecadas, de cabra y de toro. Había cuatro antorchas empotradas en cada una de las paredes, dando iluminación al recinto, y salvo Kaspar, los demás se afanaron por encender cada una de ellas con mecheros de combustible. Pronto el lugar se iluminó por completo, y el fuego entibió el ambiente, mientras que el purificador de aire zumbaba haciendo su trabajo de expeler el humo hacia afuera. Al terminar, se pusieron frente a la mesa y con las palmas de las manos apartadas del cuerpo y hacia el suelo, cerraron los ojos y se concentraron.
Kaspar, por su parte, encendió los candelabros rojos y negros, y con un marcador negro escribió "Hazzard" en un trozo de papel blanco. Dibujó encima un pentaculo, debajo una cruz invertida, a su lado izquierdo una nube negra y a su derecha un símbolo triangular. Por último, tomó unas pinzas de metal y de una pecera de cristal con perforaciones, donde había unas veinte tarántulas, tomó una de ellas y la colocó encima del papel. Con un filoso cuchillo cortó las patas del animal y luego le ejecutó cortando su cabeza, cuidando de que los jugos del cuerpo del insecto no mancharan el nombre de Hazzard. Arrojó el cuerpo inerte de la araña a un costado, descuidadamente, y tomando un mortero puso las partes del animal dentro, moliendo todo. Volcó el mortero encima del papel y tomándolo con la pinza de metal, sujetó una vela negra acercando su llama a la punta del papel, el cual sostenía en alto.
—Aquí su nombre se quema, pronto su vida también —comenzó a recitar Kaspar, con su gruesa voz de barítono, mientras los demás alzaban las manos con las palmas hacia el suelo—. Con el poder de la tierra, ya se arrepiente su ser. Con el poder del fuego, la mala suerte le entrego. Con el poder del agua, le persigue la desgracia, y con el poder del aire una nube que estalle. Que la araña lo devore sin perdón y sin piedad, ésta es mi voluntad y así se hará.
—Satanas Luciferi excelsi —dijeron Helmfried y Werner al unísono.
—Que los insectos devoren sus vísceras, que las llamas del odio consuman los huesos, que tus fauces desgarren sus ojos. Que mueran los enemigos, así lo decreto.
—Missit me dominus, missit me Satanas —recitaron los tres, una vez que las llamas del papel comenzaron a extinguirse, devorándose el nombre escrito junto con las patas de araña molidas. Kaspar apagó las velas mientras que los demás apagaron las antorchas y los candelabros, luego volvieron a dirigirse al living, cerrando la puerta tras de sí.
—El viejo Hazzard no verá la luz del amanecer —sentenció Helmfried, con una sonrisa.
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Mientras tanto, y ajeno a todo aquello, Hazzard se hallaba en su rancho mirando la televisión, una serie donde un grupo de adolescentes pasaba sus días sobreviviendo a las fiestas nocturnas y los amoríos de verano. Levantó su copa de bourbon en la habitación en penumbras, al momento justo en que uno de los chicos del show hacia un brindis con sus compañeros.
—Vamos Dickie, si tú sabes que Emily se orina por ti, brindemos por ello —comentó, con la voz un poco pastosa debido a la bebida. Dio un trago y luego apartó su copa de la boca rápidamente. Con un manotazo rápido, usando su mano libre, se golpeó el cuello dando una exclamación.
Escuchó que algo cayó, dando un golpe tenue debido a la alfombra que cubría las tablas del suelo. Tomó su bastón, y poniéndose de pie con dificultad del sillón, caminó hacia la lámpara más cercana para encender la luz, maldiciendo entre dientes por haber visto interrumpida su noche de televisión y bourbon.
Dio con el interruptor en la pared y la bombilla del techo iluminó el recinto, Hazzard rodeó el sillón donde estaba sentado y vio en la alfombra, a su lado, una tarántula Goliat de treinta centímetros que estaba parada sobre sus patas traseras, desafiante y amenazadora. La miró extrañado, y tomando un pesado diccionario del estante de su biblioteca se acercó a ella con cautela, le arrojó el libro encima y los jugos de la araña salpicaron a los costados.
—Maldito bicho de mierda —murmuró—, ¿de dónde habrá salido?
De pronto levantó la vista hacia las paredes, donde un segundo atrás no había nada, ahora hervían de multitud de ellas, desde arañas de Saco, Viudas Negras, Violinistas, arañas Hobo, arañas del Ratón, Reclusas Pardas, cientos y cientos de ellas, hormigueando por las paredes como una gran masa negra uniforme. Miró hacia el techo, estaba realmente plagado de tarántulas, la misma especie que le había caminado por el cuello un instante atrás. Y todas se acercaban a él descendiendo por las paredes en una extraña sincronía.
—No —murmuró Hazzard, dándose la vuelta para correr hacia algún lado, arrojarse por una ventana si fuera necesario. Desde muy pequeño le tenía pánico a los insectos, y aún más a las arañas y polillas—. ¡No, fuera, fuera!
Intentó avanzar hacia la puerta, pero las arañas del techo ya estaban descendiendo por ella y le era imposible sujetar el picaporte sin evitar tocarlas. Se retiró hacia atrás, sus pies se enredaron y se cayó de bruces encima de la alfombra, sobre su espalda. Estiró una mano trémulamente hacia su bastón para ponerse de pie, pero rápidas como el rayo, las arañas habían comenzado a bajar de las paredes y corrían con rapidez hacia él.
Se le subieron encima, invadiéndolo por completo. Hazzard dio alaridos de terror mientras que era picado por cientos de arañas de las especies más venenosas conocidas. Se retorcía en la alfombra, entre espasmos, mientras sus tejidos blandos como los ojos y la lengua eran devorados por los insectos, que se le metían en la nariz, en la boca, mientras gritaba como un demente.
Finalmente comenzó a tener un ataque de convulsiones, debido a las neurotoxinas venenosas que invadieron su sistema nervioso central, y unos instantes después yacía muerto, en medio de la sala de su cabaña, con el diccionario sujetando ridículamente la Goliat muerta, casi al lado de su rostro.
Solo cuando Hazzard dio su última convulsión, todas las arañas por completo se retiraron del lugar.
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