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CAPÍTULO TRES - OCASO


La semana siguiente Alex y Angelika se desaparecieron de todas las redes sociales, cerraron su blog personal temporalmente, y se ocultaron en su casa tanto como pudieron. Todos los días, Alex conectaba el internet y su computadora a las once de la noche exactamente, y se comunicaba con Vince, quien lo mantenía al tanto del progreso en cuanto a su trabajo con las cámaras y los instrumentos de Alex. Al mismo tiempo le iba suministrando cuanta información pudiera hallar de Hazzard, y luego hasta las siguientes veinticuatro horas no volvían a contactarse.

Los hombres del gobierno, en enormes camionetas negras sin matrícula oficial, se paseaban arriba y abajo por la calle de Alex, alguna que otra vez a pie incluso, mirando hacia adentro de forma osada. Él se sentaba con una sonrisa ladina, frente a una ventana cubierta por una cortina, su rifle apoyado a un lado en el suelo, con la culata hacia abajo y el caño apuntando al techo, y los observaba pasar, en el más absoluto silencio.

Angelika mientras tanto lo miraba de a ratos, temerosa. Jamás lo había visto tan determinado, ni siquiera cuando estaba tratando de cortejarla y acercarse a ella en la universidad. Sí, en aquel momento había sido constante, pero ahora sencillamente era más que eso, era difícil de explicar, su forma de apreciar las cosas había cambiado. Una semana atrás había dicho claramente que lucharía por obtener la información que necesitaba. En caso de ser contrario, mataría.

Y definitivamente, ella no quería que Alex se convirtiese en un asesino, él no era de esa forma. Ni quería tampoco que la gente del gobierno se le echara encima, o algo peor.

Tenía mucho miedo por él, claro que sí. Sabía que las cosas estaban llegando a un punto crítico en el cual el mínimo error podría significar la perdida de muchas cosas, por no hablar de la propia vida. Y la vida era algo muy preciado en los tiempos que corrían en aquel momento, serian padres, tenían planes de futuro como cualquier pareja joven, aun por encima de la maldición, podían seguir soñando con algo más, con una vida en tranquilidad. Y así lo hacían, cuando la bruma negra del estrés y la preocupación los invadía, Angelika era la que sacaba al propio Alex de su eterna vigilancia frente a la ventana, lo tomaba delicadamente de un brazo y lo conducía hasta el sillón, a ver alguna película, a preparar palomitas de maíz y dejarse deslizar por la ensoñación de una vida realizada a largo plazo. Entonces aquel velo de furia y obsesión que parecía cubrirle se disipaba un momento, solo unas horas, en las cuales Alex era verdaderamente el mismo de siempre, en las cuales sonreía, y hasta incluso le acariciaba como siempre lo había hecho.

Más de una vez incluso se preguntó si no lo estaba perdiendo, como habían perdido a Tommy. Recordaba que él había comenzado de aquella peculiar forma, a encerrarse en su habitación, a no comunicarse como antes, su mirada era diferente. Pero Alex era distinto, era más fuerte, lo sabía y no creía que fuera tan fácil de caer así como así. Hasta incluso sus caricias en la intimidad eran diferentes por momentos, como más duras, como furiosas. Ella le miraba a los ojos, como siempre había hecho, en esa lascivia desbocada que la dominaba cada vez que él la penetraba, y se daba cuenta que Alex perdía concentración, como si por momentos los recuerdos, o una sensación sobre lo que estaban viviendo le dominara un segundo. Y perdía firmeza, perdía la suavidad de sus manos, perdía su humanidad, y solo quedaba una bestia jadeante encima suyo, con la mirada perdida, totalmente desconectado de todo, los dientes apretados en furia. Hasta que ella le hablaba y volvía en sí, aunque recuperase su ternura de siempre, a ella le daba mucho miedo.

Ese día había sido muy extraño, Angelika se había despertado con los rayos de luz de la media mañana, había girado de cara hacia el lugar que Alex ocupaba y estiró un brazo, aun somnolienta por completo, para acariciarle la espalda como de costumbre, pero su mano chocó con la sabana vacía. Abrió los ojos casi que instantáneamente, y prestó atención para ver si no escuchaba algún ruido desde la planta inferior, quizá las tazas de café, o algo en particular, pero todo se hallaba en el más completo silencio. Rápidamente, sintiendo como la preocupación repentina le comenzaba a hormiguear por todo el cuerpo, se vistió con la primera bata que encontró en el guardarropa, y ni siquiera se molestó en ponerse calzado, descendió por las escaleras con rapidez.

Alex estaba sentado en la misma silla de siempre, frente a la misma ventana, pero no miraba a la calle. En su lugar solo sostenía el Winchester, abierto, y le revisaba los compartimientos minuciosamente, dando pequeños soplidos como si apartara una pelusilla que solo él veía. Estaba vestido con un jean negro, botas de motorista, una chaqueta cazadora gris y un gorro con visera de Harley Davidson que le coronaba la cabeza. Parecía muy afanado en su tarea, de modo que no la había oído en lo absoluto, al menos hasta que casi estuvo detrás de él.

—¿Alex? —dijo ella, casi con miedo de levantar la voz más de la cuenta. Él dio un respingo y luego la miró un segundo, como un autómata. Entonces le sonrió, indulgente.

—Hola, cariño. ¿Has dormido bien? —preguntó, como de rutina en todas las mañanas.

—¿A qué hora te has despertado?

—A las siete y media, masomenos. Quería controlar a estos cerdos con más margen de horario.

—¿Y que buscas exactamente? —preguntó ella, aun mas confundida.

—Saber cuándo van a dejar de pasearse por la puerta de mi casa, para poder salir sin ser visto.

—¿Y dónde vas?

—Iré por Hazzard.

Angelika sintió que se le congelaba la respiración, finalmente el día había llegado, sabía que tarde o temprano lo haría, se lo había dicho el mismo día que le había rastreado con Vince. Pero lo que en un principio ella consideró como la furia momentánea que no tardaría en pasar, poco a poco se hizo cada vez más tangible, y gradualmente acabó por convencerse de que definitivamente, Alex hablaba muy en serio. Dio un paso hacia él, y se detuvo presa del pánico en el mismo momento en que se ponía de pie. Lo vio abrir una de las cajas de cartuchos, llenó el compartimiento del rifle y lo cerró con un chasquido. Comprobó el punto de mira y dejó el arma a un costado, encima de la silla, para ocuparse de llenar los bolsillos de su cazadora con munición. Lo miraba petrificada, con los ojos muy abiertos, y repentinamente salió de su aturdimiento corriendo hacia él. Lo abrazó cuan ancha era su espalda y apoyó una mejilla en su pecho, los bolsillos llenos de balas le hacían gran bulto.

—¡No vayas, por favor! —imploró.

—Tengo que ir y lo sabes. No va a soltar la información así como así.

—No quiero que nada te pase —Angelika sentía que iba a llorar en cualquier momento, últimamente había tenido el llanto muy accesible y eso la irritaba, en cierta medida. Sería por las hormonas.

—No me va a pasar nada, por eso controlé que la gente del gobierno no ande merodeando. Daré unos cuantos rodeos por las calles secundarias, me perderé un poco y los despistaré en caso de ser necesario —Alex la miró, le tomó las mejillas con las manos y le dio un beso en la punta de la nariz, luego en la boca, y volvió a mirarla—. Cariño, no puedo hacer esto si me preocupo por ti al mismo tiempo. Llevaré mi teléfono, y lo encenderé en cuanto salga de allí, te escribiré en cuanto esté en camino para casa de nuevo.

—Alex, esa gente es peligrosa, lo sé.

—No son más peligrosos que yo —Alex se apartó de ella, tomó un par de guantes negros y se enfundó las manos, luego el Winchester apoyado encima de la silla, su teléfono y las llaves de su coche, las cuales guardo en el bolsillo del pantalón—. Tengo que irme ahora, antes de que vuelvan.

Angelika lo observó alejarse rumbo a la puerta, y le siguió detrás, como una autómata, con la mirada baja y sin saber cómo afrontar todas las cosas que estaban sucediéndose. Siempre era difícil actuar como si no pasara nada, como si Alex no corriera peligro, y por su cabeza pasaron de nuevo las imágenes de verlo en el hospital. No quería eso para él, ya no más.

—Por favor... trata de... —quería hablar, pero las palabras no le salían, y más temprano que tarde se dio cuenta que de nuevo, estaba ahogada por el llanto. Una lágrima le rodó por la mejilla izquierda y cayó encima de su pecho izquierdo, dejando una mancha oscura en su camiseta del tamaño de una moneda pequeña. Él bajó el rifle a un costado, y con un brazo la estrechó contra sí.

—Lo sé, me cuidaré, no te preocupes.

Ambos se besaron un momento, unos minutos que tal vez para Angelika fueron los más largos de su vida. Alex retrocedió dos pasos, tomó el rifle apoyando el caño al hombro, y abrió la puerta. Antes de salir miró para ambos lados y no vio nada sospechoso, ni nadie husmeando a través de la cerca, así que apurando el paso, casi trotó hasta el Taurus. Abrió la puerta del conductor, colocó el rifle bajo el asiento y con el control remoto que pendía de las llaves del coche, abrió la cerca corrediza.

Antes de subir y encender el motor, miró a Angelika gravemente, de pie en la puerta principal, observándolo con temor.

—No salgas afuera por nada del mundo, ni aunque toquen la puerta. Quizá sepan que yo no estoy aquí, y pueden venir a hacerte unas preguntas. No lo creo, pero mejor prevenir —dijo.

—De acuerdo.

Él la miró un instante más, ella sabía que quería decirle algo que quizá no se atreviese. Había mucha comunicación en aquel silencio, y lo conocía tan bien que, con tan solo un gesto o una mirada, podía definir casi con precisión de relojero que algo le estaba sucediendo. Finalmente, Alex se dejó caer en el asiento del conductor, encendió el motor con un giro de llave y cerró la puerta a su lado. Angelika no volvió a meterse a la casa hasta que lo escuchó alejarse, acelerando y perdiéndose en la distancia.

Recorrió las primeras cinco calles en completo silencio, mirando a todas partes, por si aparecía una camioneta del gobierno súbitamente por una calle perpendicular, cortándole el paso o directamente chocándole para sacarlo fuera del camino. Pero para su suerte, nadie apareció. Había estudiado minuciosamente durante varios días los tiempos en los cuales ellos hacían, según imaginaba, los cambios de guardia, y había elegido aquel día para salir porque los lunes siempre demoraban un poco más de la cuenta en cambiar de vigilantes. Y para su bendición se había percatado de que ciertamente, no estaba equivocado.

Se había estudiado el camino de memoria, sabía que calles evitar, precisamente autopistas, avenidas, y carriles de rápida circulación o muy transitados. Vince le había explicado, por medio de la comunicación que habían improvisado, que seguramente su coche, con su número de matrícula, color, modelo, año de fabricación y demás cuestiones, ya estaban en los registros de estas personas. Y que por supuesto, si lo veían circular en dirección al rancho de Hazzard, le atraparían antes de comenzar siquiera con su plan.

Ya sabía de antemano por donde entrar cuando llegara. Vince había buscado en lugar de Alex la ubicación exacta de la zona en Google Hearth, vamos, que por más de que tuviera gente en el gobierno tampoco podía ocultarse del "Ojo que todo lo ve". Había inspeccionado detenidamente las panorámicas que la imagen satelital le ofrecía, y le había indicado que la mejor forma de entrar sin ser visto era saltando el muro lateral del rancho, ubicado en la zona oeste de la casa. Allí, el frondoso bosquecillo de pinos que había, le ocultaría perfectamente en caso de que alguien estuviera vigilando desde adentro, aunque según sus mediciones la casa estaba al menos unos cuarenta metros alejada de dicho muro, si se sabía ocultar bien entre el follaje no habría problema de pasar desapercibido. La cosa sería como saltar el muro, que constaba con al menos unos tres metros de alto. Pensó que quizá podría poner el coche a un lado, subir al techo del mismo, y de allí impulsarse para alcanzar el muro.

¿Pero y que pasaba con el rifle? no podría tirarlo al otro lado sin saber si era capaz de saltar previamente o no, y para eso dependía de las dos manos. Maldición, necesitaba una persona extra que le sostuviera el arma, pensó. Trato de concentrar la mente en pensar que haría después.

¿Le dispararía sin más? No lo creía. Seguramente hablaría con él, le apuntaría con el rifle, por supuesto, pero trataría de convencerlo de que la mejor opción era simplemente aceptar un cheque al portador o entregarle los papeles sin más. En caso de que las cosas se salieran de control pues simplemente le dispararía, revisaría toda la casa buscando los documentos en caso de ser necesario y luego escaparía de allí hacia cualquier lugar, le enviaría los documentos a Angelika y no volvería en varios días. Sabía que en caso de ser así, seria a él a quien buscarían por cielo y tierra.

¿De verdad estaba pensando en asesinar a alguien a sangre fría? Se preguntó. Sí, en caso de ser necesario lo haría. Pensar en aquello hacía que las palmas de sus manos le sudaran contra el cuero de sus guantes. Pero bien sabía que era la única forma, el único acceso de encontrar la información necesaria para la investigación, que de ellos dependía también su propia vida. Y lo que aún era más importante, la vida de su mujer y su futuro bebé. Y había que arriesgarse por ellos.

Giró por una calle secundaria a la derecha y se dio cuenta que frente a la venia una camioneta 4x4 negra. El corazón le dio un vuelco en el pecho, pero en el momento que ya estaba a punto de pisar acelerador a fondo, observó que llevaba una matrícula particular. Respiró aliviado, roncamente, y se obligó a no ponerse tan paranoico, entre maldiciones mentales. Para tratar de calmarse de alguna forma, pulsó el botón de la radio y el tablero digital del coche marcó una frecuencia, bajó el volumen casi a tono ambiente, y dobló nuevamente en otra calle alternativa.

Había un sendero de tierra, muy poco transitado, salvo por camiones madereros y transportistas de ganado, que sabía era mucho más directo para llegar al rancho de Hazzard. No estaba trazado en la ruta que le había indicado Vince, él la había visto por su cuenta observando viejos mapas que había encontrado en su larga búsqueda por el desván, hacia dos días atrás. No encontró lo que buscaba: la correa para sujetarse el rifle a la espalda, pero al menos pudo hallar esos mapas que tan bien le habían servido. Tenía al menos unos cuantos minutos más de viaje, así que trato de focalizarse en lo que se esperaba encontrar al llegar. Trato de visualizar a Hazzard, seguramente fuera un tipo grosero, un viejo encerrado en la más honda depresión de los años que se le habían venido encima, tal vez había sido prejubilado y eso evidentemente no le gustaba en lo más mínimo, tal vez fuera un obsesionado por la vigilancia. Si había sido un gran comisario toda su vida, se dijo, debía tener un arma por algún sitio de la casa, y cámaras de vigilancia. En caso de ser así, no sabría qué hacer.

Una revelación punzante apareció de súbito en su mente. No tenía cámaras de seguridad, pero sí tenía un arma, estaba bajo su almohada, un Colt Python 357, el famoso Mágnum de combate. Le había puesto incluso hasta un nombre. Meditó unos instantes, con los ojos fijos en el camino.

—Le llama Susie —murmuró, apenas audiblemente—. Por su mujer.

Si nadie le había visto salir, pensó, nadie tenía forma de advertirle de que Alex se dirigía hacia allí. Tampoco tenía forma de verle llegar si no tenía cámaras de seguridad, así que seguramente pudiese tomarlo por sorpresa, lo cual era algo que, en definitiva, lo aliviaba muchísimo. No estaba en sus planes salir de allí con un disparo en una pierna o en algún lugar peor. La Colt era una pistola muy potente, no había que descuidar la capacidad de destrucción que podía causar un tiro a quemarropa. Repentinamente motivado, y tal vez hasta ansioso por acabar cuanto antes con todo aquello, pisó el acelerador y apuró el paso lo más que el accidentado camino de tierra le permitía. Miró de reojo el Winchester a su lado, con el cañón asomando por debajo del asiento del acompañante, reluciendo en la punta cuando la luz del sol se posaba en él desde la ventanilla.

Y de pronto el instinto asesino más irracional se apodero de él, como una sombra en su mente.

¿Que si lo mataría? No solo lo mataría en caso de que se negase a negociar, sino que le vaciaría el puto Winchester encima. Nadie se iba a interponer en su camino por salvar a las personas que amaba de la maldición de esa miserable propiedad. Y mucho menos un viejo decrepito que se creía la gran cosa por haber trabajado para el gobierno. Donde no accediera a cederle los documentos, lo mandaría al otro barrio sin dudar. Y si llamaba a sus alcahuetes del gobierno también se los cargaría a ellos. Había llevado cartuchos de sobra para todos.

Por Dios, iba a ser padre, se dijo. ¿En qué demonios estaba pensando? No arruinaría las cosas más de lo que ya estaban arruinadas, no le mataría ni mucho menos. Trataría de persuadirlo de cualquier forma, y solo le dispararía en caso de que su propia vida corriese algún riesgo, tenía que concentrarse para hacer las cosas bien. De pronto se le ocurrió una idea sublime. Podría utilizar la grabadora de sonidos de su teléfono para captar el audio de lo que allí hablasen, sería una forma de protegerse en caso de que quisieran inculparlo de algo que él no haría. Todo podía ser una posibilidad. Y con esta gente más vale cuidarse hasta de sobra, uno nunca sabía.

Pasó el resto de los minutos de viaje escuchando música en un completo sopor causado por el nerviosismo y la ansiedad más básica, contando los camiones que venían de frente, en su gran mayoría cargados con troncos para el aserradero de la ciudad. Los conductores lo miraban, no era muy común ver un coche por esa zona y mucho menos un moderno Taurus, pero él sonreía al pasar, viéndolos con expresión divertida. Finalmente, luego de veinte minutos y nueve camiones de madera después, el camino hizo un desvió, el cual Alex siguió según había consultado en el mapa el día anterior, y en cuestión de un santiamén ya estaba en el rancho de Hazzard.

Evitó pasar por delante de la portería misma, porque se imaginaba que sería demasiada tentación a la suerte si no estaba vigilada de alguna forma. Incluso ni siquiera se había puesto a pensar que podían haber montado un perímetro a todo lo largo y ancho del muro, pero en caso de ser así, ya vería que podía improvisar. Solamente sabía que de allí no se iría con las manos vacías. Dio un rodeo por detrás del rancho con el vehículo y finalmente llegó al muro lateral que Vince le había mencionado, las copas de los pinos se elevaban varios metros por encima del muro, en una densa cortina vegetal que podía permitir fácilmente su acceso. Si bien el muro era alto, y tenía un desnivel cuantioso, podría acercar el coche lo suficiente como para usarlo de apoyo para trepar, tal y como había pensado en un principio. Desvió el Taurus con cuidado en primera marcha por sobre el desnivel de tierra, por la ventanilla medianamente baja Alex sintió como el perfume de los tréboles lo invadía dulcemente, y algo de aquel aroma lo hizo sentir cosas mucho más vivas que el odio irracional que sentía por Hazzard sin apenas conocerlo de antemano. El auto perdió un poco de tracción debido al césped largo y húmedo que había en ese sitio, así que Alex lo aceleró un poco más para poder acercarse lo más que pudiese al muro. Su idea era situarlo en paralelo con él, para así aprovechar la máxima altura posible y en vez de subirse al capó, trepar al mismo techo del vehículo y de allí poder ganar un poco más de altura. Se hallaba calculando todas estas cuestiones cuando el coche derrapó un poco debido al terreno blando y se acercó demasiado al muro, raspando el parachoques trasero con un chirrido semejante a las uñas en el pizarrón. Alex frenó enseguida, y soltó una rotunda maldición, apagando el motor. Ya está, lo dejaría allí, no podía hacer maravillas.

Comprobó que sus manos estaban bien enfundadas en los guantes de cuero, palmeó los bolsillos de su cazadora sintiendo los cartuchos que hacían bulto dentro, e inclinándose para tomar el rifle escondido debajo del asiento, tiró de la palanca de la puerta del conductor y bajó.

El aire en aquel lugar era fresco, pensó que podía ser debido a la vegetación que refrescaba más de la cuenta la brisa, o también producto de la fina película de sudor que se evaporaba en su rostro.

Estaba nervioso, claro que sí, no sabía con lo que se toparía al otro lado de ese muro, pero sin darle más vueltas al asunto, puso manos a la obra. Se trepó al capó del coche y luego al techo del mismo, con cuidado de no pisar demasiado fuerte para no abollar la carrocería bajo su peso. Comprobó si podía llegar al muro desde allí, no solo podía alcanzar el borde del muro, sino que podía observar al otro lado perfectamente. Miró todo con extremo detenimiento, veía el rancho por entre los pinos, a lo lejos, pero no había rastro de vigilantes en absoluto.

Dejó el rifle apoyado a lo largo encima del muro, se aferró con sus manos e impulsándose en un pequeño salto, quedó prácticamente montado encima de él.

—Bueno, allí vamos —dijo.

Tomó el rifle con una mano y se dejó caer hasta el otro lado, con tanta mala suerte que cayó encima de la raíz saliente de un árbol, y todo el peso de su cuerpo se apoyó primero en el pie izquierdo en vez de apoyarse en ambos a la vez. Ahogó un grito de dolor y se derrumbó al suelo en cuanto sintió que se le torcía el tobillo, soltó el rifle, y se sujetó con ambas manos el tobillo herido. Intentó moverlo y vio que al menos de momento podría hacerlo, pero el dolor era increíble. No se había fracturado ni mucho menos, pero suponía que al menos se le inflamaría después. Se puso de pie, apoyándose en la culata del Winchester como si fuera un bastón. Le dolía al apoyar, pero al menos eso no le impedía caminar, así que ocultándose lo mejor que podía entre los árboles, comenzó a acercarse gradualmente hacia el rancho.

Le asombraba que allí no hubiera perros, creía que quizá en una residencia tan grande, era costumbre de la gente de esas zonas tener perros de vigilancia sueltos, pero no era éste el caso. O definitivamente este comisario estaba muy bien protegido por su gente del gobierno, o era un incauto al cual no le importaba lo más mínimo su propia seguridad, se dijo. Rengueaba bastante, pero avanzaba con cuidado de no volver a tropezar con ninguna raíz. Cuando llegó a la última línea de árboles examinó con mucho cuidado el rancho a la distancia, observando por donde podría entrar a la casa. Se dijo que lo más prudente y sensato, sin duda, seria recorrer lo más sigilosamente posible los alrededores del mismo, y buscar alguna ventana abierta donde poder colarse.

Avanzó los metros que lo separaban desde la arboleda hasta el rancho, a pesar del esfuerzo y el dolor que el tobillo le suponía apuró el paso más de la cuenta, pero en los últimos diez metros, quizá presa de una psicosis repentina en la cual creía ser observado, casi que trotó, hasta apoyar la espalda contra la pared de la casa. Respiraba agitadamente y el cabello se le apelmazaba sudoroso en su frente. Se concentró en calmarse, respiró hondo, y exhaló lentamente. Miró a su izquierda con sigilo, a tres metros de su posición había una ventana, pero podría intentar ver si estaba abierta. Sino probaría con la siguiente, más tarde o más temprano tendría que entrar.

Se acercó a ella paso a paso, con la espalda bien pegada a la pared, evitando cojear lo menos posible, con el rifle en alto. Al llegar al lado de la ventana, bajó la palanca del armador lentamente con un chasquido suave, y volvió a ponerla en su sitio. Su dedo índice reposó encima del gatillo. Con la mano izquierda intentó subir la ventana con lentitud, por fortuna para él no tenía el seguro puesto, de forma que la abrió muy despacio y cuando llegó hasta arriba la soltó.

Acercó el rostro al borde del marco para espiar hacia adentro, la casa solamente estaba iluminada con la luz natural del día, y no había nadie en el recinto. La ventana era una de las tantas que iluminaba el vestíbulo principal, es ahora o nunca, pensó. Se trepó a la ventana y haciendo un esfuerzo por reprimir un quejido al momento de apoyar su peso encima del tobillo lastimado, ingresó al rancho, por fin.

Observó todo con una atención casi milimétrica y el rifle apuntando hacia adelante. Aprovechó el momento de soledad para abrir la grabadora de voz en su teléfono y volverlo a meter en el bolsillo con el micrófono hacia arriba, así captaba mejor el sonido. El vestíbulo principal era espacioso, había muebles campestres decorando la sala, una gran chimenea de ladrillos rojos a un lado coronada por la cabeza disecada de un venado. La decoración general era rustica, pero acorde.

Había un sonido procedente de otra habitación contigua, un comercial de televisión hablaba de las propiedades del nuevo suavizante para ropa Mereenx, el único que puede lograr la sensación de vestirse con las nubes, sí señora, solamente por cuatro noventa y cinco puede disfrutar todo el confort y la suavidad en sus prendas más valiosas. Avanzó hacia allí, con el rifle apuntando delante, dando pequeños pasos sobre las maderas del suelo alfombrado para no hacer ruido con sus botas. Había alguien mirando la televisión, sentado en una poltrona de mimbre, comiendo maní de un pequeño tazón que tenía a su lado, sobre una mesita ubicada apropiadamente a la altura de su asiento. Sobre el respaldo de la poltrona asomaba una coronilla con una calvicie que iba gradualmente en aumento, pelo canoso en finas hebras blancas. Y Alex supo que se trataba de él, no había duda. Le vio alargar una mano hacia el cuenco de maní, esquivando un bastón de madera que había apoyado a su lado, y pensó que se quedaría sin voz para decirle nada, pero de todas formas dio la orden, fuerte y clara, sin titubear un solo segundo.

—No mueva un solo musculo o le volaré la cabeza, las manos arriba —dijo. Hazzard se detuvo en seco y levantó las manos sin moverse de la silla. Su mano izquierda aun sostenía el control remoto del televisor.

—Manos arriba... cuantas veces yo mismo habré dicho esa frase en mi vida —respondió, pensativo. Por fin le escuchaba la voz, pensó Alex. Una voz ronca, autoritaria—. ¿Es un asalto, acaso?

—No, no es un asalto. Solamente vengo a negociar, si es que está de humor para escuchar.

—¿Quién es usted?

—Yo haré las preguntas, cierre el pico.

—No quiere asaltarme, pero quiere negociar. No haré negocios con alguien que no conozco, así que identifíquese, caballero.

—Póngase de pie muy lentamente, las manos donde pueda verlas. Un solo movimiento brusco y decoraré las paredes con su cerebro, créame que no estoy jugando ­—dijo Alex.

Hazzard se puso de pie con extrema lentitud, aun de espaldas hacia Alex. Luego giró sobre sus talones con suavidad, y ambos hombres se miraron al rostro. Alex con el ceño fruncido, muy determinadamente. Hazzard por el contrario parecía tranquilo. Era un hombre mayor, quizá de unos setenta y pocos años, el rostro surcado por unas cuantas arrugas profundas, más que nada en las líneas de expresión. Sus ojos parecían cansados, como si hubieran visto demasiados homicidios a lo largo de su vida.

—Winchester, el arma preferida de los cazadores —dijo Hazzard, con parsimonia—. ¿Va a decirme quien es usted?

—Soy el marido de la chica que le ha llamado por la mansión Luttemberger —Hazzard sonrió levemente al escuchar aquello.

—Ah, la recuerdo. Tiene una dulce voz, y un compañero muy audaz, por lo que veo.

—¿Qué tiene sobre la mansión? ¿Qué clase de documentos? —preguntó Alex, impaciente.

—Todo. Incluida las llaves de la misma —Hazzard lo miró un segundo—. ¿Puedo bajar los brazos? Se me están acalambrando un poco los hombros.

—Bájelos despacio y con las manos donde pueda verlas. ¿Por qué parece tan tranquilo?

—Porque siempre esperé que alguien llegara, y me quitara de encima estas llaves del infierno.

—¿Y por qué entonces no quiso escucharnos, cuando le dimos una oferta de compra?

—Creí que eran igual que todo el mundo, curiosos y nada más.

—No entiendo a qué se refiere —dijo Alex.

—Vamos al vestíbulo, allí podremos sentarnos.

Hazzard dio un paso hacia adelante tomando su bastón como punto de apoyo, pero Alex lo apuntó directamente al rostro.

—No de un solo paso más, se lo advierto.

—Amigo, tenemos una larga charla por delante. ¿De verdad quieres hablar de esto durante al menos media hora aquí parados? Tengo la rodilla reconstruida, no puedo estar de pie mucho tiempo.

Tenía razón, se dijo Alex, no podía seguir allí de pie con su tobillo malherido. De todas formas no tenía pensado dejar de apuntarle, se sentía demasiado tensionado como para bajar la guardia solamente por la aparente tranquilidad de aquel hombre. Dio un paso hacia atrás y con un movimiento de cabeza le señaló a los sillones.

—Adelante.

Hazzard caminó con lentitud hacia uno de los sillones de un cuerpo que había frente a la estufa a leña. Alex lo siguió desde atrás, ocupando el que tenía frente a él. Se sentó y apoyo el rifle en su regazo, con el caño apuntando hacia Hazzard y el dedo índice encima del arco de su gatillo. Ambos quedaron un momento en silencio, Alex lo miraba fijamente. Hasta que, al fin, el viejo habló.

—Hay momentos en la vida de una persona que se debe decidir cuánto arriesgar, mucho, poco o nada. Y todo tarde o temprano llega a su curso normal. Yo tuve que arriesgar mi prejubilación.

—¿De qué habla? —inquirió Alex.

—De la maldita mansión de la que quieres saber.

—Explíquese. Y más vale que no se guarde nada, tengo forma de saber si está mintiendo o no...

Hazzard asintió con la cabeza, y entrelazó los dedos por encima de sus piernas cruzadas. Parecía más un entrevistado, que alguien a quien estaban apuntando con un rifle de alto calibre.

—Cuando Luttemberger huyó de Alemania y llegó a nuestras tierras, en Nueva York corría una época en donde el dinero valía más que la moralidad de un hombre, y cualquier aristócrata podía ser considerado amo y señor, así fuese la mierda más grande que caminara sobre la faz de la tierra, ¿comprendes lo que quiero decir? —dijo Hazzard.

—Eso creo, prosiga.

—En aquel entonces no existía internet, las noticias tardaban mucho en llegar a este lado del mundo. Cuando Luttemberger compró el solar donde luego se construyó la mansión, no sabíamos que se trataba de él, hasta que los homicidios empezaron a sucederse. Fue en ese entonces cuando relacionamos lo que estaba pasando aquí con el famoso caso del nigromante alemán, como se lo conocía en aquel entonces. Pero claro, con ese descubrimiento también descubrímos un secreto importante, la cantidad de dinero que había metido Luttemberger dentro de esa propiedad. Y el dinero corrompe muy fácil a las personas. Él siguió pagándole a mucha gente por su silencio, a tipos del Departamento de Defensa, y del FBI.

—¿O sea que el gobierno sabía perfectamente quien era él, aunque usara un nombre falso?

—Sí.

Alex estaba sencillamente boquiabierto a lo que estaba escuchando, o sea que en definitiva, el propio gobierno de aquel entonces también era responsable por todas las muertes que allí se sucedieron. Vaya locura, pensó. Ahora comprendía todo de mejor manera.

—Había unas pocas personas que no se dejaban dominar por las influencias de este hombre, yo era uno de ellos, junto con mi escuadrón, y cuando nos enteramos de esta noticia contactamos al alto mando alemán para informar de que su hombre estaba aquí, refugiado en nuestra ciudad, violando y asesinando a nuestras jóvenes adolescentes. La hija de Molly fue la primera en caer víctima de ese nefasto hombre, cielo santo, yo la había visto nacer. Y también la había visto morir. Es algo que no olvidaré nunca, lo juro —dijo Hazzard.

—¿Qué dijo la autoridad de Alemania al respecto? —preguntó Alex.

—Emprendió una orden de captura y extradición contra él, pero antes de que fuéramos a arrestarle se ahorcó con alambre de púas en el living de su propia mansión. Había asesinado a todas las mujeres que tenía cautivas y con su sangre había escrito una leyenda en una de las paredes. Mi escuadrón se topó con esa macabra escena un veintidós de octubre del setenta y tres, no olvidaré jamás esa fecha, ni tampoco lo que había escrito en esa pared.

—¿Qué decía la leyenda?

—Era un mensaje extraño. Benditos sean los de la mano de hierro, pues los blandos huirán ante ellos. Es toda la frase que logro recordar ahora mismo, aunque el recitado continúa, pero quiero ser lo más exacto posible a la hora de decir esto.

—Entiendo perfectamente. Prosiga con lo que estaba diciendo —exigió Alex, interesado en el relato.

—Sin nada más que hacer, registramos los cuerpos encontrados allí, o al menos lo que quedaban de ellos... —explicó Hazzard. —Y archivamos el caso de forma confidencial. Enviamos el parte clínico y copias de todas las evidencias y documentación recabada al gobierno alemán para constatar que su hombre finalmente había muerto. Por cuestiones de nacionalidad se exigió llevar el cuerpo de Luttemberger a su país, aunque dudo sinceramente que nadie en su sano juicio hubiera asistido al funeral de semejante infeliz. La mansión fue cerrada por orden del estado, y las llaves se perdieron en un sucio y solitario archivador de los depósitos federales de Nueva York. Allí fue cuando todo comenzó a tener un macabro desenlace.

—¿Qué sucedió exactamente?

—Mi equipo, el escuadrón que había entrado conmigo a la mansión comenzó a caer, uno por uno, ya sea en la locura, el asesinato o el suicidio más irracional. Fred Sheeran se apuñaló la yugular con un picahielos frente a su mujer y sus hijos, en una cena familiar, formando con las heridas las iniciales de Luttemberger. Mike Becker asesinó a su esposa de un hachazo en la cabeza mientras ella dormía, la madrugada del veinticuatro de febrero, un año exacto después de la muerte de Fred. En el cuerpo de su esposa escribió con una cuchilla la frase "Él vive". Luego se ahorcó en el árbol del patio de su casa, yo mismo ayudé a descolgarlo al otro día. Lenny Takeson comenzó a tener varios sueños recurrentes y pesadillas muy anómalas seis meses antes de meter un brazo en el triturador de basura, lo encontramos deshecho en un mar de sangre, en la cocina de su casa. Y podría estar dando ejemplos de aquí hasta el día de acción de gracias.

—Cielo santo... —murmuró Alex.

—Todos y cada uno de mis compañeros fueron cayendo de a uno, me reservó a mí para el final. Lo sabía, podía presentirlo de alguna forma que hasta el día de hoy desconozco por completo. Solo sé que estaba convencido de que yo sería el último, de modo que tomé una decisión quizá un poco extremista, tomé mi Colt y me disparé a la rodilla. Me pulvericé la rótula y parte de los ligamentos, casi pierdo la pierna, pero gané la prejubilación. Me aparté del caso, me aparté de la mansión, y antes de salir de mi oficina por última vez, me infiltré en los archivadores, robé las llaves de la mansión y los documentos, las fotografías que habíamos tomado, y me vine a vivir aquí.

—¿Por qué el gobierno lo protege?

Hazzard hizo una seña con la mano de que esperase un minuto, al ver aquel gesto Alex movió el rifle, pero luego lo dejó de nuevo en su lugar, estaba más nervioso de lo que creía.

—Cuando corrió la noticia de que Luttemberger era realmente el dueño de la mansión más grande de Nueva York, mucha gente se trató de meter en ella, a medida que pasaba el tiempo. Muchos investigadores y curiosos, algunos incluso hasta profesionales, atraídos por las leyendas urbanas que se empezaron a contar sobre esa casa. Ninguno sobrevivía más de una semana allí dentro, era una cosa de locos, y el gobierno muy pronto comenzó a desesperarse debido a la cantidad de muertes inexplicables que aún continuaban sucediéndose —explicó, pausadamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Los peces gordos del gobierno corrieron desesperados a buscar los documentos para reabrir la investigación que yo había comenzado, perimetrár la mansión, y de ser necesario instalar guardias las veinticuatro horas del día. Pero evidentemente no encontraron nada, yo me había llevado todo, y vinieron a mí.

—Lo presionaron, ¿verdad? —dijo Alex.

—Lo intentaron, pero este viejo cocodrilo tiene muchos trucos bajo la manga. Se aprenden muchas cosas siendo comisario de alto rango durante tantos años de servicio, principalmente como lidiar con basurillas como esas que se creen demasiado por llevar una placa gubernamental en sus costosos trajes negros. Les dije que si querían evitar más muertes, dieran el asunto por olvidado, que cerraran la casa lo mejor que pudieran y yo no develaría al mundo su gran acto de corrupción. A cambio pedía protección de su parte.

—Usted los protegía a ellos de la destitución o algo peor, ellos lo protegían a usted de los curiosos y el resto de las personas que quisieran averiguar algo —razonó Alex—. Fue así como se volvió un vigía de la mansión.

—Eres muy perspicaz, mi amigo —Hazzard lo examinó un momento—. ¿Por qué estás buscando la mansión? ¿Por qué estás aquí, apuntándome con ese rifle? —le preguntó con lenta parsimonia—. He visto muchos maleantes durante muchos años de mi vida, y tú no eres uno de ellos. Por los movimientos de tu cuerpo, por la forma de apoyar el caño del arma en tu regazo, me doy cuenta que eres solo un muchacho asustado, quizá incluso mucho más asustado que lo que yo debería estar. Sin embargo, por la vestimenta que usas, por la barba recién afeitada y tu cabello corto, no me cabe la menor duda que provienes de una clase alta.

—Solo estoy protegiendo a quienes amo, y por ellos haré lo que sea necesario —respondió Alex.

—¿De la mansión?

—Así es. ¿Por qué usted sigue con vida, si la casa, o lo que sea que aún hay allí dentro, los había cazado de a uno como animales?

—¿Crees que he salido ileso de allí? ­—preguntó Hazzard con una sonrisa—. Me he tenido que disparar yo mismo para poder escapar. Tengo cuatro tornillos y una reconstrucción de rotula que me duele como los mil demonios cuando hay tormenta, mi esposa se arrojó delante del tren la navidad del noventa y cuatro, mi hijo se accidentó en su motocicleta un nueve de julio del noventa y seis. Hasta hoy día, me parece ver que Luttemberger me acecha donde quiera que vaya, siempre está su reflejo en algún cristal, detrás de una puerta, en el pasillo... —dio un resuello cansado y extenso. —Siempre por el rabillo del ojo, jugando al gato y el ratón. No se aun porque me retiene con vida, me lo he cuestionado muchas veces, otras tantas incluso he deseado que me lleve con él y acabe con toda esta tortura de mierda. Pero no lo hace, simplemente me estira como goma de mascar.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Adelante.

—¿Por qué no tiene un perro con usted? —dijo Alex—. Creí que la gente de campo siempre tenía un perro a su lado.

—Luttemberger me lo asesinó.

—¿Cómo? —preguntó Alex, sin entender.

—Cuando Luttemberger era pequeño, el perro de un vecino del barrio donde vivía, en Alemania, se escapó de su casa y le mordió la pierna provocándole una herida no muy grave en un adulto, pero sí para un niño de su edad. Todo esto lo averiguamos cuando solicitamos los datos clínicos a la policía de Alemania, allí vimos que tenía una entrada en un hospital por mordedura canina. Supongo que eso le habrá generado algún tipo de trauma, pero creo que simplemente odiaba los perros —dijo Hazzard—. Tenía un Doberman, una mañana amaneció colgado de uno de los pinos de mi patio. Y desde ese momento no quise volver a tener otra mascota, quería mucho a ese animal.

Alex meditó las palabras de Hazzard minuciosamente. Se esperaba que ofreciera un poco más de resistencia, quizá que hasta se pusiera más terco. Pero le había contado todo con lujo de detalles y no esperaba una cosa así. También sabía que no le estaba mintiendo, podía sentirlo.

—¿Puedo preguntarle algo más? ­—dijo.

—Claro.

—¿Qué me encontraré precisamente al entrar allí?

Hazzard suspiró y se miró las propias manos, como buscando encontrar las palabras adecuadas, y observó a Alex con detenimiento.

—No te sabría decir con palabras exactas. Solo sé que allí dentro hay cosas que es mejor no despertar, no conocer siquiera. Va más allá de la muerte, tal y como la conocemos. Allí reside el mal en persona, sé que quizá no creas lo que estoy diciéndote, yo mismo no lo creo a veces. Pero está ahí, acechando —dijo—. Yo vi a esas pobres chicas, las victimas de ese maldito demente, muertas en medio de la sala principal de la mansión, completamente desnudas, atadas a las columnas decorativas con cadenas y grilletes, desnutridas, destripadas, jovencitas que ni siquiera habían llegado a la mayoría de edad, algunas ni siquiera habían sangrado por primera vez. Se podía incluso hasta medir el largo de la cadena que las amarraba por el circulo de excrementos que había a su alrededor, ¿Comprendes? Eso no lo hace un hombre común, no lo hace ni siquiera el peor asesino que puedas imaginarte. Eso es sadismo en su máximo exponente. Es la personificación del mal torturando a unas pobres almas inocentes.

Alex se puso de pie, y apuntó con el arma hacia adelante. Hazzard le miró.

—Bien, muéstreme los documentos, también las llaves de la casa. Póngase de pie y camine.

Se levantó con cierta dificultad, tomó su bastón a un lado y apoyándose en él, comenzó a caminar rumbo a la habitación, Alex lo seguía de cerca con el rifle apuntándole directamente a la nuca. Atravesaron toda la estancia, el living, un pasillo corto que conducía a la cocina, y a la derecha Hazzard empujó con una mano una puerta de madera, entrando en la habitación.

—Si tan solo se acerca a la almohada le volaré la cabeza. Sé que ahí esconde la Colt —dijo Alex.

—Tranquilo, amigo. Sé la capacidad de fuego que tiene esa arma, no haré ninguna tontería.

Hazzard abrió un baúl que tenía en un rincón de la habitación, y Alex observó por encima de su hombro hacia el interior. Estaba atestado de fotografías viejas de familiares, algunas con sus antiguos compañeros de escuadrón, otras en vacaciones. Su mujer era una rubia de mediana edad muy bella, se dijo. Le vio revolver bajo ellas, sacó del fondo una carpeta azul y un manojo de llaves que les recordó a los carceleros de las películas baratas. Anilla redonda, oxidada, y las llaves colgando de ella, tintineantes.

—Aquí está lo que buscas —dijo.

—Bien, ahora guíeme a la salida trasera de la finca —ordenó Alex.

—No tengo, la única forma de entrar o salir de aquí es por la puerta principal.

Alex apoyó la boca del rifle en la frente de Hazzard súbitamente, apretando los labios. Aquel hombre ni siquiera se inmutó.

—Claro que la tiene, Hazzard, claro que la tiene. Para mí sería muy fácil apretar el gatillo y matarle aquí mismo, ya me ha mostrado los documentos y las llaves —dijo—. No hay testigos, le dejaría aquí muerto y me iría con las cosas tranquilamente. No juegue conmigo.

—¿De verdad estás tan confiado? —preguntó Hazzard, con una sonrisa—. Hay cierta gente del gobierno que me visita periódicamente para saber si estoy cuidando bien su secretito. En cuanto me encuentren aquí muerto, revisarían todo. No encontrarían huellas digitales porque veo que llevas guantes, eres inteligente. Pero sin duda revisarían mis últimas comunicaciones. Sabrían que tu chica me llamó antes de que muriese. Y en cuestión de un momento los tendrías golpeando a tu puerta con poco ánimo de charlar. Yo que tú lo pienso mejor, niño.

Tenía razón, pensó Alex. De todas formas, Hazzard seguía sosteniendo la sartén por el mango. Le apartó el rifle de la cabeza y señaló con un gesto hacia la puerta.

—Camine hasta la salida trasera, andando —dijo.

Hazzard comenzó a caminar con su lento andar cojeante y las cosas bajo el brazo, al igual que el de Alex, aunque notaba que el tobillo le comenzaba a doler un poco más que antes. Atravesaron toda la casa hasta una puerta con tejido anti mosquitos negro, al fondo, Hazzard la abrió y salieron al patio. El aire fresco acarició la frente perlada de sudor de Alex, que caminaba siguiendo de cerca de Hazzard, por un sendero bordeado con piedras decorativas. Luego de andar casi unos cincuenta metros, llegaron a un portón pequeño y rustico, entre unos setos. Le hizo un gesto de que abriese, a lo cual Hazzard obedeció, y un sendero pavimentado se dejó ver del otro lado. Justo en ese momento un camión pequeño de chacinados pasaba por ahí a velocidad media. Alex tomó la carpeta y las llaves con una mano, mientras que con la otra sostenía el rifle apuntándole directamente. Se giró de espaldas al portón y comenzó a retroceder hacia la calle, sin dejar de mirarle con atención y apuntarle. Cuando ya estaba a punto de salir, habló.

—¿Por qué dejó que me llevara los documentos tan fácil? —preguntó—. Parece como si no le importara en lo más mínimo lo que estoy haciendo.

—Porque gracias a esas llaves estarás muerto, amigo. Como todos los que entraron a esa casa alguna vez —respondió con parsimonia—. Cuando eso ocurra, yo volveré a recuperar las llaves. Y aquí no ha pasado nada.

Alex lo observó gravemente. Sentía la tentación de dispararle allí mismo, parecía que cada palabra que decía era una invitación diferente a que le matase.

—Dé la vuelta, y camine de nuevo hacia la casa hasta que yo le diga. Si se gira, disparo.

Hazzard giró sobre sus talones y comenzó a caminar apoyándose del bastón de nuevo al rancho, y Alex esperó unos segundos, observándole, hasta caminar de forma silenciosa rumbo al coche. Dobló por la calle lateral y trató de caminar lo más rápido que su adolorido pie le permitía, al acercarse al coche abrió la puerta del conductor, arrojó el rifle debajo del asiento del acompañante y dejó las llaves junto con la carpeta encima del mismo. Se dejó caer en el lado del conductor, sacó las llaves de su bolsillo y encendió el motor. Fue en ese momento en que recordó que aún estaba grabando toda la charla, manoteó el bolsillo de su pantalón de forma desesperada y cortó la grabación del teléfono. Dio un resoplido aliviado, y le escribió un mensaje de texto a Angelika. "Voy en camino, te amo." Y nada más. Le había dicho que la llamaría, pero después de pensarlo mejor se dijo que quizá estuvieran interfiriendo las comunicaciones, y seria revelar su posición de forma estúpida. Guardó la grabación de forma segura, y apagó el teléfono enseguida.

Pisó el embrague y colocó la primera marcha del vehículo. El simple hecho de pisar el pedal le producía unas punzadas indescriptibles de dolor en el tobillo, y aun le quedaban unos cuantos minutos de viaje por delante, los cuales nada mas de pensarlo le parecían una miserable tortura. Le hubiera gustado tomar la autopista, acelerar a fondo para evitar minutos de viaje pisando el embrague cada pocos metros, pero se dijo que también sería muy evidente, así que emprendería el mismo camino que había utilizado para llegar, pero de forma inversa.

Salió del desnivel de tierra contra el muro serpenteando en el césped, el parachoques trasero volvió a raspar con un chirrido, y Alex hizo una mueca con la cara como si le doliera a él mismo. Bajó a la calle, tomando pavimento, embrague de nuevo, con su cuota de dolor incluida, y puso segunda rápidamente. Una vez que hubo tomado una buena velocidad observó de reojo la carpeta con el manojo de llaves encima, su frio metal con pequeñas manchas de óxido aposentadas en ellas durante décadas. Todos los secretos que la casa contenía, todas las almas que allí dentro se habían perdido, contenidas solamente por un giro de llave. Hasta casi parecía un juego, algo irreal que ni siquiera las pesadillas más irónicas podían concebir.

Tenía hambre, no había almorzado aun y tampoco había desayunado nada antes de partir, y si tan solo no estuviera metido en algo tan delicado como aquello, se detendría en algún sitio de comida rápida y llevaría algo para comer con Angelika. Pero detenerse en algún McDonald's con los documentos, las llaves y el Winchester en el coche, ni hablar. De modo que solo trató de conducir lo más rápido que pudo por el camino de tierra de nuevo hasta su casa.

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