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III

Jadeando extenuado, Vladaril se arrodilló junto al lago para recuperar el aliento y saciar su sed. El sol empezaba a salir, y eso significaba que había estado toda la noche corriendo.

Desde que Jack lo había descubierto ajusticiando a Winch, había utilizado todo su ingenio para salir de la ciudad sin ser visto. En el Gremio lo creían culpable de traición, de modo que estaba convencido de que habría represalias. Por eso no solo le convenía estar lejos, sino que también necesitaba dejar el menor rastro posible.

Afortunadamente, moverse como un fantasma era su especialidad.

Las puertas de Torheim estaban siempre vigiladas por guardias y, por desgracia, era demasiado fácil reconocerlo: los elfos destacaban en ese país de población predominante humana, y su ropa manchada de sangre ya había despertado miradas suspicaces entre los centinelas cuando se había internado en la ciudad al mediodía. Suponiendo que le permitieran marcharse, llamaría demasiado la atención. Por eso se dirigió a la periferia del distrito, rezando para que nadie hubiera decidido reparar la brecha del alcantarillado que en otras ocasiones había aprovechado para salir de la capital sin pasar por la puerta.

Y, como era de esperar, el agujero seguía en su sitio. Mientras sucediera en la zona pobre, a nadie le importaba que el aire fuera pestilente e irrespirable.

Se coló, se arrastró por la nauseabunda canalización y emergió a escasos metros del muro sur de la ciudad. Bajo el amparo de la noche, siguió corriendo para rodear la muralla y dirigirse al norte. Necesitaba alejarse lo máximo posible de la capital y encontrar un escondite. Poner rumbo a Tellulah, su país natal, parecía la mejor opción; por lo menos allí no destacaría solo por su raza. Eso significaba dirigirse al oeste, pero los caminos estaban demasiado concurridos. Si quería ser invisible, le convenía recorrer los pasos de montaña, transitables aunque prácticamente desiertos en esa época del año. Así que, siguiendo la aguja de su brújula, corrió desesperadamente hacia el norte. Hasta que, al amanecer y sin apenas fuerzas, llegó frente al lago.

Gracias a sus excelentes sentidos, avistó una población en la orilla opuesta. Eran buenas noticias, puesto que necesitaba provisiones, pero también era consciente de que necesitaba pasar desapercibido y en ese momento eso era imposible. Tras el titánico esfuerzo —y su breve visita al alcantarillado— su olor corporal era nauseabundo así que, tras recuperar el aliento, se desnudó y se sumergió en las gélidas aguas. El frío le cortó la respiración, pero enseguida se acostumbró a la temperatura. Se frotó el cuerpo enérgicamente, tanto para calentarse como para quitarse el fétido hedor a sudor y orín.

Cuando salió del lago, con dientes claqueteantes, se dispuso a vestirse y se dio cuenta de que seguía siendo demasiado llamativo: la sobrevesta tenía una gran mancha de sangre en el pecho y la capa tenía algunas salpicaduras visibles, además de apestar a cloaca. Tanto sus pantalones como su peto, ambos de cuero ribeteado, estaban igualmente sucios, pero iba a ser mucho más sencillo limpiarlos sin jabón. Decidió que lo más sencillo sería deshacerse de las gruesas prendas de algodón y vestir únicamente la armadura. Llamaría la atención, pero un aguerrido mercenario que necesitaba provisiones dejaría una impresión mucho menos profunda que un elfo zarrapastroso que apestaba a pis y a mierda. A fin de cuentas, ya había observado que los habitantes de Garbantia —sobre todo en poblaciones pequeñas— tenían una imagen... excesivamente dignificada de la raza élfica.

Rasgó uno de los pocos fragmentos de su sobrevesta que no estaba manchado y lo mojó en el lago, para acto seguido frotarlo enérgicamente contra la armadura de cuero y limpiar las abundantes manchas. Cuando terminó estaba empapado y exhausto, de modo que se tumbó al sol para descansar y entrar en calor. Como tantas otras veces, contempló la cenefa de su anillo, ese trisquel tan hipnótico, y volvió a reparar en la ausencia de una de las tres pequeñas piedras rojas. Era una pena... esa joya lo había acompañado durante casi tres décadas y le había recordado que, aunque su padre lo repudiase, siempre tendría una familia en Tellulah.

A la luz del sol naciente, el anillo parecía estar envuelto en una solemne aura amarillenta. Eso lo inquietó, aunque supuso que solo se trataba del cansancio jugando a engañar sus sentidos. A fin de cuentas, ya había pasado más de un día entero desde que despertó, desnudo salvo por la joya, y descubrió que su vida estaba en ruinas. Marin... todavía no podía creer que jamás volvería a ver su sonrisa pícara, reír con sus chanzas ni sentir el tacto de su piel. Las lágrimas volvieron a sus ojos y lloró, literalmente, hasta perder el conocimiento.

Despertó, sobresaltado, apenas una hora después. Había notado que unos brazos fuertes lo sujetaban y un cuchillo se apoyaba sobre su garganta, pero solo era su subconsciente gastándole bromas crueles. No: recordándole que, por muy exhausto que estuviera, era pronto para detenerse a descansar. Se vistió, escondió las pestilentes prendas entre unos matorrales y siguió la orilla para dirigirse hacia la pequeña localidad que había avistado.

Se trataba de un emplazamiento pequeño, de apenas quince o veinte casas. Y tal y como temía, su apariencia ruda desentonaba con la población local, hasta el punto en que podía sentir el miedo de los aldeanos. A pesar de la relativa cercanía respecto a la capital supuso que, al encontrarse tan apartado de las rutas comerciales principales, no podía esperarse una actitud especialmente cosmopolita por parte de sus habitantes. En cualquier caso, tampoco pretendía fraternizar ni terminar convirtiéndose en un héroe local, de modo que se apresuró a hacerse con los suministros que necesitaba para partir cuanto antes.

No le costó dar con alguien que quisiera venderle comida, ni tampoco fue un problema encontrar ropa de viaje discreta. La bolsa que Winch, en un último acto de picaresca, le había colocado en la mano para desacreditarlo delante de Jack estaba llena a rebosar, de modo que pudo permitirse pagar mucho más de lo que los aldeanos le pedían. También se aseguró de comprar un sombrero de ala ancha, bajo el que podía disimular mucho mejor las prominentes orejas que lo delataban como elfo.

Lo único que fue un tanto más difícil fue encontrar una montura. Para ello tuvo que desplazarse a las afueras de la aldea, donde negoció con un ganadero local para adquirir el único caballo que le podía ser útil: una vieja yegua demasiado esbelta para el trabajo de campo. El robusto hombre tuvo ciertas reservas, alegando un elevado valor sentimental, pero su mirada cambió en cuanto vio las trescientas piezas de oro que Vladaril le ofrecía a cambio. Era un precio desorbitado incluso para un caballo entrenado para la guerra, y con ese dinero podía solucionar muchos de los problemas de su granja.

—Es toda tuya —confirmó, ofreciéndole la mano—. Ya no corre tanto como cuando era joven y briosa, pero Nancy sigue teniendo las patas firmes.

Vladaril aceptó el apretón, cerrando el trato, y acto seguido le entregó las monedas. El hombre las contaba, como si no se lo terminase de creer. Era la primera vez que veía tanto dinero junto.

—Siento que he salido ganando, así que... ¿por qué no te llevas uno de esos sacos de zanahorias? Le encantan, y de ese modo no tendrás que preocuparte por el pasto durante unos días.

—Se lo agradezco mucho.

—¿Quieres quedarte a comer? No vemos a muchos elfos por aquí, sería un placer para mi esposa y para mí ofrecerte nuestra hospitalidad.

—Es muy amable —responde Vladaril, sonriendo—, pero debo rehusar. El camino hacia Rashad es largo y no quisiera demorarme.

Rashad era el país colindante por el este, o sea, la dirección opuesta de su destino final. En el improbable caso de que un perseguidor llegase hasta ese pobre ganadero y preguntase por él, tal vez encontrase una pista falsa.

—¡Qué pena! En ese caso, si vas a irte ya, te recomiendo que rellenes tu cantimplora en la fuente mientras ensillo a Nancy.

—La verdad es que pensaba llenarla en el lago, pero acepto su oferta.

—¿Te refieres a ese charco gigante? ¡Uy, no te lo recomiendo! Está lleno porque es temporada de lluvias, pero no deja de ser agua estancada. La de la fuente está mucho más rica... ¡y no tiene larvas de mosquito!

El granjero rio sonoramente y señaló hacia la fuente antes de preparar la montura de Vladaril para el viaje. Mientras el elfo rellenaba el odre, recordó que ya ha bebido del agua del lago. Estaba tan sediento que no atinó a fijarse en si estaba alimentado por un riachuelo o una corriente subterránea, de modo que solo pudo rezar para que eso no le terminase pasando factura.

Y así, pertrechado, aprovisionado y a lomos de su nueva —aunque no flamante— montura, Vladaril se despidió del granjero, abandonó el asentamiento por el este y luego corrigió el rumbo para dirigirse al norte, hacia las montañas.

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