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CAPÍTULO UNO - AMANECER


La primavera había terminado y con ella, todo vestigio de las vacaciones.

No habían sido la gran cosa que digamos, me había limitado solamente a levantarme tarde, dormir a cualquier hora del día, y salir a nadar en las aguas de Coney Island, en Brooklyn, lugar que por cierto quedaba muy cerca de donde vivíamos. Que mi hermano haya escogido Nueva York para vivir fue en cierto modo lo mejor que pudo haber hecho, no tuvimos que sufrir mucho tiempo de viaje desde Manhattan, lugar donde aún permanecía nuestro hogar natal y la finca de mis padres, y para colmo el departamento que compramos había sido una ganga en cuanto vimos su anuncio. Dos ambientes, barbacoa, dos dormitorios con baño privado, balcón con vista a la costa y cancha de tenis, todo eso por un precio razonable y ubicado en un barrio privado sin vecinos molestos, fue una oportunidad que no desperdiciamos.

Lo más triste de todo fue el hecho de cambiar nuestra universidad por una de la cual no conocíamos absolutamente nada. Los rumores de los muchachos del lugar hablaban bien de ella, era una de las más costosas de EE.UU, pero era difícil separarnos de nuestros colegas, y al menos para mí, había sido un verano bastante apático, recordando con cierta melancolía las horas libres con Billy, Ronnie, Matt y su preciosa hermana Claire. Sí señor, aquellas piernas eran dignas de un ángel. Las noches de autocine bebiendo cerveza, Billy con sus apestosos Camel, Ronnie con Ivette, su chica de ese entonces. Vaya si sentía nostalgia de todo aquello.

Sin embargo, eso no me impidió disfrutar de las vacaciones. Tommy apenas salió de la casa, pasó mucho tiempo en su computadora viendo series y jugando Warcraft con sus antiguos colegas de clase, yo mientras tanto aprovechaba a bajar a la playa, tomar el sol un rato, nadar otro poco y por sobre todas las cosas, entablar conversación con la gente del lugar, además de mirar las muchachas que se paseaban en ropa interior por allí. Quien sabe, quizá algunas de ellas serian mis próximas compañeras de aula este año, todas aparentaban aire de ser adineradas y cultas.

Además, quería buscar alguna forma de olvidarme de todo el problema con nuestro padre, la situación no era nada fácil y aunque había pasado un buen tiempo de todo aquello, aún quedaban en mi interior serios remanentes sentimentales, como una gran grieta en el suelo después de un terrible sismo.

Ese día estaba particularmente hermoso, hacía calor y era el último fin de semana libre antes de comenzar de nuevo las clases, pero no estaba sofocante como otros días, sinó lo necesario como para templar la tarde al punto justo. Recién había salido del agua, había nadado unos veinte minutos y ahora me sentaba en un banco de arena, sobre mi toalla, esperando a que el suave viento hiciera su parte y me secara el cuerpo. Distraído, observaba a unos chicos no mayores que yo, el cual contaba con veintidós años en ese entonces, corretear atrás de un balón de fútbol. En un determinado momento el balón salió rodando a mis pies, y lo atrapé en mis manos. Así fue como conocí a Charles.

—¡Eh colega, tírala! —se acercó sacudiendo sus rizos rubios y largos hasta el hombro, mientras trotaba hacia mí. Tenía un aspecto caribeño que daba envidia, ojos marrones, alto, fornido y bronceado. Un tatuaje en el hombro con un sol tribal.

—Es un buen balón —comenté, y se lo arrojé a las manos.

—Gracias, ¿estás solo? Te he visto ahí sentado desde hace quince minutos. ¿quieres jugar un rato?

—Claro, ¿por qué no? —me acerqué a él y le extendí la mano—. Soy Alex.

—Charles. Pero dime Charlie, así me dicen los colegas.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —pregunté, con cierto temor a que se pudiese ofender. No quería dar una mala impresión de buenas a primera.

—Windsor, Ontario. Pero vengo aquí por la universidad de Columbia, mi padre me regaló la beca.

—Vaya, yo también comenzaré este año allí —comenté, visiblemente alegre por conocer gente incluso antes de que comenzara el año escolar.

—Genial, nos veremos, entonces —dijo el chico, caminando hacia el grupo de muchachos que se comenzaba a impacientar por esperarlo. Señaló a tres—. Tú vas con ellos, Alex.

Parece que, al fin y al cabo, no comenzaría la universidad con mal pie. Para los chicos de nuestra edad, era muy importante tener un grupo de amigos con quien reunirte a conversar sobre béisbol luego de las horas de clase, eso te daba popularidad, y por aquel entonces, en el submundo de colegios y universidades, ser popular era importante. Era eso, o hacer amigos a la fuerza, a menudo convirtiéndonos en matones imbéciles que ganaban su granito de reputación a costa de pobres diablos socialmente desplazados por tener un poco de granos, o ser intelectuales.

Siempre recordaré las épocas en la secundaria, teníamos un chico que daba claro ejemplo de esto. Chris Repperton llevaba gruesas gafas, una nariz aguileña semejante al pico de un cóndor y el rostro más inundado de acné que he visto en mi vida. Recuerdo que para ese entonces yo tenía mi grupo de amigos formado, cuando llego Chris a la clase, y nuestro profesor de física lo había presentado frente a todos. Y puedo jurar que cuando llegas a una clase nueva a mitad de curso, es el equivalente a ingresar como nuevo convicto en una penitenciaria.

Esos tipos, justamente, eran mi grupo de amigos, los cuales fuimos los primeros en hacerle bullying, y también fuimos los últimos, porque el chico solo fue tres meses a clase, para luego abandonar de la noche a la mañana.

Y tres meses eran más que suficiente.

Le pisábamos el almuerzo, escondíamos sus gafas y cuando le tocaba pasar al frente comenzábamos a hacer sonido a pedos ni bien abría la boca para hablar. Pero lo más grave había sido cuando le rodeamos entre todos y de forma muy creíble, le hicimos la broma de que le daríamos una paliza horrible a la salida del turno, acusándole de manosear a la novia de un colega nuestro. Aquel chico no hizo nada, simplemente nos miró, y se orinó en los pantalones, en medio del pasillo frente a cientos de muchachos y muchachas que le observaban, riéndose a carcajadas, señalándolo con el índice. Ese fue el último día que le vimos en el instituto, y con el correr del tiempo, lo que comenzó como un pésimo chiste término siendo una carga de conciencia para mí. Realmente me sentía mal por lo que había hecho, y si a día de hoy me hubiera vuelto a encontrar con Chris Repperton, probablemente le invitaría a una cerveza y le pediría perdón. Por ese motivo, año tras año luchaba por conseguir mi grupo de amigos y mi popularidad de forma legal, sin molestar a nadie y sin ser molestado. Porque era lo correcto.

Año nuevo, vida nueva. O al menos eso es lo que decía todo el mundo.

Acabamos el partido de fútbol y luego comenzamos uno nuevo, para cuando terminamos este último ya eran casi las nueve de la noche, y la playa se hallaba mayoritariamente vacía a esas horas. Los veteranos pescadores ya habían recogido su botín, caminando con sus cañas al hombro y los baldes de carnada en una mano. Los ancianos recogían sus sillas plegables y sus sombrillas, y marchaban también a paso lento, saliendo de la playa. Los muchachos de Charlie habían ganado el primer partido, y los míos este último, de modo que comenzamos a despedirnos sin más rencores hasta que al final solo quedamos nosotros. Él, con el balón en la mano, yo con mi toalla colgada al hombro.

—Bueno, creo que será hora de retirarme. Mi hermano estará preocupado, supongo.

—¿Vives muy lejos de aquí? —me preguntó.

—A dos calles.

—Vamos pues, te acompaño, yo vivo a diez calles y la noche esta agradable para caminar.

Comenzamos a transitar uno al lado del otro el trayecto que nos separaba hasta mi casa, charlando de jugadas del fútbol, mujeres, y las hipótesis de cómo serán las futuras clases que nos esperaban la semana siguiente. Al llegar al enrejado de nuestra casa, Charlie se acercó mirando a través de los barrotes. Lo primero que vio fue la cancha de tenis y mi Ford Taurus negro aparcado a un lado de la casa, por lo cual emitió un silbido de asombro.

—Vaya Alex, veo que no vives mal.

—¿Tienes coche? —le pregunté.

—Sí, aunque uno no tan lindo como este. Tengo un Torino del setenta y dos, me gusta más lo clásico —me dio la mano amigablemente—. Nos veremos antes de comenzar las clases. Si tu hermano juega al tenis, puedo invitar a un amigo y nos echamos unos dobles.

Acepté gustoso. Pero nunca más nos vimos, hasta el día que entramos a la universidad. Y entonces allí fue donde realmente comenzó mi historia.



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Aquel día lo recuerdo bien, el patio hervía a muchachones que conversaban en pequeños grupos con carpetas y papeles bajo el brazo, fumando cigarrillos mentolados y sonriendo. Las barbas y el cabello largo parecían predominar en casi todos ellos, el aire a hombría y cierto hippismo se hacía notar. A todos, en mayor o menor medida, estar en la universidad nos hacía independientes, mucha gente trabajaba además de estudiar, o ya vivía fuera de la casa de sus padres. Y a todos en aquellas épocas, una situación así le hinchaba el pecho de orgullo. Saber que eran autosuficientes, que las riñas por la hora de llegada a casa o por haber comprado un coche nuevo sin permiso, habían terminado al fin.

Yo miraba todo aquello fascinado, el ambiente era solemne, y me imaginé que así se debían sentir los aprendices de Sócrates en la antigüedad, el conocimiento casi se palpaba en el aire.

Codeé a mi hermano, señalando con un gesto de cabeza a una morena de pantalones jean que conversaba junto a un par de chicos más. Tenía gruesos biblioratos en las manos, seguramente sea de un curso más avanzado que el nuestro.

—Fíjate eso, ¿qué te parece?

—Ya —dijo Tommy sin mucho interés aparente—. ¿sabías que hasta donde estuve averiguando, hay una persona en mi clase que juega Warcraft? Espero que sea una chica, al menos tiene una Driuda mujer, me la encontré ayer por la ciudad de Ventormenta, mantuvimos una buena charla.

Me limité a mirarlo de reojo y negar con la cabeza, ya tenía más que asumido que si la cosa no cambiaba con él, seguiría virgen al menos otros veinte años más. De pronto, Charlie apareció en mi rango de visión. Venia caminando bastante rápido, rebasando a un gordito de lentes con una camiseta blanca que decía "YO VI A LOS ANGELES NEGROS SER CAMPEONES".

—¡Eh, Charlie, colega! —le grité. Levantó la vista y sonrió con sus perfectos dientes blancos, se acercó a nosotros y me dio un leve choque de manos al pararse frente a mí.

—¡Pero mira quien llegó! —saludó. Luego miró a mi hermano—. Vaya colega, ¿éste es tu hermano? Creí que era más avispado, tiene una pinta a friki tremenda —me preguntó. Tommy abrió grandes los ojos y su mandíbula decayó un par de centímetros, yo me vi obligado a aguantar la risa. Charlie se mantuvo serio unos segundos y luego se rio palmeándole el hombro—. Es broma campeón, no te enfades conmigo, es un placer conocerte también. ¿Qué tal les va en su primer día?

—Pues podría ser peor —comenté.

—Oh si, colega, en eso estoy de acuerdo contigo. Yo estaré en tu clase de al lado, en ciencias humanísticas, así que nos veremos cada dos por tres. ¿Sabías que la cafetería de este lugar...

No pude escucharle más, sencillamente no le presté atención. En el centro del patio, sentada en una banca frente al tronco de un grueso nogal, se hallaba una muchacha difícil de pasar por alto. Llevaba un vestido azul turquesa con un moño a la espalda y otro en el cuello. El vestido, que bien podría parecer la pieza más anticuada que había visto en mi vida, no sobrepasaba la media de sus muslos, y si bien era holgado lograba evidenciar lo suficiente sus curvas. Llevaba unas sandalias negras, un par de carpetas bajo el brazo, y el pelo le caía lacio hasta casi la mitad de la espalda en un naranja zanahoria perfecto. Sus labios estaban pintados de un color ladrillo, semejante a la borra del vino, que en conjunto con la blancura inmaculada de su piel y su colorada melena hacían un juego perfecto. No fumaba como los demás, ni conversaba con nadie, solamente estaba allí sentada, mirando distraídamente hacia adelante, mientras la brisa de fines de primavera le mecía los cabellos tenuemente. Casi parecía un espejismo. Con el dorso de una mano, y sin quitarle ojo de encima, le di una palmada en el pecho a Charlie, interrumpiéndolo en seco.

—¿Quién es ella?

Él puso los ojos en blanco.

—Ya me parecía que no estabas escuchando un carajo —giró la cabeza en dirección hacia donde observaba—. ¿La pelirroja de allá atrás?

—Sí, esa.

—Ah, esa chica, dicen que viene aquí de intercambio con otra joven. Viene de Stuttgart. Alemana de pura cepa, colega. Nadie le habla, debe de hablar en un alemán tan hermético que no se puede hacer entender con nadie —y dicho esto, rio estrepitosamente.

Me dio mucha pena, aunque no creía que eso fuera posible, ya que, si venias de intercambio a un país extranjero se supone que por lo menos sabias hablar el idioma. Pero también sabía cómo eran los chicos, eran muy territoriales, los jóvenes podíamos ser muy crueles cuando queríamos, y una chica así, por muy hermosa que fuese, para muchos de nosotros era harina de otro costal.

—¿Tú crees que sea por el idioma, o porque aquí no toleran alguien con distinta nacionalidad?

—Oh vamos, la discriminación aquí va solamente contra los negros, no contra los alemanes ni las mujeres —Charlie me guiñó un ojo—. Pero yo que tú me la pienso dos veces, debe ser tan pálida que a la hora de la verdad no sabrás diferenciar su entrepierna de su ombligo —comenzó a reír a carcajadas de nuevo, sacudiendo el pecho con cada risotada. Se cortó en seco cuando escuchó el timbre principal sonar con fuerza. Me miró con desdén y encogió los hombros—. Aquí nos separamos, colega. ¡Te veo en la cafetería dentro de un par de horas! —exclamó, haciéndome la venia militar mientras sonreía y caminaba hacia atrás alejándose de mí.

—Vaya amigos que has comenzado a formar. Bien hecho, Alex. Sigues sorprendiéndome como en la primaria —comentó mi hermano.

—Vamos, salón treinta y siete —le dije, alentándolo a caminar.

Cruzamos el patio rumbo hacia los edificios principales, donde unas enormes escalinatas de mármol blanco, custodiadas por una estatua de Confucio a un lado y Platón a la otra, nos esperaban silenciosas. Las subimos con parsimonia y una vez dentro comenzamos a caminar por los pasillos buscando el salón que nos correspondía, hasta que finalmente tras mucho andar logramos encontrarlo, espacioso e iluminado como lo imaginábamos. Al menos unas cincuenta sillas individuales estaban dispuestas como un gran anfiteatro, frente a una enorme pizarra blanca que era el equivalente a toda la pared detrás del escritorio de caoba del profesor.

Sin mediar palabra con mi hermano, el cual me imaginé que como toda rata de biblioteca se sentaría adelante, me encaminé hacia los asientos contra los ventanales y allí dejé mis papeles encima de la mesa que me correspondía, sujetados con la estilográfica por encima. Y entonces, ella de nuevo.

Entró a lo último, de modo que para cuando logró elegir un lugar, ya casi todos estaban ocupados y solo quedaban los asientos de primer y segunda fila, los clásicos asientos de los nerds. No tenía más remedio que sentarse allí, y sin duda esto no aumentaría su popularidad, me dije mentalmente.

Verla mucho más de cerca que unos minutos atrás me hizo apreciar mejor su belleza. ¿De verdad estaba allí, en mi salón de universidad, una mujer como ella? Me pregunté. Sin duda sería un año más que prometedor, tendría que serlo. Había más chicas en mi salón de clases, al menos unas veinte, pero al lado de aquella pelirroja no podían competir, nadie me había llamado la atención de buenas a primera. Por lo general, siempre había sido esa clase de tipo cuidadoso con sus relaciones que se toma su tiempo para decidir si conviene tomar el riesgo de enamorarme o no. Pero ella era muy distinta. Había algo que la hacía diferente a las demás, quizá fuera su templanza, su timidez, no lo sabía con exactitud. Lo que si sabía era que esa mujer era una muñeca, un maniquí de bazar. Tenía unas pestañas enormes y unos ojos verde intenso que parecían imposibles dejar de mirar. Sus manos eran perfectas. En uno de sus finos y delicados dedos, más precisamente en el índice de la mano izquierda, tenía un precioso anillo con una turmalina engarzada.

Así me hallaba, absorto, admirándola sin pensar en nada, cuando ella pasó la vista nerviosa por todo el salón, y sus ojos chocaron con mi fija mirada. Se detuvo un segundo, quizá dos, que se me hicieron eternos y contuve la respiración, y luego siguieron mirando al frente. Aunque nuestras miradas se volvieron a cruzar más de una vez en el día, pero no había palabras de por medio, ella era una muchacha muy reservada, no mediaba conversación con nadie y tampoco participaba en la clase. Solo se limitaba a observar, como hacia yo. Y eso era lo que más me cautivaba de ella, ese halo de misticismo que parecía rodearla. ¿Por qué tanto misterio? Me preguntaba. Algún día tendría que hacer amigos, preguntar por algún horario de clase, lo que fuese. Pero vaya, en ese entonces no conocía ni siquiera la mitad de sorpresas que la vida me daría después.

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