IV
Lisey estrujó la carta contra su pecho, sintiendo que las lágrimas volvían a aflorar inevitablemente. Hasta casi podía escuchar el tono de su voz, mientras leía aquello.
—Oh Tommy... murmuró, con la voz entrecortada por el llanto y los ojos cerrados, como queriendo abrazar el papel de alguna forma. —Cariño mío...
De pronto una idea cruzó rauda por su cabeza. Sería una locura, lo sabía perfectamente, pero no podía quedarse de brazos cruzados, él no lo haría si la situación fuera al revés. Y si realmente lo amaba, tenía que hacer algo, tenía que levantarse de allí, dejar de actuar como si se hubiera muerto. Lo mejor sería ir a buscarlo, debía partir tras él.
Se levantó en una loca carrera, subió los escalones rumbo a la habitación de dos en dos, como si el tiempo apremiase y de los minutos siguientes dependiera su propia vida, con la carta aun en la mano flameando como si fuera una bandera. Tomó un bolso de viaje pequeño, lo más manuable y practico posible, y metió dentro alguna que otra prenda de ropa interior, aseo personal, dos pantalones y algunas camisetas. Dobló la carta cuidadosamente, y la metió dentro también. Luego se cambió de ropa, se puso un suéter con el logo de Brooklyn, un pantalón deportivo gris y unas zapatillas de spinning. Cerró el bolso y colgándoselo al hombro bajó de nuevo hacia la sala de estar, y al pasar por delante de la chimenea, miró hacia la repisa de madera viendo las fotografías enmarcadas de ambos. Se los veía tan bellos, tan sonrientes y llenos de esperanzas, pensó mientras las observaba. Abrió su bolso y metió dentro el retrato en el que ambos sonríen, mejilla contra mejilla. Fue a la cocina, abrió un tupper de avellanas donde guardaban el dinero, y buscó unos cuantos miles de dólares que Tommy había sacado del banco unos días atrás, los metió dentro del bolso, volvió a cerrarlo, y salió a la calle, cerrando la puerta tras de sí, descuidadamente.
No sabía adónde ir. En el torbellino mental de emociones, ni siquiera se había detenido a pensar un segundo donde comenzaría a buscarle. Recordó entonces que Tommy había hablado de un vuelo de avión, así que debía llegar al aeropuerto cuanto antes. Comenzó a caminar sin rumbo fijo, mientras los coches iban y venían a su lado, hasta que un taxi asomó en la distancia con su clásica pintura amarilla. Lisey le hizo señas desesperadamente, y el chófer se detuvo a su lado. Ella se inclinó sobre la ventanilla del acompañante, baja hasta la mitad.
—¿Puede llevarme al aeropuerto, por favor? —preguntó.
—¿A cuál de todos, señorita?
Ni siquiera sabía que había más de uno en la ciudad. Tenía que pensar algo rápido, el chófer la miraba esperando una respuesta.
—Al que está más cerca de aquí —dijo, y subió al coche con un nudo en el estómago, nerviosa. El taxista entonces se dirigió al aeropuerto que tenía más cercano, a no más de quince minutos de allí, siguiendo la avenida principal y luego la autopista. Lisey aferraba las asas de su bolso y las estrujaba en sus manos, presa de la angustia y la preocupación. El conductor la miro, advirtiendo su figura, y ella lo miró a su vez con cierto asco, casi hasta podía sentir como la violaba con la mirada.
—¿Es la primera vez que va a subir a un avión? —le preguntó, notando sus nerviosismo.
—No, iré a buscar a mi pareja —respondió ella.
—Ah, ya —el chófer volvió la vista a la calle y no le habló más durante todo el trayecto.
Llegaron al aeropuerto en unos pocos minutos, todo el viaje lo habían hecho en el más completo silencio, aunque ella veía que el taxista la miraba de a ratos por el rabillo del ojo, pero no le importó en lo más mínimo, tenía mejores cosas en las que pensar. Estacionó el vehículo frente a la puerta de acceso del enorme y futurista edificio, el cual Lisey observó completamente maravillada por un instante, la sola imagen de un recinto tan grande donde circulaban tantas personas, le asustaba.
—Son quince dólares, señorita —dijo el hombre, que la miraba con un asombro evidente, parecía que esa chica jamás había pisado un aeropuerto en su vida. Lisey abrió el bolso, sacó veinte y se los extendió en la mano diciéndole que se quedara con el resto. Bajó del vehículo y entró al edificio.
El tumulto de gente entrando y saliendo de allí era increíblemente denso, todos tenían maletas con rueditas, similares a la de Tommy. La mayoría estaba sentada en las sillas de espera, había pantallas con planes de vuelo por todas partes, y los altavoces no cesaban de anunciar despegues. Lisey observó a todos lados, se sentía como una niña totalmente perdida en el centro comercial, y sin saber qué hacer ni por dónde empezar a buscar, comenzó a trotar por los pasillos gritando el nombre de Tommy a todos lados. La gente se apartaba de su camino con aire extraño, y muchos la miraban desde sus asientos azules sin comprender que estaba haciendo esa loca gritando por ahí. Un avión acababa de despegar de la pista y Lisey lo miró preocupada, preguntándose si en ese mismo no se hubiera marchado Tommy. De todas formas, siguió buscando.
—¡Tommy, Tommy! —corrió, gritando y mirando a todos al mismo tiempo. La gente le huía y se apartaba, mirándola como desquiciada. Un guardia se acercó a ella.
—Señorita, está asustando a la gente con esos gritos —le dijo—. ¿Puedo ayudarla en algo?
—¿No ha visto a un hombre de mi altura? Tez blanca, complexión física robusta, de cabello rizado castaño, con una maleta de rueditas con destino a Nueva York.
El guardia negó con la cabeza.
—Por aquí pasan más de ciento cincuenta mil personas al día, no puedo recordar a todas y cada una de ellas. Si viajó a Nueva York, ¿por qué no compra un pasaje y viaja hacia allí? —le preguntó.
Lisey lo miró con desdén y sin decir absolutamente nada se encaminó a la salida nuevamente. Salió del aeropuerto y se detuvo en la acera sin saber en qué dirección comenzar a caminar. Tenía la respiración agitada y ni siquiera se había fatigado, sabía que todo era producto de la enorme tensión que estaba sintiendo, y se obligó a respirar hondo para tranquilizarse a sí misma. Finalmente, comenzó a caminar calle abajo sin ningún motivo.
No tenía sentido tampoco tomar otro taxi y viajar a otro aeropuerto, se dijo. Seguramente si Tommy no se había marchado ya en el avión que había visto despegar, estaría por tomar el vuelo en estos momentos, en caso de estar en otro aeropuerto, el cual evidentemente no conocía. Tampoco podía comprar ningún pasaje de avión ya que no tenía documentación personal, como credenciales o pasaporte.
No sabía a donde se dirigía en particular, tenía dinero en el bolso más que suficiente en caso de que quisiera alojarse en algún lado, o cenar en algún restaurante. Caminó durante más de dos horas sin rumbo fijo, se sentía completamente desorientada ya que no conocía nada en absoluto, jamás había salido a caminar con Tommy, ni tampoco en su camioneta, salvo cuando el pacto ya estaba hecho y viajaron del desierto a la casa.
Caminó hasta que le dolieron los pies, poco a poco la urbanización fue disgregándose a medida que avanzaba por el camino. A media tarde sintió hambre y una sed brutal, ya que, si bien el calor comenzaba a mermar a medida que la tarde iba muriendo, de todas formas el haber llorado tanto y la increíble caminata que había hecho la habían dejado completamente exhausta. No sabía cuánto se había alejado de su casa, tampoco le interesaba, aunque si se cuestionó muchas veces si estaría yendo en la dirección correcta.
¿En la dirección correcta para qué? Se preguntó. Meditó unos instantes, ¿para llegar a Nueva York a base de caminar como una burra? Tenía que buscar una suerte de vehículo, algo que le agilizara el camino, pero con hambre le era imposible pensar con claridad, además que la cabeza comenzaba a dolerle, de modo que entró en un local de comida rápida, y sentándose en una mesa contra la ventana que daba hacia la calle, ordenó una botella de gaseosa y una hamburguesa triple. Mientras que esperaba a que le sirvieran el plato, se dedicó a observar a la calle sin mucho afán. Un chico con una guitarra al hombro apareció en su rango de visión, caminando con lentitud. Una camioneta venia acercándose por el camino y este joven levantó su mano con el dedo pulgar señalando hacia adelante. La camioneta frenó a su lado, el subió del lado del acompañante y ambos se marcharon con rapidez. Lisey lo miró con una mezcla de fascinación y asombro, si podía conseguir que alguien la llevara haciendo lo mismo, estaría salvada. Aunque no conocía el camino ni que tan lejos estaba la ciudad, quizá pudieran dejarla lo suficientemente cerca como para seguir por su cuenta. Si Tommy había tomado un vuelo de avión, sin duda Nueva York estaba muy lejos.
Una chica se acercó al poco rato con su comida, la cual devoró gustosa, se reservó media botella de gaseosa para el camino y ordenó otra para después. Ingresó al servicio de mujeres, orinó, y al salir pagó la cuenta. Luego siguió con su larga caminata.
Sencillamente no tenía idea donde se dirigía, ni siquiera si marchaba en la dirección correcta, pero una parte de su abotargada mente tan solo quería caminar hacia cualquier lugar, luego ya tendría tiempo de encontrar el rumbo adecuado de ser necesario. El sol fue cayendo gradualmente mientras el cansancio la iba venciendo poco a poco, caminando cada vez más lento, mientras las casas fueron haciéndose cada vez más espaciosas. No sabía dónde se estaba metiendo, pero había personas sentadas en la calle con mantas, y perros callejeros. Algunas incluso abrían los contenedores de basura hurgando dentro de ellos. Una mujer con mugrientas ropas y un niño de no más de cuatro años en sus brazos, sentados ambos en el cordón de la acera, le extendió una mano pidiéndole una limosna. Lisey apuró el paso aun a pesar de su cansancio, comenzando a sospechar que quizá no había sido una muy buena idea caminar hasta tan lejos.
No le faltaba conocer mucho del mundo para darse cuenta de que se encontraba en un suburbio de muy mala pinta, pensó en volver sobre sus pasos y hacer aquel gesto mágico del muchacho que había visto pasar, esperando que algún coche la recogiese, pero no se daría por rendida, era por Tommy de quien estaba hablando, haría lo que fuera necesario por él. Caminó dos calles más, hasta que un chico de no más de veinte años la miró, deteniendo su mirada en el bolso que llevaba.
—Eh chica, ¿tienes un dólar? —le preguntó, nerviosamente. Parecía estar padeciendo algún tipo de abstinencia que Lisey no podía comprender en absoluto, le temblaban las manos con una violencia desmesurada.
—No, lo siento —se limitó a responder.
—Dame el bolso —ella le miró.
—¿Qué?
—¡Dame el maldito bolso, perra! —exclamó, forcejeando con ella.
Lisey comenzó a tirar de las asas del bolso hacia sí, mientras el chico tiraba al mismo tiempo para su lado, hasta que le pateó el pie de apoyo y el asaltante cayó sobre su espalda en medio de la acera. Entonces Lisey aprovechó la oportunidad para salir corriendo como una loca, pidiendo ayuda a los gritos. Si bien la calle estaba atestada de vagabundos, nadie siquiera la miró ni mucho menos le brindó asistencia, hasta que luego de haber corrido al menos unos cincuenta metros, la puerta de madera de una casa bastante humilde se abrió. Una mujer que rondaba los cincuenta años, con un delantal mugriento anudado a la cintura, pelo encanecido y pajoso, un cigarrillo en la comisura de los labios y las manos llenas de jabón lavaplatos, le hizo una seña para que se acercara. Lisey se acercó a ella en su loca carrera y se metió dentro de la casa, a la cual la señora cerró tras de sí.
El lugar era muy pobre, la instalación eléctrica estaba por fuera de las paredes de madera forradas con chapas y nylon, había solo una bombilla de 25 Watts que alumbraba todo el pequeño salón. La habitación, el baño y la cocina de la vivienda estaban separadas del saloncito por cortinas que antaño habían sido sabanas, y ahora se habían desgarrado en algunos sitios. Una pequeña mesa con cuatro sillas estaba ubicada en el centro, los pisos no tenían baldosas, tan solo eran de tierra, y la señora vivía con tres chicos de no más de doce años cada uno, que la miraban con los ojos abiertos como platos, sus ropas modestas estaban lo más limpias posibles dentro de lo que aquel entorno les permitía, y las uñas de sus manos pulcramente cortas.
—Siéntate niña, pareces perdida —dijo la señora, expeliendo una bocanada de humo, volviendo a su tarea de fregar los cacharritos de la cocina. Lisey le hizo caso, ocupó una silla con la respiración agitada, y los niños se sentaron a su alrededor, mirándola con atención—. No pareces de por aquí.
—No, ciertamente no soy de aquí —respondió, una vez pudo recuperar el aliento—. Gracias por ayudarme, creí que perdería la poca ropa con la que viajo.
—Bah, descuida. Todos aquí detestamos a Stan... No pasa de ser un maleante de poca monta.
—Parecía muy decidido —opinó Lisey.
—Cualquier drogadicto es decidido a robar hasta un caramelo cuando no tiene un poco de heroína con que aliviarse. Ve acostumbrándote.
—Tienes un cabello muy bonito —dijo uno de los chicos, tomándole con la mano un mechón rubio, que le pendía del hombro. Lisey lo miró y sonrió agradecida.
—Gracias, pequeño.
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Lisey.
—Yo soy Margaret —dijo la señora, mientras enjugaba rápidamente un vaso de plástico bajo el grifo—. Ellos son mis sobrinos, Michael, Lenart, y Stephen.
—Encantada de conocerlos a todos. Creí que eran sus hijos.
—No, su madre murió seis meses después del parto, por sobredosis de crack. Si nos los recojo en mis brazos, hubieran muerto de hambre en sus cunas —aclaró la señora.
—Qué triste...
—No es triste, es lamentable. Estos niños son maravillosos, una lástima que mi hermana haya sido una perra drogadicta. Pero ahora está donde tiene que estar, no pretendo ganarme el cielo, solo el amor de mis chicos. Los he criado como si fuera su propia madre.
—Y nosotros te amamos, tía Maggie —dijo uno de los chicos.
—¿Adónde ibas, Lisey? Si puedo preguntarte.
—A Nueva York —respondió ella. Margaret meditó unos instantes.
—Eso está muy lejos, y pareces bastante perdida.
—Es que en realidad lo estoy...
—¿Y de dónde vienes? No pareces de por aquí.
—No, a decir verdad, no. Vengo de muy lejos —respondió Lisey.
Margaret tomó un pequeño taburete desgastado, y se sentó en una punta de la mesa, mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero de cerámica rebosante de colillas.
—No solo vienes de muy lejos, sino que a simple vista parece que hubieras tomado lo primero que encontraste a mano y saliste corriendo sin pensar. Y eso llama mucho la atención —dijo al fin.
—Es que así lo he hecho, vengo tras los pasos de Tommy, mi pareja.
—¿Y no era más sencillo tomar un vuelo?
—Es una larga historia, pero no tengo documentos.
—Ya comprendo... —dijo Margaret, armándose otro cigarrillo. —Si planeas hacer autostop puedes quedarte aquí esta noche, no tenemos mucha comida, pero siempre podremos arreglarnos.
—No creo que pueda quedarme, necesito llegar a Nueva York cuanto antes, cada minuto que pasa es de suma importancia para mí.
El mayor de los chicos meditó un instante, pensativo, y luego habló.
—Hay una manera, la usan casi todos aquí, aunque no para viajes tan largos, pero quizá tengas suerte.
—¿De qué se trata? —preguntó Lisey, con renovado interés.
—El Continental Railroad es una compañía de trenes de carga que siempre se detiene aquí a repostar y enganchar vagones con sorgo y maíz —dijo, suavemente, como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírlo a través de las paredes de madera de su casita—. Tiene varios destinos, pero hoy es martes, los martes siempre se dirige a una estación que está proxima con Nueva York. Si puedes subir a uno de los vagones de carga sin ser vista, quizá puedas llegar. El viaje es largo, tendrás que esconderte muchas veces, pero si eres astuta lo podrás conseguir.
—¿Creen que tenga alguna posibilidad de lograrlo?
—Claro, aunque debes saber cómo esconderte —aseguró el chico—. Yo conozco bien la zona, podría llevarte allí, y darte algunas indicaciones.
—Oh, te lo agradecería muchísimo —respondió Lisey, con una sonrisa.
—Vámonos, pues. Aún faltan al menos dos horas para que llegue el tren, pero debes ocultarte antes y estar preparada.
—De acuerdo —ella se puso de pie, y le estrechó una mano a Margaret—. Quiero darle las gracias por haberme ayudado.
—Descuida, no hay de que, chica. No pareces mala gente.
Lisey abrió su bolso y extrajo del dinero que había oculto debajo de la ropa, cinco billetes de cien dólares, los cuales extendió en la mano de la asombrada mujer.
—Sírvase, seguramente le sean más útiles que a mí —dijo Lisey.
—Gracias, muchísimas gracias —dijo Margaret, claramente emocionada, viendo los billetes como si se tratara de lingotes de oro.
—Vamos, tenemos que salir cuanto antes —comentó el chico mayor.
Salieron de la casa calle abajo, caminando con prisa. Margaret salió a la acera y le sacudió la mano a Lisey, la cual se giró sobre sus talones y le devolvió el saludo. Una vez que estuvieron a solas, el chico le dio una serie de indicaciones, mientras caminaban.
—Trata de evitar los últimos vagones, por sobre todas las cosas. Siempre están vacíos y son más sencillos de acceder, pero son blanco fácil de los guardias y son los primeros vagones que revisan, así que no te los recomiendo en absoluto —le dijo.
—Ya, de acuerdo.
—Otra cosa, el clima va a comenzar a hacerse más inestable a medida que vayas acercándote a Nueva York. Así que no te asombres por eso.
—Está bien —asintió Lisey.
—El tren hará unas cuantas paradas en el camino, siempre busca un vagón que tenga cierta visibilidad, aunque sea una mínima abertura donde poder mirar hacia afuera. Cuando veas que el tren comienza a detenerse, ubícate en el rincón más oscuro del vagón y no te muevas de allí. Lo normal es que solo abran la puerta y den una rápida mirada dentro a ver si todo marcha en orden, son pocos los guardias que usan linterna. La noche debería ayudarte a mitad del viaje.
Lisey lo miró sorprendida, con su menudo cuerpo flaco caminando a su lado y su relativamente corta edad, era muy sabio.
—¿Cómo es que sabes tanto? —le preguntó.
—Viajo a menudo de polizón en esos trenes. Tía Maggie creé que trabajo en una fábrica fuera del pueblo, pero en realidad soy camello de un narcotraficante bastante importante. Eso es lo que mantiene nuestra casa, básicamente, y por eso el barrio nos respeta tanto —dijo el chico.
—Lo siento, quizá no debía preguntarte...
—No te preocupes, normalmente no te lo diría, pero dudo que nos volvamos a ver en algún momento.
—Lo entiendo —respondió Lisey, pensativa. Aquel chico la miró un instante, casi que de soslayo con el rabillo del ojo, y luego observó hacia adelante, como si tuviera los pensamientos perdidos en el horizonte de la solitaria calle que se extendía frente a ellos.
—¿Puedo preguntarte a que vas a Nueva York? —preguntó él—. Dijiste que le seguías los pasos a tu pareja, pero no me queda claro el motivo aún.
Lisey meditó unos instantes antes de responderle absolutamente nada, una parte de sí, la que estaba invadida por la melancolía, se sentía agotada emocionalmente de recordar todo aquello de nuevo, como si el hecho de hablar del asunto con más profundidad le abriera muchas heridas. Pero por otro lado pensó que aquel jovencito le había contado su oficio sin más, sin secretos, solamente con el argumento de que jamás volvería a verla. Y sería injusto si ella no hiciera lo mismo con él.
—Estoy evitando que cometa una locura de la que quizá, pueda arrepentirse durante toda su vida. Y lo amo, no quiero que nada malo le suceda, si puedo evitarlo —respondió.
—Comprendo.
Ambos caminaron en silencio todo el resto del viaje, y tanto uno como el otro comprendieron que no había nada más que agregar. Él tenía secretos al igual que ella, viejos muertos enterrados en las fosas comunes de la memoria, muertos que necesitaban descansar.
Lisey perdió la noción de cuantos minutos habían caminado en aquel estado, las casas fueron desapareciendo poco a poco, para dar paso a una zona industrial rodeada de grandes descampados cercados con muros y fabricas casi derruidas, grandes galpones y talleres que Lisey jamás había visto en su vida. El joven muchacho se detuvo luego de llegar al final de una calle de tierra, dobló a la derecha y se metió en campo virgen, Lisey lo siguió mientras observaba hacia adelante por sobre su hombro.
Hasta donde abarcaba su visión, al menos unas cinco vías de tren se extendían a todo lo largo, de forma paralela una con otra. En una de ellas, la que suponía seria para ingresar con los vagones vacíos a los galpones, había puestos en fila al menos unos quince o veinte de ellos, con un código de números pintado en los laterales. No había mucha actividad de personal, al menos que ella pudiera ver desde su posición. No había maquinistas, ni nadie en general recorriendo las vías de un lado al otro, a pesar de que al fondo de todo aquel predio enorme había una serie de casetas y edificios que suponía, serian para la administración y control de entrada y salida de la carga.
—Rápido, no te quedes ahí, muévete —dijo el chico. Sin que ella se diera cuenta se había adelantado al menos unos veinte metros por entre las zarzas. Lisey lo alcanzó a tiempo, mientras que él se afanaba en la tarea de quitarle los espinos a un agujero que había en todo el cerco de alambrada. Luego que libró de zarzas el agujero escondido, la miró gravemente.
—Entra por aquí y escóndete, no tan cerca de las vías como para que te vean al llegar, pero tampoco tan lejos como para que no puedas correr al vagón abierto más accesible que veas —dijo.
Lisey lo miró, no sabía si era producto de las emociones acumuladas durante todo el día, pero en su breve compañía con la familia de aquel joven, se había sentido muy a gusto, tanto que quizá hasta podía considerar apreciarles.
—Gracias por haberme ayudado, nuevamente.
—Descuida, tendrás que pasar mucho tiempo escondida, pero si todo sale bien habrá valido la pena —respondió el muchacho—. Espero que tengas suerte en tu búsqueda.
Lisey lo envolvió en un repentino abrazo, él la miró sorprendido, y la abrazó a su vez.
—Gracias, igual tú.
Dicho aquello, arrastró el bolso por el agujero en la alambrada, luego se arrojó de bruces al suelo y reptó hacia el otro lado de la valla, ensuciándose el pantalón y la camiseta con rastros de hierba verde. Él cerró el agujero con las mismas enramadas que había apartado, y se alejó en silencio.
Finalmente del otro lado, Lisey comenzó a observar todo a su alrededor con cierta confusión. En cuanto él le había dado la orden había cruzado al otro lado, pero no se había detenido un segundo a mirar siquiera donde podría esconderse el tiempo que faltaba, hasta la llegada del tren de carga. Casi que, con un repentino pánico de ser descubierta antes siquiera de comenzar su viaje, observó a todos lados de forma casi compulsiva, hasta que por fin vio un sitio adecuado donde ocultarse. Bajo algunos de los vagones de la última vía habían crecido hierbas blandas y de hoja ancha que le dejarían visibilidad óptima para ver acercarse cualquier maquinaria frente a ella, de modo que tomó el bolso, y corrió hacia uno de los vagones, arrastrándose por debajo de él sobre los durmientes y las piedras de la vía, tratando de no levantar mucho la cabeza para no golpearse la frente con los hierros de los ejes de las ruedas.
Permaneció allí tirada en el suelo por una hora y media, hasta que casi le parecía sentir que las piedras de balasto habían comenzado a clavarse en sus pechos, en su vientre y en sus pantorrillas entumecidas. Había comenzado a caer un leve rocío, quizá debido a la zona casi campestre en la que se encontraba en aquel entonces, y le había dado un poco de frio, pero en aquel espacio reducido no podía sacar algún abrigo del bolso, porque apenas siquiera tenía lugar como para salir arrastrándose lo más rápido posible en caso de que llegara el tren, el cual comenzó a desear con ferviente ansiedad.
No tuvo que esperar mucho más, casi a los quince minutos sintió el silbato de un tren a lo lejos, y su corazón comenzó a acelerarse de forma casi infartante. La oscuridad de la noche y la poca iluminación de los focos que aún quedaban sanos en aquel predio le favorecían, de modo que suponía no sería problema alguno pasar desapercibida, pero la expectativa era incluso mucho más intensa de lo que había imaginado en un principio. Diez minutos después la luz potente y blanca de la cabina del tren comenzó a acercarse gradualmente hasta reducir la velocidad poco a poco, mientras entraba en aquel predio gigantesco. Lisey estaba fascinada cuando lo vio acercarse, y desde su posición bajo la oscuridad del vagón vacío, aquella enorme maquinaria de acero le resultó imponente, podía sentir la vibración del suelo bajo su vientre a medida que las ruedas de aquel tren giraban en su lento andar sobre los raíles de la vía. En cuanto se detuvo, y vio que los guardias y empleados se hallaban distraídos conversando cuestiones técnicas sobre el frenado hidráulico de la máquina, Lisey se arrastró hasta el lado opuesto del vagón donde se escondía, se puso de pie y las rodillas le flaquearon, mientras que los calambres de las piernas le aguijoneaban mordazmente los músculos.
Estuvo a punto de caer en cuanto los gemelos no le respondieron al primer envión, de modo que aminoró el paso lo más que pudo, resignándose a que no podría correr como esperaba. Trotó lo más rápido que sus piernas podían, hasta que poco a poco el hormigueo de los músculos fue haciéndose más leve y ella tomó más velocidad. Recordó entonces al hijo mayor de Margaret diciéndole que evitara los últimos vagones, de forma que observando todo con más detalle, logró encontrar un vagón casi en el medio del tren, con la puerta de acero ligeramente entornada. Se calzó el bolso al hombro con las correas de mano y tomando la palanca de la puerta se posicionó para tirar de ella con todas sus fuerzas. A lo lejos le llegó el sonido de las risas de los operarios, en el silencio y la calma casi perfecta de la noche.
—¡Ron, iré a comprobar la carga! —exclamó uno de ellos.
Una fría película de sudor le impregnó los antebrazos y su frente casi de forma instantánea. Tiró un poco de la puerta, no quería hacer el gran ruido al deslizarla sobre su carril de acero porque si ella podía escucharlos hablar, también ellos podrían escuchar el estrépito de una puerta de acero mal engrasada, pensó. Pero tampoco quería que la descubrieran intentando colarse, así que tenía que apurarse o no lo conseguiría. Dio un par de tirones, la puerta no se movió.
—Vamos, por favor, tan solo un poco... —murmuró, mordiéndose el labio inferior mientras miraba al despreocupado guardia caminar hacia ella silbando, al menos unos treinta vagones más adelante. Finalmente, la puerta cedió un poco, lo suficiente para que su estilizado cuerpo pudiera colarse, de modo que sin pensarlo dos veces arrojó el bolso dentro del vagón completamente vacío, se trepó al borde y saltó dentro con una exhalación nerviosa. Tomó el bolso, que había ido a rodar al rincón más alejado de la puerta, y apretándolo contra su pecho, se sentó en el suelo frio, al lado de la puerta, pendiente a cualquier movimiento fuera de lo normal.
Escuchó, casi conteniendo la respiración, como el operario se acercaba gradualmente hasta su vagón y se detuvo frente a su puerta. El pánico le invadió por completo, y se cubrió la boca con las manos tratando de ahogar un sollozo tenue. Ahora la descubriría y todo se iría a la mierda, estaría igual que como había empezado todo, se dijo para sí.
—¡Eh, Ron! —le gritó a su compañero— ¡Has viajado con un vagón abierto todo el camino!
—¡Lo sé! ¡La puerta esta oxidada y cuesta cerrarla!
—Malditos cacharros viejos... —le oyó murmurar, y de pronto la oscuridad absoluta al cerrarse la puerta de golpe. Lisey permaneció quieta en su sitio, sin atreverse a mover un dedo por si llegaba a aparecer aquel sujeto, pero muy por el contrario, oyó sus pasos sobre las piedras alejándose hacia el final del tren, tan lento y despreocupado que como había venido.
Se quitó las manos de la boca y suspiró aliviada, entonces a ciegas, en la oscuridad absoluta del vagón cerrado, abrió su bolso y palpó buscando su abrigo, hasta que lo encontró y se lo puso. Por lo que le habían dicho era un viaje largo, aunque no sabía que tan largo exactamente, y no creía poder dormir en algún momento, debido al temor y a la expectativa de llevar a cabo una tarea semejante. Apoyó el bolso contra la pared y se acostó en el suelo, utilizándolo de almohada, mirando hacia la negrura del techo del vagón sin mirar nada en particular, con los ojos abiertos en la oscuridad como dos garfios azules. Metió las manos en los bolsillos, dejó caer una lágrima, y mucho más rápido de lo que creía, sin poder evitarlo, cayó profundamente dormida.
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No sabía con exactitud donde se hallaba, tan siquiera que hora era. Tenía frio debido al poquísimo abrigo que llevaba puesto, pero el pesado sueño no le permitía despertarse. Ni siquiera se había percatado de que el tren se había detenido en medio de la nada, una zona medianamente árida en la negrura de la noche, con escasos árboles y un solo camino en el horizonte, a las afueras de Phoenix. Tampoco escuchó la pesada puerta de acero abrirse hasta que un guardia le apuntó a la cara con el haz de luz de su linterna. Despertó pesadamente, tratando de cubrirse los ojos con el dorso de la mano, y cuando se vio descubierta se incorporó con rapidez, y un suspiro de sorpresa.
—¿Qué haces aquí? ¡Vete, pordiosera! —exclamó el guardia.
Con las mejillas encendidas por la vergüenza y el miedo, Lisey tomó su bolso, se puso de pie y saltó a las vías del tren. Casi sin darse cuenta, había comenzado a llorar.
—Necesito llegar a Nueva York, por favor, es un asunto de vida o muerte —le rogó, aun sintiendo que era todo en vano. El guardia, un hombre que debía rondar los cincuenta y cinco años de edad, de cabello cano, largos dientes perrunos y mirada dura, la contempló de soslayo.
—Sí, como todos siempre dicen. Además, ésta carga no ira a Nueva York, se detiene en Utah. Ahora márchate de aquí —dijo.
—¡Es cierto! —exclamó Lisey, de forma impotente— ¡Debo viajar!
El guardia la miró un momento, volvió a apuntarle con la linterna y la alumbró de pies a cabeza.
—Pensándolo bien, puedo dejarte viajar a Utah, al menos —dijo. A Lisey se le iluminó la mirada.
—¿De verdad?
—Sí, pero quiero algo a cambio. Quítate la ropa —Lisey le miró consternada.
—¿Qué? —preguntó, con asombro. El hombre se abalanzó a ella, pretendiendo arrancarle el suéter.
—¡Ya me escuchaste, haz lo que te digo, puta!
Ese "puta" despertó en Lisey recuerdos antiguos que le dolían, recuerdos de Tommy llamándole así, desmereciéndola constantemente. Y recordar aquello la llenó de furia.
—¡No! —gritó, forcejeando con él lo mejor que pudo. Ambos cayeron sobre las vías del tren, los noventa kilos del guardia encima de ella, la cual se clavó varias piedras en la espalda y las piernas, dando un grito de dolor. El guardia se revolvió encima suyo como un gato atrapado, tomó el cuello del suéter y lo rasgó, buscando meterle una mano en los pechos, pero al hacerlo le rasguñó una mejilla, dejándole surcos rojos salpicados con pequeños puntos de sangre. Haciendo un acopio de fuerza, Lisey pudo asestar un contundente rodillazo en los testículos al guardia, el cual se apartó de encima suyo con un quejido.
Se arrastró por las piedras intentando ponerse de pie, pero en el último intento aquel hombre la tomó del tobillo, tenía la cara roja como un tomate por la ira y la frustración.
—¡Adonde crees que vas, puta de mierda! —exclamó.
Lisey tiró de la pierna lo más que pudo, preguntándose en su mente enloquecida por el terror como podía ser que con aquel escándalo, los compañeros de aquel tipo no acudieran en su ayuda. Aunque quizá también podían estar haciendo la vista gorda, tal vez todo aquello había sucedido muchas veces antes. La zapatilla deportiva se le salió del pie, y aprovechó aquello para soltar el tobillo de sus manos. En el momento en que el guardia iba a sujetarle el otro pie para atraerla hacia sí, ella le propinó una contundente patada en el rostro.
Se levantó en cuanto sintió liberado su pie, tomó su bolso y comenzó a correr hacia cualquier lado, lo más rápido que podía, escuchando las maldiciones de aquel infeliz. Corrió tan rápido como pudo, sin ningún rumbo ni sentido durante varios minutos, hasta que su pie descalzo comenzó a dolerle a cada paso que daba. Tenía el suéter desgarrado hasta casi medio pecho izquierdo, el rostro sucio de polvo surcado por las lágrimas, y su ropa también estaba manchada del musgo y la tierra de las piedras de las vías. Sin saber con exactitud donde se encontraba, redujo el paso hasta que poco a poco comenzó a caminar más pausadamente. Le dolía la parte baja de la espalda, y sentía la camiseta húmeda en esa zona, lo más seguro era que estuviera sangrando.
Luego de media hora vagando sin sentido alguno la lluvia se dejó caer, poco a poco y luego torrencialmente después. Observó hacia adelante, había llegado a un camino de vitumen con varios arboles a cada lado, que la protegían poco y nada de la copiosa lluvia a pesar de sus frondosas ramas entrelazadas que techaban el camino, y pensando que todo aquello era el colmo de las desgracias, se dejó caer al borde del camino, sentándose en el suelo abrazándose a sus rodillas.
El cabello empapado comenzó a gotearle por sobre los hombros mientras las lágrimas que corrían por sus mejillas, junto con la fría lluvia nocturna, le lavaban las manchas de polvo y le hacían tiritar de frio. No tenía ningún sentido hacer todo aquello, Tommy llegaría mucho antes que ella a la mansión, y aun en caso de que se tardase, Nueva York era enorme, jamás podría encontrarle a tiempo. Se sintió pequeña, tan frágil e indefensa como nunca antes se había sentido en su corta estancia por la Tierra, pensó para sí, y solamente sintió la necesidad de quedarse allí sentada, en aquel desconocido camino, escuchando la lluvia caer mientras le mojaba las ropas y se congelaba de frio. Se quedaría allí, hasta que se aburriese, sin consuelo.
Un sonido se escuchaba a lo lejos, en el silencio de la noche recortado por las gotas de lluvia golpeando los árboles, un motor que se aproximaba gradualmente. Apenas levantó la mirada, los faros amarillos de un coche comenzaban a recortarse por el camino, iluminando su paso, pero no le importó, ni siquiera pensó en pedir ayuda. Lo que menos necesitaba en un momento como aquel era el contacto humano.
El coche se acercó devorando la distancia a por lo menos unos buenos ochenta kilómetros por hora, quizá un poco más, pero redujo la velocidad a medida que se fue aproximando a la figura maltrecha y lamentable de Lisey con los hombros bajos, sentada al borde del camino mirando hacia el suelo con su bolsito a un lado, con un pie descalzo. Finalmente, el chófer se detuvo a su lado, y el modesto pero bien conservado Mercedes 220 azul moderó las revoluciones obedientemente.
—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz de hombre— ¿Has tenido un accidente?
—Déjeme sola, no quiero su ayuda —respondió ella, mirándose las manos.
—Tienes un aspecto horrible, permíteme llevarte a algún lado, vamos.
Lisey levantó la cabeza de forma tan rápida que su cabello dio un latigazo y salpicó gotitas de agua hacia arriba, su mirada estaba cargada de odio y frustración contenida.
—¿Qué es lo que no entiende? ¡No quiero su ayuda, ni la de nadie, solo buscará hacerme daño como todo el mundo, lárguese de aquí!
—No quiero hacerte daño, hija mía. No sé qué te ha pasado, pero no te ves para nada bien.
Ella entonces le miró con atención, posando sus ojos en el alzacuellos blanco que llevaba en su traje negro. La mirada afable y sincera de aquel hombre que debía rondar los sesenta años, le imploró en silencio que le hiciera caso y subiera al coche, una mirada que parecía estar cansada del tiempo, de las penas vivídas, de las alegrías y los desaciertos. Él la observaba desde la ventanilla del conductor medianamente baja, para que la lluvia no le salpicase el rostro.
—¿Es usted cura, verdad? —preguntó, sabiendo la respuesta obvia.
—Sacerdote, pero la gente de mi parroquia me dice pastor —dijo, y con un movimiento de cabeza hizo un gesto hacia el asiento vacío a su lado—. Anda, sube, te debes estar congelando ahí afuera.
Lisey se puso de pie, tomó su bolso por las pequeñas asas y rodeó la trompa del coche. Aquel hombre estiró un brazo sobre el asiento y con un chasquido le quitó el seguro a la puerta, ella entonces abrió y se sentó a su lado, pero no le miró, seguía en una especie de estado de shock o quiebre emocional indefinido. Él la observó, y le extendió una mano.
—Soy el Pastor Daniel, encantado de conocerte —le dijo. Ella lo miró, como saliendo de su ensoñación de forma abrupta.
—El gusto es mío, me llamo Lisey —respondió, aceptándole la mano. Luego Daniel retomó la marcha, y Lisey miró hacia adelante, viendo los limpiaparabrisas moverse de un lado al otro. En el calor del vehículo sintió más frio que bajo la lluvia, y dio un ligero estremecimiento cuando se le puso la carne de gallina.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Daniel, alternando miradas entre el solitario camino y ella.
—Muchas cosas que aún no logro entender —respondió Lisey, sin levantar la mirada de sus manos apoyadas en el regazo, como si las hubiera dejado caer sin más. Él la miró y asintió con la cabeza.
—Ya —comentó—. ¿Adónde vas entonces?
—Voy a Nueva York, pero creo que realmente ahora eso ya no importa de mucho.
—Nueva York está muy lejos, más aún teniendo en cuenta el aspecto de perdida que tienes.
—Lo sé —asintió ella, levantando la cabeza para mirarle. Daniel conducía serenamente, y su silueta se recortaba contrastando con el cristal de la portezuela a su lado. No sabía porque, pero algo de sí le transmitía mucha confianza, y además no tenía nada más que perder, daba igual si le contaba todo o no, se dijo. Seguramente, de todas formas no le creería en absoluto.
—Hagamos una cosa —dijo Daniel, pausadamente—. Mi casa está en Nogales, desde allí a tu destino solo tardaremos un par de días, si mi viejo coche me acompaña y funciona como debería. Te ofrezco alojamiento, una cama tibia y un plato de comida caliente, podremos estrechar lazos y si quieres, puedes contarme el por qué de tu alocado viaje. De todas formas, tendremos tiempo de sobra durante el trayecto. Puedo llevarte.
—¿Es demasiado largo? —preguntó Lisey, asombrada—. En verdad, gracias...
—Pues para serte franco, es atravesar todo Estados Unidos de una punta a la otra, son casi cuatro mil kilómetros de viaje. No es fácil.
—Vaya, con razón ha ido en avión —murmuró ella.
—¿Ha ido? ¿Quien?
—Ya le contaré con más detalle cuando lleguemos, si no se ofende.
Daniel rio levemente, una risa clara, genuina y contagiosa que hacía mella en el frio de la noche.
—Tranquila, puedes tutearme, solo dime Daniel, pastor, o ambas cosas, como gustes más. Tendremos mucho para charlar, por ahora solo quiero que estés cómoda —le dijo—. ¿Puedo preguntarte por qué estabas sentada bajo la lluvia en ese solitario camino, con las ropas sucias y descalza?
—He viajado hasta ahora escondida en un tren de carga, con destino a Utah —explicó ella, dando un suspiro de cansancio—. Un guardia me descubrió mientras dormía en uno de los vagones, y me atacó.
—¿Cómo?
—Creo que quería hacerme el amor, a cambio de permitirme viajar. Pero luché con él, y salí huyendo hacia cualquier lado, hasta que terminé en ese camino donde me encontraste —explicó ella. Daniel asintió con la cabeza, observando de reojo, y luego volvió a concentrarse en el camino.
—La violencia de los impíos los arrastrará, porque se niegan a obrar con justicia —Lisey lo miró con atención—. Proverbios veintiuno, versículo siete. Lamento mucho lo que te ha pasado.
—No te preocupes, hay cosas peores.
—Como por ejemplo, me imagino, el motivo de tu viaje.
—Sí, sin duda alguna.
Ambos permanecieron en silencio unos quince minutos, en los cuales Lisey solo observaba a través del cristal las gotas de lluvia que golpeaban y escurrían por la ventanilla a su lado. Daniel la miraba de reojo cada pocos kilómetros, preguntándose cual podía haber sido el destino infame que había empujado a una muchachita como aquella a tan desquiciada travesía. No parecía tener más pertenencias que ese pequeño bolso de mano que sujetaba con fuerza de sus casas, tampoco parecía provenir de una mala familia, tenía el cabello bien cuidado, su ropa estaba manchada de tierra pero para nada harapienta, y aunque no había sido muy partidario de recoger personas en los caminos, la había visto tan destruida que se compadeció de ella casi al instante.
—Viajo al pueblo más cercano cada una semana en busca de las hostias y el agua bendita para mi capilla, por lo general siempre lo suelo hacer de noche, ya que los caminos están menos transitados —comentó Daniel, como queriendo evadir el silencio—. Durante el día es una locura, lleno de camiones de ganado de un lado al otro. Si no fuera por eso, jamás te hubiera visto.
—Gracias por detenerte, y lamento haberte gritado —respondió Lisey, con cierta pena.
—Descuida, estabas asustada, es comprensible. Normalmente nunca me detengo, como ya te lo he dicho, pero... —Daniel se encogió de hombros silenciosamente, y Lisey sonrió a su vez.
El silencio volvió a inundarlos al menos unos diez minutos más, en los cuales ella ya no se sentía tan temerosa, sino extrañamente protegida. El calor del coche le había comenzado a secar los brazos húmedos por la lluvia, aunque la ropa seguía estando bastante mojada, y el adormilamiento clásico de la tranquilidad comenzó a arrullarla, junto con el suave traqueteo del vehículo. Justo cuando empezaba a dormirse apaciblemente el coche subió un terraplén abandonando el camino llano, ingresó en la rampa de acceso de una acera y luego comenzó a saltar de un lado al otro en un camino de tierra bastante accidentado. Daniel la miró de reojo.
—Te diría que esto es normal, pero la lluvia me ablanda el terreno y la amortiguación de mi coche ya no es la misma que hace diez años atrás —sonrió, como excusándose.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó ella, despabilándose de repente, sintiendo mucha expectativa.
—Así es, no tengo demasiado, pero es mi hogar. Siéntete como en tu casa, Lisey.
Ambos descendieron del coche y corrieron esquivando los charcos de barro hasta la puerta de madera de la capilla, una humilde iglesia pintada de blanco, con una cruz de bronce en lo alto de su campanario y ventanas con vitraux de colores. Daniel abrió y empujó las puertas, que hicieron eco en el gran salón oscuro. Pulsó la llave de la luz y los focos del techo se iluminaron a su vez.
Lisey observó todo, la iglesia era modesta pero acogedora, y una parte de si se sintió temerosa de estar pisando una capilla dada su antigua naturaleza demoníaca. Había dos filas de diez bancos de cada lado, con sus respectivos libritos forrados en cuero para cantar los himnos de alabanza. Las ventanas evocaban imágenes de la crucifixión, la desolación de Job, las profecías de Daniel, hijo de David, en el foso de los leones, y las cartas de Pablo a las siete iglesias. En el altar había un púlpito, con una gran cruz casera de madera de fondo, y una mesita con una caja donde suponía debía guardar la hostia y la copa de vino para la santa cena dominical y las comulgaciones.
—¿Te gusta, Lisey? —le preguntó Daniel, viendo su expresión fascinada mirándolo todo.
—Es preciosa, jamás había entrado a una iglesia en mis vidas.
—¿Cómo? —Lisey advirtió la cara de sorpresa que había puesto Daniel al escuchar aquello, parecía no entender a qué se refería con exactitud.
—Ya te iré contando —respondió, abrazándose a sí misma y estremeciéndose.
—Debes estar congelándote, venga, pasemos a mi casa.
Atravesaron todo el salón por entre las filas de bancos, subieron al altar rodeando el púlpito de madera, y Daniel se detuvo frente a una puerta lateral escondida tras unas cortinas blancas. Metió la llave en la cerradura girando el pomo, mientras que Lisey observaba el cartel de "Administración" en la parte superior, ambos entraron y ella sonrió ante lo que veía.
La casa de Daniel estaba justo detrás de la capilla, pero cruzar el umbral de aquella puerta era similar al hecho de haber cruzado una especie de portal dimensional en la que la devoción y religiosidad del lugar se detenía allí mismo, para dar paso a una casa muy bien arreglada, un living común y corriente, con sillones de tapizado en negro, alfombras de piel, una estufa a leña en uno de los rincones. Se sintió como si hubiera vuelto a su casa, por un instante, como si pudiera ver a Tommy salir de la cocina con la bandeja del desayuno en cualquier momento.
—¿Te agrada? —preguntó Daniel—. No tengo demasiado, luego de todo lo último que he pasado, pero al menos es mi pequeño lugar del mundo, y soy feliz con él.
—Me encanta, es como si estuviera en mi propia casa —asintió ella.
—Ven, sígueme.
Daniel la condujo al baño, para mostrarle cuales eran las llaves de agua fría y caliente de la ducha, también le ofreció una toalla, y en cuanto Lisey ya estaba instalada en el baño a punto de ducharse aprovechó aquel tiempo para encender la cafetera y preparar una ligera cena. Cuando tenía ya todo listo, recordó que estaba descalza, así que caminó hasta su habitación y abrió un viejo baúl de madera lacada. Abrir aquello era como abrir la caja de Pandora, se dijo. Allí guardaba algunos zapatos, zapatillas y los recuerdos más importantes de su mujer y su pequeño, pero quizá podía darle algo con que calzarse. No la había mirado con atención, pero tal vez hubiera suerte y su talle era la misma que la de Anna. Tomó un par de zapatillas deportivas rosadas y con ellas en las manos se acercó a la puerta del baño, la cual amortiguaba el sonido del agua al caer. Dio dos golpecitos suaves con los nudillos y llamó.
—¿Lisey?
—¿Qué sucede? —dijo ella. Daniel no la veía, pero pudo notar que había cierto recelo en su voz.
—Detrás de la puerta te he dejado un par de zapatillas con las que puedes calzarte. La cena esta lista, te espero en el living cuando salgas de la ducha.
Él pudo escuchar un ligero "Oh..." de sorpresa, y sonrió por lo bajo, quizá en aquel momento Lisey se estuviera sintiendo muy avergonzada por su desconfianza. Pero no podía culparla, aquella chica había pasado por algo muy traumático para cualquier mujer promedio.
—Gracias, Daniel. Eres muy amable —respondió.
Asintió con la cabeza, y se alejó de la puerta rumbo a la cocina, a preparar la mesa para cuando ella saliera de la ducha. Quince minutos después Lisey se presentó en el living, aun con el cabello húmedo, ropa limpia y las zapatillas puestas. Daniel le miró los pies con una sonrisa, y luego sirvió una taza de café para cada uno.
—¿Te han quedado bien? —le preguntó.
—De maravilla, gracias —sonrió Lisey—. ¿De quién eran?
—De mi esposa. Siéntate, tenemos que ponernos al tanto de todas las cosas.
Lisey se sentó frente a Daniel, tomó una de las tazas que le ofrecía y le dio un mordisco a un bollito de anís con azúcar que había en un gran plato central. No se había dado cuenta del hambre que sentía hasta que dio el primer bocado a la comida, y escuchó sus propias entrañas rugir.
—Gracias por todo esto, de verdad que no tengo palabras suficientes —dijo ella, con la boca llena.
—No te hagas problema, cuéntame un poco de ti.
Lisey tragó su bocado, junto con un sorbo de café, y luego le miró directamente.
—Antes de comenzar a contar todo, necesito preguntar una cosa.
—Dime.
—¿Eres un hombre de fe?
Daniel se tomó sus buenos dos minutos para pensar con exactitud la respuesta, dio un sorbo de café y respiró hondo después. Finalmente habló.
—Digamos que ahora lo soy, un poco más que antes. Con Dios hemos llegado a un acuerdo, por así decirlo. Él ya no tiene más nada que quitarme, y yo no tengo más nada que ofrecerle.
—Bien, entonces comenzaré por lo más difícil de explicar y comprender. Mi nacimiento fue más allá de los soles, se quiso en lo alto cuando el mundo recién había comenzado, antes incluso que la rebelión de Lucifer contra Dios. Yo pertenecía a los cuatro serafines, mi nombre celestial era Elemiah, revoloteaba alrededor del trono de Dios, mi color era el dorado, mi piedra regente era el diamante, y tenía el poder divino de mirar a través de lo oculto —explicó Lisey.
—¿Me estás diciendo...? —comentó Daniel, frunciendo el ceño.
—Sé que es difícil de comprender, lo sé —respondió Lisey, pausadamente—. Cuando Lucifer se rebeló contra la potestad de Dios, yo fui uno de los caídos que descendió con él a las llamas del infierno, y a partir de allí comprendí que Lucifer no era más que un ángel de tinieblas vestido con la armadura divina de la perfección, el príncipe de las mentiras que me había arrastrado con sus encantos buscando que traicionase a Dios. Mi nombre se perdió, a partir de ese entonces era conocida como Berphomet, la princesa de los infiernos, sentada desnuda al lado del trono de fuego de Satán, alimentando las lascivias de los demonios que bebían de mis flujos infinitos. Cabalgaba un caballo pálido cuando se me ordenaba, y comandaba ochenta y cinco legiones demoníacas dentro del infierno, hasta que fui convocada a la Tierra, al lado de Tommy.
—Espera, espera... —dijo Daniel, con las manos hacia adelante. —Sé que soy un hombre de muy poca fe, pero todo esto me parece una estúpida tontería.
—Lo sé, puedo imaginar que no es fácil —Lisey se puso de pie, y se tomó la camiseta por los bordes mirándole fijamente, de todas formas no tenía nada que perder—. Déjame que te de una prueba.
Se levantó un poco la ropa, dejando ver su vientre liso y perfecto. La mandíbula de Daniel decayó un par de centímetros, se persignó haciendo la señal de la cruz y parpadeó un par de veces.
—Por el amor de Dios, no puedo creerlo... —murmuró. —No tienes ombligo, es verdad.
—No he nacido de ningún ser humano, mis años se cuentan por muchos, pero jamás había pisado la Tierra como una mujer, siendo carne.
—¿Y por qué has venido? ¿Quién es Tommy? —preguntó Daniel. Lisey tomó su bolso, buscó bajo sus ropas y sacó la fotografía enmarcada del fondo.
—Tommy es un hombre que ha hecho un pacto de muerte con Lucifer, cegado por viejas ambiciones y duros rencores durante su vida. Yo fui convocada para satisfacer sus más bajos instintos sexuales, y si bien las cosas con nosotros empezaron mal, luego nos enamoramos uno del otro —le ofreció la imagen en las manos, Daniel la observó, tomando el retrato por los bordes.
—Se los ve muy felices —comentó.
—Lo estábamos —aseguró ella—. Tommy tiene un hermano, al cual se le dio la encomienda de matarlo dentro de una vieja mansión en la cual había vivido un famoso hechicero vinculado con Satán y sus obras. Alex, el hermano de Tommy, es vidente, y Lucifer le había prometido buena vida, y la mujer de Alex para sí mismo. En cuanto vine a la Tierra buscaba disfrutar todo el tiempo de los placeres de la carne, jamás había tenido sensaciones de mujer en mi vida, y esto acabó por cansar muy pronto a Tommy.
—Comprendo.
—La cuestión es que Lucifer casi me envía al foso de fuego de nuevo, y Tommy se sintió culpable por ello, de modo que cambió su pacto. Ya no quería la mujer de su hermano ni la buena vida, sino que le exigió al Maligno hacerme mortal, que me liberase de sus dominios y me hiciera mujer.
—Vaya, no puedo creerlo... —murmuró Daniel, bebiendo de su taza. Lisey advirtió que el pulso le temblaba ligeramente.
—Fue en ese momento cuando ambos comprendimos el valor que tenía el otro, y el amor fue corto entre nosotros, pero muy intenso —dijo Lisey, y una lágrima rodó por su mejilla—. De verdad creo que Tommy pudo amarme realmente, al igual que yo.
—¿Y él dónde está ahora? ¿Por qué lo buscas, si estaba tan feliz contigo?
—Ha partido a Nueva York, rumbo a la mansión del brujo alemán, a matar a su hermano como Lucifer le había designado. Sabe que si no lo hace, tanto el como yo, iremos al infierno. Y aunque así sea, he salido tras sus pasos para evitar que lo asesine. Tommy no es una mala persona, ha tenido una vida de mierda, no lo negaré, pero no es un homicida. Y le amo en verdad.
—Es una causa muy noble la que te impulsa —respondió Daniel. Hizo una larga pausa, terminó su taza de café y le extendió las manos por encima de la mesa. Lisey se las tomó, y solo en ese momento advirtió que llevaba dos alianzas puestas, una en su anular y otra en el meñique de la mano izquierda—. Durante milenios el ser humano se ha cuestionado realmente la existencia de Dios, sus obras, si hay algo más allá después de morir. Yo mismo lo he hecho, yo he muerto en vida, he sentido el mismo dolor que Job sintió cuando le fue arrebatado todo a su paso. Y ahora estás frente a mí, la prueba hecha carne luego de Jesucristo, de que realmente hay un cielo, hay un infierno, hay un bien y un mal por encima y por debajo de nuestras cabezas mortales. Y sinceramente, no puedo creer que todo esto me suceda a mí. Es la oportunidad de Dios para reavivar mi propia fe, y mis ideales.
Lisey permaneció en silencio unos minutos, viendo como aquel hombre se secaba las lágrimas de las mejillas. No sabía que decir, no se esperaba algo tan crudo como aquello.
—No dudo de que en realidad aun estés aquí por algo que debes cumplir. Pareces un hombre bueno, Daniel —dijo ella.
—Estoy aquí porque quizá me faltaba conocerte, necesitaba una prueba contundente de que Dios no era una ilusión de hombres desesperados por creer en algo, sino que realmente está allí, cuidando a mi esposa aún mejor que yo —respondió—. Te llevaré a Nueva York, si lo deseas. Sé que no me conoces, ni yo a ti, pero nos une un punto en común, el dolor y la búsqueda de nuestros seres queridos. Podemos llegar muy lejos juntos, y te ayudaré en lo que sea necesario.
—¿Lo dices en verdad? ¿Viajaremos a Nueva York? —preguntó Lisey, con los ojos encendidos de felicidad y esperanza.
—Claro que sí, puedes quedarte aquí un par de días, mientras que preparo todo para el gran viaje, si así lo deseas. Luego partiremos.
Lisey se levantó de la silla, rodeó la mesa y se fundió en un abrazo con Daniel, el cual lo tomó desprevenido por completo, pero finalmente se puso de pie a su vez y la abrazó también.
—Tú y yo llegaremos muy lejos, Lisey. Está en los planes del Señor.
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