IV
Luego de arribar en Génova, buscar un hotel decente y darse un reparador baño, se recostó en la cama, aun en bata, tomó el teléfono que había en una pequeña mesita, a un lado de la cama, y marcó el número de Angelika. Sonó unas cuatro veces y luego la voz de ella.
—¿Hola?
—Cariño, soy yo —dijo.
—¡Hola, que bueno escucharte! ¿Qué tal va todo?
—Bien, hace unas dos horas llegue a Génova, me puse a buscar un hotel, me he dado una ducha y ahora quizá descanse un poco antes de llamar a nuestro cliente.
—¿La ciudad es linda? —preguntó Angelika.
—Oh sí, se parece más a un pequeño pueblo que a una gran ciudad. Estoy sobre la costa, pero el asilo donde tendré que ir mañana a comenzar el trabajo está más en la parte rural. Es lindo aquí, todo está muy tranquilo, la gente es serena, me gusta mucho. ¿Tú como estas?
—Bien, ahora mismo le estaba dando de comer a Brianna, y luego quizá me ponga a ver una película. He suspendido los registros de nuevos casos, tú no estás conmigo y no puedo hacer todo yo sola. La gente lo entenderá.
—Claro, me parece bien.
Del otro lado de la línea hubo un breve silencio, Alex esperó, creyendo que solamente había mala señal y la comunicación estaba por cortarse. Luego agudizó el oído, y se dio cuenta que Angelika estaba sollozando, quería hacer el menor ruido posible, para que Alex no se diera cuenta de ello, pero un suspiro hondo la delató. Y cuando Alex se disponía a decirle que debía calmarse, ella habló.
—Alex, prométeme que te vas a cuidar, en serio. Estoy muy preocupada por ti.
—Claro que me cuidaré, cariño, ¿por qué estas preocupada? Debes estar tranquila —respondió él, y añadió—: Solo será una limpieza de rutina.
—Es que no puedo estar tranquila. Anoche he tenido una pesadilla de nuevo, no la recuerdo bien y creo que sería mejor que no la recordase, pero tengo un mal presentimiento con todo esto y temo por ti —habló en un susurro, como si tuviera miedo que alguien la oyese—. Hoy he visto a Tommy de nuevo. No estaba rondando la casa como antes, pero le he visto, en el desierto. Ha caído, Alex, lo puedo sentir dentro de mí.
—¿Ha caído? ¿Cómo que ha caído?
—Le pertenece, ahora ya le pertenece completamente. Lucifer le ha destruido la poca cordura que aún mantenía, ha utilizado sus deseos más oscuros contra el propio Tommy. Y ya no hay vuelta atrás. No sé qué pasará de ahora en más, solo sé que Tommy ya no es quien conocemos, y nos traerá muchos, muchos problemas —respondió Angelika.
Alex permaneció en silencio, asimilando palabra por palabra. Sintió que se le ponía la carne de gallina, y a pesar de que no tenía frío, se estremeció súbitamente.
—Debes estar tranquila, Angie. No sabes cuánto deseo estar contigo allí, darte un abrazo y decirte que todo marchará bien. Pero ahora eso mismo no es posible. Ten fe, todo irá bien.
—Lo intentaré, ¿me prometes que te cuidarás lo mejor que puedas?
—Claro que sí.
—Gracias, Alex —dijo ella, esta vez con un tono de voz mejor, un poco más animado—. Si algo te ocurre yo me muero, no soportaría perderte.
—Tranquila, cariño, nada pasará —insistió—. Escucha, llamaré ahora a Mr. Marelli, para coordinar a qué hora nos encontraremos mañana en el asilo, y luego dormiré un poco.
—Claro, ve a descansar cariño, el viaje ha sido largo y lo mereces.
—Te llamaré luego, si te parece bien.
—Claro que sí, descansa —Angelika hizo una pausa breve. Alex se dio cuenta que pensaba en algo más—. Te amo.
—Y yo a ti, Angie —sonrió Alex, y colgó el teléfono en su soporte.
Permaneció pensativo en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera de madera interrogándose muchas cuestiones. ¿Que había hecho Tommy exactamente? ¿Negociar, venderle el alma al diablo? No tenía ni idea, pero a juzgar por el tono de voz de Angelika, era muy malo. Tommy ya no es quien conocemos, le había dicho, y nos traerá muchos problemas. ¿Pero qué clase de problemas podría traerle? Desde que lo había expulsado del grupo no había tenido más noticias de él, no sabía siquiera donde estaba, donde vivía. Todo había quedado en punto muerto desde entonces como si nunca lo hubiera conocido. No tenía que haber roto su teléfono, se dijo, había sido un acto muy estúpido, ahora tendría adonde llamarlo si no hubiera actuado de aquella forma.
Pero Angelika parecía verdaderamente asustada, sin duda sabía cosas que él desconocía, y algo pugnó en su mente por volver a llamarla y decirle que se protegiese, que contratara vigilancia particular si era necesario, pero que no saliera de la casa hasta su regreso. Aunque no quería molestarla de nuevo, desconocía la diferencia horaria, y confiaba en ella, era una chica muy inteligente que sabría cómo cuidarse en caso de ser necesario.
Volvió a tomar el teléfono, levantó el tubo y sujetándolo con su hombro al oído, buscó en su teléfono el número de Mr. Marelli, la persona que le había contratado para limpiar aquel lugar. Marcó el número, esperó, y a los tres tonos un hombre con fuerte acento italiano atendió el teléfono.
—¿Buona notte?
—Buenas noches, señor Marelli, soy Alex Connor, espero que este bien —saludó.
—¡Ah, signore Connor! —saludó el hombre—. Deberá disculparme, mi inglés es molto básico, scusa. ¿Come estai?
—¿Cómo estoy? bien, bien, hospedándome en Serena di Posada —respondió—. Quería saber si mañana a primera hora nos encontramos en el asilo, o en otro lugar más accesible para usted.
—No se preocupe, yo mismo lo iré a buscar nella mía auto. Per le nove della mattina, ¿bene?
—Oh, de acuerdo, lo anotaré ahora mismo para no olvidarme —dijo Alex. Se sostuvo el teléfono con una mano mientras que con la otra libre colocaba una alarma en su Smartphone.
—Bene, bene. Me alegra que este aquí, signore Connor. Usted es la última esperanza que io tengo, o acabare in fallimento.
—¿En qué? Perdone...
Del otro lado de la línea, Mr. Marelli se esforzó nerviosamente por hacerse entender.
—Come si dice... insolvenza...
—¿Ruina? ¿Bancarrota? —intentó Alex.
—¡Quello, quello! —exclamó Mr. Marelli, del otro lado de la línea—. Eso mismo.
—Oh, ya entiendo, terminará en bancarrota si la demolición no se concreta. Lo entiendo, señor. Lo espero mañana, a las nueve, no se preocupe.
—Perfetto, perfetto.
—Y señor Marelli, algo más... Si es un hombre de fe, le recomiendo que se planteé hacer sus oraciones. Nunca está de más llevar un poco de protección extra.
Alex cortó la comunicación, y se quedó perdido en sus propios pensamientos una vez más. Mañana sería un día largo, se dijo, y dando un suspiro de resignación, se puso de pie para terminar de vestirse. Dejó la toalla húmeda en el cesto con etiqueta de ropa sucia escrito en italiano, encendió la televisión donde transmitían un partido de fútbol de segunda categoría, el relator, un italiano que gritaba acaloradamente las jugadas, le puso los nervios de punta. Quitó el sonido de la televisión y tomando el teléfono llamó a recepción para solicitar una comida rápida, pero antes de que siquiera pudieran atender la llamada, empujó la horquilla hacia abajo y colgó. Tomando su billetera, las llaves de la habitación y la chaqueta de cuero que reposaba en el respaldo de una silla, salió afuera, rumbo a recorrer las calles y conocer un poco más, tenía muchas cosas para pensar, y no le convenía recargarse de malas energías antes de concretar un trabajo tan importante.
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Mientras tanto, a seis mil quinientos kilómetros de distancia y seis horas de diferencia después, Angelika estaba cómodamente sentada en uno de los sillones del living, mirando la televisión junto con Brianna, que echada a su lado en los mullidos cojines negros, reposaba con el hocico en sus piernas, mientras se dejaba acariciar el pelaje de forma distraída. Desde que había puesto en el blog del equipo la noticia de que Alex se hallaba en un viaje de negocios, y que los casos quedarían suspendidos al menos durante una semana, nadie más la llamó, ni le escribió ningún correo. Odiaba el silencio de la casa durante esos días, pero por otro lado le bendecía, podía escuchar música cuando quisiera sin que el teléfono estuviese sonando constantemente, hablaba con Brianna y escuchaba el canto de los pájaros en la mañana, mientras desayunaba.
Aquel día, luego de hablar con Alex, una sombra de nerviosismo pareció cubrirle de pies a cabeza. No sabía porque, ni que estaba pasando, pero no se sentía para nada tranquila, y luego de dar vueltas barriendo la casa, se dirigió a la cocina, tomó un paquete de galletas malteadas, cortó un trozo de queso colonia, mermelada de durazno en frasco, y una jarra de jugo de naranja recién exprimido. Con todo aquello en una bandeja, se encaminó al living, dejó todo encima de la mesita ratona, y sintonizó una película de espías, sin mucho afán.
La primera hora de la filmación había sido, a juzgar por su criterio, bastante aburrida, y se había pasado comiendo de a ratos, convidando con galletas a Brianna, y bostezando casualmente. Justo cuando comenzaba a dormitarse, un gruñido del animal la sobresaltó, que apartó la cabeza de encima de sus piernas y con las orejas erguidas, miraba hacia un punto determinado de la casa mostrando los dientes. Angelika la miró sin comprender, sintiendo como la punzada del miedo comenzaba a recorrer su espalda, helándole la sangre.
—¿Qué pasa, Brianna? ¿Qué hay? —preguntó, como si el animal fuera a responderle algo.
Bajó del sillón y se puso en guardia frente a la chimenea, mirando hacia un rincón contra la puerta de entrada. Gruñía y babeaba, y de pronto comenzó a seguir con la mirada algo que nada más ella veía. Angelika la miró con la respiración contenida, sintiéndose muy pequeña de repente, como si las paredes de la casa se le vinieran encima, y deseó fervientemente que Alex estuviera allí, para abrazarla y decirle que no tenía nada de que temer. Pero estaba sola, tenía que afrontar aquello por su propia cuenta, fuese lo que fuese.
De pronto Brianna dejó de gruñir, solamente se quedó mirando el pasillo vacío, olfateando el aire. Obligando a su cuerpo a moverse, se levantó del sillón y caminó al lado de la perra labradora. Y justo cuando le posó una mano en el lomo, sintiendo el calor reconfortante de su pelaje dorado, un estruendo se escuchó desde la cocina. Angelika se sobresaltó y retiró la mano como si el animal quemase, aquel sonido era horrible, era como si un gigante estuviera aporreando la casa, dando las ollas, los platos, y hasta los propios muebles contra las paredes. Repentinamente aquel sonido se detuvo, en la casa solamente se escuchaba los jadeos de la respiración agitada de Angelika, y la televisión a un nivel bajo, transmitiendo la película.
—Dios santo, Dios santo... —murmuró.
Miró a la perra como si fuera a realizar algún acto heroico en su lugar, pero ella solamente miraba con ojos fijos para el pasillo. Sintiendo las piernas agarrotadas por el pánico, caminó lentamente hacia la puerta abierta de la cocina, sin hacer ruido con los pies, mirando a todas direcciones. Sus pechos subían y bajaban a causa de su respiración, y al aproximarse a la puerta de la cocina, sintió que iba a gritar, que sus dedos hormigueaban del miedo tan atroz que estaba experimentando. Dio un paso más, empujó la puerta con la palma de la mano levemente, y encendió la luz.
Allí no había nada destrozado, todo estaba en su sitio y en perfecto orden, pero una figura negra, a juzgar de un hombre alto, con una enorme capucha a la cabeza, estaba allí de pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana hacia afuera, al viento nocturno. Aquella aparición se hizo presente en el mismo milisegundo que la luz había encendido, y Angelika dio un gemido de horror, conteniendo el alarido en su garganta de la mejor forma posible. Se tomó la boca con las manos y abrió grandes los ojos. Aquel ser pareció ignorarla, continuaba mirando por la ventana. Ella entonces se armó de valor, dominando su miedo.
—¿Quién eres? ¡No eres bienvenido aquí, espectro!
Aquello entonces comenzó a girarse hacia ella, muy lentamente, tan despacio que Angelika creyó que no acabaría nunca, que el horror la dominaría finalmente y se despertaría en su cama, dando gritos en su pesadilla. Pero no estaba durmiendo, tenía que afrontar todo aquello sola, no había más opciones, todo era real.
Finalmente, aquel ser terminó de girar de cara a Angelika. Una de las cuchillas de cocina levitó de su soporte, con la filosa punta hacia ella. Angelika le miró, luego sus ojos se desviaron hacia la profundidad negra de la capucha que llevaba aquel espanto. Las cuencas de sus ojos eran rojas, pero estaban vacías, no había globos oculares, no había nada. Salvo fuego, odio, y muerte.
—Luttemberger... —susurró una voz en su cabeza— Ulrik Luttemberger...
Angelika dio un grito de espanto en el mismo momento en que la cuchilla de cocina salía disparada como una bala hacia ella. Se agachó rápidamente y la punta quedó clavada en la pared, con el mango blanco oscilando de un lado al otro. Corrió por el pasillo de nuevo al living, se dirigió a la punta más alejada del pasillo, tropezó con uno de los sillones, cayó de bruces encima de él y su tobillo tiró al suelo el plato con galletas y queso. Brianna siguió en guardia un momento más, hasta que de pronto pareció calmarse súbitamente, se acercó a Angelika, que respiraba jadeante con los ojos abiertos como platos, llorando del pánico, y le lamió las manos. Ella entonces se dejó caer de rodillas en la alfombra y se abrazó del cuello del animal. Con manos temblorosas tomó su teléfono, buscó en el registro y llamó al último número de larga distancia con el que Alex le habló. Luego de seis timbres, atendió.
—¿Hola? —dijo, adormiladamente.
—¡Alex, necesito hablar contigo! —exclamó ella.
—Cariño, son las cuatro de la madrugada... ¿Estás bien?
—¡He sido atacada por un espectro, dentro de la cocina de nuestra casa! —casi gritó Angelika en el teléfono, el cual Alex tuvo que apartar de su oído.
—¿Qué? ¿Cómo, quien? —se irguió en la cama, aunque Angelika no pudiera verlo.
—No lo sé, una figura negra, supongo que de un hombre, no tenía rostro, y me susurró un nombre.
—¿Lo anotaste?
—¿Te parece que estoy en condiciones de anotar cosas? —preguntó ella, en medio de la histeria del llanto, aunque sabía que no lo olvidaría fácilmente.
—Está bien, debes calmarte. ¿Estás herida?
—No, una cuchilla salió volando, y no me ha dado por poco. Pero estoy bien. ¿Cuándo vuelves?
—No lo sé, dentro de cuatro horas debo levantarme. Marelli me recogerá a las nueve, en la puerta del hotel. La limpieza seguramente me lleve todo el día, mañana descansaré solo por el día, mi vuelo de regreso sale pasado mañana.
—No quiero estar sola, estoy aterrada, cancela todo, ven conmigo —suplicó ella.
—Cariño, también quiero estar ahí cuanto antes, pero no puedo retirarme ahora, el trabajo ya empezó.
—Alex, por favor...
—Angie, entiéndelo, no puedo irme así como así. Serán dos días, te prometo que no será mucho más —respondió él. Del otro lado de la línea hubo un breve silencio, hasta que al fin la escuchó suspirar de resignación.
—De acuerdo, Alex, como quieras. Pero mantente alerta, hay algo que no me gusta con todo esto.
—¿A qué te refieres exactamente con algo que no te gusta?
—No lo sé. Algo que no puedo definir. Quizá sea la sugestión por todo lo que acaba de pasarme, pero de todas formas ve con cuidado —dijo.
—De acuerdo, Angie. Tú también cuídate, y recuerda que ante cualquier problema, puedes llamarme a la hora que sea.
—Lo haré, llámame ni bien termines con la limpieza del asilo —permaneció unos momentos en silencio y luego agregó—: Te amo, Alex.
—Y yo a ti —respondió él, y colgó.
De pronto aquella habitación de hotel le pareció mucho más oscura que antes, mucho más silenciosa. Se recostó de nuevo en la cama, intentando volver a conciliar el sueño, pero todo lo que logró fue hacer que su mente volara por todo lo que le había dicho Angelika unos minutos atrás. Algo le había atacado, él no había estado allí para defenderla y quizá una parte muy honda de si se sentía culpable por todo lo que había pasado, incluido lo de su hermano. Tommy había caído ante Lucifer, se había entregado a él, aunque quizá ya no había nada que hacer desde mucho antes de expulsarle, se dijo, recordando lo extraño que se había puesto de un segundo al otro.
¿Que le habría prometido el maligno para envolverlo en sus palabras? Se preguntó mentalmente. Deseó saberlo, pero algo le decía que era Angelika la que corría un grave peligro en toda esta historia. Si era objetivo con todo lo que había pasado, sabía que Tommy buscaría algún tipo de venganza, y la emprendería contra Angelika, a sabiendas de que era lo más preciado que Alex tenía en su vida misma.
Se sintió con miedo, un miedo que jamás había experimentado en su vida, y ya no pudo volver a conciliar el sueño por esa noche.
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A la mañana siguiente, Génova había amanecido cubierta por una gruesa niebla y una llovizna que, si bien no era tan fuerte, bastaba para mojar la ropa si uno pasaba mucho tiempo expuesto a la intemperie. A las ocho de la mañana se levantó de la cama, luego de pasar casi cuatro horas mirando la televisión y dando vueltas, sin poder dormir. Se dio una ducha, preparó su equipo, repartiéndolo en los bolsillos de su maleta. No llevaría mucho, solamente unas cuatro o cinco ampollas de agua bendita que había preparado, cuatro paquetes de sal fina, una SB7, una grabadora de mano, un medidor de densidad de bolsillo y un paquete de tizas blancas.
A las nueve en punto bajó a la planta baja y luego al porche en la acera del hotel, a esperar a que Mr. Marelli le pasara a buscar, y no tuvo que esperar mucho, diez minutos después un Ford Focus negro se estacionó frente a él. Marelli en persona, un hombre de cuarenta y cinco años, espeso bigote negro y manos duras, señal que había sido un obrero común durante mucho tiempo de su vida, se bajó del vehículo.
—¡Buongiorno, signore Connor! —saludó, estirándole la mano derecha, la cual Alex estrechó con buena cordialidad—. Buen clima, ¿a que sí? —preguntó, irónicamente.
—Muy tropical, sin duda —sonrió Alex. Marelli vio su maleta, y le señaló el maletero.
—Oh, no había visto su equipaje, scuzi. Puede guardarla ahí, enseguida le abro.
Luego de cargar la maleta con las cosas, Alex se subió al lado del acompañante, y en cinco minutos ya estaban de camino al asilo. Conversaron de muchas cosas, ya que el viaje era un poco largo. Era bueno charlar con alguien, aunque el inglés de aquel italiano era realmente pobre, necesitaba distraer su mente de alguna forma, y a pesar de la niebla Alex había disfrutado de aquel viaje, con la ventanilla medianamente baja, respirando el aire fresco.
Al llegar al lugar, Mr. Marelli se adentró por un camino de tierra donde había una serie de advertencias derruidas de propiedad privada. La zona estaba rodeada por una densa vegetación arbórea que le daba un cierto aire abandonado, aunque según aquel italiano, todo aquello solamente era parte de los viejos accesos de aquel predio. Finalmente, luego de unos dos o tres minutos de conducir por caminos de tierra, Mr. Marelli apagó el motor lo más cerca que pudo de la puerta del antiguo asilo. Alex levantó la mirada por el parabrisas del coche, mirando hacia la fachada del mismo. Y aun sin bajarse del vehículo, supo que Angelika tenía razón, algunas cosas no marchaban bien con aquel sitio.
Finalmente descendió y observó la estructura con más detalle. Era inmenso, ninguno de sus ventanales, con sus bloques oscuros y manchados por el moho y la lluvia, tenían cristales. No había puerta de entrada, y en las paredes exteriores de aquel enorme establecimiento de cinco plantas, había montones de pintadas y grafitis de chicos que no tenían nada que hacer, y vagabundos curiosos. Observó todo con detenimiento, casi que con mirada de cirujano, haciendo caso omiso del dolor frontal de cabeza que comenzaba a invadirle. Sabía que no era bienvenido en aquel sitio, pero, ¿no era bienvenido por quién? Se preguntó. Su visión de aquel edificio fue interrumpida por Mr. Marelli, que dé pie frente a él, le miraba con asombro. Tenía su maleta en una mano.
—Signore Connor, ¿se encuentra usted bien? —preguntó—. Está muy pálido.
—Sí, no se preocupe. Necesito pedirle un favor, si no es molestia.
—Usted mande.
—Necesito que entre conmigo. Yo veré cosas que usted no, seguramente tenga que entrar en trance para poder hacerlo, pero mientras esté en ese estado, usted será mis ojos aquí afuera —dijo Alex. Mr. Marelli pareció nervioso de un segundo al otro.
—Oh, signore Connor, de verdad que desearía no entrar allí jamás. Per favore, no me pida una cosa así, este sitio é del diablo.
—Por favor, no podré hacerlo solo y mi compañera no ha podido venir. Solo necesito que me vigile.
—Está bien, así será entonces —respondió, no muy convencido.
Ambos se acercaron a la puerta principal del edificio. Alex ingresó, seguido de Mr. Marelli. El vestíbulo principal era enorme, con las paredes sin pintar, y la antigua pintura que aún quedaba en ellas yacía suelta, descascarada en grandes hojuelas. Había un ruinoso mueble de madera, torcido, apolillado y mohoso que antaño había sido de la recepción, según pudo ver Alex. En un rincón una oxidada y desecha silla de ruedas, con el tapizado hecho jirones y llena de telarañas. Había pertenecido a una mujer, podía verla, gris como una vieja fotografía en blanco y negro, sentada en la silla, en una época donde los ancianos vestían pantuflas de piel, leían el periódico y continuamente llevaban camisones y pijamas de abrigo. ¿Que había sido de ella? Se preguntó. Había tenido dos hijos, le abandonaron allí cuando los primeros indicios del Alzheimer le habían atacado, hasta que finalmente se había apuñalado las arterias del arrugado cuello con el lápiz con el cual hacía los sudokus. Alex se frotó la nariz haciendo pinza con el dedo índice y el pulgar, presionando en el tabique. Luego miró a Mr. Marelli, mientras abría la maleta que había llevado.
—Vaya a la puerta, y dibuje una línea justo debajo del marco, con el paquete de sal —dijo, dándole un paquete en las manos—. Yo tomaré un par de mediciones mientras tanto.
Mr. Marelli asintió con la cabeza, rompió la punta del paquete de sal con los dientes, y caminando hacia la puerta comenzó a verter una gruesa línea. Alex tomó su medidor de densidad de bolsillo, lo encendió y la pantalla en led mostró un cero digital, en rojo. Movió la perilla lateral a SCAN y con un pitido por segundo el aparato comenzó a hacer un barrido del ambiente. A los dos minutos, cesó de pitar y Alex vio la pantalla, abriendo grandes los ojos, incrédulo.
297,78
—No puede ser... —murmuró. En los lugares más malditos posibles la densidad normal no superaba los noventa y cinco. Allí había algo monstruosamente grande, y poderoso. Sacó de su bolsillo una tiza blanca, y arrodillándose en el suelo frente a la puerta, comenzó a dibujar una serie de símbolos encerrados en un círculo. El dolor de cabeza era insoportable, una gota de sangre le cayó en el dorso de la mano, la miró con asombro y se tocó la punta de la nariz. Una de sus fosas nasales sangraba.
Una gota de sudor le resbaló por su frente y cayó encima de su parpado, se la enjugó con la palma de la mano mientras se ponía de pie, apagó el medidor de densidad, y tomado la SB7, conectó el parlante y encendió el aparato, que comenzó a hacer un escandaloso ruido blanco, como la interferencia de un televisor mal sintonizado. Marelli se acercó a él.
—La sal ya está en el suelo, signore Connor —dijo, levantando la voz por el ruido de la SB7. Lo miró con detenimiento—. Está sangrando...
—Gracias, señor Marelli, olvídese de la sangre. Ahora solamente necesito que se quede aquí, y observe, lo demás lo haré yo —respondió Alex, sujetando el parlante contra su pecho para mitigar el estruendo y poder hablar mejor. Caminó por la espaciosa sala derruida, había un pasillo delante de sí que dirigía al interior del edificio, las salidas de emergencia y los ascensores fuera de servicio.
—¿Puedo preguntarle por qué la sal en la puerta?
—Es para que nada de lo que esté aquí adentro pueda escapar —Alex apartó el SB7 de su pecho, y luego habló—. ¿Hay alguien aquí que deseé comunicarse conmigo? —preguntó, levantando la voz. Esperó, escuchando el ruido blanco que manaba del aparato, no hubo respuesta.
—¡Si hay alguna entidad aquí dentro, debe saber que no es bienvenida, y este lugar ya no le pertenece! ¡Debe irse cuanto antes, o manifestarse ahora mismo, o será expulsado de inmediato! —exclamó, intentando de nuevo. Escuchó, de pronto una sola palabra salió del altavoz, mezclada con el ruido blanco, pero perfectamente audible.
ASESINO
Alex se quedó inmóvil, mirando el aparato que hacía ruido en su mano, y lo apagó. Lo volvió a guardar en la maleta, junto con el medidor de densidad, y miró a Mr. Marelli fijamente. Había algo allí que era demasiado grande, no era suficiente con aquellos instrumentos, tenía que hacerlo a su manera. Suspiró hondamente, luego habló.
—Necesito su ayuda, señor Marelli.
—Dígame.
Alex señaló el pasillo vacío y oscuro que había delante.
—Tenemos que ir ahí, debo tocar algo para inducir el trance. Usted me vigilará —dijo. Marelli suspiró a su vez, y luego asintió con la cabeza.
—Bene, signore Connor. Vamos allá.
Ambos entonces comenzaron a caminar por el pasillo, lentamente. Marelli con las manos extendidas hacia adelante para prevenir tropiezos, lamentándose en cerrado italiano no haber llevado consigo una linterna. Alex no necesitaba luz, veía perfectamente en la oscuridad que había más allá de la realidad que les rodeaba. Estiró un brazo y con la palma de su mano acarició una pared, descascarada y con pintura suelta. Bajo aquella antiquísima capa de pintura, había algo.
Uñas que habían surcado la pared, lamentos de invierno, olor de ancianos, mucho dolor.
Siguió caminando con lentitud, apreciando todo, viendo con los ojos cerrados. Sus manos se toparon con una camilla, su colchón desgarrado, un resorte oxidado arañó sus dedos. Alguien había muerto allí, había tenido un paro cardiorrespiratorio, y nadie le había asistido. Se había retorcido en la cama mientras se asfixiaba hasta la muerte. ¿Cuántas enfermeras habían visto aquello? Se preguntó. Observó un poco más, habían sido tres. Y un doctor importante, que lo había sometido a choques eléctricos a aquel paciente, hasta llevarlo al límite de su resistencia física. ¿Era realmente un doctor? Sus ojos cerrados escudriñaron la oscuridad bajo sus parpados.
—Un demonio —murmuró. Marelli giró la cabeza en dirección a Alex, aunque no pudiese ver más que su silueta en la negrura, con el vello de los brazos erizados del pánico.
—¿Cómo dice? —preguntó, pero Alex no le escuchó.
Continuó caminando unos metros más, esta vez se encontró con las agarraderas de goma de una silla de ruedas. Al tocarla, pudo ver que su antiguo dueño, un anciano de gruesa barba, estaba allí por demencia senil, y don Adinolfi, como se le conocía en vida, pasó sus últimos días hablando de demonios, ángeles y la batalla de Dios. Finalmente, el director de aquel lugar le había mandado a confinamiento en la enfermería del sector C. El anciano desapareció de un momento al otro, nadie más supo de él. Ni siquiera sus compañeros de habitación. Y allí residía la clave para descubrir lo que moraba dentro de aquel asilo.
—Vamos a ver que te ocurrió... —murmuró Alex.
Tanteó los posabrazos de la silla, y se sentó en ella. Los destruidos muelles crujieron bajo su peso, y el desdoblamiento psíquico fue inmediato.
Vio enseguida el asilo en su mejor época, las luces pendían del techo, brillantes e inmaculadas. Enfermeras iban y venían para todas partes, un grupo de médicos de guardia jugaba al póker. Los lamentos de pacientes enfermos en los pisos superiores les llegaron a sus oídos como suaves oleadas, como el murmullo uniforme y constante del mar al romper en la orilla. Allí estaba sentado Doménico Adinolfi, con el canoso y escaso cabello peinado hacia atrás, la bata de hospital cubriendo su flaco y arrugado cuerpo. Sentado en la misma silla de ruedas que Alex ocupaba ahora, atado de pies y manos con correas de seguridad, bien sujeto a los posabrazos y apoya pies, pasaba sus días, murmurando en perfecto italiano que no estaba loco, que sabía era real todo aquello que podía ver, y aunque no tenía conocimiento del idioma, en aquel estado Alex podía entenderle con facilidad y completa naturalidad.
Un enfermero corpulento se acercó y se paró frente a él, con una sonrisa.
—¿Cómo te sientes hoy, Doménico? —le preguntó.
—Vuelve a la alcantarilla de dónde has salido, basura maligna —respondió él.
El enfermero sonrió más amplio, y bajo aquella sonrisa Alex vio sus facciones reales, horribles fauces demoníacas, babeantes, un demonio que solamente quemaba por pasión a sus víctimas. Se irguió, rodeó la silla y tomándola de las agarraderas de goma, comenzó a llevar al anciano por el pasillo, a paso veloz.
—El director Abbatelli quiere verte.
Alex les siguió, al final del pasillo los vio subir al ascensor de servicio hasta la última planta, y se elevó con ellos. Al llegar, vio la puerta abierta del director. El enfermero conducía la silla de ruedas hasta la oficina, y Alex le siguió. Dejó al anciano frente al escritorio de madera negra, y se situó en un rincón a observar. El director, un hombre alto que probablemente rondaría los sesenta, se acercó al anciano, reclinándose un poco para mirarle mejor al rostro.
—Hola, viejo —sonrió. Doménico le escupió a la cara, su dentadura postiza se resbaló de sus labios y cayó en su regazo. El director sonrió, y desplegó sus alas, con membranas tan negras como la noche, tan temible como el pozo más profundo del infierno mismo.
—No eres más que un títere de Él —dijo Doménico, cerrando las manos en puños y forcejeando sus correas, era increíble ver que a pesar de su avanzada edad no parecía temerle.
—Lo sé, pero tengo importancia, cosa que jamás tuviste en tu vida, a pesar de lo que veías desde pequeño —sonrió aquel demonio, sus ojos centelleaban fuego. Observó a los enfermeros que custodiaban la silla de ruedas del anciano, y asintió con la cabeza—. Tu problema es que ves mucho, demasiado tal vez. Llévenlo al sector C y hagan lo que quieran con él. Que sufra antes de morir.
La visión se terminó, en un sinfín de imágenes confusas, arremolinadas y caleidoscópicas, tanto, que incluso creyó que flotaba por algún lado del cosmos. Finalmente, Alex estaba de nuevo en aquel destrozado asilo, pero solamente se hallaba ante él otra criatura, aquel demonio que bien sabía era mortífero.
—Éste no es tu lugar —dijo Alex—. Puedo reconocerte, Azrael.
Aquella entidad se giró para mirarle, y despojándose como una serpiente de su piel vieja, Azrael se quitó de encima la apariencia de hombre, y mostró su real aspecto, cuatro horribles caras, cubierta de velos, se mostraron ante sus ojos. Tenía una delante, otra arriba de la cabeza, otra detrás y la última bajo sus pies. Su cuerpo estaba cubierto de innumerables ojos amarillos, como un gato salvaje, y Alex sabía que cada vez que cerraba uno, moría un ser humano.
—No me provoques, psíquico de mierda —dijo aquel ente, con voz rasposa y gutural—. Tú no sabes nada de mi.
—No tienes nada que hacer aquí —comenzó a orar, con sus manos hacia adelante—. Per signum santae crucis de inicimis nostris libera nos, domine Deus noster, in nomine patris, et filii, et spiritus sancti, amen.*
Cuando se disponía a recitar la segunda oración en latín, Azrael entonces con un rápido movimiento le tomó por el cuello, sus garras hervían, y Alex sintió el olor a su propia carne siendo quemada bajo su mano. Gritó de dolor, pero concentrándose, continuó.
—¡Anima Christi, santificatum est, Corpus Christi, salve est. Sanguis Christi, inebria me. Ne permittas me separari te, ab hoste maleficarum denfere me!** —dijo, con increíble esfuerzo.
Aquella bestia entonces comenzó a exudar un líquido negro semejante a una babosidad putrefacta de cada uno de los ojos de su cuerpo, se retorcía como un caracol en sal, pero en su último aliento previo a ser lanzado al abismo de fuego, Azrael le miró. Un ojo en su frente pareció refulgir un instante, y luego, un momento antes de caer en el foso infinito del infierno, se cerró.
Alex salió del trance, sentado en la silla de ruedas destrozada, frente a Mr. Marelli. Su cuerpo se retorció atrozmente mientras daba un alarido desgarrante. De los lagrimales de sus ojos manaban gotas de sangre, que le bajaban por los lados de su nariz, y goteaban de su barbilla.
—¡Dio santo! —exclamó aquel hombre, al verlo retorcerse en medio de la penumbra. Alex se encorvó en la silla cuando los espasmos cesaron, y Mr. Marelli corrió a sostenerle, temiendo que cayera inerte al suelo— ¡Signore Connor, reaccione por favor!
Haciendo un trémulo esfuerzo, Alex solamente pudo decir una palabra, antes de caer en la más profunda inconsciencia.
—An... Angelika...
Y se desvaneció en los hombros de Mr. Marelli, quien, incorporándose para cargar a Alex, le llevó prácticamente a rastras de aquel lugar, temblando como un niño. Le subió a su coche particular, y condujo velozmente hacia el hospital más cercano, el Ospedale San Martino. Había nombrado una chica, que bien sabia era su compañera, la cual no había podido venir a ayudarle. Se maldijo en italiano, seguramente si ella hubiera podido viajar con él, nada de esto estaría sucediendo, pensó con pánico. Mientras conducía, con su mano derecha comenzó a palpar los bolsillos del pantalón de Alex, hasta que encontró el bulto de su teléfono celular. Alternando miradas entre la carretera y el propio Alex, le sacó el teléfono del bolsillo y buscó en su agenda de contactos el nombre de Angelika. Lo encontró primera en lista, por orden alfabético. Y dando una sonrisa de alivio, dejó el teléfono en la guantera del coche, para llamarla después.
Rebasó un semáforo en rojo, varios coches le hicieron sonar la bocina en señal de protesta, insultándole en cerrado italiano, pero Mr. Marelli no hizo el mínimo caso. Ocho minutos después, estacionaba rápidamente en la puerta del hospital, tocó la bocina con insistencia, se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del vehículo, corriendo a la recepción del hospital. Habló con los médicos y guardias de turno, rápidamente, lo que había pasado, y un grupo de dos especialistas tomaron una camilla, y corrieron junto con Mr. Marelli a la acera, bajando por la rampa de acceso lateral a las escaleras a toda prisa. Sacaron a Alex del coche, lo subieron a la cuenta de tres a la camilla, y marcharon con él rápidamente hacia adentro, deteniéndose un solo segundo para decirle al desesperado Mr. Marelli cuál era el diagnostico inconfundible.
El aturdido italiano entonces, tomó de la guantera el teléfono de Alex, buscó nuevamente en la agenda y marcando el prefijo de país, dígito el número de teléfono de Angelika rápidamente en la pantalla de su propio teléfono. Sonó unas cuatro veces, seis, y al octavo tono, la voz de una chica se dejó escuchar.
—¿Hola, quien habla?
—¿Signora Connor? —dijo—. Io sonó Mr. Marelli, quien ha contratado al suo marito Alex Connor.
—Ah sí, él me hablo de usted. ¿Todo ha salido bien? — ¿Por qué la llamaba a ella, y no le telefoneaba el propio Alex? se dijo.
—De eso mismo quería hablarle. Il suo marito egli ha avuto un incidente...
—No le entiendo, ¿qué ha pasado? —preguntó ella. Marelli se pasó una mano por la sudorosa frente, con el estado de nervios que tenía, se había olvidado lo poco que sabía de inglés— ¿Alex está bien, verdad?
—Come si dice... —murmuró, concentrándose para hablar lo más claro posible— Un incidente... el signore Connor está mal, le he traído al ospedale... ospe... hospital.
—¿En el hospital? ¿Qué...? —aunque Mr. Marelli no la veía del otro lado de la línea, ella se derrumbó en un sillón, con los ojos anegados en lágrimas, la mandíbula le temblaba, desencajada por la sorpresa—. Por Dios, ¡es que lo sabía, sabía que iba a pasar algo malo!
—Lo siento, signora Connor. Él ha dicho il suo nome antes de caer inconsciente. Por eso le he llamado. En el ospedale le darán más noticias. Les daré il suo telefono.
La poca compostura emocional que Angelika conservaba se derrumbó cuando le escuchó decir a aquel hombre que Alex la había nombrado antes de desmayarse, y las lágrimas le surcaron las mejillas mientras el teléfono se le resbalaba de las manos.
*Por el signo de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor. En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu santo, amen.
**Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. No permitas que me aparte de ti, del maligno enemigo defiéndeme.
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