✺31 de octubre
Mis manos estaban esposadas a la espalda cuando dos guardias me ayudaron a bajar de la camioneta.
El resplandor molestó tras un viaje con ventanas tapadas para evitar que recordara el camino. Uno de los encantos del macabro lugar, ubicación desconocida.
Había montañas en todas direcciones. El cielo encapotado y la gélida brisa otoñal anunciaban el invierno. Debíamos estar al norte del continente. Apostaba que, en un par de meses, la nieve cubriría el paisaje.
Me guiaron a la entrada trasera de una antigua edificación. Me recordó a un castillo por el exterior de piedra y la escalerilla que precedía la puerta doble de madera.
Los detalles tallados eran obra de una mano experta y dedicada. Encima y en letras de hierro, malgastadas por el tiempo, se leía: Reformatorio San Veles.
Finalmente, en las puertas del infierno.
Nos recibió una mujer baja y robusta con expresión neutral. Llevaba uniforme gris y bien planchado, igual al de los dos guardias que la acompañaban.
Sin palabras de presentación o cortesía, pasé de manos y tuve nuevos carceleros.
Al internarnos por el pasillo, me estremecí por el frío que guardaban las paredes. La humedad hacía el aire pesado y asfixiante.
Quedé a solas con la mujer cuando me hicieron pasar a la habitación de registro. Me liberó de las esposas y ordenó que me deshiciera del mono naranja que había llevado por tres meses en la prisión de menores.
Desnuda, una doctora me inspeccionó y no dejó de hacer preguntas por más de media hora. Terminó revisando mi vagina y recto antes de dejarme ir, todo para asegurarse de que no estuviera entrando nada conmigo.
La anfitriona me llevó a una última habitación con cinco duchas y una mesa de aluminio. En lo que cumplía con su indicación y me bañaba, se dedicó a extraer paquetes de un armario.
Envolví mi cabello con una toalla y me acerqué para descubrir que las fundas empacadas al vacío contenían ropa.
—Es todo lo que tendrás dentro de San Veles —explicó con voz ronca.
Faldas, pantalones, chalecos, chaquetas, sobretodos, conjuntos deportivos, corbatas, pijamas, medias y zapatos negros. Camisas blancas y ropa interior beige. Las listo en lo que caían dentro de una maleta de mano a su lado.
Me alcanzó una última funda, abierta y con una mezcla de la ropa que acababa de mencionar.
—Vístete. —No lo pensé dos veces, empezaba a sentir frío—. Debes usar el uniforme en todo momento. Eres responsable de mantenerlo impecable y tu horario de lavado será programado cada domingo.
>>Todas las piezas son imprescindibles —advirtió al ver mi mueca antes de colocarme el ajustado chaleco—. Tampoco puedes remangar la camisa, no tienes permitido exponer tatuajes bajo ninguna circunstancia.
Mis brazos, parcialmente tatuados, no verían la luz del día. Nada para extrañar.
La falda plisada era larga y las medias muy altas. Lo más que exhibiría era un diminuto pedazo de rodilla.
—¿Tu cabello es rojo natural? —Asentí, sin ganas de responder—. Muéstrame tus raíces.
Me deshice de la toalla y se vio satisfecha al verificar que no mentía. Buscó en el bolsillo de su pantalón y dejó sobre la mesa un pin dorado.
—Desde este momento eres esto. —Señaló el objeto—. Olvida tu nombre, aquí no existe y mencionarlo va contra las reglas. A partir de ahora identifícate como Tres diez, ¿entendido?
Cero, tres, uno y cero. Los cuatro dígitos marcaban la superficie.
Abroché el pin en el bolsillo de mi chaqueta a modo de respuesta. Mi nombre no era algo que estuviera dispuesta a proporcionar. Hice mucho para llegar a ese reformatorio, no lo arruinaría.
—En tu habitación encontrarás lo necesario y en el día serás instruida con las reglas de San Veles. Lleva la maleta y obedece a tu escolta, te espera en el pasillo.
Estaba a punto de atravesar la puerta cuando la escuché carraspear.
—Este no es el lugar para meterse en más problemas, Tres diez, recuérdalo.
Di un imperceptible asentimiento al responder a mi nuevo nombre, pero si era la primera regla, no podría cumplirla.
Al salir, encontré a una mujer con el mismo uniforme. Me guio por más pasillos y escaleras de las que podría recordar. No nos cruzamos con un alma y supuse que el lugar era inmenso.
La habitación estaba marcada con el número de mi pin en la puerta. Era pequeña y con lo justo: una cama y un armario. Mi carcelera desvalijó las nuevas pertenencias en el suelo e indicó que ordenara esa misma noche. Dejó la maleta en el pasillo y me condujo por un camino más largo que terminó por desubicarme.
Escuchaba el murmullo que iba subiendo en lo que avanzábamos y no me sorprendí al dar con el comedor, amplio y con vista a un patio interior, repleto de chicos.
En la fila donde pude tomar una bandeja y esperar mi turno para recibir comida, la mujer comenzó a hablar rápido y bajo, comunicando reglas básicas y horarios que estaba prohibido violar.
Barrí el lugar con la vista. Amplio y con mesas de seis personas, bastante separadas unas de las otras. El piso de mármol blanco y las paredes más oscuras, adornadas con antorchas de las que un par de siglos antes debía alumbrar en las noches. El aspecto medieval de la construcción chocaba con el mobiliario moderno y de aluminio.
Lamentablemente, llamé la atención. Mi rostro habría pasado inadvertido con una matrícula tan grande, pero el cabello húmedo y que no me habían dado la oportunidad de acomodar, más la guardiana que me acompañaba, eran poderosos delatores.
No obtuve la bienvenida de instituto donde era el trofeo brillante y desconocido que todos querían impresionar.
Algunos mantenían expresión impasible sobre su comida. Otros disimulaban y los más arriesgados me observaban con gesto amenazador en lo que caminaba con mi bandeja. Evaluaban mi actitud cuando yo no había decidido el papel que interpretaría.
Me quedé sola en una mesa alejada y la guardiana ordenó que volviera a la habitación cuando terminara. Supuestamente recibiría instrucciones en la tarde, pero veía imposible regresar sobre mis pasos.
Estudié el salón en lo que pretendía comer. El aire era sombrío y los murmullos pausados. Las conversaciones que me rodeaban no eran las de un descanso entre clases.
Había dos guardias, uno en la entrada y otro que se paseaba por los arcos que comunicaban el comedor con el patio, del que tenía una vista privilegiada. Una gigantesca fuente de piedra presidía el espacio y estuve segura de que marcaba el centro de la edificación.
El resto se sentaba en pequeños grupos de no más de tres personas. Era la única que estaba sola.
Mi vista chocó con la de un chico a unas diez mesas. A pesar de sus cejas tupidas y gesto desafiante, no aparte la mirada. Se la habría mantenido hasta que se cansara de no ser por las personas que, sin preguntar, tomaron asiento frente a mí.
Una chica y dos chicos. El de cabello rizado y piel morena quedó en el centro. Dirigió la vista al pin en mi chaqueta y sonrió, satisfecho.
Su compañero, de ojos rasgados y flequillo oscuro que caía sobre la frente, intercambió una mirada con la de expresión aburrida; de rasgos finos y cabello castaño por encima de los hombros. Parecía mutilado con un cuchillo de cocina.
—Bienvenida, Tres diez —dijo el moreno con el número veintiocho en su pin—. No pareces de dieciocho, te ves más pequeña.
No tenía idea de cómo sabía mi edad, pero no quería demostrarlo. Seguía sin saber el papel que debía interpretar y si tres personas decidían intimidarme en mi primera hora, quizás tomaba la decisión equivocada sobre mi futura personalidad.
—Lo sabe por tus números —explicó el de cabello negro.
Di un rápido vistazo a sus pines. Treinta y nueve, veintiocho y ciento siete.
—Interesante —dije, hablando por primera vez en días.
Tendría que averiguar cómo decodificaban la edad por los números.
—Entonces, Tres diez, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Veintiocho, el moreno.
—Creí que este era mi nombre. —Le di un toque fugaz a mi pin.
—Para ellos. —Se refería a nuestros carceleros—. Para nosotros tu nombre es el crimen que cometiste para llegar aquí. Es el único secreto que no guardamos en estas paredes.
Su sonrisa no me gustó, tampoco la manera en que la chica desvió la mirada.
—El mío es iba borracho y atropellé a una señora que sigue en coma —confesó Treinta y nueve, el de ojos rasgados, con una sonrisa amarga.
—Apuñalé al chico que me proporcionaba la droga cuando me subió los precios por tercera vez —continuó Veintiocho. Miró a la chica que cruzó los brazos sobre su pecho y siguió ignorando nuestra conversación—. Ciento siete trató de suicidarse.
Le dirigí una mirada de soslayo. Ese no era un crimen.
>>También intentó que su hermana pequeña lo hiciera con ella.
Una confesión que habría preferido no escuchar.
Mantuve el silencio con la vista fija en Veintiocho y su sonrisa.
—Eres desconfiada, eso es bueno —alegó antes de mirar a nuestro alrededor—. Señala a alguien y te diré su nombre.
Caer en su juego era inevitable si quería mantenerme neutral. Miré sin mover la cabeza y escogí al azar.
—Rapado y con una cicatriz en el cuello.
Chequeó sobre su hombro.
—Peleas ilegales, lleva dos meses dentro —contestó y esperó el siguiente objetivo.
—La chica de cabello rizado en la mesa pegada a la pared.
—Hackeó la red de seguridad de la empresa de su padre y le hizo perder diez millones en tres horas. Es lista, lleva casi un año encerrada.
Esperó otro objetivo a identificar y al ver que no hablé, se mostró complacido.
—Entonces, Tres diez —insistió—, ¿cuál es tu nombre?
No supe si decir lo que había hecho para tener antecedentes, lo que hice para que me apresaran o los problemas que ocasioné en la prisión de menores para asegurar que me asignaran a San Veles.
—Atraco con una nueve milímetros a una tienda —confesé sin muchos detalles—. Dos heridos graves.
—¿Atraco? —Sonrió—. ¿Necesidad de dinero?
El sarcasmo de Veintiocho fue evidente. Todos los que estábamos allí éramos hijos de las familias más influyentes del continente, de otra forma estaríamos pudriéndonos en la cárcel. El dinero no era algo en lo que tuviéramos que pensar desde nuestro nacimiento.
—Supongo que, como tú, tenía un mal día y las personas que nos cruzamos, mala suerte.
Me chequeó a detalle y sus ojos brillaron, como si acabara de encontrar algo de valor.
—Buena respuesta.
Treinta y nueve sonrió y le dio un codazo a su compañero.
—Deja de asustarla o lo tomará en serio.
Los ignoré y aparté la vista, buscando al chico de antes. Había desaparecido, pero encontré lo que no creí ver tan rápido. Mi corazón se aceleró y costó mantenerme imperturbable.
Un chico acababa de sentarse en una mesa solitaria. Se sacó la chaqueta y no llevaba el chaleco o la corbata. No miró a nadie y no tocó la bandeja, manteniendo la vista hacia la fuente. Desde mi lugar solo veía su perfil, no podía estar segura.
—¿Qué tal ese? —pregunté, apuntando con un gesto de la cabeza—. El de cabello rubio que no respeta el código de vestimenta.
Los tres giraron. La chica me miró por primera vez cuando supo por quién preguntaba.
Veintiocho se cruzó de brazos.
—Es un caso especial y lleva más de un año dentro.
—Su nombre —presioné—. ¿Cuál es su nombre?
—Asesinó a su hermano mayor —contestó con voz grave y esa vez no fue para impresionar—. Vino directo al reformatorio y lo sacaron una semana después por el suicidio de su hermana pequeña.
>>No se lleva con nadie, no habla con nadie. Es el nombre más violento en San Veles.
No me intimidó, conocía su crimen. A la distancia, contemplé la manera en que hacía girar la cuchara plástica frente a su rostro.
Era él, la persona que venía a buscar.
✺☽
Modo serio activado.
Feliz Halloween.
No soy de las que publica una historia y no sigue actualizando, pero necesitaba motivarme con algo y esta nueva idea lo hizo.
Quiero saber qué les pareció.
¿Les parece interesante la premisa?
¿Es una novela que leerían?
De momento esto queda aquí, pero cuando culmine mis proyectos en curso, la retomaré.
Nos vemos por ahí.
Las amo.
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