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II


A medida que los días se fueron sucediendo, yo comencé a tomar un poco más de liberación con mis compañeros de clase, tanto con los chicos como con las chicas. Y quizá fue eso lo que me ayudó a darme cuenta que la chica alemana, como yo la había apodado silenciosamente, me espiaba de igual forma.

Recuerdo como si hubiera sido ayer, era un miércoles, por mediados de abril, y teníamos tarea relacionada a las obras de Miguel Ángel, yo me había ido a jugar al fútbol a la playa con Richie dos días antes de entregar la exposición en clase, así que para cuando recordé la tarea, ya era realmente imposible entregarla a tiempo. Recurrí a la solución más sencilla y antiquísima conocida por los estudiantes, hacer una copia impresa con información de internet, cambiarle unas cuantas palabras aquí y allá, y asunto arreglado. Justamente eso fue lo que hice, y aquel día en particular, yo me hallaba recostado contra el alfeizar de una de las ventanas del laboratorio de química, mirando como siempre a la joven alemana, sentada en su banco, con el cabello ondeándole por la suave brisa y leyendo algún libro de Carl Sagan, a veces un poco de literatura alemana, quizá para no olvidar sus raíces, algo de Johannes Diermissen, tal vez.

De pronto se interpuso en mi campo de visión una chica de cabellos negros como la noche y cerrados bucles espesos, era Sue Smith, una compañera de clase que se sentaba en la misma fila que yo, dos asientos más atrás con respecto a mí.

—¡Que tal, Alex! —me saludó con un beso en la mejilla. Yo la saludé por compromiso más que nada, tenía sabido ciertos rumores de que yo le gustaba a la chica, y más de una vez la había sorprendido espiándome de la misma forma que yo miraba a mi chica alemana.

—Sue, que bueno verte —dije, estirando el cuello por encima del hombro de ella para ver hacia adelante. Pude notar que la chica alemana había levantado la vista de su libro y nos miraba fijamente, y eso me puso aún más nervioso.

—Oye, quería preguntarte, ¿tú hiciste la tarea sobre las pinturas?

Estaba masticando chicle, el aroma a la fruta dulce llegaba a mí en largas oleadas. Le miré la boca, parecía una vaca rumiando un delicioso pasto verde, sin pausa pero sin prisa. Vaya asco, me dije.

—Sí, anoche hice una copia, lo recordé a última hora.

—Vaya tramposo —sonrió—. ¿Me lo pasas, por favor?

Claro, sí, lo que quieras, con tal de que te apartes de mí, pensé. Revolví en mi carpeta hasta que encontré una serie de papeles engrapados en una esquina. Se los extendí en la mano.

—Aquí están, si vas a transcribir algo cambia alguna palabra, no quiero que seas tan evidente como para que nos bajen el promedio calificativo a los dos —dije. Y volví a balancearme hacia un costado, para ver a la chica alemana. Seguía allí, sentada mirándonos.

—Gracias, eres todo un dulce.

Asentí con la cabeza por compromiso, y cuando me disponía a escabullirme, balbuceando una excusa, para reafirmar su agradecimiento Sue me tomó de los brazos y me besó en la comisura de los labios. En ese instante que tuve amplio campo de visión hacia adelante, vi que la chica alemana meneaba la cabeza en gesto desconforme, se ponía de pie y se alejaba para sentarse en otro sitio. Caminó hacia el patio trasero y se perdió entre los muchachos que iban y venían afanados en sus conversaciones o tareas. Y por un instante me sentí realmente abatido.

Sue se marchó, dejando tras de sí un aroma asqueroso a frutilla, y yo me sentí alegre pero desdichado a la vez, gracias a todo aquello pude ver que realmente, ella me miraba también. Pero estaba claro que no le había caído en gracia lo que había visto, sin duda tenia falsas ideas sobre Sue y yo, y una sola pregunta se formuló en mi cabeza: ¿Cómo haría luego de esto, para poder hablarle?

—Vaya suerte la mía... —murmuré al viento.

Pero a poco más de dos meses, y casi de sorpresa, la oportunidad de hablar con ella se me presentó quizá como obsequio de los dioses, o puro azar del destino. Vaya uno a saber.

Para ese entonces, mediados de julio, ya estaba considerablemente cansado de la universidad y sus estrictos horarios que poco y nada de tiempo libre me permitían. Y sin duda, si tenía algún motivo para continuar la carrera de bellas artes que cursaba, era para verla a ella día a día, el simple hecho de observarla allí sentada escribiendo, ensimismada en la clase, esquivando furtivamente mi insistente mirada, era toda la gloria que me bastaba tener.

Ese día se hallaba particularmente gris, aquietado salvo por el ulular del viento en los frondosos abedules de los patios. Yo no tenía muchos ánimos, pensaba que toda mi observación hacia la chica alemana era inútil, ella no haría nada más aparte de evitar mirarme y continuar estudiando como si mi presencia no mereciera más interés del necesario. Yo, en cambio, me desvelaba más de una noche pensando cómo sería su voz, como sería el tacto de sus manos sobre las mías. Jamás la había visto aportar nada en clase, ni levantar la mano, y algunos de los chicos más audaces le habían dado el apodo de "la fascista muda", cosa que evidentemente me molestaba.

Ella no hacía más que mirarlos y continuar su camino, y eso me dejaba confundido a más no poder. ¿cómo hacía para soportar aquella situación día tras día? Sin duda tenía un temple digno de admiración.

Caminé rumbo a la cafetería con las manos en los bolsillos de mi chaqueta de cuero, pensando en todo aquello, mirando distraídamente hacia adelante. Mi hermano estaba charlando con su colega del Warcraft, la cual resultó ser una morocha gordita que a juzgar para él, no estaba nada mal.

Sentada en un banco, sin embargo, estaba ella, con su cabello pelirrojo atado en una media cola. Y automáticamente el corazón me dio un brinco tan brutal que creí que se me saltaría del pecho.

Con paso decidido, levanté la cabeza y pasé caminando a buen ritmo por su lado, simulando no verla, aunque con mi visión periférica, pude notar que había levantado la cabeza de su revista y me había visto pasar. Entré a la cafetería y procedí a comprar dos barritas de chocolate rellenas, y un refresco mediano. Pagué con el importe justo, abrí una de las barritas y le di una generosa mordida, luego salí afuera, y caminé rumbo a ella. A ciencia cierta ni siquiera yo mismo sabía que iba a decirle, o hacer, llegado el momento.

Al detenerme frente a ella, levantó la vista y me miró sin decir palabra, con un ligero aire de asombro. Extendí el brazo y le puse la barrita de chocolate a rango de vista delante de su cara.

—¿Quieres? Creo que no me comeré las dos —dije, torpemente. Ella debió notar mi nerviosismo, la punta de la barrita temblaba ligeramente en mi mano.

—El chocolate daña los dientes, gracias.

Tenía una voz hermosísima, y un potente acento alemán por sobre el inglés. Era la voz más clara y melodiosa que había escuchado en mi vida, o quizá fuera producto del silencio que reinaba aquella tarde. El resto de la universidad se hallaba dentro de sus salones, los únicos que estábamos en el patio éramos nosotros, y mi hermano con su amiga friki. Aun teníamos dos horas libres por delante, y nadie más había llegado temprano.

—Oh, vamos, ¿no te parece que es muy pronto para comenzar a preocuparte por tus dientes? Anda, acéptala.

Continuó mirándome detenidamente, y sus ojos saltaron de mi barrita a medio comer hasta el paquete sin abrir. Lo tomó finalmente con su mano derecha y asintió con la cabeza.

—Gracias —me dijo, comenzando a abrir el envoltorio. En el medio del silencio de aquel patio escuché claramente un gruñido estomacal, y no provenía de mis tripas. Aquella muchacha tenía hambre, y en un gesto sinceramente humanitario, coloqué una de mis manos encima de ella deteniéndola en seco. Tenía la mano tibia, muy tibia y suave.

—Espera, no lo comas aun —Ella me miró con sus enormes ojos verdes sin comprender en absoluto—. Ese gruñido no ha sonado de aquí —dije, señalándome el vientre—. Te invito a almorzar, tienes hambre. Cómete la barrita de postre, si lo deseas. De todas formas es un regalo.

Ella meditó un momento mis palabras, mirando hacia el suelo, delicada pero firmemente retiró su mano de la mía y volvió a cerrar el paquete. Luego me miró con gravedad.

—¿Por qué? —preguntó. Yo me encogí de hombros.

—No lo sé, sencillamente porque es lo que me gustaría recibir de alguien si lo necesitara.

—Tú eres así, pero yo no.

—Pero quiero ayudarte, no me niegues esto, por favor —le rogué. Siempre afirmé que nunca le imploraría a ninguna mujer, hasta ese momento. Sin duda había perdido la razón.

Ella no respondió, simplemente se limitó a ponerse de pie y caminar hacia la cafetería, nos sentamos alrededor de una mesa y pidió según mi elección, comiendo ambos en completo silencio.

Terminó de comer su sándwich de pavita con rapidez, sin perder en ningún momento la fineza ni el estilo, y con un gesto de la mano le indiqué a Jeff, el mesero de la cafetería, que me trajera uno más a la mesa. A los cinco minutos volvió con un nuevo sándwich, el cual le colocó frente a ella. Yo aún continuaba jugueteando con el mío en el plato.

—¿Cuál es tu nombre?

—Angelika Steinningard.

—Angelika, es lindo —comenté—. Soy Alex Connor, es un placer conocerte, en verdad.

—Gracias —dijo con timidez.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Angelika tomó un sorbo de su Pepsi antes de contestar.

—Claro.

—¿Por qué tenías hambre? Estabas hojeando una revista en vez de comprar algo aquí. ¿No tienes dinero? —ella me miró, enarcando las cejas, y yo levanté las manos con las palmas hacia ella en gesto defensivo—. Lo siento, no quiero ser grosero ni mucho menos, solamente intento ayudarte.

Angelika bajó la cabeza de nuevo al plato, de pronto su voz se quebró un poco.

—Mis padres tenían dinero, y con gusto me ayudarían si aún siguieran vivos. Ahora solo vivo en un monoambiente comiendo hamburguesas y sándwiches de jamón —levantó la vista y vi como una lágrima corría por cada una de sus mejillas, tenía la punta de la nariz roja como un tomate—. Pude pagarme la universidad vendiendo casi todas mis cosas una vez llegué de Alemania.

Realmente no sabía que decir, a esta chica se le habían muerto los padres, aparentemente no tenía más familia que ellos y encima tenía que sobrevivir como podía en un país que seguramente detestaba. En un acto reflejo, tomé sus manos, que estaban apoyadas en la mesa, en las mías, y la miré directamente a los ojos.

—De verdad lo lamento, y créeme que quiero ayudarte, si me lo permites —respondí. Ella quitó las manos con los ojos encendidos en furia. Y me miró como si le hubiera golpeado.

—¿Por qué me invitaste a comer? Deberías haber invitado a tu novia.

—¿Qué? Pero yo no tengo... —luego me interrumpí en seco, recordando aquel día en que Sue me había pedido los apuntes. Aún seguía enfadada y confundida por lo que había visto, era lógico, y no había calculado ese detalle. —Oye, escucha, ella no...

—Tú solo quieres lo que quieren todos los hombres, y nada más ¡Schweinefleisch!* —me gritó, y tomando su revista de la mesa, se levantó y salió corriendo hacia afuera.

Yo la observé marcharse con tremendo asombro y al mismo tiempo dolor, aunque ni siquiera me propuse ir tras ella, lo peor que se podía hacer ante una mujer enojada era seguirla. Y además, no entendía que me había dicho al final, aunque sin duda era un insulto, o al menos eso creí. La mirada del dependiente de la cafetería se posó en mí, se encogió de hombros y siguió secando un vaso como si nada hubiera pasado en aquel salón.



 * Cerdo, en alemán.

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