I
Tras un suave zarandeo, Vladaril despertó abruptamente y llevó por instinto una mano a la empuñadura de su estoque. Pero se relajó al ver que tenía enfrente a Marin, su compañera y responsable de la primera guardia. Sus ojos azules estaban abiertos de par en par, seguramente por culpa de la violenta reacción del elfo, pero enseguida se apresuró a extenderse el dedo índice sobre los labios en señal de silencio.
—¿Sucede algo? —susurró él, incorporándose.
—Solo tenía ganas de pasar tiempo contigo —replicó ella, con una sonrisa pícara—. No hagas ruido, Winch está durmiendo.
Vladaril se incorporó, sonriendo, mientras ella se sentaba a su lado, apoyando suavemente la cabeza sobre su hombro.
—Eres una caprichosa —refunfuñó—. Ya ni siquiera me dejas descansar en condiciones.
—¡Eh, te he dejado dormir una hora! —Marin le dio un suave empujón, esforzándose en contener una carcajada—. He sido muy considerada.
—Lo estás siendo más con Winch ahora mismo. Lo envidio.
—¿Ah, sí? —La joven alzó una ceja—. Pues habrá que hacer algo para solucionar eso.
Con un ágil movimiento, Marin levantó una pierna y se colocó a horcajadas sobre su compañero, que dio un respingo de sorpresa. Ella sonrió, lanzándole una mirada cargada de lascivia.
—¿Sigues teniéndole envidia? —susurró con voz sensual, moviendo sus caderas rítmicamente.
El roce contra su sexo hizo que Vladaril se estremeciera y empezase a reaccionar. Sí, tal vez estuviera extenuado tras largas jornadas, pero le era muy difícil resistirse a las caricias de esa chica. Se inclinó hacia adelante, alzando las manos del suelo y posándolas sobre sus mejillas, antes de atraer su cara para besarla brevemente en los labios. Ella, satisfecha, cesó su movimiento y sonrió con ternura, apartándole un mechón de la frente.
—No nos emocionemos, Marin —murmuró el elfo, guiñándole un ojo—. No me importa que me despiertes, pero él no tiene la culpa de que seas una cría atolondrada.
Con un movimiento de cabeza señaló hacia su izquierda, donde a pocos metros de distancia dormía Arnold Winchester, su buen amigo y tercer miembro de la compañía. Hacía dos semanas que habían partido de la capital, Torheim, y ya solo un puñado de horas de jornada a pie los separaban de sus hogares. El día siguiente podrían cobrar la ansiada recompensa y dormir por fin bajo un techo y sobre un colchón.
—Oye, guapito —se quejó ella, frunciendo el ceño, pero sin dejar de sonreír—. Creo que ya te he demostrado más de una vez que soy una mujer hecha y derecha. ¿Me estás provocando?
—Apenas tienes dieciocho años, Marin. Yo ya paso de los ciento cincuenta.
—¿Qué puedo decir? Siempre me han puesto cachonda los viejos decrépitos.
El elfo se esforzó en contener una carcajada. Al pertenecer a una raza mucho más longeva que la humana, sus ciento cincuenta y dos años de edad hacían de él un joven adulto. Pero, lejos de molestarlo, las puyas de Marin lo divertían sobremanera. Era uno de los motivos por los que había terminado sucumbiendo a los encantos de esa joven descarada, demasiado delgada para su gusto e incluso un tanto feúcha.
—En serio, pequeña, necesito descansar —apuntó Vladaril, con voz melosa, agarrándola de los hombros—. Mañana llegaremos a casa y podremos continuar con esta conversación.
—Aguafiestas. —Marin hizo un mohín—. Estoy tan excitada que no puedo quedarme quieta.
—Eres incorregible. ¿Nunca tienes suficiente?
—¡No me has entendido! Bueno, eso también, claro —y añadió, con una sonrisa sensual y reanudando brevemente su movimiento de caderas—. Cuando te pille, te vas a enterar. Pero me refiero a que... ¡demonios, todavía no me puedo creer cuánto dinero hemos conseguido!
A él también le costaba creerlo. La misión que los había llevado tan lejos de la capital consistía en localizar una cueva sellada en una zona deshabitada e investigar su interior en búsqueda de una vasija muy especial; una obra de arte por la que su cliente, un erudito, estaba dispuesto a pagar una generosa suma. Contaban con que la cueva estuviera repleta de trampas mortales, y así fue. Lo que no se esperaban era que, además de esa antigualla, encontrarían también un enorme baúl lleno de monedas, joyas y piedras preciosas. El contrato no especificaba nada al respecto, de modo que, siguiendo las normas no escritas del Gremio, podían quedárselo.
—Dudo que necesitemos trabajar nunca más —reflexionó él.
—En ese caso, tal vez haya llegado el momento de jubilarse, ¿no crees?
—¿Bromeas? Eres demasiado joven para pensar en eso, Marin.
—Hablo en serio —replicó ella, endureciendo la mirada—. ¿Acaso no estás cansado de esto? De dormir al raso, de caminar sin descanso durante días, semanas, meses... de no tener un hogar. No uno real.
Un hogar... algo que Vladaril había tenido y nunca había sabido valorar. Extendió la mano izquierda y clavó los ojos en el anillo que su madre le dio antes de partir. Su mirada siempre se perdía entre esas tres minúsculas piedras, rojas como la sangre, que adornaban las puntas del trisquel grabado en su superficie. Seguía la filigrana dorada, acercándose lentamente hacia el centro dominado por cada pequeña gema y continuaba su camino hacia la siguiente, en un ciclo que siempre conseguía distraerlo de aquello en lo que no quería pensar.
—Siempre he querido este tipo de vida —afirmó, sin dejar de recorrer con los ojos la intrincada filigrana.
—Eres muy mono cuando mientes —replicó Marin. Su compañero la miró, sorprendido—. Siempre te miras ese anillo, mueves los ojitos como si estuvieras viendo algo interesante y sueltas la trola sin más.
Vladaril chistó, fastidiado, y devolvió su mirada al trisquel mientras la chica reía en silencio. Pese a su juventud, Marin era muy perspicaz y lo tenía bien calado. Aunque, a fin de cuentas, él no estaba mintiendo: siempre había querido ser libre y poder explorar un mundo demasiado grande para ser ignorado. Algo que su padre, alto rango del ejército de Tellulah y primogénito de una de las Grandes Casas, no entendería jamás. Vladaril no estaba destinado a ser un sucio aventurero, sino una figura prominente en la sociedad... y estaba dispuesto a desheredarlo antes que tolerar una afrenta hacia su familia y sus ancestros.
Ya habían pasado casi treinta años. Apenas un suspiro para un elfo, pero media vida para los humanos con los que convivía en el país vecino de Garbantia. Y treinta años es tiempo suficiente para comprender. Tiempo suficiente para añorar, y para arrepentirse de las decisiones de juventud.
—¿Sabes? Siempre he querido ser joyera —insistió Marin, posando su mano sobre la de Vladaril y jugueteando con su anillo—. Creo que se me podría dar bien —y añadió, con voz sensual—. Soy hábil con las manos, ¿no crees?
Un estremecimiento placentero recorrió la espalda de Vladaril, arrancándole una sonrisa.
—Tal vez debería abrir mi propio negocio ahora que tengo el dinero para hacerlo.
—Serías una gran artesana.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo crees?
—Tú lo has dicho: eres hábil. Y meticulosa. Winch y yo te echaríamos de menos, pero estoy seguro de que te iría bien.
Ella sonrió ante el cumplido, pero su mirada reflejaba cierta tristeza.
—¿Y tú? ¿No hay nada que te gustaría hacer si pudieses dejar esto?
—No... —murmuró Vladaril, tras meditar durante unos segundos—. No hay nada que sepa hacer.
—¡No seas modesto, hombre! Sabes luchar, podrías ser un buen guardia. Y sabes perfectamente que la mayoría son unos zánganos, así que cumples todos los requisitos.
El elfo contuvo a duras penas una carcajada. Marin entrelazó los dedos con los suyos y se llevó su mano a los labios, besándole brevemente el dedo anular.
—Y también eres muy hábil con estas manos tan bonitas. No tanto como yo, por supuesto, pero... me podría venir bien un ayudante con tu talento.
—¿Estarías dispuesta a darme trabajo? —rio Vlaradil.
Como respuesta, Marin sacó la lengua y lamió suavemente el dedo del elfo, recorriendo toda su superficie muy despacio. Él, incapaz de contener su excitación, empezó a jadear levemente.
—No deberías hacer esto, Marin.
—¿Por qué? —respondió ella, con voz sensual—. ¿Acaso te estás acordando de algo? ¿Algo en lo que... también soy muy hábil?
—Lo que deberías recordar es que no soy de piedra.
—Pues por aquí abajo lo parece.
La chica le metió la mano en el pantalón para agarrarle el pene, totalmente erecto, y liberarlo de su prisión de ropa. Después se alzó lo suficiente como para apartar la molesta tela de su propia túnica y se volvió a sentar sobre su amante, introduciéndose su sexo y conteniendo a duras penas un gemido de placer.
—¿Y tu ropa interior? —susurró el elfo, con voz entrecortada—. Estás totalmente loca...
—Loca por tus orejitas picudas.
Le mordió suavemente el lóbulo, arrancándole un escalofrío, antes de empezar a mover las caderas rítmicamente. Ambos se abandonaron al placer, sin prisa, besándose y acariciándose todo el cuerpo, conteniendo los jadeos y gemidos para no despertar a su compañero de aventuras. Marin seguía moviéndose cada vez más deprisa, mientras Vladaril notaba cómo se acercaba al clímax.
—Marin... —susurró, agitado—. Deberíamos parar aquí.
—No, yo creo que no —replicó ella, entre jadeos.
—No podré aguantar mucho más...
—No veo el problema.
—¿Es que nadie te ha explicado de dónde salen los semielfos?
La humana consiguió contener una carcajada y dio un suave puñetazo en el pecho de su compañero, arrancándole una sonrisa. Sin dejar de mover las caderas, se inclinó sobre él para susurrarle al oído:
—Te amo y quiero pasar el resto de mis días junto a ti.
Un escalofrío recorrió la espalda de Vladaril, que volvió su cabeza hacia ella. Sus ojos se encontraron, y entonces lo supo. La besó apasionadamente y, mientras sus lenguas danzaban, entendió que también la amaba. Que podía dejar esa vida, ese trabajo tan duro y sacrificado que siempre le había gustado, porque sería feliz mientras ella estuviera a su lado. Y explotó, reprimiendo los gemidos de placer, mientras su amada le pasaba los brazos por detrás del cuello para abrazarlo con fuerza. El tiempo se detuvo mientras recuperaban el aliento, sintiendo sus corazones latiendo desbocados, en perfecta sintonía.
Tras unos minutos, ya más tranquilos, sus miradas se volvieron a cruzar y se besaron de nuevo. Un beso que ya no tenía esa pasión desenfrenada, sino un significado muy distinto.
—Ahora sí, será mejor que te deje descansar —susurró Marin, levantándose con dificultades—. No me conviene que te duermas durante tu guardia.
Ella le guiñó un ojo y Vladaril no pudo contener una risita.
—Oye, Marin.
—¿Sí?
Quería decirle que, aunque sabía que ella iba a envejecer más deprisa que él y que algún día tendría que despedirse para seguir viviendo solo con su recuerdo, también la amaba y quería pasar tanto tiempo como pudiera a su lado. Pero, por algún motivo, no encontró las palabras. Tampoco era importante: tenían todo el tiempo del mundo.
—Buenas noches, pequeña.
—Buenas noches, amor mío.
Dio media vuelta y, con una sonrisa estúpida en los labios, cayó profundamente dormido.
* * *
Sintió un pinchazo en la garganta y se incorporó, sobresaltado. Quiso hablar, pero no logró articular palabra alguna. Se llevó las manos al cuello y sintió un líquido caliente manando en abundancia. ¿Sangre? Su vista se empezó a nublar y, aunque trataba de alzarse, no lo conseguía. Alguien lo sujetaba con firmeza por los hombros; pero, aunque no fuese así, tampoco se sentía capaz de reunir las fuerzas para moverse.
—Lo siento, de veras. Ojalá hubiera otra manera de hacer esto.
Era la voz de Winch, su compañero de aventuras. No podía ver su cara, pero lo escuchaba con claridad. ¿Era él quien lo estaba sujetando?
—Me alegro de que lo pasaras bien hace un rato. En fin, supongo que ahora es mi turno. Sin rencores, viejo amigo.
Los fuertes brazos que lo apresaban lo soltaron y Vladaril se desplomó boca arriba, incapaz de mantenerse erguido. Mientras el mundo se oscurecía, se entretuvo a contar las estrellas del firmamento. Una, dos, tres...
Cuatro. Al contar la cuarta estrella, Vladaril despertó abruptamente. Se llevó una mano a la garganta para comprobar que todo estaba bien: solo había sido un sueño perturbador. Uno de esos en que uno mismo no tiene control sobre su propio cuerpo y se ve obligado a contemplar, impotente, una escena que no puede evitar. Aún no había amanecido, así que debía de faltar poco para que llegara su turno de guardia. Con el corazón todavía latiendo frenéticamente, alzó la mano y contempló su anillo para tranquilizarse y tratar de volver a dormir. Siguió con los ojos la intrincada cenefa, como siempre, y el corazón le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que una de las tres piedras había desaparecido. ¿Cómo podía ser? El engarce era demasiado profundo como para que pudiera desprenderse accidentalmente, y no podía simplemente haberse esfumado.
Notó una breve ráfaga de viento, y el frío le hizo arrebujarse inconscientemente en su manta. Al hacerlo, se sorprendió al notar el tacto de su propia piel. ¿Estaba desnudo? Vladaril se incorporó, asustado, y se dio cuenta de que estaba solo. ¿Por qué no lo habían despertado? ¿Dónde estaban Winch y Marin?
Entonces fue cuando lo vio. Un cuerpo, justo a su lado, entre la hierba alta. Confundido y asustado, se volvió para observarlo detenidamente. Había sido degollado, a juzgar por el corte y la gran mancha roja en su cuello y pecho. Vestía ropa sencilla que, por algún motivo, le resultaba extrañamente familiar. Su rostro, totalmente inexpresivo, también. Sabía que lo había visto en algún lado. Y entonces se dio cuenta, y se le heló la sangre.
¿Quién demonios era ese hombre muerto que llevaba encima su ropa? Y lo más importante, ¿por qué se le parecía tanto?
Pensando que pudiera ser una ilusión, se acercó para tocarlo. Estaba frío, y eso significaba que ya llevaba horas o tal vez días muerto. No entendía cómo era posible que se hubiera echado a dormir al lado de un cadáver sin darse cuenta. Se incorporó, confundido, y entonces vio por el rabillo del ojo que ese cuerpo inerte no era lo único que interrumpía la armonía de la hierba alta.
Se acercó, con paso tembloroso, hacia el otro objeto extraño. En cuanto lo reconoció, sus rodillas flaquearon y dieron contra el suelo, mientras sus ojos se anegaban de lágrimas.
Era Marin.
También la habían degollado, aunque su ropa estaba tan destrozada y su cuerpo tan lleno de heridas y hematomas que probablemente la habían forzado antes. Cuando la miró a los ojos, esos ojos azules que tan solo unas horas antes le estaban declarando su amor y ahora lo miraban fría e inexpresivamente, algo se rompió en su interior. Y golpeó el suelo, gritando de rabia, arrancando compulsivamente esa hierba que había servido como último lecho de su amada, mientras empezaba a entender que había dos cosas que deberían estar y no era capaz de encontrar por ninguna parte.
Winch y el botín.
Y entendió al instante que ese perturbador sueño no había sido tal, y que una de las personas en quien confiaría su vida a ciegas se lo acababa de arrebatar todo. Lo que no entendió fue quién era ese otro cuerpo. Ese hombre muerto que llevaba encima todas sus posesiones, salvo su preciado anillo, y que se parecía tanto a él. No intentó entenderlo hasta muchos días más tarde, cuando logró volver a pensar con claridad.
Pero en aquel preciso instante, Vladaril solo podía pensar en la venganza.
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