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V


Mientras tanto, Angelika se hallaba bebiendo su segunda taza de café de la tarde. Sabía que esa noche no podría dormir, por un lado debido a la terrible noticia de que Alex estaba en el hospital, y como segundo punto a tener en cuenta, la alta dosis de cafeína que estaba ingiriendo ahora mismo. Aun no tenía idea que había pasado en aquel maldito asilo, ni cuál era el estado real de Alex, pero su intuición solamente le decía que allí dentro había algo grande, y sin duda, Alex se lo había cargado solo.

Le dolían los ojos de llorar, tenía la punta de la nariz roja e irritada de tanto frotarse pañuelos descartables, y Brianna, echada en su rincón de siempre frente a los sillones, le miraba con las orejas bajas y el hocico apoyado en la alfombra. Angelika dejó su taza de café encima de la mesita ratona, y se puso de pie para ir a buscar a su tocador un nuevo paquete de Cleenex, cuando el teléfono sonó en su bolsillo. Desesperadamente, lo tomó en sus manos y atendió.

—¡¿Hola, quién es?! —casi gritó.

—Buenas noches, soy la enfermera Melissa Rossi. Usted debe ser la esposa del paciente Alex Connor, ¿verdad? —sonó una voz femenina del otro lado, delicada pero firme. Una voz que estaba acostumbrada a dar malas noticias, se dijo Angelika. Y no, no era la esposa de Alex aun, pero si podía salir de aquel hospital para estar a su lado no perdería más tiempo, se casaría con él en cuanto pusiera un solo pie en Nueva York.

—Sí, así es —respondió, volviendo a sentarse en el sillón. Brianna levantó las orejas, atenta.

—La llamo del hospital San Martino, como me imagino que sabrá su esposo ha tenido un accidente delicado, y ahora mismo se encuentra en terapia intensiva —explicó la chica a través de la línea, y luego agregó—: Tiene suerte de que yo esté aquí, soy la única doctora del hospital que conoce ingles tanto como usted misma.

Angelika sintió que comenzaba a marearse, se aferró con una mano libre al apoyabrazos del sillón, pero en lugar de caer desmayada como creía, simplemente comenzó a llorar de nuevo. Se asombró de sí misma, con todo lo que había llorado en las últimas horas, creía poco probable que tuviera liquido suficiente en el cuerpo como para seguir derramando más lágrimas.

—Dígame que le pasó, por favor —suplicó, con la voz entrecortada.

—Su esposo ha tenido un ataque cerebral hemorrágico, y si bien está fuera de peligro, la situación no deja de ser delicada, principalmente por las consecuencias que esto trae para el paciente.

—¿Cuáles consecuencias?

—¿Creé que pueda escucharlo por teléfono, señora Connor?

—Realmente no, pero dígamelo de todas formas —respondió Angelika, cerrando los ojos.

—Por lo general hemiplejia en un lado del cuerpo, dificultades para hablar, problemas respiratorios y motrices. En el peor de los casos el ataque puede repetirse y el paciente entrará en estado vegetatívo.

—¡Oh por Dios, esto no puede ser cierto! —gritó Angelika, mientras se tomaba la frente con una mano, sacudiéndose espasmódicamente por el llanto histérico que la dominaba—. Necesito verlo, dígame donde está, la dirección del hospital, lo que sea. Tomaré un vuelo mañana mismo.

Melissa Rossi, la enfermera, le pasó la dirección del hospital, la cual Angelika anotó, en la primera libreta que encontró a mano en el escritorio donde hasta hace dos días, la computadora portátil de Alex reposaba cómodamente, con la pantalla cerrada como de costumbre. Entonces la enfermera añadió.

—Hagamos una cosa, señora Connor. Entiendo por el problema que está pasando, la situación que está viviendo, que no es para nada fácil, y si usted viene aquí, a Génova, le va a costar ubicar los lugares, más aún teniendo en cuenta el estado en que se debe encontrar su mente ahora mismo. Si lo desea, en cuanto confirme el vuelo y sepa a qué hora llegará, puedo pasarla a buscar al aeropuerto y llevarla al hospital yo misma.

—¿De verdad?

—Sí, no se preocupe. Podré recomendarle un hotel donde hospedarse incluso, si lo desea.

—En verdad, que no tengo palabras para agradecerle, esto es muy difícil para mí...

—Lo sé, debe permanecer tranquila —dijo Melissa, del otro lado de la línea.

Ambas mujeres entonces se intercambiaron los teléfonos, lo anotaron y se despidieron prometiendo Angelika que la llamaría cuanto antes.

Dejó el teléfono encima de la mesa, resoplando y secándose las mejillas húmedas con las palmas de las manos. Se sentía terriblemente aterrada por todo lo que estaba pasando, porque no podría imaginar nunca que Alex estuviese tan mal. ¿Qué había encontrado precisamente en aquel asilo?

¿Qué era lo que le había atacado de aquella forma atroz y despiadada? Se preguntó.

Observó a su alrededor sintiéndose ligeramente mareada, como si una gran nube de irrealidad la hubiera cubierto de pies a cabeza de un segundo al otro. Sus ojos viajaron de las paredes de la casa, pintadas de un blanco inmaculado, hasta el mueble donde la televisión de pantalla plana descansaba, apagada, las fotos de ambos encuadradas en finos portarretratos símil enchapado en oro, las primeras navidades juntos, toda la vida por delante.

Una vida que podía truncarse de un segundo al otro, que perfectamente era capaz de continuar sin Alex. La vida seguía, ¿pero ella podría? No, claro que no, se respondió. Y casi sin darse cuenta estaba negando con la cabeza, un gesto autómata, en la silenciosa sala de la casa.

Determinadamente, una idea afloró en su cabeza, le había dicho a la enfermera que a primera hora tomaría un vuelo a Génova, ¿pero dónde dejaría a Brianna? La respuesta era muy simple, una guardería canina resolvería la situación.

—Imbecil de mi, ¿cómo no me di cuenta antes? —se insultó, mientras que se ponía de pie yendo hacia su computadora portátil, que era la que tenía más cerca, Alex se había llevado su Macbook a Italia y solo quedaba la suya en la casa. La encendió, y googleó con rapidez, buscando un buen lugar donde colocar a Brianna. Cuando pudo hallar un sitio acorde al nivel de comodidad que esperaba para su mascota, tomó el teléfono y llamó para pedir una reservación, la chica de recepción le dijo que al día siguiente irían a buscar el animal, Angelika acordó los términos y luego de colgar, chasqueó los dedos, mientras se sentaba de nuevo en el sillón.

Obedientemente, Brianna se puso de pie y caminó hacia ella, ofreciendo su peluda cabeza con gentileza y docilidad. Angelika le acarició.

—Mañana nos separamos, pequeña —le dijo—. Tendré que ir a cuidar a Alex, y tú iras a un hotel para perros, ¿qué te parece? Si esta mierda se me hubiera ocurrido antes, quizá él no estaría pasando por todo esto ahora, maldita de mí.

Brianna le dio un gran lametón en la punta de la nariz, y Angelika se abrazó al espeso pelaje del cuello del animal, llorando de nuevo, desconsolada, sintiéndose tan sola, sufriendo como nunca antes. No tenía a Alex con ella, y a partir de mañana tampoco tendría a Brianna. Sentía que el mundo, las paredes de la casa, y su mortecino silencio, se le venían encima, asfixiándole.

Y con más fuerza lloró, soltando todo, desahogándose cuanto podía, sin medir el tiempo. En cuanto se calmó luego de varios minutos, resopló nuevamente, se volvió a secar las mejillas, esta vez con un trozo de su propia camiseta. Se puso de pie, le abrió la puerta a Brianna para que saliera al patio a hacer sus necesidades, y mientras el animal correteaba por el césped, Angelika aprovechó el momento para telefonear al aeropuerto y reservar un billete de avión rumbo a Génova. Entonces le comunicaron que el avión del día siguiente salía solo a la una de la tarde, por lo tanto, calculaba que estaría llegando a destino entre las tres y las cuatro y media de la madrugada del siguiente día.

Angelika resopló, desconforme, pero terminó por aceptar aquello de todas formas. No tenía alternativa. El siguiente vuelo sería en dos días, y no podía esperar tanto.

En cuanto colgó, tomó la libreta que estaba sobre la mesa, marcó el prefijo de país, y el número de once dígitos que le había dictado la enfermera un momento antes. Le indicó a la hora que estaría llegando y dijo que no había problema, podría ir a buscarla de todas formas, aunque arribara a mitad de la madrugada. Angelika agradeció por aquello nuevamente, y colgó.

Vio a la perra corretear en círculos por el verde césped del patio de aquella inmensa casa, reptar por debajo de la red de tenis, y se rodeó con los brazos ella misma, aferrándose de los codos. Aquel sentimiento de soledad extrema volvió a invadirle, atenazándola en sus frías garras, y todo lo que deseó en el mundo era simplemente resistir ver a Alex en aquel estado, no caer desmayada o abalanzarse encima de la camilla como una desquiciada.

Aunque no creía que pudiese hacer nada de todo aquello. Seguramente ingresaría al hospital con un par de comprimidos de Oneriamina bajo la lengua, sus pastillas para dormir, que utilizaba en momentos de mucho estrés, para adormecerse un poco y mitigar su desesperación e impotencia, y sería un buen plan, se dijo para sí.

Sería el único plan posible ante tanto desastre para su vida.



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Al día siguiente, Angelika se había despertado con la sensación de estar desconectada de la realidad, como si todo fuera producto de un terrible y oscuro mal sueño, y nada más. Caminaba, pero no sentía el vello de la alfombra en la planta de sus pies desnudos, percibía el frescor de la mañana mientras se vestía, pero tampoco creía real una sensación así. ¿Se estaría enloqueciendo? Pensó. No lo creía, seguramente fuera producto del intenso estrés al que había estado sometida en las últimas cuarenta y ocho horas. Además, si se estaba quedando loca, ¿que más daba? No podía perder nada más de lo que ya estaba perdiendo.

A eso de las siete y media de la mañana una camioneta equipada con jaula detrás, amplia y espaciosa, pasó a recoger a Brianna a la casa, Angelika la abrazó y el animal, dócilmente, esperó paciente a que la despedida acabase. Luego se dejó guiar hasta la camioneta y de un salto subió a la caja de la misma, donde fue asegurada correctamente.

Para el mediodía, Angelika ya tenía su equipaje listo, de modo que cerró la casa, tomó un taxi y se dirigió hasta el aeropuerto. Al llegar media hora después, caminó entre la apurada gente que iba y venía. Eso le recordó el día que Alex había partido, ella le había acompañado, sentía como si la muchedumbre que recorría las instalaciones del aeropuerto no hubiese cambiado, y tuvo que reprimir las ganas de llorar de nuevo. Se acercó a un mostrador de información al cliente. Una muchacha con aire cansado levantó la vista por encima de las gafas de montura fina y la observó.

—Buenos días, señorita, ¿puedo ayudarla en algo? —le preguntó.

—Anoche reservé un boleto para Génova, quería saber dónde puedo retirarlo.

—Puerta veinticinco de arribo, por aquí mismo derecho, primera puerta al final —le señaló la mujer—. El vuelo partirá dentro de quince minutos.

—Gracias —dijo Angelika, sintiendo que su voz venia de muy lejos. Quince minutos y al fin estaría de camino para ver a Alex. Y de nuevo, igual que la noche anterior durante tantas veces, se lamentó por su torpeza al no haber dejado a Brianna en una guardería canina desde un principio. Comenzó a caminar rumbo a la puerta de arribo indicada, y al llegar, dejó el equipaje en la cinta transportadora para su posterior chequeo. Con el pasaporte en mano adquirió su boleto rápidamente y luego de comprobar que todo estaba en orden, Angelika pasó por el escáner de rutina. Finalmente se colocó en la fila para entrar a la pista de arribo.

Ver el avión de cerca le resultó atemorizante, y se sintió muy pequeña, mucho más pequeña y frágil que la noche anterior en aquella enorme casa que ella y Alex compartían, además solamente había volado una vez en su vida, cuando había viajado de Stuttgart a Nueva York, y luego nunca más había usado un avión para nada. El hecho de volar, con todo lo que eso conlleva, incluidas las sacudidas del despegue y las posibles turbulencias a gran altura, le ponían los pelos de punta, pero pensar en Alex, acostado en una blanca e impoluta cama de hospital, le ponía peor, y al mismo tiempo le llenaba de coraje y aplomo, así que sin titubear, trató de pensar en otra cosa y dejarse guiar hasta el avión.

Una vez dentro, en no más de media hora y luego de varios controles de rutina por la tripulación del enorme aparato metálico, las turbinas se encendieron, sonó la voz pidiendo por favor que los pasajeros se abrocharan los cinturones de seguridad, y tomando velocidad gradualmente comenzaron a carretear para despegar hacia los cielos. Angelika respiraba agitada, un tanto nerviosa, pero no se aferró a los posabrazos del asiento, ni empalideció, solamente soportó en silencio el proceso de tomar altura, hasta que al fin el avión comenzó a elevarse, dócil y sin contratiempos, hacia el claro y azul cielo de aquella mañana.

Angelika se durmió entonces enseguida que el avión tomó una buena altura, no creía poder hacerlo debido a toda la presión mental que sentía por todo lo de Alex, pero el cansancio y el murmullo de las turbinas del aparato terminaron por adormecerla, para luego sumirla en un profundo sueño, en el cual no se despertó hasta que una azafata le sacudiera levemente por el hombro, diciéndole que habían llegado a la escala de su viaje en París. Había tomado el vuelo más corto y directo, de diez horas y media con escala de tres horas en París, y Angelika se había olvidado por completo de ello. Atontada, dio las gracias y se levantó del asiento, caminando por el pasillo hasta la puerta donde la escalerilla estaba montada para que los pasajeros descendieran del avión. Una vez en tierra, se colocó las manos detrás de la espalda y se estiró, acomodándose, tenía el cuello acalambrado de dormir más de seis horas en la misma posición y también tenía hambre. Así que, por lo tanto, se puso a buscar un restaurante donde comer un bocadillo y llamar a la doctora que se había ofrecido a llevarla hasta el hospital. Comió un sándwich de jamón y vegetales, y luego avisó a Melissa la hora en la que aproximadamente estaría llegando el avión. Coordinaron el lugar de encuentro, ella le esperaría con su coche a las afueras del aeropuerto principal de Génova, y la llevaría hasta un buen hotel para poder alojarse.

Una vez que terminó de cenar y de hablar por teléfono, salió del restaurante y sin saber adónde ir, se sentó en una banca de la plaza, con vista hacia el aeropuerto, y apoyando los codos en sus rodillas, se tomó la cara con las manos y comenzó a llorar de nuevo. Se sentía agotada, tanto física como mentalmente a pesar de todo lo que había dormido durante el vuelo, y algo de ella pudo sentir la misma soledad que sintió Alex en un país desconocido, frio y desorientado. Anheló el calor de la casa, sentados en el living viendo sus programas favoritos de televisión, abrazados uno del otro, y por las noches después de cenar hacer el amor, sentir la respiración de Alex en su cuello, en la profundidad del sueño y el silencio de la habitación.

Faltando media hora para continuar el vuelo, Angelika se puso de pie, con un ligero dolor de cabeza que sospechó iría en aumento con las próximas horas, se enjugó las lágrimas con una mano y se encaminó de nuevo al aeropuerto con el pasaporte. Su vuelo continuó sin contratiempo alguno, y a eso de las once y cincuenta y ocho de la noche llegó al fin a Génova, para las doce y media de la madrugada estaba telefoneando a Melissa desde una caseta pública, y finalmente doce y cuarenta un lujoso Renault Fluence gris estacionó frente a la puerta de entrada del aeropuerto. El vidrio polarizado de la puerta del acompañante descendió levemente de forma automática, una muchacha de cabello tan negro como la noche, bucles bien definidos e impresionantes ojos miel estaba medio inclinada sobre el asiento contiguo, mirando fijamente a una Angelika desorientada, que sostenía una maleta pequeña, de pie en la acera del aeropuerto solitario a esas horas.

—Tú eres la señora Connor, ¿verdad? —preguntó la chica del Fluence, en un muy buen inglés, a pesar del acento italiano que se dejaba entrever.

—Así es —dijo Angelika, acercándose a la ventanilla con timidez. Un clic sonó dentro de la puerta.

—Me alegro de verte, pasa, hace un poco de frio por aquí. Espero no haber tardado más de la cuenta, aunque no parezca el tráfico por aquí es un infierno, aun a estas horas.

—Oh, no hay problema. Diez minutos no son nada comparado a dos días terribles —sonrió Angelika, lo mejor que pudo, mientras se subía al asiento del acompañante, poniendo su pequeña maleta encima de sus piernas. Una pequeña mano con las uñas pintadas de negro le esperaba extendida. Ella se la estrechó.

—Soy Melissa, un placer conocerte, aunque te esperaba para la madrugada, como me habías dicho en un principio. ¿Se canceló tu vuelo programado?

—Angelika, el placer es mío, y de nuevo, gracias por la ayuda —dijo—. Realmente no tengo ni idea, supongo que sí, sino no me hubieran derivado a uno más rápido. De todas formas, lo siento, debí habértelo dicho a tiempo, pero con todo esto se me ha pasado por alto.

Melissa sonrió, se acomodó un mechón de pelo, encendió el coche y arrancó levemente.

—No te preocupes, si estuviera en tu situación me gustaría que alguien me ayudase. No es muy común que venga un paciente norteamericano a nuestro hospital, y menos con las condiciones de tu esposo. ¿Puedo preguntar qué hacía aquí? En sus bolsillos tenía un boleto de avión de regreso a Nueva York fijado para dentro de dos días, ¿es empresario?

Angelika rio, en condiciones normales no le contaría absolutamente nada a una extraña, pero no sabía si era producto del cansancio o la falta de contacto humano que sentía, así que no le importó charlar amigablemente con ella. Parecía una buena chica.

—Si te lo cuento no me lo creerías —dijo. Melissa la miró de reojo.

—Ni que fuera tan grave.

—No es grave, es... raro.

—¿Cómo así? —insistió Melissa.

—Somos médiums, si se le puede llamar de esa forma.

—Ya, en serio.

—No es broma, Alex vino aquí a limpiar un asilo de ancianos abandonado. Yo no he podido acompañarle, pero en nuestro país somos importantes parapsicólogos, y hace tiempo ya que trabajamos con estas cosas —respondió Angelika, encogiéndose de hombros. Melissa la miró sorprendida.

—Vaya, quien lo diría. Normalmente no creo en esas cosas, nunca he visto nada extraño. Pero bueno, como siempre digo, mejor no comprobarlo. ¿Cómo se conocieron?

—Fue en la universidad. Yo recién había llegado de Alemania, y Alex fue el único chico en todo el instituto que me ayudó de buena fe. Luego me defendió cuando un abusón casi me viola, le costó algunos puntos en su brazo izquierdo y una nariz rota, pero ganó una buena chica, o al menos eso supongo.

—Ya lo creo que sí, no tienes pinta de ser mala.

—Tú tampoco, Melissa —sonrió Angelika, cortésmente. Luego miró al frente—. ¿Adónde vamos?

—Te dejaré en un hotel que conozco como si fuera mi propia casa, es cuatro estrellas, así que por las comodidades no te preocupes. ¿Tienes dinero?

Angelika asintió con la cabeza.

—He tomado el que tenía en casa, aunque todo lo demás lo tengo en una cuenta bancaria.

—¿Y cuánto es tu efectivo? —Angelika trató de hacer toda la memoria que su cansado cerebro pudo.

—Nueve mil dólares, masomenos —respondió.

—De acuerdo.

Continuaron en silencio, Melissa mirando al frente con aire concentrado y despreocupado al mismo tiempo, típico gesto de cualquier doctora acostumbrada a la rutina de hospital. Angelika solamente se miraba las manos preguntándose como estaría Alex, era todo lo que rondaba en su mente, no tenía tiempo de pensar en nada más. Si el dinero no le alcanzaba, ya vería la forma de conseguir más. 

¿Cuánto tiempo tendrían que continuar así? Alex no podía terminar de hospital cada vez que consiguiera un caso diferente, y de pronto se halló muy cansada. Pero no solo físicamente, sino por sobre todas las cosas sentía cansancio en su propia animosidad. Se había embarcado en una empresa que cada vez le costaba más esfuerzo continuar, un trabajo que era por sobre todas las cosas muy riesgoso, y el que estaba pagando las consecuencias era el propio Alex.

Ah, y como se lamentaba, además, de no haber aceptado su propuesta de ir a las costas, comprar una casa lujosa, descansar. Ella quiso continuar con todo aquello, diciendo que tenían una misión, que tenían que salvar vidas. Pero no quería que, a cambio de eso, Alex perdiese la suya.

Y esas visiones de Tommy muerto, Dios mío,  ¿qué estamos haciendo? Se preguntó. Unos minutos después, el Fluence de Melissa se detuvo en la puerta de cristal iluminada de un gran hotel que ostentaba sus cuatro estrellas bañadas en bronce y amuradas encima del marco de la puerta. Un seguridad estaba a cada lado de la entrada, vestido de traje y corbata. Angelika miró aquella fachada, y emitió un suspiro leve.

—Bueno, ya estamos aquí —dijo.

—En efecto —respondió Melissa—. ¿A qué hora quieres que te pase a buscar?

—¿A qué hora comienzas tu turno? Quisiera ver a Alex cuanto antes, de ser posible.

—A las nueve de la mañana, masomenos. Date una ducha, acomoda tus cosas, y aprovecha a descansar, que lo necesitas.

Ambas se despidieron y Angelika descendió del lado del acompañante. Melissa hizo cambio de luces, ya que era tarde para tocar la bocina un par de veces, y luego que la vio alejarse en la distancia de la solitaria e iluminada avenida, Angelika giró sobre sus talones e ingresó a la recepción del hotel. Allí se inscribió, hizo el pago de los primeros dos días por adelantado, algo que le costó casi tres mil dólares, y una vez con la llave en la mano, subió hasta el quinto piso por el ascensor de servicio, que según le dijeron era el más rápido de los tres.

Al llegar a la habitación, un cuarto muy lujoso con caras lámparas que pendían del techo, una mullida cama somier de dos plazas y media, baño con ducha, un enorme closet y balcón con barandal de bronce, dejó la maleta encima de la cama. Se metió a la ducha y permaneció en el agua caliente por más tiempo del que pensaba. Se secó, saliendo a la habitación, bajó la maleta al suelo y se acostó completamente desnuda. Tenía para disfrutar casi seis horas de sueño ininterrumpido, sin duda mucho más cómodo que aquel asiento de avión.



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A la mañana siguiente, Angelika se despertó con un leve dolor de cabeza, haciendo que le palpitara la frente, producto de haber tenido una muy mala noche. Había dormido pesadamente, pero también muy inquieta, y se sentía más cansada de lo habitual. Siete y media se había despertado, no había pedido desayuno porque no sabía cómo hacerlo en italiano, pero para las ocho de la mañana un empleado del establecimiento llamó a su puerta. Ella le abrió y vio que tenía una bandeja en las manos, donde traía un vaso alto de jugo de naranja recién exprimido, cuatro tostadas y un pequeño potecito de porcelana con mermelada de arándanos. No era de su preferencia, hubiera optado por una de duraznos, pero agradeció de todas formas educadamente asintiendo con una sonrisa sin decir nada más, y cerró la puerta tras de sí.

Desayunó relativamente poco, solamente dos tostadas apenas untadas con mermelada, bebió el zumo por completo, y eligiendo ropa cómoda, se vistió para esperar a Melissa. Al terminar, bajó a recepción y se sentó en un sillón de terciopelo rojo, mirando por las ventanas de cristal hacia la calle, esperando ver el Fluence de Melissa asomarse entre el tráfico que iba y venía en ambas direcciones. Dejó que su mente se resbalara por toda la situación que estaba viviendo. Se preguntó cómo estaría Brianna, la extrañaba tantísimo, y los días que Alex no había estado en la casa la habían dejado dormir con ella por las noches. Ahora se hallaba a miles de kilómetros en una fría cama de hotel, en un país e idioma desconocido, sintiendo que su fuero interno se destrozaba hora tras hora sin saber cómo estaría Alex, ni cuándo podría volver. Y como de costumbre en los últimos tres días se sintió terriblemente pequeña, frágil y opacada por un mundo que la consumía con rapidez.

El Fluence de Melissa apareció en la calzada, unos minutos después, estacionando lentamente en la entrada del hotel. Angelika se adelantó en cuanto la vio bajar, y salió a la acera rápidamente, esforzándose por esbozar una sonrisa y levantando una mano para saludarla.

—Buenos días, espero no haber llegado muy temprano —dijo Melissa.

—No te preocupes, de todas formas, fue una noche difícil.

—Ya lo veo, tienes unas ojeras de miedo.

Ambas mujeres subieron al coche, Melissa arrancó levemente aumentando la velocidad a medida que avanzaba por la calle hasta llegar a la media permitida. Angelika le miró, bajó la cabeza y luego le volvió a mirar, sin saber cómo formular la pregunta, dudando si era mejor saberlo o no.

—¿Qué me encontraré al llegar allí? —dijo al fin.

Melissa la miró, apartando los ojos un momento de la calle.

—No te voy a mentir. Alex no puede hablar, no está al borde de un coma, pero tampoco está muy lejos. Quizá quede con secuelas para caminar, hablar, y cumplir algunas tareas motrices finas, en el mejor de los casos. No corre peligro mortal por lo menos de momento, pero tampoco está bien. Debes ser muy fuerte, no será algo fácil de ver.

Angelika no dijo nada, solamente bajó la mirada y dos lágrimas rodaron por sus mejillas, resbalando por su barbilla hasta caer en su regazo, dejando dos pequeñas manchas oscuras del tamaño de un centavo. Melissa le miró de reojo.

—Es el amor de tu vida, ¿no es así?

—Es más que eso. Él estuvo allí cuando yo más le necesité, cuando no era más que una simple estudiante extranjera rechazada por todos. Me ayudó como nadie más lo haría nunca, supo ser mi amigo en los peores momentos, y si ahora estoy locamente enamorada de él, es porque se lo ha ganado a pulso —respondió Angelika.

—Debe ser bueno sentir algo así —dijo Melissa, a su vez.

—¿Nunca te ha pasado?

—No, nunca me he enamorado de esa forma, al menos en el sentido que todos suponen. Digamos que en mi vida eso es muy difícil.

—¿Por qué?

—Soy lesbiana.

—Oh... —murmuró Angelika, sin saber que decir. Ahora comprendía el asombro de Melissa ante tal grado de sentimentalismo hacia un hombre. Una parte de sí se preguntó si aquella mujer la estaba ayudando de buena fe o por algo más, pero descartó esa loca idea rápidamente, Melissa no tenía forma de saber cómo era Angelika en persona, ni sus gustos sexuales, y tampoco parecía una chica políticamente incorrecta, que se abalanzaría encima de cualquier mujer.

Continuaron el viaje en total silencio, interrumpido solamente por cuestiones clínicas como las consecuencias del accidente de Alex y la recuperación. Al llegar al hospital, un enorme y elegante edificio de varias plantas de altura, Melissa ingresó junto con Angelika, guiándola por las normas de seguridad sanitaria, ayudándole a ponerse la bata clínica, y luego marcharon juntas rumbo a la habitación donde Alex estaría reposando.

Angelika recordó las palabras de Melissa, diciéndole que debía ser fuerte, un momento antes de llegar a la puerta de la habitación de terapia intensiva, y respiró hondo preparándose para lo que iba a ver, pero de todas formas no fue suficiente. En cuanto Melissa tomó el picaporte con una mano y empujó la puerta, Angelika sintió que se derrumbaba por dentro. Alex estaba acostado en la cama de hospital, enfundada clásicamente en sus sábanas blancas, con los brazos a un lado del cuerpo, un respirador en su nariz, los instrumentos para medir las pulsaciones, conectados a su pecho desnudo, y un montón de cables conectados a sus sienes con ventosas blancas. Sintió que se le aflojaban las piernas, así que se aferró con fuerza suficiente para marcarle la huella de sus dedos en el hombro a Melissa, la cual la tomó por debajo de las axilas en un movimiento rápido y practico.

—¡Angelika! ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que te traiga una silla?

—Alex... —murmuró ella, con la voz ronca por el llanto, un débil estertor que no supo si salía de su garganta o de las adoloridas entrañas sentimentales. Se apartó levemente de Melissa y caminó como si las zapatillas de deporte que llevaba le pesaran una tonelada y media, le tomó la mano a Alex y le miró el cuello, tenía la piel quemada alrededor, las marcas de cuatro garras enormes, como un collarín espantosamente macabro. Sus ojos entrecerrados no miraban a ningún punto en concreto.

—Te dejaré un momento a solas con él, la primera ronda de guardia empezará con mi turno dentro de media hora, tienes tiempo de sobra para decirle algo, él te escucha a pesar de todo.

Angelika sintió la puerta tras de ella cerrarse levemente, entonces se apoyó apenas en el borde de la camilla, tomando la mano de Alex y acomodándola en su regazo.

—Siento tanto que estés así, me siento culpable y no puedo hacer nada —dijo—. Estoy tan cansada, quiero parar con esto cuanto antes, abandonar esta vida y dedicarnos solamente a nosotros, sin peligros. Quiero que salgas de aquí, y cuanto antes poder comprar esa maldita casa que querías en Hawái, y nada más. ¿Lo recuerdas?

Angelika no pudo hablar más, sintió que la garganta se le secaba y dejó que el llanto desconsolado fluyera, haciendo que su espalda subiera y bajara espasmódicamente. De parte de Alex no hubo respuesta verbal, en cuanto la escuchó llorar, tan solo le había dado un leve apretón en la mano. Angelika notó esto, así que se llevó el dorso de la mano a los labios húmedos por las lágrimas y le besó las falanges de los dedos.

—No me dejes sola ahora, eres todo lo que necesito, por favor, mejórate pronto —murmuró.

Sintió la irrefrenable necesidad de tener a su alcance el vaso más grande de whisky que fuese capaz de soportar. Casi nunca bebía, y cuando lo hacía caía borracha enseguida, pero en ese momento le imperaba beber, hasta sentir el dulce hormigueo en su cerebro embotado, y aunque sea por unas miserables horas escapar de la realidad que la oprimía. Escuchó el silencio, el pitido de las maquinas, que cortaban el ambiente como filosas dagas imponentes. Tenía tantos planes por cumplir, tantas realidades, tantos sueños... no podía truncarse todo de esta forma tan miserable. Alex debía ser fuerte. ¿Qué diablos voy a hacer? Se dijo.

El tiempo se arrastró inconcluso, minuto a minuto, un pitido por segundo, hasta que casi podía empezar a contarlos de memoria. No tenía más nada para decirle a Alex, le doliese lo que fuera, ella sabía que hablarle solo empeoraría las cosas para sí misma, porque era como hablarle a una planta, o peor. Porque al menos las plantas no intentaban hablar, tú no amabas a las plantas, no te casarías con ellas, no te engendrarían un hijo ni envejecerían a tu lado. Así que solamente permaneció en silencio, llorando de a ratos. Cuando se tranquilizaba, solamente emitía resuellos cansados, pero cuando volvía a mirarlo de reojo sentía que el pecho se le comprimía. Esa huella quemada que tenía en su cuello, las marcas de unas garras, su espantosa mueca mortecina, esa mirada vacía y comatosa que no veía a nada en concreto, Alex no parecía aquel chico que la había enamorado en la universidad, determinado, fuerte y vigoroso que había hecho gala de sí mismo al defenderla.

Su llanto remitió a medida que fue calmándose gradualmente, aún continuaba con la mano de Alex en la suya, y sintió una leve oleada de alivio en cuanto él se la presionó con más fuerza, pero al mismo tiempo el miedo la congeló, fulminante.

—Luttemberger... —murmuró— Ulrik... —y no dijo más.

Angelika lo observó con los ojos muy abiertos. Se acercó a su rostro de forma trémula, y lo miró.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —preguntó. Pero Alex no volvió a hablar.

Melissa había vuelto a la habitación, empujó la puerta levemente, y se detuvo a los pies de la cama.

—Angelika, ¿estás bien? —ella dio un respingo en la cama, se puso de pie rápidamente y la observó.

—¿Dónde puedo encontrar una biblioteca aquí? O cualquier cosa donde haya conexión a internet lo suficientemente buena como para buscar información —soltó con rapidez, como si las palabras la atropellaran a borbotones, tenía pensado investigar más a fondo ni bien volviera a Nueva York, pero aquello ya era demasiado, no podía ser una casualidad. Melissa vio la expresión turbada de su rostro, mezclándose con la perplejidad de la situación, y realmente no entendía que había pasado en su ausencia.

—Pues hay alguna cerca, pero no te garantizo que puedas hacerte entender, ¿qué ha sucedido?

—¡Necesito información, Alex me ha dicho un nombre! —exclamó, casi al borde de la histeria.

—Espera, cálmate. Él no puede hablar, ¿qué dices?

—¡Me ha hablado, ha dicho el nombre de Luttemberger!

—¿Quién es...? —negó con la cabeza varias veces—. Olvídalo, no tiene importancia. Espérame un momento, tengo algo pensado. Ven conmigo.

Ambas salieron al pasillo, caminando hacia la portería del hospital. Melissa se sacó la bata clínica, se la dejó en las manos a la confundida Angelika que no entendía nada de lo que estaba pasando, y se metió dentro de una oficina. Angelika, desde su posición, podía ver a través de la ventana de la oficina, que Melissa hablaba con un hombre vestido de traje y corbata. Aquel sujeto la miraba un segundo y luego asentía con la cabeza. Melissa salió de la oficina y caminó rápidamente hacia ella de nuevo, tomando la bata en sus manos.

—Vamos a mi casa. Allí tengo una computadora que puedes usar.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Angelika, siguiéndole los pasos aturdidamente, más que nada por las palabras de Alex que por todo lo que estaba pasando.

—Era Signorelli, mi jefe directo. Le dije que eras la esposa del paciente treinta y cuatro, y además mi mejor amiga. Habías tomado muy mal la noticia, tenía que llevarte de nuevo a tu hotel, y además explicarte unos detalles clínicos de Alex, así que le pedí me diera el día libre —explicó Melissa—. Me dijo que no había problema, así que allí podrás usar mi computadora.

—Oh, de verdad, no quiero comprometerte en tu trabajo.

—No te preocupes, vamos al estacionamiento —aseguró—. Nunca me he ausentado, así que no podía rechazarme esto.

Ambas caminaron en silencio hasta adentrarse en el estacionamiento del hospital. Allí encontraron casi al final el Fluence de Melissa, subieron en él y pusieron marcha rumbo al apartamento. Angelika se hallaba en completo silencio, tratando de retener el mayor tiempo posible dentro de su turbada mente el nombre que había susurrado Alex en aquella camilla de hospital.

Casi sin darse cuenta se había puesto a llorar de nuevo, Melissa solamente conducía en silencio, alternando miradas entre ella y la calle que se extendía por delante de su coche. Pensó que quizá no fuera apropiado decirle nada, sabía que ni siquiera podría imaginar el dolor tan inmenso que sentía sabiendo que la integridad física de quien amaba pendía de un hilo, así que se ahorró cualquier comentario. Si aquella chica necesitaba una computadora tan de repente, debía ser por alguna razón demasiado importante. ¿Pero que podía haber más importante que acompañar a su marido en una situación así? Se preguntó. Ya se lo consultaría después, si había oportunidad.

El viaje no duró más de diez minutos. Al poco rato ya estaban estacionados en un modesto departamento de dos plantas, con ladrillos a la vista, dos ventanas con sus respectivos balcones pequeños, con un barandal enrejado cada uno, del que pendían macetas colgantes con flores de diversos colores. Angelika miró por la ventana antes de descender del Fluence.

—¿Aquí vives? Tu casa es preciosa —comentó, con una sonrisa leve, tratando de sobrellevar sus alocados pensamientos lo mejor que podía, distrayéndose con cualquier cosa. Tenía la punta de la nariz enrojecida y las ojeras se le notaban a primer golpe de vista.

—Es lo mejor que me puedo pagar, casi una cuarta parte del sueldo se me va en las cuotas del coche. Pero no te fijes en el desorden, últimamente he podido ocuparme de la casa muy poco tiempo, ya lo verás —explico Melissa, apagando el motor—. Puedo invitarte con un café, si lo deseas.

—Claro, gracias. Solo necesito tu computadora y algo donde poder anotar unas cuantas cosas.

—No hay problema —ambas descendieron del coche y avanzaron hacia la casa—, ¿puedo, si me lo permites, preguntarte que buscas exactamente?

—Si lo supiera sería fácil poder responderte eso, pero ni yo misma lo sé. Aunque creo tener una vaga idea.

—Anda, cuanta intriga. ¿Un misterio?

—Algo más grande que un misterio. Prepara el café y ya te iré contando.

Melissa abrió la puerta del apartamento y ambas mujeres ingresaron al living. Dentro aun flotaban en el aire los remanentes del perfume floral que Melissa se había rociado en el cuello antes de salir a recogerla al hotel. La casa estaba pintada de blanco en su totalidad, en el pequeño living que había al entrar se hallaba un gran modular donde había una serie de adornos de cerámica colocados en fila, muñecas y patitos de una antigüedad considerable, dijo Angelika para sí. En un costado de la salita había un par de sillones frente a una mesita plegable donde seguramente Melissa tomaba las comidas diarias. Prácticamente al lado de todo aquello, un escritorio con una computadora portátil cubierta por un pequeño mantelito, seguramente para protegerla del polvo. Todo en aquel reducido ambiente se hallaba apiñado debido a un objeto que acaparaba media sala, quitándole sitio a todas las demás cosas: un enorme piano de cola de madera negra, lustrada. Angelika permaneció observando con fascinación.

—Vaya, que hermoso —dijo—. ¿Cómo hiciste para meter eso aquí adentro?

—Por ahí —Melissa señaló a la única fuente de luz que tenía durante el día, un enorme ventanal que ocupaba casi media pared lateral, con cortinas de tul celeste a cada lado.

—Es precioso —Angelika se acercó a él y lo acarició con la punta de los dedos, en su atril había una amarillenta partitura—, no imaginaba que supieras tocar.

—Desde que era adolescente, fue lo mejor que hicieron mis padres por mí. Recuerdo que al principio las clases eran espantosas, no me gustaban en lo más mínimo, hasta que me cambiaron de profesora y allí fue cuando conocí a Lionetta, era pelirroja, como tú —Melissa sonrió ante la evocación de su recuerdo, entrecerró los ojos un instante y parpadeó un par de veces—. Tenía dieciséis años, y esa fue la primera vez que me sedujo una mujer. También fue la mejor relación que tuve en mi vida.

—Siempre es bueno conservar recuerdos hermosos de quien uno ama, ¿qué pasó con ella?

—Se mudó a Milán, trabajó allí en un conservatorio muy importante durante dos años, hasta que conoció a una chica con la cual comenzó a vivir en pareja, desde entonces nunca más supe de ella. Pero fue una bonita relación mientras duró, aprendí muchas cosas que desconocía de mí misma y mis propios sentimientos. Me hizo más fuerte, y entender muchas cosas sobre el amor.

—Oh, cuanto lo siento —dijo Angelika.

—Iré a preparar el café —Melissa salió caminando rápidamente a la cocina, como queriendo desprenderse de la charla, pensando que mientras más rápido preparase el café para ambas, más rápido dejaría de recordar a su único amor frustrado. Angelika la comprendió, y tampoco dijo nada al respecto, solamente se conformó con seguir admirando en silencio la casa, que si bien era pequeña, era tan acogedora como la suya propia.

El aroma a los granos de café que comenzaban a fundirse en la maquina inundó la casa gradualmente, desplazando con sus suaves oleadas los restos del perfume de Melissa, la cual volvió de la cocina rápidamente, se acercó al escritorio, abrió la pantalla de la computadora y la encendió. Luego comenzó a revolver uno de sus cajones, encontró un intacto cuaderno casi sin uso, el cual le dejó al alcance de la mano.

—Puedes usar la computadora cuanto necesites, en ese estante de allí tienes bolígrafos —le dijo, señalando a un esquinero encima del escritorio, empotrado a un rincón.

—Gracias, Melissa. Realmente eres muy servicial.

—No te preocupes, el café estará listo dentro de unos minutos.

Angelika se acomodó un mechón de cabello detrás del oído, y tomó asiento frente a la computadora. De repente, las notas musicales llegaron a sus oídos casi sobresaltándola. Miró a su izquierda rápidamente, Melissa se había sentado frente al piano y había comenzado a tocar una melodía que no sabía interpretar si era música clásica, o una simple composición de ella misma, aunque dudara que fuera lo primero, ya que no tenía el estilo de ser una pieza clásica. Melissa hacia bailar sus dedos encima de las teclas blancas y negras, con los ojos cerrados, como si lo hiciera por memoria, y Angelika se perdió en la melancolía de su canción, casi sintiendo como si las notas musicales traspasaran su alma como saetas de poesía. La tonada duró poco más de cinco minutos, y aunque la escuchó por completo, le hubiera gustado mucho que tuviera alguna estrofa cantada. Cuando el silencio reinó en aquella modesta salita, Angelika aplaudió enérgicamente.

—¡Bravo! Realmente es una canción muy hermosa —dijo—, ¿es algún compositor en especial?

—Fue la última canción que hice en compañía de Lionetta. Decidimos llamarla El verano de las Flores —respondió Melissa—. Vaya, el café ya está listo, que tonta de mí.

Rápidamente se perdió de vista en la cocina de nuevo, aunque en la fracción de segundo que se giró rumbo a la puerta, Angelika pudo notar que tenía las mejillas húmedas. Volvió a sentarse de nuevo frente a la computadora, sintiendo un poco de compasión por ella, y dando un suspiro, abrió un navegador de Internet. Entonces tipeó en la barra de búsqueda el apellido Luttemberger, a ver qué resultados había.

Un montón de enlaces aparecieron en pantalla, casi todos ellos pertenecientes a tópicos de blogs o foros paranormales, ocultistas y esotéricos. Angelika clickeó en el primer enlace, mientras que Melissa volvía con dos tazas pequeñas servidas, una en cada mano. Había una foto en pantalla, la cual Angelika clickeó, mirando con atención. En la foto se veía un hombre de facciones afiladas, al menos un metro ochenta y cinco de estatura. Llevaba un largo sobretodo negro, semejante a una gabardina tocada con una capa por la espalda y una ancha capucha que le hizo recordar a un miembro del Ku Klux Klan. Se llevó una mano a la boca y negó con la cabeza.

—Por Dios, es él —murmuró. Melissa le acercó una de las tazas rodeándola por la izquierda.

—¿Quién es?

Angelika comenzó a relatar todo lo que había sucedido, a resumidas cuentas. Desde el repentino cambio en la personalidad de Tommy, sus visiones fugaces, hasta el ataque sufrido en la cocina de su casa, las visiones de Alex y el nombre que le había dicho en la habitación de hospital.

—Y ahora le has reconocido en la fotografía, ¿verdad? —dijo Melissa.

—Exactamente, pero hay algo que no concuerda, déjame ver... —Angelika comenzó a hacer scroll en la página leyendo la información muy rápidamente, anotando cuanto podía, seleccionando un resumen de toda la información que había encontrado. Salió de esa página, buscó en otra, y encontró más información. Era un personaje reconocido en el mundo del esoterismo, y también era dueño de una propiedad importante, la cual no especificaba. Melissa la miraba con atención, viéndola refunfuñar al no poder encontrar demasiada información.

—Parece que en la red no encontrarás demasiado —comentó—. Si quieres puedo acompañarte a alguna biblioteca, y ser tu traductora.

—Gracias, seguiré buscando aquí a ver que puedo encontrar. Internet es enorme, tiene que haber algo, lo que sea... —respondió Angelika, casi de forma obstinada— Sé que tiene que haber algo.

—Como prefieras. Yo iré a desayunar, si quieres comer algo, solo dime.

—Gracias, eres muy hospitalaria.

Melissa se dirigió entonces a la cocina de nuevo, con su taza de café en las manos, a preparar pan tostado con una mermelada de frutillas. Transportando todo en un plato, se sentó al borde de la mesa, viendo teclear a Angelika en una página tras otra. Hasta que finalmente, en uno de los últimos enlaces que estaba revisando, pudo encontrar una sola foto, que le hizo recordar todo de un golpe.

Lo sabía, siempre lo supo desde un principio, y nunca se había dado cuenta de ello, quizá debido a viejos traumas, a que era mejor no recordar, a que todo había estado sepultado en los fondos inalcanzables de su memoria más joven. Siempre había existido un proposito para todo lo que les había sucedido, desde los ataques espectrales hasta el simple hecho de coincidir con Alex en el mismo salon de clases. Todo era parte de un plan mayor, algo que había sido sellado a fuego en la historia de su familia.

Se hallaba por darle un sorbo a su café, lo dejó de nuevo encima de la mesa siendo consciente que el pulso le temblaba como una vara de mimbre en medio de un tornado. Melissa la miró sin comprender, se puso de pie, dejando una de sus tostadas encima de la mesa. Le apoyó una mano en su hombro en el mismo momento que Angelika se llevaba una mano a la boca, negando con la cabeza lentamente.

—¿Qué sucede? ¿Qué descubriste?

—Conozco la casa, conozco su historia desde hace mucho tiempo, sé quién es él, y también conozco porque me persigue —respondió—. No lo recordaba, hasta este momento. Siempre lo supe... siempre...

—¿Cómo? No entiendo.

—Mi madre... —Angelika no pudo decir nada más, se hallaba en un estado de euforia e histeria sombría, todo mezclado entre sí como un gran caldo de cultivo para el horror más abominable. Comenzó a anotar en el cuaderno que Melissa le había dado, en rápidos y desprolijos garabatos, toda la información que había podido recolectar, pero ella la detuvo.

—No acabarás ni mañana si transcribes todo a mano. Por favor, usa mi impresora.

—Te agradezco, también necesitaría algún clip o algo con que sujetar todo, si no es molestia.

—No te preocupes, espera —Melissa conectó la impresora a la computadora, y llenó el cartucho de la engrapadora. Se lo dejó todo encima de la mesa, y volvió a tomar asiento en su sitio.

Con un murmullo sordo, la impresora comenzó a expeler hojas con texto, por lo menos unas veinte, y al final dos hojas con una fotografía en blanco y negro cada una. La primera, con un plano de la mansión vista de frente, la otra con Luttemberger, de pie con un bastón en la mano coronado por una serpiente en la empuñadura. Angelika sintió un escalofrió recorrer su espalda, al ver aquella foto con más detenimiento.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Melissa, cada vez más preocupada.

—Sí, creo que sí —Angelika se detuvo a pensar en todo lo que aún faltaba por descubrir, miro como atontada los papeles, y negó con la cabeza levemente—. Tengo mucho trabajo por delante.

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