Cuando llegaron al departamento se apresuraron a cambiarse de ropa y a darse una ducha cada quien. Era tarde, casi las once y media de la noche. Después de tomar el taxi se tomaron la molestia de pasar a un Walt-Mart a hacer algunas compras y de ahí se montaron en un Uber que los llevó directo a casa. El cansancio era evidente, más que nada en la cara de la María, que estaba nerviosa por el podcast que iba a grabar a la mañana siguiente. El agente de Walter le había enviado un mensaje por WhatsApp: el astrólogo estaría disponible a las once de la mañana para grabar y estaba bastante entusiasmado de poder ser entrevistado y de paso, charlar sobre su nuevo libro. Esa noche aquel era el único tema de conversación entre la chica y Abby; el muchacho estaba bastante feliz por ello. Por el éxito de su mejor amiga. Sin embargo, él también se encontraba exhausto y deseaba poder dormir tranquilo. Si todo iba bien, posiblemente en unos días iban a empezar a empacar todo y se mudarían de ahí.
Cuando Abraham entró a su cuarto no pudo evitar sentir un súbito escalofrío. Posiblemente era el clima, puesto que a pesar de que era verano, el pronóstico del tiempo anunciaba lluvia. El clima en la ciudad era un caos constante, pero no se quejaba mucho de ello. Le gustaban los días lluviosos. Claro que, aquella sensación era diferente. Era como uno de esos escalofríos que sientes cuando alguien te está mirando y no te das cuenta; un sentimiento cercano al miedo que te advierte que estás siendo espiado.
La oscuridad de su habitación rápidamente se esfumó cuando encendió el foco. Todo estaba en orden, salvo por la ventana que daba directo a la avenida, puesto que se encontraba abierta. Pensó que aquel hubiera sido un descuido terrible si no viviera en un sexto piso, ya que alguien podría meterse por su ventana. Aun así, por el momento no le hizo mucho caso y a pesar de percatarse de que tenía la ventana abierta, la dejó así en lo que ordenaba sus cosas.
Había un cuaderno abierto sobre su escritorio con notas sobre su próxima novela y tenía también un par de libros dispuestos sobre una vieja tablet que usaba como pisapapeles. Los escritos abordaban temas que, a simple vista, se podrían relacionar entre sí: Culturas Mesoamericanas, El Esplendor de los Tlaxcaltecas y Mitos y Leyendas del México Antiguo. A veces le gustaba pensar que tenía toda la suerte del mundo y que pronto podría publicar y se volvería un superventas. Pero no era así. No lo leía ni su propia madre. Claro que aquello no era impedimento para seguir escribiendo. Amaba hacerlo y a menudo pensaba que, si no escribía algo, seguramente explotaba.
Después de terminar de vestirse y lavarse los dientes, ya dispuesto a entrar en la cama, algo llamó la atención de Abraham. Un movimiento extraño cerca de la ventana que sin duda hizo que se incorporara para visualizar con más claridad qué era aquello. Al principio no vio absolutamente nada, sin embargo, poco después lo notó. Estaba echado sobre la cornisa, moviendo la cola despacio y muy de vez en cuando. Sus ojos verdes eran resplandecientes y la expresión de su rostro era posiblemente, la mirada más tierna que había visto en mucho tiempo.
—¡Hey! —dijo Aby esbozando una sonrisa—¡Hola!
El muchacho saltó de la cama y caminó hacia la ventana haciendo movimientos suaves para no asustar al gato negro que lo observaba con curiosidad. Parecía estar sereno, como si el humano no le causara mucho conflicto.
—¿Cómo te llamas, pequeño? —dijo Aby sonriéndole al animal. Este a su vez permanecía quieto y consigo no llevaba collar. Lo más seguro es que fuera un gato de la calle. Cuando Abraham le extendió la mano, el gato se limitó a lamerla; se frotó y posteriormente maulló. Parecía que se gustaban y eso le agradaba al chico. Nunca había tenido mascotas y aquella parecía ser la oportunidad perfecta para tener una.
—Anda, pequeño—dijo apartándose de la ventana—¡Entra!
Y, como si solamente estuviera esperando aquella invitación, el gato saltó al interior del departamento y corrió bajo la cama.
—¡Oye! —exclamó el muchacho—¡No tengas miedo!
Se asomó debajo, pero no había nada ahí. Se levantó extrañado, buscando al gato y, cuando por fin lo vio, este estaba sentado tranquilamente sobre la silla junto a su escritorio.
—Sí que eres escurridizo—mencionó Abraham. El gatito lo observó con curiosidad. Ronroneó y cuando el chico se sentó en el bordo de la cama, el bicho saltó de la silla y se frotó en sus piernas. Se había encariñado, aparentemente. Eso o...
—Posiblemente tengas hambre—dijo Aby poniéndose de pie—. Espera aquí.
Y salió de la habitación. Cuando regresó traía consigo una lata de atún abierta, pero el gato ya no estaba. Comenzó pues, a llamarlo repetidas veces. Se asomó por la cornisa, debajo de la cama y hasta debajo de la mesa, pero no había nada. Simplemente se había ido. Abraham suspiró, así que dejó la lata en la ventana por si el animalito volvía. Y cuando el chico se durmió, a eso de la media noche, el gato volvió. Sin embargo, no tocó la lata de atún. Pasó junto a esta como si no existiese y en su lugar se subió encima de Abraham y se echó a sus pies. El chico ni siquiera se percató. Estaba en un sueño profundo y el peso del animal era casi inexistente. Este por otra parte, solamente se limitaba a mirarlo, estudiándolo de alguna forma. Comprendiendo a aquel extraño humano.
Cualquiera que lo viera ahí, sentado por horas y horas, con el cuerpo inmóvil y la mirada fija, diría que aquella cosa ni siquiera era un gato. Era tan extraño, que ni siquiera se escuchaba el sonido de su respiración o su particular ronroneo. No era más que un observador paciente. Así pues, cuando finalmente estuvo listo, el gato descendió de la cama y se alimentó. Tardó tan solo un santiamén. Fue como una fugaz ráfaga o un soplo de viento. Ni siquiera tocó la lata de atún y cuando escapó de aquel sitio, lo hizo con toda la tranquilidad del mundo. Reptó por la pared como si fuera un reptil y abandonó el edificio.
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